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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO EL DERRUMBE (por Gonzalo Drago)
Por el angosto túnel de la mina avanzaban los hombres del segundo turno, haciendo oscilar sus lámparas encendidas, que semejaban una extraña danza de estrellas juguetonas. Los mineros cami­naban en silencio. Sumergidos en la penumbra, ape­nas podían distinguirse sus facciones soñolientas y malhumoradas, en las que los ojos tenían extraños reflejos metálicos, al atrapar en sus pupilas el ful­gor tembloroso de sus lámparas. A intervalos un sonoro bostezo los hacía levantar la cabeza y en­tonces algunos aventuraban un chiste que era aco­gido con indiferencia. Todos miraban hacia la tie­rra. Dentro de la mina no se puede andar distraído y los obreros lo saben muy bien. Las galerías negras y húmedas están siempre al acecho de una víctima, como un insaciable monstruo devorador de hom­bres, inmutable en su actitud de piedra. Algunas veces parece que estuviera ahíta; pasa el tiempo, se suceden los días y las noches, esa relativa división del tiempo que no rige dentro de la perpetua som­bra de la mina, y no sucede una desgracia. Los obre­ros se muestran alarmados, temerosos de aquella calma agresiva. Les parece de mal augurio que no ocurra un accidente durante mucho tiempo, y sin decirlo temen el zarpazo del monstruo devorador.
Instalada cada cuadrilla en sus respectivos secto­res, se dio comienzo a la tarea. Estallaron los dina­mitazos dentro de los buzones, trepidaron las per­foradoras eléctricas, y los carreros, encorvados y con los músculos en tensión, empujan las vagonetas cargadas de mineral para vaciarlas en las "buitras".
Con la llegada del verano empezaba la época del deshielo, impregnando de agua la montaña que se filtraba por entre el maderamen de la techumbre. Las gotas se escurrían de las vigas para caer sobre los obreros haciendo brillar sus cascos de seguridad y resbalando por sus ropas impermeables. Algunos tosían. Eran toses roncas y fatales que se diluían entre el trepidar de las perforadoras.
—Empezó el invierno— gruñó un muchacho magro frotándose las manos para espantar el frío.
A medida que la faena avanzaba iban sintiendo en sus organismos la reacción que les procuraba el tra­bajo contra la baja temperatura, y empezaron a sol­tar la lengua.
—¡Chitas que hay pega! exclamó un carrero mientras vaciaba su vagoneta en la voraz boca de la buitra.
—¿Creís que durará mucho tiempo? preguntó con desconfianza un obrero rudo y canijo que co­nocía la inestabilidad de aquellos resurgimientos pe­riódicos.
—¿Por qué no? preguntó el otro a su vez, irri­tado por la desconfianza de su camarada.
No podía admitir que se repitiera una nueva supresión de per­sonal. Casi todas las disputas empezaban por ese tema. A la mayoría les irritaba pensar que cualquier día podían darles el "arreglo" para que se marcha­ran, y como no encontraban con quien desahogar su mal humor, se querellaban entre ellos con nutri­das injurias y amenazas.
El hombre canijo volvió a hablar.
—¿Creís que esto durará toda la vida? Ya sé lo que digo, amigazo. Me han cortado cinco veces por reducción del personal, y eso que conozco la pega y no le quito el hombro. Me he hecho hombre en la mina y vos que sois un pobre diablo que llegas­te ayer, te creís más seguro que nadie.
El aludido enrojeció de cólera. Colgó su lámpara en el carro y se enfrentó a su adversario.
—¿Ah, sí? ¿Con que soy un pobre diablo? Aho­ra lo vamos a ver.
—Una palabra más y los suspendo a los dos— bramó el capataz que había observado la disputa mudo y torvo, sin que se modificara un rasgo de su rostro agrietado y chato, de innegable ascendencia araucana. Dio un violento empujón al muchacho que mascullaba injurias y luego la tarea continuó monótona y lánguida entre resoplidos de esfuerzo y cansancio, bajo la vigilancia delatora del capataz. En una estocada cercana bramó la voz de alarma:
—¡Está corriendo! ¡Hay fuego!
Algunos mineros corrieron a refugiarse. Al es­tallar el tiro algunas lámparas se apagaron con la vibración del aire, dando pretexto a sus dueños para mascullar injurias torpes y groseras, como estériles frutas de rebeldía. Aquellas escenas eran la única válvula de escape para sus naturalezas bravías y vi­riles, exaltada por la ausencia de hembras. La mayoría de los obreros de la cuadrilla eran solteros y vivían en dormitorios colectivos. La vida monóto­na les volvía irascibles, pero lo que más les exaspe­raba era la falta de licor. Acostumbrados a embria­garse de continuo antes de entrar a la mina, su or­ganismo les exigía imperiosamente la dosis de alco­hol cotidiana para calmar sus nervios excitados.
—Para la pascua voy a bajar a Rancagua— re­zongó un buzonero joven— como si pensara en voz alta.
—Yo también— apoyó el escéptico— si no me cortan antes.
—Quiero pasar la pascua con mis viejos— siguió el buzonero hablando consigo mismo. Nunca la he pasado aquí, Y se quedó mirando el techo lagrimeante de la mina.
—Niñito regalón— comentó un dipsómano con maligna ironía.
Algunos rieron. Sus risas sonaban apagadas, hue­cas, frías. Luego apuraron la faena, como si así se sintieran más cerca de la fecha que esperaban. Re­pentinamente se escuchó un gruñido a la sordina, dando la voz de alarma.
—Guarda. Cuidado.
Todos enmudecieron. El capataz, que había es­cuchado tranquilamente los comentarios, se inquie­tó como si lo hubiera picado un bicho venenoso.
—¡Más trabajo, niños! azuzó a los obreros con voz destemplada que quería hacer aparecer coléri­ca. Los carros rechinaban en los rieles y los buzones se descargaban con ruido ensordecedor, mientras los hombres excitados por la presencia de un amo y por los sordos gruñidos del capataz, empezaban a transpirar con el esfuerzo continuado, mezclando el hedor acre de sus cuerpos con el áspero olor de la pólvora quemada.
El recién llegado era Mr. Baxter, el ingeniero de seguridad que hacía sus cotidianas visitas de ins­pección. Alto, delgado, rubio, con la pipa humean­te entre los labios, Mr. Baxter hacía ocho años que recorría los diferentes niveles de la mina velando por la seguridad de todos. Sus ojos profundamente azules se habían habituado a percibir cualquier de­talle en la penumbra y sabía descubrir a tiempo los indicios de peligro. Siempre andaba solo. Enrojecía de cólera cuando le daban cuenta de un accidente dentro de la mina y entonces descargaba su mal hu­mor contra todos los que le rodeaban. Rudo y au­toritario con sus subalternos, sentía un íntimo desprecio por los obreros que desempeñaban las tareas más bajas de la mina. Huraño, mudo, se detuvo hu­roneando con un perceptible gesto de desagrado los rincones del techo y los gruesos puntales que resis­tían la formidable presión del cerro. En seguida se informó de la fecha de la última reparación efectua­da. El capataz mintió por ignorancia. Medroso y solícito, sonreía cobardemente al amo que lo inte­rrogaba con repugnancia.
—Desde el próximo turno empezaremos a en­maderar la galería. Hay que cambiarlo todo, ¿en­tendido?
—Sí, señor.
Los obreros lo observaban de reojo. Sus pupilas sedientas de justicia despedían extraños fulgores con el reflejo de sus lámparas. Sentían hacia el grin­go un odio sordo que delataban sus miradas torvas y torcidas. Pero nadie se había rebelado abierta­mente, aun cuando Mr. Baxter llegó en una ocasión a blandir su bastón de hierro sobre la cabeza de un obrero que no supo entender a tiempo una adver­tencia inesperada. Le temían. Había mineros rudos, valientes y fuertes, capaces de aporrear a dos hom­bres iguales al ingeniero, pero jamás tenían un gesto de rebeldía delante de un superior. Un extraño te­mor les sellaba la boca y les inmovilizaba los pu­ños endurecidos por el trabajo.
—¡Gringo de mierda! murmuraban algunos a sus espaldas, cuando tenían la certeza de que no los podía oír. Era un desahogo tardío e inofensivo por el desprecio y las ofensas recibidas.
Mr. Baxter, después de examinar cuidadosamen­te la techumbre, se alejó apresurado, solo, con paso elástico de atleta, hundiendo sus gruesas botas en el fango, desapareciendo en un meandro de la galería con la seguridad del hombre que conoce hasta el úl­timo rincón de su residencia. La mina no tenía se­cretos para el ingeniero. Subía por los piques ver­ticales con la seguridad de un mono, aferrado a las escalerillas de fierro o se arrastraba encorvado en los estrechos pasillos que comunicaban a los niveles abandonados. Su celo profesional había salvado muchas vidas. Tal vez algunos de los que le odia­ban podían seguir sustentando su odio por la previsión del ingeniero. Los derrumbes, frecuentes en todas las minas, casi no se conocían en los niveles a su cargo. Aquello era el mayor orgullo de Mr. Bax­ter. El mayor y el único.
El capataz estaba inquieto. La cercanía de su amo lo ponía violento con los obreros y esperaba la ocasión propicia para imponer su autoridad. Su alma plebeya no conocía la piedad. Había llegado a capataz trepando por el cordaje sucio de las intri­gas y la delación, y su egoísmo feroz lo hacía exce­derse en sus atribuciones para cimentar su prestigio ante sus amos.
—Mañana empezamos a enmaderar— rezongó mirando al techo de la mina. Ya lo saben todos. En este pedazo va a trabajar la cuadrilla de enmaderadores, así que se va a paralizar la explotación.
Los obreros alzaron la cabeza con desaliento. Eso significaba que ellos no trabajarían y por lo tanto no percibirían sus salarios. Algunos murmullos sor­dos acogieron la noticia del capataz y la faena con­tinuó lánguida y desganada. El desaliento se metía entre los músculos y amargaba la sangre de los mi­neros que maldecían su suerte de explotados.
—¿No les gustó la noticia?, masculló con sorna el capataz, mostrando sus dientes podridos.
Le respondió un dinamitazo que hizo estremecer el techo de la mina. Algunas partículas de barro se desprendieron de las vigas que crujieron percepti­blemente sobre la cabeza del capataz. Éste, alarma­do, escrutó los maderos húmedos y goteantes con nerviosa insistencia. Luego se tranquilizó. No ha­bía ni la más leve señal de astillas y las vigas per­manecían ligeramente curvadas en su centro, lo que no era indicio de peligro inminente.
Los obreros continuaban la labor con sorda irri­tación. Para ellos los días domingos, feriados, casti­gos y paralizaciones forzosas por cualquier motivo, significaban un día menos de salario. Por eso el ca­pataz se complacía en mortificarlos para vengarse de sus humillaciones pretéritas, cuando él era un simple minero a las órdenes de otro capataz déspo­ta e inhumano. Sonreía en su interior con maligna alegría cuando lo alarmó un nuevo crujimiento pre­cedido por un dinamitazo. Esta vez sintió que se le helaba la sangre cobarde y rastrera. Mudo, temblo­roso, presentía el peligro que se cernía sobre todos pero no quiso participar sus temores para evitar la responsabilidad que le correspondía en los trabajos de enmaderación. Largo rato permaneció con la mi­rada fija en la techumbre, tratando de advertir el peligro que los amenazaba, Pero sus ojos torpes na­da veían. Sólo las vigas permanecían ligeramente curvadas como una muda advertencia.
Mientras tanto el tiempo se arrastraba lentamente sobre las espaldas curvas de los hombres que em­pujaban las vagonetas o taladraban el cerro para encender la dinamita.
—Para la pascua me voy a Rancagua— repitió el buzonero en voz alta, obedeciendo a sus pensa­mientos que giraban sobre una idea fija. Su vecino lo miró sin extrañeza y se encogió de hombros. Luego masculló entre dientes.
—Siempre lo mismo. La mina y Rancagua. Ran­cagua y la mina. ¡Pueblo desgraciado!
Para él, Rancagua significaba tabernas, prostí­bulos, borracheras espantosas y pendencias en las que siempre sacaba la peor parte. Cuando bajaba a la ciudad después de varios meses de trabajo con­tinuo y penosa continencia, con los bolsillos bien provistos de billetes ahorrados a fuerza de privacio­nes penosas, se prometía a sí mismo divertirse ho­nestamente y aprovechar su dinero. Pero apenas descendía del tren se sentía acometido de una extra­ña ansia de tomar el desquite por los largos meses de reclusión en el ergástulo de la mina. Se sentía libre y dueño de sus actos. La zona seca en el mi­neral no hacía sino exacerbar sus ansias de beber y embriagarse. Entraba a un bar y empezaba a vaciar botellas hasta que sus firmes piernas se negaban a sostenerlo. Después lo cogían los prostíbulos de la calle Gamero y sus ahorros quedaban entre las ga­rras de las rameras y taberneros de aquel barrio de vicio. A casi todos les pasaba lo mismo. Descono­cían la eutrapelia. Volvían a la mina abatidos, en­fermos, renegando de la ciudad succionadora de pesos y maldiciendo a sus prostitutas nauseabundas y a los amigos fortuitos y desvergonzados. Pero el malestar se disipaba pronto y con los deseos insatis­fechos volvían los recuerdos y la nostalgia de las orgías y de las mujeres desnudas que los habían acogido en sus lechos prostituidos. Y entonces Rancagua volvía a ser para sus imaginaciones afiebra­das, el oasis que los haría olvidar la desesperante monotonía de la mina.
El cansancio había inmovilizado a las lenguas. En el turno de amanecer algunos ojos se cerraban por el sueño y las manos torpes obedecían mecáni­camente a la costumbre de ejecutar la faena.
Nadie advertía los frecuentes crujidos de la te­chumbre. El capataz lo sabía, pero evitaba dar la alarma, esperando que nada pasaría. Los carros de mineral nativo seguían vaciándose en las "buitras" y los dinamitazos continuaban horadando a la montaña para arrancarle su riqueza. Los obreros malhumorados pensaban en el término de su turno para estirar sus miembros adoloridos sobre los jer­gones de sus camarotes.
De improviso, como si una mano inmensa hu­biera apretado a la montaña, se hundió la techum­bre con un formidable fragor de vigas rotas y de rocas que se derrumban. Nadie alcanzó a huir. El derrumbe sepultó a las dos cuadrillas que ocupaban el sector. Y entonces, después de largos años de ac­tividad, reinó un silencio absoluto, trágico y despia­dado en aquel pedazo de la mina. Debajo de los es­combros, inmóviles y horribles, estaban los veinte hombres sepultados con sus esperanzas.

Cuento "El Derrumbe" del libro: "Cuentos mineros"


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