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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO FRANCIA-CONSTITUCIóN-FRANCIA (por Lorena Rivas)
Francia-Constitución-Francia (*)
“Nunca, por más que viaje, por más que conozca la partida de un lugar, la llegada a un lugar, conocido o desconocido, pierdo, al partir, al llegar, y en la línea móvil que los une, la sensación de escalofrío, el miedo a lo nuevo, la náusea…” Fernando Pessoa

La primera vez que vi la estación Constitución, creí que el techo se me vendría encima. Temía que la cúpula blanca, hecha para mí, de un toldo añejo, me aplastara inopinadamente mientras del otro lado los trenes con sus viajeros indiferentes, siguieran entrando y saliendo. ¡Pero un toldo no haría más que cubrirme entero y enredarme el cuerpo, a lo sumo asfixiarme; jamás romperme el cráneo! Quizás en lo profundo, mi conciencia sabía que la abisal techumbre llevaba en su estructura macizos rectángulos de piedra.

¡Qué años de miedo los setenta! Sentado bajo la cúpula y sobre unas cajas de cartón, reforzadas con varias vueltas de piolín, en las que cargábamos nuestro equipaje, porque hasta tal punto llegaba nuestra miseria; yo miraba con reticencia las pizarras verdes. ¿Sabe de qué le hablo, no? ¿Conoce usted Constitución? Sobre aquellas pizarras se inscribían con pequeñas letras corpóreas de color blanco, yo no sé qué, los horarios de salida de los trenes supongo, y yo, comiéndome las uñas de los nervios, me imaginaba que en el cartel, habría de aparecer mi nombre y al lado de éste una indicación precisa: pararme en el medio de la estación, por ejemplo, y decir la oración a la bandera, perfecta, de memoria y si fallaba me llevarían los militares en el vagón de los patriotas poco modélicos y así, sin más, desaparecería.

Para calmarme miraba otro objeto: el reloj. Blanco, con un tamaño de veinte cabezas mías, sus agujas se movían sin emitir sonido. Tuve una extrañísima sensación de tiempo muerto, de tiempo que no resucitaría. Allí se plantó mi cara frente a esa otra cara de números y agujas, captada en el segundo previo a su derretimiento, justo antes de ser trasplantada al lienzo de Dalí, “La persistencia de la memoria” para fundirse con otros relojes.

Por suerte mi padre venía de la boletería, gritándome que me moviera porque el tren estaba a punto de arrancar, amenazándome con dejarme solo si no me apuraba; y cuando sus manos, por fin, alzaban la caja para llevarla a un destino tan incierto como el que me esperaba a mí, yo me sentía rescatado de ese recinto que tanta impresión me había causado. Así, ese hombre de cara descuajeringada y ojos saltones con sus movimientos acelerados y sus incitaciones a nuevos viajes, me sacaba de las angustias en las que, sin saberlo, él mismo me había metido.

Pero ¿a dónde me llevaba esta vez? Al atravesar la estación, sentí por primera vez el olor a Constitución: un vaho de encierro contenido y caucho quemado. El olor me penetraba no sólo por la nariz sino también por los poros del cerebro que lo absorbía sin filtros, apestándome la memoria de mis primeros años de vida. Se me cruzaron barras de acero por la garganta y me costó tragar.

Viajábamos a buscar a mamá. Los trenes de Constitución, y mucho menos los de esa época, en nada se parecen a los de Renfe; iba yo sentado en una butaca rígida, aglutinado entre malandras, sometido a un violento traqueteo, mirando el pasillo recubierto de barro seco, y quien sabe también si de bosta. Música no había, aire acondicionado tampoco, de vez en cuando sólo me aliviaba la sonrisa dulce de una mujer que se compadecía, supongo, de verme tan nómade a esa edad. Papá no me hablaba de nada; a través de la ventanilla, mis ojos hacían un barrido en verde a toda velocidad, y se conmocionaban ante la retahíla de árboles plantados al costado de la ruta; la espalda me empezaba a doler, la butaca no era más que una tabla de madera, apenas tapizada por un cuero rojo. Sobre el suelo, bajo el asiento de mi padre, las cajas se zarandeaban de un lado a otro, como si nuestras pertenencias, de golpe, se hubieran vuelto animadas y autónomas y lucharan por salir. Dormí un poco y desperté cuando estábamos llegando a la estación. Mamá me esperaba allí, me recibió con ojeras y con una cofia sucia apretada en la mano. Sus amos, domesticadores o como sea que se llamen aquellos que tienen personal de limpieza a su cargo, le habían ordenado cavar las grasas del interior de un sótano esa mañana. Mamá me abrazó con sus manos pringosas, una lágrima larga le bajaba por la cara. Yo necesitaba que dejara de lamentarse, que me tomara con firmeza y me salvara de esos viajes alterados, pero no había nada que hacer, ella iba a preferir siempre la conmiseración hacia sí misma por tanta vida miserable a la determinación de cambiar de hábitos de vida.

Acto seguido, nos tocaba merodear por Buenos Aires. Recorrer a pie sus aceras, toparnos con porteños chulos y sabelotodos y caminar, no parar de caminar hasta la hora de la siesta en que nos deteníamos a comer. Yo sé plenamente que en el almuerzo de aquel día engendré la idea, ésta por la que usted me ha estado buscando.

Nos sentamos alrededor del Obelisco, mi madre sacó el pan y un poco de queso. Comimos. El cielo, como si fuera la versión exterior del techo de Constitución, otra vez se me venía encima. Las nubes muy bajas, giraban en torno de mí, entonces me mareé, no sólo por sus movimientos, sino también por la náusea que sentí al creer que estaba presenciando el lento movimiento giratorio de la Tierra. Se lo comenté a mis padres, pero ellos no supieron decirme que a las nubes las mueve el viento, explicación que me hubiese evitado sentirme tan expuesto a los misterios de la existencia del Universo. Mastiqué el queso con asco, más tarde le pondría nombre a esa sensación: la náusea de Sartre. Para colmo Buenos Aires olía mal: una huelga de recolectores de residuos había provocado el desborde de los contenedores; los desechos llevaban en la calle más de una semana, los perros no paraban de abrir bolsas, porque allá hay perros callejeros, no como acá, donde no encontraríamos jamás un chucho suelto, y en las calles se amontonaban las compresas de mujeres, pañales, comidas descompuestas. Me hice pipí encima. Quería volver pero no tenía dónde, con los pantalones empapados seguí masticando ese queso de mala calidad, mientras pensaba que algún día devolvería todo aquello, no por venganza sino por ley natural, el retorno de Nietzsche.

Aunque a veces no lo parezca, a mí me gusta mirar para adelante, erguido, exhibiendo este pecho elegante, porque soy hombre orgulloso del camino que me he abierto, tengo firmes creencias en el futuro, un optimismo poco común; pero algo, un tirón hacia el pasado me embraveció y volví a mi país a cancelar la deuda.

Después del acontecimiento regresivo en el Obelisco -el pipí- entre nosotros todo empeoró. Mi padre empezó a castigarme cada vez con más dureza, y a mi madre, la convirtió en una adelantada en este tema, tan popular hoy, de la violencia de género. Se le daba muy bien lo del cinturón doblado en dos, la azotaba en la espalda pero también le daba gusto contusionarle la cara a puñetazos.

”Lívido” fue una de esas primeras palabras difíciles que primero aprendí porque su doble significado sintetizaba mi vida: lívidos, por amoratados, quedaban los ojos y la quijada de mi madre y lívido, por pálido, se ponía mi rostro cuando presenciaba aquellas tundas. Tanto golpe, en mi cuerpo, en el de mi madre y en el Estado inclusive, hizo que me escapara y llegué a este país antes de ser mayor de edad. Es curioso pero la primera estación que conocí fue ésta en la que estamos ahora, la de Francia. Después de llegar acá no planeé jamás volver a la Argentina, pero al cabo de diez años, de un momento a otro, como le decía antes, me urgió volver al núcleo para reordenarme, aunque sin saber el método a través del cual sellaría la vieja etapa.

Viajé a verlos, con el plan de estar allí sólo unos días. Para llegar a la casa de mis padres, tuve que soportar el gentío de Constitución y el olor rancio de la estación, un olor que, ya no sabía yo si procedía del lugar o más bien de mi cerebro activado por la escena. Al verme llegar, mi madre, que siempre ha sido muy dada a la teatralidad, lloraba y agradecía a los gritos a una virgen santa de no sé dónde, a mi padre lo vi lívido, en el sentido de pálido, por primera vez en la vida.

Al principio nos mirábamos mucho, yo notaba que la piel de ellos no era la misma, se los veía más arrugados, más mayores; mi madre había perdido dientes, mi padre mucho pelo. Me imagino que a ellos les causaba una impresión semejante: mis gestos no serían los mismos, ni mi cara conservaría aquella incipiente frescura de la pubertad.

Hablábamos poco y de cuestiones cotidianas, aunque en ellos lo cotidiano siempre tenía un toque de siniestro: la forma en que se ganaban la vida fingiendo discapacidades para obtener subvenciones del gobierno, en líneas generales mintiendo y haciendo pequeños timos, apostando a las loterías del país casi todos los días (durante mi estancia, de hecho, acertaron con un número e hicieron una cena especial; yo hubiera preferido que administraran el dinero para comer durante toda la semana porque los días que siguieron la mesa fue muy pobre, yo la enriquecí con algunas compras); los lugares en los que vivían, prestados siempre o con tantas incomodidades que los alquileres les salían bajísimos; las discusiones con las que se entretenían, el olvido de la existencia de un hijo. En este último punto, mi madre siempre salía algo excusada, porque verdad era que en cierto modo me había seguido los pasos, con su ineptitud de siempre, con su irresponsabilidad a cuestas, pero al menos sabía aproximadamente por dónde andaba yo, viviendo. Pero nadie podría saber jamás qué sentimientos, si es que tenía, dominaban a mi padre en relación a mi partida. Tenía muy en claro que me había ido por no soportar más sus golpes y porque me había cansado de darle el dinero que ganaba en mis trabajos, muy poco dinero, pues era yo menor de edad, para los gastos de la casa y quién sabe si no para sus gastos personales. Sabía también que yo desaprobaba que golpeara a mi madre y que una de las grandes razones por las cuales me había ido era mi cansancio por defenderla, cuando ella misma no se defendía, lo cual me hacía entrar en una batalla inútil. Así fui pasando los días al lado de ellos, durmiendo en el suelo, puesto que no había cama de más ni cuarto para mí, dándome cuenta de que ese par de personas me eran ajenas, se hallaban muy distantes de mí y no sentía nada por ellas. Pensé que en esas conclusiones mi cuenta se saldaba, había viajado para refrendar mi absoluto desamor. En tal estado hubiese quedado esta relación que tendía a desaparecer, así de tranquilo hubiera terminado mi viaje, de no haber sido porque el día en que debía regresar a España, mi padre, mientras yo tomaba un té con galletas junto a mi madre, se puso a dar vueltas alrededor de la mesa, nervioso, haciendo sonar la suela de sus zapatos con su ir y venir; los ojos le saltaban, igual que cuando yo era niño; hasta me hizo sentir un poco de miedo; y finalmente abrió la boca para burlarse de mí. Me dijo que vaya fracaso había resultado el viaje, que no me veía más rico y tenía razón, yo era simplemente un trabajador honrado pero no me pareció que haber viajado por el mundo, haber aprendido muchos idiomas, conservar un empleo y tener excelentes amigos en todas partes, pudiera considerarse un fracaso. De todos modos hice como que no lo había escuchado para no entrar en su juego. Entonces se empezó a reír, diciéndome que me estaba haciendo una broma y me pidió dinero. “Dinero para hacer un gran negocio, el negocio de su vida”. Desde que yo tenía uso de razón, mi padre se refería a toda nueva transacción como el negocio de su vida; sin embargo, los hechos demostraban que nunca esos negocios habían llegado a buen término; su aspecto pobre, de ropa y calzado desgastados tras demasiados años de uso, no hablaba de un inversor exitoso ni de un comerciante brillante, sino más bien de un pobre tipo, enceguecido por su propio delirio. “Porque yo también tengo derecho a ser rico, siguió, pero claro, necesito un mínimo de capital inicial”. Yo le contesté que no tenía dinero y él, enfadado, me trató de mentiroso, de tacaño (porque a mí no me costaba nada, insistía) comenzó a insultarme y para detenerlo le afirmé, en un tono, que si bien era algo elevado, no alcanzaba la categoría de grito: “No tengo dinero, y si tuviera, no te prestaría”. Había logrado hacer callar a mi padre, otra vez, tenía delante de mí su rostro lívido, por pálido, que en unos pocos segundos se volvió rojo y sudoroso. En sus ojos advertí unos marcados derrames sanguinolentos. Volvió a gritarme: “A mí no me contestés” y de inmediato, su puño cerrado golpeó mi mandíbula. Caí en el suelo, el puñetazo me había venido de una manera inesperada, como uno de esos chaparrones que le caen a uno en medio de la ciudad sin dar ni siquiera un aviso de cielo nublado, o como esas novias que nos dicen que no quieren vernos más justo el día en que pensábamos proponerles matrimonio, no sé, como una descarga eléctrica, como un accidente en la ruta, como cualquier situación de esas en las que no recibimos una alerta ni tenemos tiempo de protegernos. En el suelo, mientras me tocaba la perilla más desconcertado que dolorido, mi padre se me acercó y me dio una patada en la espalda, al tiempo que gritaba insultos. Me había vuelto a poner encima sus manos sobresaturadas de ira, yo no entendía por qué y es que nunca hay porqués en los actos de violencia.

La verdad es que mi cuerpo de hombre no había cambiado mucho en relación al del niño; seguía siendo muy delgado y algo frágil; pero mi fuerza, en cambio, y mi resistencia se habían bestializado. Tras el golpe en la espalda me puse de pie. Mi padre intentó volver a darme con el puño cerrado y me defendí de él aplicándole un golpe feroz en el estómago. Se dobló un poco y se asustó como una rata. Luego me cayó delante de los ojos, una nebulosa que no me dejaba ver ni pensar con claridad. Mi cuerpo autómata no recibía ninguna orden de freno, ninguna represión moral; solamente sabía que no podía parar. Piernas, manos, codos se habían ensañado contra ese hombre tirado en el suelo que sangraba y daba llantos agudos, demostrando que su valentía sólo afloraba con mujeres y niños. Lo maté. Pero me vengo a enterar de eso ahora porque yo nunca pensé en matarlo. No fui a matarlo. Me excedí, pero no intencionalmente; es más yo hubiera seguido lastimando al cadáver, de no haber sido porque sonó la alarma de mi móvil indicándome que debía salir para coger el avión.

Así fue que volví en paz, sin la menor idea de lo que había hecho, hice mis trasbordos correspondientes y cuando llego a Barcelona, aparece usted hablándome de un pedido de captura internacional. Déjeme respirar por última vez el olor de la estación, este olor a distancia, este olor tan distinto al de Constitución ... ¿Cuántos años cree que me darán? ... ¡¿Qué? ¿Qué me dice oficial? ¿Qué me está diciendo? ¡¿Que no va a detenerme?! ¡Por supuesto que no voy a oponerme a esta orden de no arresto! Aunque no lo entienda del todo... ¡¿Por qué?! ... Claro que me alejaré discretamente... Sólo le diré algo, no se equivoca usted en sentenciar indulgencia, seguramente, tanto usted como yo, estamos más preparados que cualquiera para ejercer el demiúrgico oficio del juez... Créame que se ha hecho justicia... créame... créame...

(*) Primer relato de los incluidos en el blog Cinco estaciones, 17 relatos de Lorena Rivas
http://cincoestaciones17relatos.blogspot.com.es



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