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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO UNA CASA JUNTO AL RíO (por Gonzalo Drago)
Cuando Juvenal Moncada se cansó de vagar por las riberas del Mapocho, abandonó Santiago con paso elástico y seguro, cruzó a pie la cuesta de Chacabuco y una tarde de enero, en que el sol incendiaba la tierra calcinada, se encontró en el pueblo de Los Andes, que lo acogió con un silencio impregnado de presagios.
Y allí, entre las calles solitarias, cuando el sol se hundía en la lejanía malva del horizonte, enro­jeciendo los altos picachos de la cordillera cerca­na, Juvenal Moncada sintió el aguijón del ham­bre torturándole el estómago y retorciéndole los intestinos. Pedir limosna era fácil. Pero él no que­ría hacerlo. Se habría despreciado si lo hubiera hecho. Sabíase hombre responsable ante su pro­pio yo y aunque le disgustara el trabajo sabía encontrar los medios que lo sacaran del apuro. Además, un fondo de obscura rebeldía le impedía solicitar ayuda. En último caso, robaría. No era hombre de muchos escrúpulos y podía robar sin violencia, cuando esto era necesario.
Una tarde, cuando las jaurías del hambre lo acosaban y en los túneles de su sangre comenza­ba a hervir la desesperación, se decidió a ir al río. Siempre había sido amigo de los ríos. En ellos había buscado el oro resplandeciente que iba a parar a manos de intermediarios inescrupulosos, profesionales del robo legalizado, y había encon­trado su alimentación y su bebida. El Aconca­gua, haciendo sonar su caracol montañés, le salió al encuentro a poco andar. Descendió el talud y empezó a recorrer la ribera norte en dirección contraria a las aguas turbias y violentas que salta­ban construyendo abanicos de espuma. Pronto encontró a un hombre sucio y andrajoso que sos­tenía entre sus manos escuálidas una rústica caña de pescar.
—¿Hay pescados en este río, amigo?
—Claro, salmones.
—¿De veras, compañero?
Había en su pregunta una oculta ansiedad que delataban sus pupilas zahoríes, ávidas de vida, empapadas de esperanza.
—No le digo. ¿Pa qué le voy a mentir?
—Voy a fabricar una caña de pescar al tiro. Aquí tengo lienza —agregó, extrayendo de uno de sus bolsillos un pequeño ovillo de cáñamo ordi­nario, indispensable a todo vagabundo.
De cinco certeras cuchilladas con su pequeño puñal arrancó una rama escogida de sauce, ató el cáñamo a un extremo y se aproximó a su com­pañero de pesca.
—Oiga, compañerito, ¿no tiene un anzuelo y un pedacito de carnada?
—Claro. Aquí tiene.
La mano negra y escuálida del hombre le alar­gó con gesto sencillo un anzuelo usado y un trozo de carne. El hombre ayuda al hombre. Y el hom­bre, en algunas ocasiones, es también lobo del hombre. Juvenal, ansioso, arrancó los utensilios de manos de su camarada y en pocos momentos es­tuvo listo para iniciar la pesca. Buscó colocación cerca de su compañero, pero un imprevisto escrú­pulo lo hizo preguntar:
—¿Puedo pescar aquí, compañero? ¿No le mo­lesto?
—No es mío el río —repuso el vagabundo con una sonrisa socarrona—. Pa esto hay que tener paciencia —agregó con parsimonia, mirando el agua turbia y levantando de cuando en cuando la caña para percatarse de que estaba vacía.
—¿Hace rato que está pescando?
—Una media hora más o menos.
—¿Y no ha pescado ninguno?
—Ninguno.
—Chis, a mí ya "me caza el león". Hace dos días que ando con las tripas vacías. Quiero pescar un pescado no más. Y me lo como al tiro, con espinas y todo. Es perra el hambre, compañero.
—Así es, hermano. Yo también sé que es perra.
Y el silencio, apenas turbado por el roncar del río, envolvió a los hombres entre sus pliegues in­visibles. Ambos tenían un gesto taimado. Juvenal denunciaba ansiedad levantando demasiado apri­sa su caña de pescar, con la esperanza de que al­gún salmón hubiera picado. Pero nada. Los mi­nutos transcurrían sin que ninguno de los hom­bres obtuviera éxito en sus tentativas, mientras el sol, semejante a la boca de un horno incandes­cente, envolvía a la tierra y a los seres con su enervante abrazo. A la distancia podía verse el puente carretero cruzado de tiempo en tiempo por vehículos o por hombres y los blancos pena­chos de espuma al chocar las aguas contra los pi­lotes de cemento. Un poco más cerca veíase un grupo de muchachos desnudos saltando entre las aguas bravías. Algunos sauces, inclinados hacia el río en actitud de ruego, invitaban con su mudo lenguaje a protegerse bajo su sombra. Juvenal, so­focado, lo advirtió a su camarada:
—Oiga, compañero, ¿por qué no vamos a pes­car debajo de aquellos sauces mejor?
—Ja, ja. No, compañero. En ese lado hay mu­cha corriente. Por aquí está la parte buena, don­de el agua es más mansita. Si no hay aquí, no hay en ninguna parte.
Y el silencio volvió a caer sobre los hombres esperanzados. A lo lejos, al otro lado del río, se escuchó un largo rebuzno que surcó el aire hasta perderse en las faldas de los cerros cercanos. El vagabundo intentó un chiste grotesco que no fue atendido por Juvenal. Estaba demasiado ham­briento para celebrar chistes. El mal humor em­pezaba a mortificarlo y parecíale que había sido tonto al pensar que allí hubiera abundancia de salmones. Cuando el otro hacía cerca de una hora que estaba con la caña en la mano y no había pescado ninguno, ¿qué podía esperar él, que no conocía aquellos parajes?
—Oiga, colega, parece que los salmones andan con feriado.
—Ja, ja, ja. ¿No le dije que hay que tener pa­ciencia? Yo no me apuro. No importa que llegue tarde a la ocupación.
—¿Dónde trabaja usté, compañero? —pregun­tó Juvenal, adivinando la intención de su acom­pañante.
—En ninguna parte.
—Yo trabajo ahí mesmo.
—Ja, ja, ja.
El vagabundo tenia la risa fácil, y Juvenal, contagiado, también reía. Aquellos dos hombres hambrientos, sin hogar, torturados por un sol in­clemente y viviendo al margen de la sociedad, aún se burlaban de la vida y de su propia miseria. De sus andrajos y del fondo de su corazón aven­turero sacaban la fuerza necesaria para seguir vi­viendo a salto de mata, trabajando un día, vagan­do los más, sin poder anclar en un oficio o en un lugar determinado. Ambos morenos, ambos haraposos y con el mismo gesto despreocupado, eran dos auténticas estampas criollas amasadas en greda por un invisible escultor de razas.
—Chis, ya pesqué uno —dijo el vagabundo, al­zando su caña de pescar con un robusto salmón colgando del anzuelo.
—La suerte suya. Yo de balde brujuleo el agua. Me tinca que no voy a pescar ninguno. Parece que me voy a comer la carne del anzuelo mejor.
—No se le dé na, colega. Cómase este salmón.
—Cómo se le ocurre. Espérese un ratito no más. Yo también voy a pescar uno. Deje sobar­me las manos.
No quería Juvenal aceptar de inmediato. Pare­cíale que al hacerlo evidenciaría su inferioridad y también pensaba en que su compañero podría tener tanta hambre como él. Pero el desconocido insistió con una franca sonrisa que le iluminaba la cara morena. Y entonces Juvenal se decidió a aceptar.
—Bueno, compañerito. Se lo devuelvo en cuan­to pesque uno.
Juvenal, como buen vagabundo, extrajo de su bolsa un tarro vacío de conservas, cortó el pescado en cuatro trozos, hizo los preparativos necesarios y pronto el tarro hervía sobre una pequeña foga­ta que amenazaba extenderse por el pasto seco del contorno. El hombre miraba hervir el agua con el ansia reflejada en sus pupilas pardas. Dos días con las tripas vacías. Dos días de incertidumbre, de rebeldía a punto de claudicar, de heroica resistencia para no alargar la mano a los tran­seúntes indiferentes que lo habrían mirado de alto a bajo y le habrían gritado la conocida can­tinela: "¿No le da vergüenza pedir limosna?"
Y a ellos, si anduvieran solamente un día sin comer y no tuvieran trabajo, ¿les daría vergüenza pedir ayuda a otro hombre? Pero la vida es la vi­da. Y hay que aguantarla. Y también se recono­cía culpable de su situación. "Soy como macho", se definía a sí mismo. No podía soportar la tiranía de los jefes de taller, de los amos vigilantes, y no podía someterse a la disciplina de un horario fijo. Prefería trabajar como mozo de cordel, tomar pe­queños trabajos a trato, hacer de suplementero, tareas que le permitían una libertad casi absoluta. Mientras pensaba, el agua gorgoriteaba desenfre­nadamente y el salmón despedía un aroma apeti­toso que penetraba por la nariz ansiosa del hom­bre que vigilaba con ojos sagaces la cocción de su merienda.
Después de haber comido sintió remordimien­to por no haber invitado a su camarada que le había facilitado el primer salmón cogido aquella tarde. Pero el hambre es cosa perra. Pensando en esto se disculpó torpemente:
—Oiga, compañerito. Hacia dos días que no comía.
—Sí, claro. Se le conocía en la cara. No se apure por mí. Yo comí anoche y todavía tengo las tripas llenas.
Aquel día la pesca fue regular: cinco salmones en total. El hambre de los dos hombres quedó aplacada momentáneamente y el optimismo echó raíces profundas en el corazón ardiente de Juve­nal Moncada. Varios días se encontraron en el mismo sitio, charlaron, contáronse sus aventuras y se ayudaron mutuamente. El vagabundo dijo llamarse Juan, a secas. Tenía una historia corta: nació, creció, pasó hambre, trabajó y nunca conoció oficio. Idéntica a la historia de Juvenal. Y, naturalmente, dos hombres con una misma historia estaban inevitablemente predestinados a juntarse frente a la ribera de un río pródigo en salmones.
Pero el destino junta y separa a los hombres sin consultarlos. Y un día Juvenal estuvo solo frente al río. Su compañero no apareció como de costumbre, con su ancha sonrisa habitual inun­dándole el rostro moreno, quemado por el sol, con una corta cicatriz en la mejilla derecha, inde­leble "recuerdo" de una pendencia callejera. Transcurrieron los días y Juan no aparecía. Juve­nal, preocupado, hacía conjeturas.
"¿Qué le habrá pasado?", se preguntaba con insistencia, sin atinar a una respuesta satisfacto­ria para su pregunta.
"Sé habrá ido a la Argentina —pensó, recor­dando que el vagabundo le había manifestado de­seos de conocer Mendoza—. Pero me habría avisado. A lo mejor está preso. Quizás qué clase de pájaro era. ¿Dónde diablos se puede haber me­tido?"
Sus conjeturas no lo condujeron a ninguna solución. Habíase acostumbrado a la optimista presencia de su compañero, a su charla despre­ocupada y su sonrisa fraternal. Por eso lo buscó con entusiasmo por los arrabales de Los Andes y rondó frente al cuartel de carabineros con el áni­mo de preguntar por su camarada. Pero de im­proviso recordó con desaliento que sólo conocía su nombre: Juan. ¿Cuántos Juanes habría en el cuartel o en la cárcel? Además, si preguntaba por su compañero y hubiese cometido un delito gra­ve, podrían detenerlo por cómplice. Y él no sa­bía nada de nada. ¿Se habrá caído al río mientras pescaba? Y este pensamiento ensombreció el ros­tro de Juvenal. Imaginose a su compañero debatiéndose entre las aguas turbias del Aconcagua, luchando con la muerte, aferrándose desespera­damente a la vida que tanto lo había castigado y desapareciendo por fin en el torrente que lo había nutrido durante largo tiempo.
Y nunca más supo de Juan. Desapareció sin dejar rastros, como un auténtico vagabundo que no tiene amarras sentimentales que lo aten a un mismo sitio. Juvenal, encogiéndose de hom­bros, terminó por consolarse del desaparecimien­to de su camarada. Y luego, como todo hombre que se acerca a los cuarenta años, pensó que de­bería anclar en alguna parte, trabajar en algo es­table y, sobre todo, tener un rancho donde dor­mir. El alimento es relativamente fácil conse­guirlo. Habitación, ése era el problema. Los in­viernos eran terribles, torturantes, con sus lenguas de hielo recorriendo el cuerpo aterido. Y repentinamente, decidido, Juvenal Moncada se propu­so a construir su rancho en la ribera norte del Aconcagua, en un pedazo de antiguo lecho que ahora estaba protegido por una fuerte barrera de piedras. Esa era tierra de nadie. Allí era el sitio preciso para construir su vivienda. Y buscando algunos restos de árboles tronchados, recogiendo latas y adquiriendo algunos trozos de arpillera, logró construir con esos elementos primitivos una pequeña habitación que lo protegería de la in­temperie. Y aquél fue su hogar. Y bastó aquella miserable habitación para que el hombre sintiera un fervoroso deseo de buscar una cama, construir una mesa y fabricar un pequeño banco para sen­tarse. Y como en su juventud había aprendido a fabricar canastos de mimbre, se dedicó con entu­siasmo a buscar el material necesario para em­prender su industria. Y entonces la gente que se aventuraba hasta aquel rincón del Aconcagua podía ver a un hombre de aspecto sano, moreno, tosco, vestido con una simple camiseta y un pantalón remendado, que torcía el mimbre con una habilidad conservada prodigiosamente a tra­vés del tiempo.
Como el negocio marchaba bien y el dinero empezó a formar un montón pequeñito en el fon­do de un tarro de conservas, y el río continuaba suministrándole salmones, Juvenal pensó que su soledad necesitaba una compañera. Pero ¿dónde encontrarla? Eso de buscar una mujer no era co­sa fácil. Era feo, de rostro huraño, ojos asiáticos, labios gruesos. No se hacía ilusiones con su fí­sico. Además, no sabía hacer el amor. En su vida vagabunda había tenido encuentros fortuitos o tomado a las hembras a la fuerza, casi sin necesi­dad de palabras. Pero ahora era distinto: se trata­ba de una compañera definitiva.
Una mañana de otoño, bajo un cielo nublado barrido por el viento norte, divisó a una muchacha pescando bajo el puente. Aquello le pareció extraño: nunca había visto a una mujer pescando. Se detuvo a mirarla a la distancia y fue acercándose poco a poco, cautelosamente, hasta quedar a cinco metros de la mujer. Desde allí pudo observarla. Era morena, flaca, de nariz respingada, boca regular. Su conjunto era atrayente. Al notar que era observada por un desconocido, la muchacha giró la cabeza y lo miró fijamente, interrogándolo. El hombre sonrió con torpeza y empezó a entablar un monólogo interior para decidirse a hablar a la muchacha. Pero las palabras se le en­redaban en las zarzas de sus pensamientos y cuan­do quería emitir la voz notaba un agudo males­tar en la garganta que le impedía hablar.
¡Qué diablos! Miró a su alrededor. La soledad lo circundaba, pero sobre el puente sentíase el rodar de los vehículos, que transitaban en ambas direcciones. Si la tomaba a la fuerza, la mujer gritaría y sería sorprendido. La hembra le gusta­ba. Por fin se decidió a hablar:
—¿Están lobos los salmones?
La muchacha no respondió, con los ojos fijos en el río, pensando en la actitud del hombre. Sa­bía por experiencia lo que todos buscaban en su cuerpo y no sentía curiosidad ni deseos de tener contactos carnales, después de haber sido viola­da salvajemente cuando apenas era una niña. Ahora tenía veinte años y sin embargo su delga­dez y sus ojos mansos la hacían representar quin­ce. Ojos de oveja, cansados, reveladores de ham­bre y privaciones. Ojos que ya han visto todo el dolor y suciedad de la vida.
El hombre, contrariado, repitió su pregunta, esta vez con más decisión:
—¿Qué dicen los salmones, patrona?
—No he pescado ninguno —respondió la mu­chacha con voz evasiva.
—Yo conozco un lugar donde hay hartos. Allá, mire —indicó el hombre alargando el brazo en dirección a la cordillera lejana, para mostrar el lugar donde pescaba cotidianamente.
—¿A dónde?
—¿Ve esos sauces? Un poquito más allá, en un remanso. Allá sí que hay hartos. En mi rancho tengo los que pesqué esta mañana.
Al hablar de su rancho, su voz tuvo una inge­nua inflexión de orgullo. Ahora tenía su peque­ño hogar, algunas latas y algunas tablas que lo guarecían del frío y de la lluvia, y quería que aquella muchacha se diera cuenta de que no era un vagabundo privado de un lugar donde dormir. Tal vez así sería más asequible a sus requerimien­tos. Y luego, más dueño de sí mismo, continuó hablando a tropezones, hilvanando sus pensamien­tos:
—Tengo un ranchito casi al pie del cerro, al lado del río. Yo mismo lo hice. Y pesco todos los días hasta diez salmones. Y hago canastos de mimbre también. Sillas, pisos. Lo que me pidan. La vez pasada me compré una "pallasa" y pa este invierno me voy a comprar un poncho de castilla.
La muchacha lo escuchaba con indiferencia, pe­ro en el fondo se interesaba por lo que le conta­ba aquel hombre, con palabras sencillas, saturadas de entusiasmo. Su instinto le advertía que el desconocido la necesitaba. El hombre, ante su silencio, continuó hablando, siempre a la misma distancia:
—Vivo solo en el rancho. Y en las noches ha­ce tanto frío. Y cuando salgo a pescar o voy a Los Andes tengo que dejar el rancho abandonado. Una vez entraron unos perros y me comieron lo que pillaron. Son muy bribones esos quiltros vagos. El hambre los pone así. No hay cosa peor que el hambre pa los hombres y los animales.
—Así es —dijo la mujer con el mismo tono que si dijera "amén".
—Lo malo es que yo soy tan fiero. No se me acercan ni los perros. Y a las mujeres les gustan los hombres buenos mozos. Y claro, tienen razón. Yo no me aparto de la razón. Yo digo, el hombre feo con una mujer fea. Pero un hombre como yo con una mujer bonita, eso sí que es difícil. Y a los hombres les gustan las mujeres bonitas aun­que sean más feos que el diablo. Yo digo estas cosas porque son así, porque...
Comprendió el hombre que se estaba enredan­do en sus propios razonamientos y que no podía llegar a lo que deseaba con toda el alma. Por eso calló, hundió las manos en los bolsillos para te­nerlas quietas y se puso a contemplar el agua al lado de la muchacha, que continuaba en silencio, sonriendo levemente. Ahora había comprendido, aunque el hombre hubiera estado confuso en sus palabras. Y ella también habló en forma confusa:
—Es bonito tener un rancho pa vivir. Y tener pescados todos los días. Y tener canastos de mimbre y otras cosas. A todos nos gusta vivir tranquilos. Pero la vida es muy perra. Y cuando la vida es perra nos parece feo todito lo que miramos. Cuando apenas se tiene pa comer, ¿cómo se va a vestir una?
El hombre le miró la pobre basquiña descolori­da por el tiempo, zurcida, y los viejos zapatos de tacones anchos que le desfiguraban los pies. ¡Po­bre cabra! Se conocía que sufría. Tenía cara de hambre, esa cara que él conocía muy bien: labios exangües, ojos descoloridos y mejillas descarna­das. Además, ese inconfundible modo de hablar que proviene de la debilidad general y del estó­mago vacío. Todo eso lo conocía bien Juvenal Moncada. Y entonces, súbitamente decidido, con la voz un poco trémula, invitó a la muchacha:
—Oiga, si quiere se va a vivir conmigo a mi rancho. ¿Qué le parece?
La muchacha lo miró a los ojos, con algo de estupor y de incredulidad, y luego, tartamudeando, repuso con los ojos fijos en el río:
—Tengo que avisarle a mi tía... Yo me iría, pero… no sé todavía.
—Oiga, no sea lesa. Si quiere nos vamos al tiro. Es allí cerquita, al pie del cerro.
—Este..., después voy pa allá.
Hablaron de la pesca, del tiempo que empeza­ba a cambiar, del hambre perra y de otras cosas, ahora con más confianza, sonriendo, examinán­dose mutuamente, tratando de mirarse el alma a través de las palabras. Y cuando ya se habían despedido y el hombre se alejaba, se volvió de repente con un gesto desolado:
—Oiga, ¿y cómo se llama usté?
—Elena.
—Ah. Bueno.
Y juvenal se alejó sin volver la cabeza, ensi­mismado y alegre de su descubrimiento, pero con un dardo de dudas clavado en mitad del pecho. Era demasiado bonita para que se fijara en un hombre como él. Tendría muchos pretendientes. Y él era tan poca cosa, tan feo y tan torpe en sus palabras. En realidad, el hombre exageraba la belleza de la mujer, que era un tipo vulgar de hembra del pueblo, harapienta y sucia, pero ilu­minada por la llama de la juventud y embelleci­da por el ansia carnal de Juvenal.
Cuando el hombre llegó a su rancho, se esme­ró en asearlo y en poner en orden sus cosas. Si Elena venía, que tuviera buena impresión. Des­pués recogió el mimbre que remojaba a la orilla del río y empezó a tejer canastos con verdadera furia, poseído de un fervor por el trabajo que nunca había sentido hasta entonces. Era el mila­gro de una mujer en la soledad de un hombre.
Al atardecer encendió lumbre y preparó comi­da para dos, con el pensamiento fijo en la mucha­cha. A medida que pasaba el tiempo su tortura aumentaba poco a poco y empezó a reprocharse su estupidez por haberse hecho ilusiones con una desconocida.
Afuera el río rezongaba sin cesar, llenando el silencio del atardecer mientras el viento amon­tonaba nubes negras y espesas, cargadas de agua, que cerraban el horizonte con su poncho gris. Algunas gotas empezaron a caer con desgano, ha­ciendo sonar las latas del rancho, y pronto la amenaza se convirtió en una fina lluvia otoñal, como duro presagio para el invierno cercano. Es­taba mirando las lenguas del fuego vacilante por el viento que se colaba por los intersticios del tabique, cuando un ligero golpe en la puerta lo hizo alzar la cabeza. Creyó que era el viento y escuchó atentamente, con el corazón brincándole en el pecho. Y los golpes se repitieron inconfun­dibles: alguien golpeaba en la puerta del rancho. Y al abrirla, Elena estaba sonriendo frente a él, con el pelo adherido a la frente estrecha y las manos cobijadas bajo las axilas con un infantil gesto de frío. La muchacha cruzó el umbral, mi­ró a su alrededor y por último sus ojos se inmo­vilizaron en las llamas del hogar, donde una olla pequeña hervía a borbotones.
—Creí que no iba a venir —comentó el hom­bre.
—Pero aquí me tiene —respondió la muchacha, con gesto tímido, sin saber qué hacer dentro de aquel pequeño hogar acogedor para su miseria. En un rincón, doblada en dos, estaba la rústica cama que acogería su cuerpo desde esa noche. Colgando del techo, pendían algunas cebollas.
Y en un ángulo, la rústica mesa con restos de comida en un plato de greda.
Al poco rato, la mujer sintiose más dueña de sí misma. Cogió los platos sucios, arregló la mesa, limpió la cubierta, vigiló el hervor de la olla y procuró estar en continua actividad frente a la actitud sumisa del hombre que la contemplaba con ojos de lujuria. La mujer, adivinando la muda actitud del hombre, alargó la cama, dio algunos golpes sobre la superficie para aplanarla, y se sentó sonriendo. Juvenal, como un toro provoca­do, se abalanzó sobre la hembra con un sollozo oculto en la garganta y la apretó entre sus brazos musculosos, mudo, temblando de impaciencia, impulsado por los latigazos del instinto.
Y el rancho de Juvenal cambió de aspecto. Aho­ra, en todo se observaba la mano cuidadosa de una mujer. Las cosas estaban en orden, limpias, y el cuarto se había enriquecido con algunas sillas de mimbre fabricadas por el marido. Además, un gato de hirsuto pelaje gris contribuía con su ron­roneo nocturno a poner una nota amable de sua­vidad en la cavidad del rancho. Ambos estaban fe­lices. Se amaban a su manera, silenciosamente, sin estridencias, agradecidos mutuamente. El hom­bre trabajaba sin descanso y el pequeño rancho estaba siempre iluminado por esa sencilla felici­dad de las cosas humildes.
Y como era natural que sucediera, a los seis meses de vivir juntos, la gravidez de Elena se hizo presente como segura promesa de un nuevo hués­ped del rancho junto al río. Juvenal y Elena co­menzaron a vivir una vida nueva, mezclada de esperanza, sobresaltos y temores ocultos. Parecía­les que aquel nuevo ser que se formaba en si­lencio en el vientre de la muchacha podría traer la muerte al rancho iluminado por su unión car­nal. Elena era siempre delgada y pálida y sus temores no eran infundados. Sentíase débil, aba­tida, derrotada por los presentimientos sombríos.
Ahora, en el corazón del invierno, el Aconca­gua se había tornado puro, limpio, sosegado. Las nieves eternas que lo alimentaban no podían fundirse con el débil sol de invierno y sus aguas adquirieron una suave tonalidad verdosa que alegraba las pupilas. Elena, inclinada sobre las aguas, lavaba la ropa, soportando el peso de su vientre henchido. Aquella canción del río, mo­nótona y sencilla, que le impedía conciliar el sueño en las primeras noches, había terminado por serle indiferente. Era un ruido ronco, seme­jante a una extraña e inmensa ebullición helada. Y cuando el verano empezó a fundir las nieves de la cordillera cercana alimentando al Juncal y al río Blanco, que formaban más tarde el Acon­cagua, y las aguas tomaron un color barroso y el caudal empezó a hinchar su lomo líquido amenazando la seguridad del rancho, Elena sintió agudos dolores que la hicieron prorrumpir en alaridos de bestia herida. Aquella mañana estaba sola y Juvenal no llegaría hasta la noche. No po­día moverse, inmovilizada por el puñal invisible que le traspasaba las entrañas. Y para su angus­tia, las horas y los minutos se transformaron en días y años que la separaban de la presencia de su compañero,
—Juvenal, Juvenal —murmuraba en los mo­mentos de descanso. Sentía que el hijo pugnaba por salir y temblaba de terror al pensar que pu­diera nacer de un momento a otro, sin tener el auxilio de una mano amiga. Su tortura aumen­taba por momentos. Los dolores se hacían más continuos y ahora ya no podía sentarse en la cama para coger el cántaro con agua. Y afuera el rumor creciente del río amenazador, bramando como un toro herido, arrastrando restos de árbo­les, postes y pequeños animales envueltos en la crecida.
Atardecía cuando Juvenal apareció en la puer­ta del rancho y encontró a su mujer derrumbada sobre la cama, mojada en transpiración, atormen­tada por sus dolores. Comprendió que había lle­gado el momento tan temido por ambos. Se inclinó sobre la mujer, la besó con ternura y su voz adquirió un temblor de hoja seca barrida por el viento:
—¿Quieres que vaya a llamar a una meica, me­jor?
—No, no. No me dejes sola, por favor. Ya falta poco, parece. Quédate aquí. Prepara agua ca­liente. Harta agua caliente.
El hombre obedeció presuroso, guiado por la muchacha desde su lecho de parturienta. Elena, como todas las niñas del pueblo, tenía una expe­riencia precoz en estos casos. Entre los pobres, los partos son atendidos por las vecinas con más ex­periencia y a ella le había tocado ser espectadora en varias ocasiones. Y ahora trataba de recordar fielmente lo que había visto y aprendido para recibir al hijo que sentía palpitar en sus entra­ñas. Cuando los dolores se agudizaron y la hi­cieron prorrumpir en alaridos, Juvenal sintió que el terror circulaba por su sangre, inundando sus sen­timientos con su extraña presencia. Aquello era inhumano. Quiso huir, irse lejos, pero una in­mensa piedad lo inmovilizaba frente al lecho de su compañera. Y de pronto se produjo el milagro. Un pequeño varón gritaba sobre el lecho ante la mirada atónita del padre, que casi no se dio cuen­ta de la aparición del pequeño. Elena sonreía, fe­liz de haber salido del paso, con la infinita ale­gría de todas las madres del mundo. Ante la torpe indecisión del hombre, fue ella la que le impartió instrucciones.
—Hay que cortarle el ombligo —susurró con ternura.
El hombre extrajo su puñal y se dispuso a cor­tar el cordón que unía al hijo con la madre, como un símbolo de perpetua unión. La mujer lo guió en su tarea:
—No, ahí no. Más arriba. Ahí está bueno.
Y de un certero tajo Juvenal cortó el cordón que aún palpitaba intermitentemente con signos de vida. Y el pequeño continuaba berreando con todas sus fuerzas.
—Tómalo —rogó la mujer—. ¿Es hombre? —preguntó con visible interés.
—Es hombre —confirmó Juvenal, impregnado de felicidad.
Y el río mismo parecía repetir en su canción monótona las palabras del padre: "Es hombre, es hombre, es hombre".
Pero la felicidad no es flor que dure mucho. Los pobres, los desamparados, apenas la conocen se les escapa de las manos. Empezaba la prima­vera cuando apareció en el marco de la puerta del rancho un hombre uniformado, armado de carabina, que inspeccionaba todo con ojos in­quisidores y malignos. La mujer, al verlo, tuvo un sobresalto. Abandonó al pequeño en el cajón que le servía de cuna y se dispuso a contestar las preguntas del hombre uniformado.
—Buenas tardes, señora. ¿No está su marido?
—No, señor. No está.
—Vive bien escondido, ¿no? Me costó encontrar el domicilio. Le traigo una citación para que comparezca al Juzgado de Policía Local ma­ñana a las diez en punto.
La mujer, muda y desconcertada, recibió el papel que le alargaba el uniformado, inquiriendo con voz temblorosa:
—¿Y por qué lo citan?
—Porque no ha sacado permiso como vende­dor ambulante y no tiene patente para su nego­cio.
—¿Qué negocio, señor?
—¿Qué negocio? Fabricación de canastos y ob­jetos de mimbre, pues, señora. ¿No trabaja en eso su marido? ¿Y esos canastos no son para vender­los?
La mujer quedó perpleja. Ignoraba las leyes y reglamentos y parecíale que aquello de trabajar sin permiso sería una falta grave. Por eso trató de sonreír para disimular su turbación. En ese momento llegó Juvenal. Al ver al hombre unifor­mado supuso de qué se trataba. Sin alterarse, acu­diendo a su experiencia, adoptó una actitud de confianza en sí mismo.
—Qué dice, mi cabo —saludó casi con alegría, como si viera a un viejo conocido.
—Buenas tardes. Le traigo una citación.
—Buen regalito me trae. Pero le voy a dar un regalito mejor, mi cabo. Por ahí tengo unos sal­moncitos para que se los coma al almuerzo.
El uniformado cambió su hosca actitud por una amplia sonrisa que le iluminó la cara roja como un rayo de sol horada un cielo amenazan­te. Aceptó el regalo y se despidió cortésmente, prometiendo que todo saldría bien. No lo denunciaría ni delataría su domicilio. Sabía, también, ser agradecido con los amigos.
Cuando el carabinero se alejaba, Juvenal lo indicó con un gesto de su boca voluntariosa:
—Este ya no me molesta más; pero pa estar en la buena con ellos tendría que sacarle todos los salmones al río. Que se jodan. Mañana saco el permiso.
Pero Juvenal no contaba con la tenacidad de los uniformados. Quince días más tarde de lo ocurrido apareció el cabo acompañado de un ca­rabinero. Ambos venían montados. Juvenal los vio avanzar de lejos, advertido por el roce de los sables y de los cascos de los caballos sobre las piedras. Al llegar frente al rancho, el cabo pre­guntó con voz de trueno:
—¿No vive nadie en esta casa?
—Sí, señor. Aquí vivo yo.
—Ah. Aquí vivís vos. ¿Y cuánto pagas de arrien­do por este rancho, vamos a ver?
La pregunta lo pilló de sorpresa. Juvenal pen­saba que venían nuevamente por los papeles que guardaba en su bolsillo y ahora comprendía lo que deseaban.
—A vos te pregunto, carajo. ¿Cuánto pagas de arriendo al fisco por este rancho? ¿No sabes que todos estos terrenos son fiscales y que es prohibido tomar hasta un puñado de arena de la ori­lla de los ríos?
—No sé nada de eso.
—Ahora lo sabes. Y aquí hay una orden de desalojo. Léela, si sabes leer. Tenís tres días de plazo para dejar el rancho.
—El rancho no lo dejo porque es mío. Yo mis­mo lo edifiqué con estas propias manos. El terre­no será del fisco, como usté dice, pero el rancho es mío.
—Ni una lata vas a sacar de aquí, carajo. Har­to tiempo habís vivido de balde. Tres días de pla­zo tenís para llevarte tus porquerías. Y para pes­car salmones en el río tenís que tener carnet de pesca.
Cuando quedaron solos, marido y mujer se miraron desolados. Nunca se imaginaron que su vida a la orilla del río fuera a tener aquel desen­lace.
—Es mejor que nos vamos a la buena, Juvenal. Estos pacos son muy perros. Lo que puede pasar es que nos maten a los dos y dejen "huacho" a Pelluco. Es mejor que nos vamos por la buena.
El río seguía cantando. Empezaba un nuevo verano y los deshielos le daban un aspecto ame­nazador, rugiente, poderoso, como un potro des­bocado, saltando entre las piedras, huyendo ha­cia la distancia oculta en el horizonte para hundirse en el Pacífico. Y Juvenal, al mirarlo, sintió pena. Ese río, el Aconcagua, lo había alimentado. Allí, a su ribera, había anclado su vida andariega y levantado aquel rancho humilde que llenó de amor. Y allí también había nacido su hijo y co­nocido la tranquilidad de las veladas a la orilla del brasero mientras el viento bramaba sobre el campo para hundirse en las nieves del cerro Mocoen que cerraba el horizonte. Y ahora, por una simple orden, debía abandonarlo todo. Des­pués de largo silencio, comunicó su resolución a su mujer sumisa:
—Mañana nos vamos pa'l pueblo, Allá me ins­talo con un negocio de mimbres.
Elena, feliz de ver el optimismo de su hombre, durmió aquella noche profundamente y soñó que el Aconcagua se llenaba de peces que recogían con las manos, sin necesidad de anzuelos, y que su hijo, Pelluco, andaba por todas partes, acom­pañándolos en sus faenas.
Al amanecer del tercer día, Juvenal se entregó a la tarea de cargar sus trastos en un pequeño carretón de mano. Pronto estuvieron listos para la partida. Pelluco, malhumorado por la madru­gada, rezongaba abrazando el cuello de su madre. Y emprendieron la marcha hacia el pueblo, silen­ciosos, mascullando sus pensamientos, con la es­peranza en el fondo de sus corazones proletarios. En ese momento el sol inundó a la tierra con su rubia presencia, emergiendo detrás de los altos picachos de la cordillera. Y el río, herido por su resplandor, era un inmenso canto a la vida frente al umbral de un nuevo día.


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