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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO ALGO ABSURDO (por Aleksandr Jurguin)
A Samaev le pasó algo absurdo. Al principio, sin embargo, fue al revés. Al principio él salió libre. Cumplió cinco años y salió. Y su mujer no se había divorciado. O sea que al principio todo iba bien. Salió. Y si sales puedes ir donde quieras, y si quieres puedes irte lejos. En una palabra: libertad. Lo que te dé la gana. Sin embargo, Samaev se fue inmediatamente a ver a su mujer. Sin avisar de que iba a salir; «¿Para qué molestar?», pensó. Quizá ella se haya olvidado. Primero quiso echar un vistazo, a ver cómo iba todo por allí. Pues quién sabe lo que había podido pasar. Cinco años. Y visitas no les concedieron ni una, los muy cerdos. En cinco años había podido pasar de todo. Y a saber por qué no se había divorciado. Quizá no había tenido tiempo o... Bueno... Quizá no había tenido ganas. Por lo que fuera, no se había divorciado, y ella le enviaba paquetes, y a él le llegaban cartas de ella: en casa de ella todo seguía
como antes, el trabajo bien, con dos turnos, sin el de noche, mejor que en la fábrica de pan. Y lo demás igual que siempre, igual que antes.
Y él también le escribía cartas: «Si no me conceden visitas, no pasa nada», escribía. «Lo hacen a propósito. Quieren aplastarme. Que les jodan.» Sin embargo, cuando le ampliaron la condena, en la cárcel, no le contó nada, ni un detalle. «Me alargaron la condena», escribió, «los muy cerdos, por nada». Pero en la carta solo quedó la palabra «alargaron», el resto lo tacharon. Ellos siempre tachaban lo que no les gustaba.
Bueno, ahora el castigo original de Samaev ya se había cumplido, y también el castigo adicional, y quedó libre. Se largó, como suele decirse. Y se fue a ver a su mujer. A Olga. Ahí estaba, subió a su piso, se acercó a la puerta. Observó, debajo del tirador se veía un papel de rayas. Él desdobló el papel, y ahí lo ponía, eso, que Kolechka tenía que coger la llave en casa de la vecina, la de enfrente (ella se la daría), y que la esperara, a Olga, hasta que llegara del trabajo, le tocaba el segundo turno, y que para comer cogiera algo del frigorífico, pero que no lo comiera frío, que lo calentara.
Así que llamó a la puerta de enfrente, la vecina llegó arrastrando los pies desde no se sabe qué profundidades y entreabrió la puerta con la cadena echada. Y se asomó por el hueco.
-Ah -dijo-, el preso -y le dio la llave. La pasó por el hueco. Y, dando un portazo, cerró rápidamente. Y se alejó de nuevo hacia las profundidades arrastrando los pies.
Samaev giró la llave, empujó la puerta y franqueó el umbral. Se descalzó en la entrada, se quitó el abrigo, lo colgó en la parte exterior del perchero, y entró primero a la habitación, después a la cocina. En la habitación se sentó un rato en la cama, se fumó un cigarrillo y, entonces, pasó a la cocina, donde se quedó sentado. Después fisgoneó en el frigorífico y encontró algo para comer. Ahí, en la puerta, había también una botella de vodka llena, pero Samaev no la abrió. Sacó el borsch y filetes rusos, lo calentó y se lo comió con pan. Además de borsch y de filetes rusos se atiborró de pan, se comió medio kilo, porque había echado de menos el pan blanco. Allí no pillabas pan como este, nada. Ni blanco, ni negro, solo había una especie de plastilina, que también sabía a plastilina. Pero fuera el pan sí era bueno.
Samaev comió, se fumó otro cigarrillo nada mas terminar de comer -tenía esa costumbre, fumar después comer- y fregó los platos. Y los secó con un paño. Olga tenía colgado en un clavo un paño especial para los platos cerca del fregadero. Secó los cacharros con él. Los secó y se puso a esperar a Olga. Si hubiera sabido dónde trabajaba ella, habría ido a buscarla. Se sentó y esperó.
«El segundo turno», pensó, «acaba hacia las once o las doce. Sea como sea hacia las doce ya ha terminado. Y luego hasta que llega. Seguro que los autobuses no pasan con mucha frecuencia por la noche».
Pero Olga llegó, y no eran ni las diez. Llegó y dijo:
-Bueno, conseguí permiso para salir antes. Pensé que tú estabas aquí, sentado, y yo allí. Conseguí que el jefe de equipo me diera permiso. El jefe me dijo: «Venga, vete, lo entiendo». Y me fui. Es que, si no, tenemos que trabajar hasta las doce menos cuarto en el segundo turno. Aunque la verdad es que siempre acabamos unos veinte minutos antes. Que si la ducha, que si lo otro. Y luego el autobús. Si no llegas al de las doce, olvídate, a perder el tiempo una hora en la parada, hasta el de guardia; o vuelves andando. Aquí el transporte funciona mal, ya sabes. Y ahora todavía es peor. Y además hay más gente.
Olga hablaba, mientras Samaev permanecía sentado escuchándola. Y mirándola. Ella hablaba, se movía, se cambiaba de ropa poniéndose la de estar en casa, y él mientras la miraba. Luego Olga dijo:
-Venga, vamos a cenar. Que vengo de trabajar. Y tú también, vamos.
-Yo ya he comido -dijo él-. Borsch y filetes rusos.
-Bueno, no pasa nada -le contestó Olga-. Comes conmigo por solidaridad. Y luego brindaremos por ti. Mañana me toca otra vez el segundo turno, tengo tiempo de dormir.
Eso ya lo dijo desde la cocina, haciendo ruido con los platos y con algo metálico. Encendió el gas, después dio tres golpes a la puerta del frigorífico. Debía de estar cogiendo algo de allí. Sin embargo, Samaev seguía sentado en la habitación. Solo.
-Venga, ven -le llamó Olga-. ¿Qué haces ahí?
Samaev se levantó de la cama donde estaba sentado y se fue a la cocina, a la mesa. En la cocina, Olga había puesto la mesa en un santiamén. Había sacado el vodka, los filetes estaban en una sartén, recién retirados del fuego, y había echado en un plato hondo un montón de patatas. Y también había pan y col. Incluso había cortado tocino, un tocino tan blanco, con dos nervios rosados, que estaba claro que lo había comprado en el mercado. Se acercaron a la mesa y sentaron. Samaev cogió el vodka y le quitó el tapón, pero no había vasos donde echarlo.
-¡Huy! -dijo Olga-. Qué tonta -se levantó y cogió de la estantería dos vasitos de licor. Samaev echó el vodka y él y Olga se lo tomaron. Luego Olga le sirvió patatas y carne. Y puso tocino en el pan. Después se sirvió lo mismo. Y se pusieron a comer. Cuando terminaron de comer, Samaev dijo;
-Bueno, ¿otro más?
-Vale -dijo Olga-, mañana me toca el segundo. Vamos a brindar por ti.
-¿Por qué por mí? -dijo Samaev-. Vamos a brindar por nosotros, por los dos.
-Vale, entonces por nosotros.
Luego se tomaron otra copa y comieron algo. Y cuando acabaron de beber y de comer, se quedaron así, sentados. Luego Olga fregó los platos mientras Samaev recogía la mesa. Metió la botella con lo que quedaba del vodka en el frigorífico, el tocino en el congelador (el tocino debe guardarse en el congelador), el pan en la panera y, con un trapo, limpió las migas y demás restos de la mesa y los tiró al cubo de la basura.
Cuando Olga hubo terminado de fregar los platos y de secarlos con el paño, le dijo a Samaev, más bien le preguntó:
-Y bien, ¿nos vamos a dormir? Es que yo mañana tengo que trabajar.
-Vale -dijo Samaev.
Olga quitó las sábanas y empezó a hacer la cama: puso una sábana limpia y cambió las fundas de la almohada y de la manta. Y le sacó a Samaev unos calzoncillos limpios, una camiseta y una toalla gruesa y tupida.
-Ten -dijo-, por si quieres cambiarte. Hoy tenemos agua caliente. Siempre la cortan por la noche, pero hoy, fíjate, tenemos, hoy sale. Como si lo hubieran sabido. A mí -dijo- no me hace falta. Me ducho después del turno; tú, fíjate, has tenido suerte.
Samaev le cogió la ropa a Olga y dijo:
-Tengo mis cosas ahí, en la maleta.
-¿Y esto de quién es, mío? -preguntó Olga. |
-Ya -respondió Samaev-. Es cierto.
En fin, que Samaev se fue al baño. Se duchó y se sentó un rato en la bañera. No se podía tumbar pero sí sentarse, era una bañera especial, con asiento. Así que Samaev, después de permanecer sentado durante un rato en la bañera tras ducharse, salió a la alfombrilla de goma (esas alfombrillas con pinchos para que los pies estén a gusto), y con los pies sobre ella empezó a secarse. Cuando terminó de secarse, se puso los calzoncillos, pero dejó la camiseta en el baño. Bueno, también vació el agua de la bañera. Y apagó la luz. En la habitación tampoco había luz. Samaev entró en la habitación, se acercó despacio a la cama para no darse con nada y le dijo a Olga:
-Olga -dijo-, échate a un lado, déjame acostarme.
-Ya estoy totalmente pegada a la pared -dijo Olga en la oscuridad.
Samaev levantó la manta, palpó la cama -había mucho sitio- y se tumbó. Al instante, Olga se arrimó a él. Se arrimó con todo su cuerpo: con las piernas, el vientre, todo. Y entonces a Samaev le pasó esto. Olga se había arrimado mucho a Samaev y estaba acostada a su lado. También Samaev estaba acostado. Acostado pero nada más. «Qué pasa», pensaba, «ella asi y yo, nada. Qué absurdo».
Estuvieron acostados así durante un rato, pegados, y cuando Olga comprendió lo que pasaba, se separó de Samaev y le dijo:
-Kolia, estás cansado. Y has bebido vodka. Duerme, Kolia. Yo también voy a dormir, que mañana tengo que trabajar, en el segundo turno. A las tres y cuarto. Tengo que salir a la una. Por el autobús, ya sabes. Y mientras llego, me cambio... Además, hay que ir a comprar. Por la mañana suelen traer a la tienda leche, y mortadela. E incluso aceite. Aunque el aceite solo lo venden a partir de las cinco. Ésas son las órdenes, venderlo a partir de las cinco. Pero el queso fresco lo venden antes. Sí. Así que duérmete, Kolia, que mañana quizá también consiga permiso para salir antes. Duérmete.
Samaev escuchó a Olga, se recostó y le dijo:
-Oye, Olga, esto... estoy algo cansado, claro. Y hace mucho que no bebía vodka. Allí todo era posible con dinero beber, todo, pero yo no bebía. Y ahora he bebido dos chupitos. Voy a dormir un poco, ¿vale?
-Duérmete, venga, duérmete -dijo Olga-. Yo también me voy a dormir.
Sin embargo, Samaev permaneció despierto un buen rato, aunque luego, poco a poco, se fue quedando dormido. Estaba cansado. Hoy mismo había estado allí, y ahora estaba aquí, con Olga. Cansado.
Olga permaneció despierta incluso más tiempo que Samaev. Pensaba: «Claro que está cansado, Kolia. Cinco años allí. Y hoy ese viaje de cuatro horas, y luego me ha estado esperando. Y encima ha bebido vodka».
Así que al día siguiente se levantaron, primero uno, luego el otro. Desayunaron. Samaev se terminó lo que había quedado del vodka del día anterior. Olga no bebió puesto que tenía que entrar a trabajar en el segundo turno, pero Samaev dijo: «¿Para qué dejarlo, para que se evapore?», y se lo terminó.
Después Olga se fue a comprar. Tardó mucho tiempo en volver. Pero, para compensar, trajo cinco cartones de leche y un kilo de mortadela por dos veinte. Estuvo mucho tiempo fuera porque había cola en todas partes, en cada sección. Por supuesto, reservó su turno en dos colas a la vez, pero de todas formas se le fue mucho tiempo. Cuando volvió anduvo trajinando, y llegó la hora de irse a trabajar. Olga le dijo a Samaev; «Me voy ya para no llegar tarde. Ya sabes, el autobús».
Y se fue. Al segundo turno. Samaev, después de que ella se fuera, deambuló una media hora por la habitación y finalmente también salió. Anduvo por la ciudad, mirando a su alrededor, y se metió en el cine. No había ningún otro sitio al que ir. Así que Samaev pensó que debería pasar a ver a su hermano, a saludarle. Su hermano todavía vivía en la ciudad. Eran gemelos. Él, Kolia, y su hermano, Tolia.
Encontró la casa de su hermano sin problemas, guiándose por lo que recordaba. En esos cinco años no se había olvidado de la dirección. Llamó dos veces al timbre, como siempre había hecho, y esperó. Abrió una mujer con falda.
-¿Qué quiere? -preguntó ella.
Samaev le dijo:
-Vengo a ver a Anatoli Samaev, soy su hermano.
La mujer añadió:
-Se parecen. El y su mujer se separaron y se mudaron, y mi marido y yo nos mudamos aquí. Su hermano vive ahora en la calle Stoliarova, en el número seis, puerta dieciocho.
Samaev se fue a la calle Stoliarova, estuvo esperando el autobús unos veinte minutos. Al final llegó, tocó dos veces al timbre. Abrió su hermano. Miró fijamente a Samaev y se quedó como un pasmarote. Después dijo:
-Joder, tío, creí que estaba de resaca. Abro la puerta y quién está ahí delante: yo mismo. Pero no, eres tú.
-Claro, yo -dijo Samaev-. ¿Quién si no?
-Venga, pasa -dijo su hermano-. Vamos.
Entraron. Su hermano continuó hablando:
-Escucha, no mires ahí... Me separé, por eso está el cuarto hecho una pocilga. Ayer estuve de fiesta con los chicos. Pero no te fijes. Me buscaré alguna jovencita que venga a limpiarlo.
Samaev dijo:
-Claro. Y yo que venía preguntándome si estarías en casa.
-Yo estoy en casa -dijo su hermano-. Siempre estoy en casa. ¿Dónde voy a ir? Éste es mi refugio, el que quiera verme que venga. ¿Qué? ¿Es así o no?
-Mmmm, sí -respondió Samaev-, así es.
-Oye -recordó el hermano de Samaev-, pero ¿cuándo has salido?
-Ayer -dijo Samaev.
-¡Eh! -exclamó su hermano-. Entonces hay que celebrarlo.
-En otro momento -le dijo Samaev-. Es que yo todavía tengo que arreglar... una cosa... un asunto.
Sin embargo, su hermano insistió:
-Anda ya. Déjalo. Espera un momento. ¿Tienes algo de pasta?
-Sí.
-Trae.
Samaev le dio a su hermano diez rublos, el hermano se embutió unos pantalones, se puso encima un abrigo y salió corriendo.
-Vuelvo ahora mismo -dijo.
Y, en efecto, regresó enseguida. Traía dos latas de bacalao, pan, una lata de paté de calabacín y una botella de vodka casero, de samogon.
-Lo hace un vecino, sesenta grados aproximadamente -le contó-. Bueno, va -dijo su hermano-. ¿A qué esperamos? Salud.
Bebieron. Abrieron el pescado y el paté con un cuchillo y comieron: Samaev poco, no le apetecía, pero Tolia, su hermano, acompañó bien la bebida. Vaya si comió, mojó el pan en el caldo de la lata de bacalao y se lo llevó a la boca. Mientras masticaba, preguntó:
-Bueno ¿qué? Ahora ya podemos rajar un poco. ¿Qué tal la vida por allí?
-Una mierda -dijo Samaev-. Si es que se le puede llamar vida a eso.
-¿Y crees que esto de aquí es vida? -le preguntó su hermano.
-Sí, lo creo -respondió Samaev.
-Pues te equivocas -dijo su hermano.
-Quizá. Pero, al fin y al cabo, aquí hay libertad. Allí...
-Libertad. ¿Dónde hay libertad? Cualquier borracho inútil puede ser tu jefe. Esa es toda tu libertad.
-Eso es verdad -dijo Samaev-. Seguro que aquí tampoco se está muy bien, vale, pero allí..., es lo peor. Aplastar a alguien no les cuesta nada, es muy fácil.
-Aquí también lo tienen fácil -dijo su hermano-. Venga, tomemos otra.
Al final, se terminaron la botella de samogon; su hermano se puso hasta arriba pero Samaev apenas lo probó, estaba sereno. Sin saber cómo ni por qué de repente le dijo a su hermano:
-Sabes, Tolian -dijo-, te lo cuento a ti, que eres mi hermano. Ayer Olga y yo nos fuimos a la cama, ella me abrazó y yo, nada. Ella se puso... y yo... Es algo tan absurdo.
El hermano dirigió su turbia mirada a Samaev y dijo:
-¿Te has atrofiado o qué? -preguntó.
-¿Y cómo quieres que lo sepa? -dijo Samaev-. Antes había bebido vodka. ¿Pudo ser del vodka?
-El vodka no. No puede ser el vodka. He oído que a los marineros les pasa eso, a los que pasan mucho tiempo en la mar, sin chicas. Por lo visto es pasajero. Se cura.
-¿Y qué crees que tengo que hacer, ir al hospital? -preguntó Samaev.
-¿Por qué? -dijo su hermano.
-Por nada, no voy a ir.
-Bueno, no sé -dijo su hermano-. Seguro que se te pasa solo. Con el tiempo. Eres un tío fuerte, ¿no?
Pero Samaev dijo:
-Con el tiempo, puede, pero... ¿y hoy? ¿Qué le digo a Olga si pasa otra vez? Vamos... ¿y si no se levanta?
Su hermano se quedó sentado, pensando, y le propuso a Samaev:
-Oye, Kolian, ¿y si me voy yo con Olga en tu lugar? Me la tiro. Ella no se dará cuenta de que no eres tú. Samaev dijo:
-Pero ¿estás loco?
Y su hermano contestó:
-¿Por qué iba yo a estar loco?
Samaev se quedó callado un momento y luego le dijo a su hermano:
-Casi no tengo pelo; en cambio tú, mira.
-Lo cortaremos.
Su hermano encontró enseguida unas tijeras.
-Toma -dijo-, corta.
Y es que Samaev sabía hacerlo, le había tocado hacerlo en el ejército. Tapó a su hermano con un periódico, lo sentó en un taburete y le cortó el pelo al estilo «Primer día en libertad». A pesar de todo, cuando hubo terminado dijo:
-Oye, Tolian, no lo dirás en serio ¿no?
-Totalmente en serio -dijo su hermano mientras se sacudía con las manos los pelos de la cara, de la cabeza y de las rodillas. Después le quitó la ropa a Samaev y se la puso.
-Venga -dijo-, dame la llave, me voy con Olga. Y tú siéntate aquí y espera hasta que vuelva.
Así que Samaev se quedó solo. Se acostó en la cama de su hermano, y se quedó allí tumbado. Se decía: «Tengo que ir a casa, no estoy borracho».
Pero después pensó: «Si voy, Olga ya estará en casa. Y Tolian también estará allí, con ella. ¿Qué le voy a decir?». Así que no fue. Se quedó acostado. Y estuvo así hasta que regresó su hermano y le dijo:
-Levántate, levántate, ¿me oyes?
Samaev se levantó y su hermano le dijo:
-Escucha, pero no te pongas nervioso, ¿vale?
-¿Qué ha pasado? -preguntó Samaev.
-Pero tú no te pongas nervioso.
-No estoy nervioso -dijo Samaev-. Cuenta.
-De acuerdo -dijo su hermano-. Bueno, pues llegué, tardé muchísimo, joder. El maldito autobús no apareció; mierda. Bueno, pues llegué, y Olga todavía no estaba. Bueno, me quité la ropa, apagué la luz y a la piltra. Llega Olga. «Kolia», dice, «¿estás dormido?». Yo me callo. Y ella, allí, en el pasillo. Se quita la ropa, trajina por la cocina, y mientras tanto yo sigo en la cama. Bueno, entonces viene ella. Olga. Y no enciende la luz para que yo, bueno, como si fueras tú, no me despierte, y se acuesta. Los muelles de la cama chirrían. Y yo hago como que me despierto por ese chirrido. Bueno, y luego pues como tiene que ser. Todo perfecto. Después nos dormimos. Ella se durmió y yo también. Pues eso, que estoy durmiendo y noto que me están sacudiendo. Me despierto, es Olga. «¡Tú, canalla!», me dice, «¿dónde está mi Kolia?». Se dió cuenta, ¿entiendes?, de que yo no era tú. Le digo que tu Kolia, que tú, estás vivo. Y ella
sigue «¿Dónde está Kolia?». Yo le digo: «Está durmiendo en mi casa», y ella: «sois unos cerdos -dice-. En estos cinco años yo no me he divorciado de él y vosotros... vosotros sois unos canallas», dice, y enfila hacia la ventana, y se tira. Será tonta. No me dio tiempo a nada, ¿me oyes? Bajé, estaba tirada y apenas respiraba. Fui a una cabina y avisé a una ambulancia. Se la han llevado. Lo vi desde la esquina.
-¿Adonde se la han llevado? -preguntó Samaev.
-Cómo que adonde, no lo sé. Supongo que al hospital, a dónde si no.
Cuando Samaev hubo escuchado a su hermano, se fue sin cruzar una palabra. Salió a la calle, todavía era temprano, estaba oscuro. Y no había ningún autobús. Samaev echó a andar, y entonces vio unos faros que iban a su encuentro: dos arriba y dos abajo. Samaev salió a la carretera y se quedó quieto. El coche se acercó: «Una ambulancia». El conductor se asomó por la ventanilla con una barra en la mano y Samaev le preguntó:
-Amigo -preguntó-, ¿adonde se llevan a una persona que se cae desde un tercer piso?
-¿Quién se ha caído desde un tercero, tú? -preguntó el conductor.
-Mi mujer -dice Samaev-. Se la llevaron pero no sé adonde. Yo no estaba en casa.
-Los accidentes los llevamos al seis -dijo el conductor-. Hoy están de guardia.
-Gracias, amigo -dijo Samaev-. Y perdona.
Cuando Samaev llegó al hospital número seis ya había empezado a amanecer. Buscó la ventanilla de ingresos y allí le dijeron:
-Sí, ingresó una así. Fractura de ambas piernas.
Samaev quiso pasar a la sala con ella, pero no se lo permitieron, le dijeron:
-Entre las once y las cinco recogemos cosas para los pacientes. Pero no puede pasar. Cuarentena.
Samaev les dijo que tenía que pasar sin falta, que era su marido, pero aun así no se lo permitieron. Entonces desistió y decidió irse a una comisaría. Estuvo esperando y esperando en la parada del autobús, luego escupió y echó a andar de nuevo, pues no había nada que esperar. En la comisaría del distrito estaba de guardia un teniente. Samaev le dijo:
-He mutilado a una persona.
-¿A quién? -preguntó el teniente.
-A Olga Stepanovna Samaeva, mi esposa -dijo Samaev
El teniente entregó a Samaev papel y boli.
-Escriba aquí todo lo que ocurrió -le dijo.
Samaev escribió que había mutilado a su esposa, Olga Stepanovna Samaeva, y el teniente le dijo:
-Vayase, Samaev, lo aclararemos.
-¿Qué hay que aclarar? -preguntó Samaev.
Pero el teniente ya le estaba despidiendo. Sin embargo, Samaev no se iba. Entonces él, es decir, el teniente, llamó a un sargento y entre los dos sacaron a Samaev de la comisaría. Y Samaev, lleno de furia, cogió una piedra y la lanzó contra una ventana. Por supuesto, después de eso lo metieron en prisión preventiva. Aquí tenían una habitación para eso. No una celda, como en el talego, sino una habitación. Sencilla. Solo una puerta cubierta de hierro y rejas en la ventana. Samaev se sentó en el suelo de la habitación y así se quedó. Pasó un día. Y su noche. Después le llamaron de un despacho en el segundo piso; allí, detrás de un escritorio, había un hombre gordo sin uniforme. Samaev se quedó de pie delante de él, y el hombre dijo:
-Quince días. Y da gracias, que es poco.
-Gracias -dijo Samaev-. Pero he mutilado a una persona. ¿Por qué solo quince días?
-Vete -le dijo el hombre-. Tú no has mutilado a nadie. Hemos hablado con tu mujer y está todo aclarado.
-Pero si el hospital está en cuarentena -dijo Samaev- ¿Cómo les dejaron pasar?
-Nos dejaron -le respondió el hombre-. Y tú vete con el sargento. Eso es todo.
El sargento acompañó a Samaev al patio y le dijo:
-Hoy -dijo- ya se fueron todos a trabajar, así que tú pondrás el cristal que rompiste. Pero mañana tempranito irás a las obras de la carretera, con los demás. Porque las carreteras de la ciudad están como el culo, por eso hay tantos problemas con los autobuses, ¿lo entiendes? Pero hoy vas a arreglar el cristal.
El sargento le dio a Samaev un trozo de cristal y el cortavidrios, unos ocho clavos y un martillo. Samaev cogió el martillo y dijo:
-He dejado inválida a una persona, quizá para toda la vida, a mi propia esposa, Olga Stepanovna, y vosotros, malditos maderos, ¿solo me queréis quince días?
Al sargento, sin duda alguna, le ofendieron estas injustas palabras de Samaev, sobre todo estando de servicio, y empezó a abrir la funda de la pistola para asustar a Samaev. Pero no llegó a abrirla. No tuvo tiempo. Porque Samaev ya tenía el martillo en una mano. En la mano izquierda. Y él, Samaev, era zurdo.

Aleksandr Jurguin (Ucrania). Escritor ruso nacido en Moscú, hijo de una familia judía. Actualmente vive en Ucrania y trabaja como Ingeniero de Minas.
Algo absurdo pertenece a la antología Cuentos Rusos,(ed. Siruela)


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