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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO EL HIPERMERCADO (por Angel Gabriel Olivo Díaz)
No volveré a comprar en una gran superficie. Ni ustedes tampoco deberían hacerlo. No. No estoy haciendo una cruzada en favor del pequeño comercio; pero si ustedes hubieran estado allí, seguro que se lo pensarían muy mucho antes de acudir a un hipermercado justo antes de la hora de cerrar.
Lo cierto es que de pequeño había soñado varias veces con quedarme encerrado en un comercio. Toda la noche poniéndome morado comiendo golosinas y chucherías. Jugando con todos los muñecos, balones y demás juguetes. Incluso un par de veces, poco antes de Navidad, había tratado de esconderme en los servicios para poder montar toda la noche en la bicicleta que mis padres no me querían comprar.
Por un cínico capricho del destino mi sueño infantil llegó a convertirse espantosamente en realidad la noche del 30 Abril al 1 de Mayo. Debo dar gracias al cielo de que ese 1º de Mayo fuera uno de esos festivos que permiten abrir a las grandes superficies, de lo contrario... no quiero pensar en lo que pudo haber ocurrido. De hecho, no quiero pensar en lo que ocurrió. Sólo con recordarlo siento tensarse peligrosamente el fino hilo que trata de impedir que pierda la cordura.
No se que extraña fuerza me impulsó a probarme aquel traje pardo. Ahora, con la perspectiva que da el paso del tiempo, me parece incluso repugnante ese color verde enfermizo similar al que tiene las algas del muelle. Sin embargo ese traje me fascinaba, hasta tal punto de ni siquiera fijarme en la talla que cogía.
Cincuenta y dos. Hace muchos años que deje de usar la cincuenta y dos, aunque tras la desagradable experiencia de aquella noche, estoy perdiendo tanto peso que no pasara mucho tiempo antes de que vuelva a usarla e incluso tallas inferiores. Cierto que el flotador de grasa está desapareciendo, pero no para dar lugar al cuerpo atlético de mi juventud; sino un flácido conjunto de piel y carne que cuelga de un debilitado esqueleto.
El caso es que cogí ese traje de talla 52 e intenté probármelo. Por supuesto, me costo mucho trabajo embutirme dentro de aquella miniatura. Cuando por fin estuvo todo abrochado me miré al espejo y ahogue una exclamación. El color del traje y mi cara aún marcada por el esfuerzo de habérmelo probado daban toda la impresión de estar siendo devorado por una entidad malvada y extraña.
Debió ser mientras estaba en el probador luchando con aquel traje cuando comenzaron a cerrar el Centro Comercial. El caso es que cuando salí del probador sólo pensaba en coger una talla mayor y apenas me di cuenta de que no había nadie en la zona de Sastrería. Con un encogimiento de hombros deje aquella talla 52 y cogí una 58, que era la adecuada. Sin embargo, a pesar de la desagradable impresión recibida en el probador, volví a elegir el mismo enfermizo color verde.
Esta vez fue mucho mejor. El traje me sentaba como un guante e incluso mejoraba mi figura. Entonces aún me preocupaba que la ropa mejorara mi figura. Hoy tan sólo me preocupa que la ropa no sea una de esas camisas cuyas mangas son exageradamente largas y se atan entre sí. Es demasiado estrecha la frontera que me separa de la locura. Tal vez el hecho de intentar recordar aquella terrible noche acabé con definitivamente con mi ya menguada cordura, pero necesito que alguien sepa lo que ocurre realmente en aquel (Dios mío, que sólo sea en ese) maldito hipermercado.
Salí del probador satisfecho de mi adquisición. Pero mi entusiasmo fue cortado de plano por la ausencia de luz. ¡Un apagón! pensé, pero inmediatamente desterré aquella idea de mi entonces todavía racional mente. No se oían gritos de histeria. De hecho no se oía nadie. No se veían velas ni mecheros y además ¡en el probador había luz! Miré mi reloj: Las 21:17. Hacía 17 minutos que habían cerrado.
Supuse que en un cualquier gran superficie debería haber alguna gran puerta por donde se sacaran los desperdicios. El camión de la basura tendría que pasar por allí y así yo podría salir de allí. Por supuesto tendría un historia que contar a los basureros, pero lo importante era salir. Di un par de vueltas buscando esa puerta. Ciertamente logré dar con el cuarto de la basura, pero estaba tan lleno de cajas, embalajes y desperdicios que no podía saber si tenía o no tenía alguna puerta. Ahora sé que no la tenía, y también sé porque.
En cualquier caso, no estaba completamente a oscuras. Las luces de emergencia daban una atmósfera fantasmagórica al local haciéndome creer ver sombras donde no las había, pero me permitían ver sin tropezar. Tampoco estaba completamente en silencio. Podía oír un ruido monótono como de un motor. Seguramente los arcones congeladores. Sin embargo este ruido era lo suficientemente suave como para acostumbrarse rápidamente y olvidarse de él.
De todos modos, entre el sonido de los motores (hoy sé que no eran sólo los motores) y la poca iluminación, el ambiente era cada vez más opresivo. Decidí buscar luz. Estaba en un centro comercial, no tendría dificultades para encontrar linternas y baterías. Poco tiempo después había conseguido iluminar una zona lo suficiente como para relajarme un poco. Tanto me relajé que no se me ocurrió pensar en llamar a alguien por teléfono hasta bastante más tarde.
De bastante mejor humor, recordé mis fantasías infantiles acerca de quedarme encerrado en un comercio. Casi instantáneamente me entró hambre, a pesar de que no acostumbro a cenar. Cogí una de las linternas más grandes y decidí darme un festín, uno de esos de los que me tiene prohibido el médico. Galletas, patatas fritas, pasteles, refrescos, yogures. Si hubiera tenido un carro, a buen seguro que lo habría llenado. Por desgracia no lo tenía, y cuando intentaba coger unos helados, se me cayó todo al suelo incluyendo la linterna. Tal vez fuera a causa de los nervios, pero el caso es que encontré la situación terriblemente divertida y no puede evitar las carcajadas.
Pronto deje de reír. Al caerse la linterna me había quedado a oscuras. Desde luego, aún podía ver gracias a las luces de emergencia. También estaba la zona donde había dejado encendidas más de quince linternas. Desgraciadamente, aquella zona se podía ver. Allí había luz, desde luego, pero también había algo que sólo se describir como sombras en movimiento. Era una masa informe, suficientemente grande como para que se pudiera ver por encima de las estanterías. Quizá si hubiera visto algo más me hubiera vuelto loco irremediablemente; sin embargo, me desmaye.
Cuando volví en mí eran las 03:24. Abrirían a las 10:00 pero antes de eso debería llegar el personal, y seguramente algunos proveedores. Además amanecería sobre las seis. Me quedaban pues alrededor de tres horas de oscuridad. Sí, oscuridad. Entonces recordé las linternas que había encendido, pero todas estaban apagadas. Era imposible que se hubieran agotado todas las baterías en un plazo tan corto, pero al recordar lo último que había visto, o creído ver, junto a las linternas, casi agradecí la oscuridad.
Me armé de valor y decidí ver lo que había pasado con las linternas. Más que nada para acabar de convencerme de que lo que había creído ver no eran más que imaginaciones mías. De camino hacia las linternas pasé por los expositores de los Teléfonos Móviles y en seguida se me ocurrió una idea. Si llamaba a la policía, probablemente pasaría el resto de la noche en la comisaría. Tal vez incluso me acusaran de intentar robar, pero al menos no estaría solo ni tendría que aguantar ese olor.
¿Ese olor? A medida que me acercaba a la zona de las linternas olía peor. Era un desagradable olor a pescado podrido. Alguna de las neveras se debía haber estropeado, pero... la zona de alimentación y la de electrodomésticos estaban muy separadas. Yo venía de alimentación, y el olor era más fuerte en electrodomésticos. Definitivamente tenía que llamar por teléfono. Algo raro pasaba y no quería saber exactamente qué.
Corrí hasta las cajas. En todas ellas había un teléfono. Marqué asustado (aunque sin saber muy bien de qué) el 091. Si no se me paró el corazón en ese momento, no creo que se me pare nunca, porque... el teléfono de dos de las cajas de al lado comenzaron a sonar. Tras unos segundos de histeria recobré el control. Estaban sonando los teléfonos de las cajas uno y nuevo. Seguramente esos teléfonos solo servían para llamadas internas.
En cualquier caso, eso no solucionaba mi problema. Necesitaba un teléfono y allí no había cabinas. Había unas oficinas. Tenía que haber unas oficinas. Sí, allí estaban, junto a la caja central. Abrí la puerta de una patada y me lance sobre el teléfono. Marqué el teléfono de la policía, pero fue incapaz de articular ninguna palabra. Alguien o algo se estaba acercando. De nuevo el desagradable olor; de nuevo me pareció ver aquella masa informe arrastrarse; de nuevo me desmayé.
Debí estar inconsciente sólo unos minutos. Ojalá hubiera permanecido inconsciente hasta el amanecer. Entonces no lo hubiera visto. Cuando recuperé el conocimiento eran las 4:12. Todo estaba oscuro. Bueno, todo no, estaban las tenues luces de emergencia, y estaba esa luminosidad verde en el suelo.
Es extraño. Al ver esa mancha fosforescente lo normal es que hubiera huido, o me hubiera tratado de esconder, o incluso que me hubiera vuelto a desmayar, pero mi mente debía haber empezado a funcionar mal, porque cogí un extintor a modo de arma y ¡decidí seguir el rastro verde luminoso!
El rastro comenzaba cerca de las cajas, pero estoy seguro; al menos, todo lo seguro que puedo estar en mi actual estado, que ese rastro no estaba cuando intenté llamar por teléfono. ¡Teléfono! Tenía que llamar por teléfono... pero después. Volví a percibir el desagradable olor a pescado podrido. Me acerque al suelo. Sí, en efecto el hedor procedía de ese rastro. Se me erizó el vello de la nuca al comprobar que ese rastro se dirigía a la sección de electrodomésticos siguiendo los mismos pasillos que había utilizado yo para llegar a las cajas. Llegué hasta donde había dejado las linternas. Pero allí no había ninguna linterna. Tal vez ahora haya perdido la razón, pero les puedo asegurar que era allí donde había dejado encendidas una docena de linternas.
Pero el rastro no se detenía allí. Me estaba acercando al origen de ese rastro. Suspiré aliviado al comprobar que no se dirigía a la zona de Sastrería. No querrán creerlo, pero por algún extraño motivo había echado la culpa a los trajes que me había probado. El rastro se perdía tras una enorme puerta sobre la que podía leerse "Prohibida la entrada excepto a personal autorizado". Era la puerta del cuarto de la basura. Tras una brevísima duda ética decidí que yo era "personal autorizado" y entré. Fue una mala decisión.
De la montaña de desperdicios que sólo unas horas antes ocupaba aquella habitación, había desaparecido la mayor parte, la habitación estaba vacía. No. Vacía no. Estaba eso. La terrible e indescriptible forma que había creído ver anteriormente por dos veces se alzaba ahora ante mí, engullendo el montón de desperdicios de una manera que parecía una promesa de que yo sería lo próximo que engullera.
No me pregunten que ocurrió a continuación. Los siguientes minutos se han borrado piadosamente de mi memoria. Al parecer eche a correr volcando todos los productos del supermercado que encontraba a mi paso. Supongo que provoque un cortocircuito al estrellar un televisión contra uno de los arcones congeladores. El caso es que el edificio se incendió. Yo conseguí sobrevivir por instinto. Al fin y al cabo tenía un extintor. Del hipermercado no quedo nada.
Naturalmente no espero que me crean. Para muchos no soy más que un pirómano chiflado; para otros soy simplemente un chiflado. Bien, tal vez tengan razón y yo esté loco, pero la policía afirma que alguien marco el teléfono de emergencias a las 3:37, ninguno de los camiones de basura recogía la basura de ese hipermercado y varios proveedores se habían quejado de que nunca devolvían los envases.


FIN


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