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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO LOS ANTEOJOS DEL VERANO (por Carlos Antognazzi)
Volvió a mirar la calle, hacia la izquierda y hacia la derecha, y se percató por tercera vez de que estaba desierta. Salvo el viento fuerte y seco que le quemaba la garganta y el pecho a través de la camisa de seda no había nadie más afuera, bajo el sol abrasador del verano anticipado.
"Me volvió a engañar otra vez" se quejó el hombre en su interior irritado, "el verano llegó temprano nuevamente".
Reuniendo un poco de coraje se abalanzó a paso largo para cruzar la calle adoquinada, exponiéndose al sol de oro que, desde arriba, parecía fundir en una amalgama gigantesca a la vida cotidiana del pueblo.
Pequeñas nubes de polvo le entraron por los ojos, la boca y la camisa abierta, y lo asfixiaron por un momento.
Con los ojos semicerrados llegó hasta la vereda opuesta y se refugió en la sombra que proyectaba la saliente de una casa.
"Este verano no me quedaré sin ellos" murmuró entre dientes el hombre, mientras el polvo buscaba alguna hendidura para colarse.
Se refería a los anteojos oscuros, "especiales para el sol de estas latitudes", como decía su vendedor, Don Cosme.
Don Cosme era un viejo flaco, huesudo, que tenía una pequeña tienda ódetrás de la cual vivíaó en la calle principal del pueblo. Se decía que era medio brujo, lo cual no significaba la pérdida de la clientela; siempre había algún comprador.
En la tienda se podían encontrar los más diversos objetos, desde jarrones de porcelana esmaltados hasta lápices y papel de carta, mezclados todos junto a algunas cosas para el hogar, como muebles pequeños, sillas, lámparas... Y los lentes oscuros también.

Apretó el paso hasta llegar a la bocacalle desierta. Respiró aliviado el aire de fuego que flotaba pesadamente, imperturbable ante las gargantas y cuerpos quemados.
Nadie lo había visto aún. Mejor así.
Rosa, su novia desde hacía cuatro años, se llevaría una sorpresa cuando lo viese, con los anteojos bien pegados a la cara y una sonrisa burlona al polvo impalpable que penetraba en los ojos de los demás. Sería el único en el pueblo que llevaría puestos los anteojos de verano que vendía Don Cosme.
La alegría que le produjo este pensamiento le hizo esbozar una sonrisa, que se apagó prontamente ante la oleada de polvo quemante que penetró en su boca.
Para cuando llegó a lo de Don Cosme su cuerpo era una caricatura de lo que momentos antes había salido de su casa: completamente sudado, lleno de tierra, el pelo desordenado en mechones abultados, que dejaban ver parte de su frente morena; una figura cansada.
Golpeó suavemente el vidrio de la puerta y esperó. En seguida apareció Don Cosme, cojeando como de costumbre por esa vieja herida de guerra que le había acortado en cuatro centímetros su pierna izquierda. Su cara aceitunada no se inmutó al ver a su posible cliente. Abrió la puerta, que chilló sobre sus goznes resecos, e invitó a pasar al hombre.
Al entrar uno se encontraba sumergido en un mundo totalmente distinto, extraño, acechante desde los frascos de farmacia, llenos de líquidos viscosos, misteriosos.
No había en la pequeña habitación el más mínimo orden. Podían verse mezclados los objetos más dispares. Cualquier cliente se podría pasar horas y horas buscando lo que deseaba, pero era gracias a Don Cosme que el trámite se hacía rápidamente: él sabía en forma precisa dónde se encontraban los objetos requeridos. Como en ese momento, antes de que el hombre abriera la boca, él ya desordenaba unos libros y le traía una caja pequeña, rectangular, donde se encontraban los anteojos.
Una sonrisa de suficiencia le marcaba la cara angulosa al viejo. El hombre se sorprendió un poco, pero se olvidó ante la vista del preciado objeto, que se encontraba en el fondo de la caja sobre un suave muelle de felpa azul.
—Pertenecían a un ciego— murmuró entre dientes el vendedor huesudoó. Es lo mejor que hay para el sol.
—Son muy lindosó dijo el hombre, que no apartaba los ojos de la maciza armazón de carey, del pulido cristal negro, de ese hálito de misterio que rodeaba a la caja de madera. Y agregóó: Me los llevo.
—Hmmm, no sé...— murmuró Don Cosme, que detrás de sus ojos vivos parecía sopesar la situación de vender lo que según él era una reliquia para coleccionar y no para ser usada.
El hombre, un poco angustiado, puso sobre las manos del viejo un montón de billetes descoloridos y preguntó, con un dejo de esperanza:
—¿Es bastante?
—Creo que sí... Pero no sé si usted es el hombre indicado para usarlos.
Pero ya el hombre, que sólo había escuchado la respuesta afirmativa, se encontraba cerrando la puerta con una sonrisa y los lentes en la mano.
La luminosidad del exterior lo indujo a probar los anteojos, y se los puso como había imaginado: muy cerca de la cara, de manera que el sol no pudiese llegar a sus ojos.
La impresión que le produjo el cambio le hizo detener la marcha bruscamente y apoyarse en la pared de una casa. Paulatinamente comenzó a ver los objetos comunes óque momentos antes habían brillado bajo los efectos del soló como cosas apagadas, olvidadas, casi carentes de sentido.
Continuó caminando lentamente, con el entrecejo fruncido, mientras pensaba qué era lo que le estaba ocurriendo.
Un grupo de niños se acercaba por la calle, corriendo y jugando entre ellos, con sus cuerpos húmedos todavía por el baño en el río. Casi no pudo verlos, tal el poder de los cristales negros. El sol no llegaba hasta sus pupilas dilatadas.
Los niños lo miraron un instante, y uno de ellos hasta tuvo el impulso ósofrenado a tiempoó de ayudarlo a cruzar la calle.
El hombre continuó su camino casi de memoria, porque sólo distinguía algunas líneas vagas en esa semioscuridad que lo rodeaba misteriosa, tangible, angustiante.
"Al menos el sol y el polvo no molestan ahora", pensó el hombre satisfecho. Hasta casi podría decirse que ya no sentía el calor, que su cuerpo no sudaba, que su cabello revuelto se había aquietado, que la luz ya no existía.
Deseó durante un momento sacarse los lentes y llegar de esta manera más rápido a su casa, pero un impulso insospechado, desconocido hasta ese momento, lo hizo desistir de la idea.
Su marcha se hacía penosa en medio de esa oscuridad creciente, que parecía ahogarlo en un remolino de niebla. Otras personas se prestaron para ayudarlo, pero él las alejaba con firmeza, diciendo con voz fuerte que no necesitaba nada. No lo podían reconocer detrás de los cristales negros.
Sin embargo, el sol declinaba ya su rumbo y el hombre veía cada vez menos, y ya ni se acordaba dónde quedaba su casa.
Aterrado quiso sacarse los anteojos y notó con asombro que no podía, que sus brazos no respondían a la requisitoria. Sacudió entonces fuertemente la cabeza, pero los cristales se encontraban muy adheridos a sus ojos, como él los había puesto horas antes. ¿Habían pasado ya varias horas desde la compra? Los anteojos permanecieron inmóviles.
Miró sus manos, que le habían desobedecido, y a pesar de la oscuridad reinante alcanzó a distinguir que estaba encadenado a un perro con su mano izquierda, y que la derecha se aferraba fuertemente, con miedo y con angustia, a un bastón blanco, como presagio de su futuro cercano.

Demoró mucho tiempo en llegar a su casa, pero como ya era de noche no pudo reconocerla, y siguió su camino lento, incansable, buscando el sol.

Santo Tomé, 1981.


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