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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO EL AHORCADO DE LA PIROCHE (por Alexandre Dumas (hijo))
¿Conocéis acaso La Piroche?
No. Ni yo tampoco. Así es que no temáis que abuse de mi ciencia para haceros una descripción, y sobre todo porque —dicho sea entre nosotros— las descripciones son muy aburridas. Esto a menos que no se trate de las selvas vírgenes de América como en Cooper, o del Missisipí como en Chateaubriand, es decir, de países que no están al alcance de la mano, y para los cuales la imaginación necesita la ayuda de los viajeros poetas que los han visitado a fin de poder representárselos mejor en todo su detalle. En general, las descripciones no sirven de gran cosa sino es para que el lector se las salte. Aunque la literatura tenga la triple ventaja sobre la pintura, la escultura y la música de poder hacer por sí sola un cuadro con un epíteto, una estatua con una frase, una melodía con una página, no está bien que abuse de este privilegio y hay que dejar a las artes especiales el derecho de su especialidad. Confieso, pues, por mi parte y, salvo mejor opinión, que, cuando me encuentro en el caso de tener que describir un país que todo el mundo puede haber visto o que todo el mundo puede ver, sea porque esté próximo, sea porque no difiera gran cosa del nuestro, prefiero dejar al lector el placer de recordarlo, si lo ha visto, o de figurárselo si no lo conoce todavía. Al lector le gusta que se le deje su parte creadora en la obra que está leyendo; esto le halaga y le lleva a creer que también podría hacer el resto. Adular a los lectores presenta también sus ventajas. Además todo el mundo sabe lo que es el mar, una llanura, un bosque, una puesta de sol, un efecto de luna, una tormenta. ¿Para qué ponerse pesado con estas cosas? Vale más trazar el paisaje de una sola pincelada como Rubens o Delacroix, dicho sea sin ánimo de establecer comparaciones, y guardar el valor de nuestra paleta para los personajes a los que queremos dar vida. Por más que emborronemos páginas enteras con descripciones, jamás daremos al lector una impresión igual a la que experimenta el más ingenuo burgués que se pasea un bello día de abril por el bosque de Vincennes, o la más ignorante muchacha que, en junio, atraviesa a las once de la noche y del brazo de su novio, las avenidas sombrías del bosque de Romainville o del parque de Enghien.
Todos tenemos en el espíritu y en el corazón una galería de paisajes hechos de nuestros recuerdos, que pueden servir de fondo a todas las historias del mundo. Basta decir una palabra: día o noche, invierno o primavera, tempestad o calma, espesura o descampado, para que en seguida podamos evocar el paisaje más completo.
Sólo he de decir, por lo tanto, que en el momento en que comienza la historia que voy a referiros luce el sol en mediodía, que estamos en mayo, que el camino por el cual vamos a entrar está bordeado a la derecha por unos setos vivos y a la izquierda por el mar; esto os basta para saber lo que no os digo, es decir, que los setos son verdes, que el mar murmura, que el cielo está azul, que el sol aprieta y que la carretera está llena de polvo.
Sólo tendré que añadir que esta carretera se desliza a lo largo de la costa normanda y que va desde La Poterie a La Piroche, que La Piroche es una aldea que no conozco, pero que debe ser como todas las demás, que la acción se desarrolla en pleno siglo XV, justamente en 1448, y que dos hombres uno de mas edad que otro, el uno padre del otro, campesinos ambos, siguen esta carretera montados en sendos jamelgos que van trotando a un paso bastante aceptable teniendo en cuenta que se trata de jamelgos que llevan encima a campesinos.
—¿Llegaremos a tiempo? —preguntaba el hijo.
—Sí —respondía el padre—, no es hasta las dos y por la posición del sol, podemos deducir que son ahora las doce y cuarto.
—Es que tengo curiosidad por verlo.
—Sí que lo creo.
—¿De modo que lo ahorcarán con la armadura que ha robado?
—Sí.
—¿Y cómo diablo puede uno tener la idea de robar una armadura?
—Lo difícil de tener no es la idea.
—Es la armadura —atajó el hijo, que quería participar por mitad en el chiste de su padre.
—¿Y era una buena armadura?
—Dicen que magnífica, toda repujada de oro.
—¿Entonces lo han cogido cuando se la llevaba?
—Sí. Puedes comprender que la armadura no se dejaba robar sin armar un estrépito de mil demonios, no quería abandonar a su verdadero amo.
—Y además que era de acero.
—El ruido que producía despertó a la gente del castillo.
—Y echaron mano al ladrón.
—No así como así. Primero han comenzado por sentir miedo.
—Naturalmente, las gentes robadas siempre empiezan por tener miedo cuando están en presencia de los ladrones, sin lo cual no le quedaría ninguna ventaja al ladrón.
—Ni experimentaría ninguna emoción la víctima. Pero esas buenas gentes no creían habérselas con un ladrón.
—¿Pues entonces con quién?
—Con un fantasma. Este desdichado es un hombre muy fuerte y llevaba la armadura agarrada por delante de su cuerpo, manteniendo la cintura de la misma a la altura de la cabeza. De ese modo, cuando avanzaba por el pasillo, parecía un gigante. Une a eso un ruido sordo que el granuja iba haciendo detrás del armatoste y podrás figurarte el espanto de los criados. Desgraciadamente para el ladrón la servidumbre se fue a despertar al señor de La Piroche que no tiene miedo ni a vivos ni a muertos y que él solo ha detenido sencillamente al randa y lo ha entregado, atado de pies y manos, a su propia justicia.
—Y su propia justicia...
—Lo ha condenado a ser ahorcado revestido de la armadura en cuestión.
—¿Y por qué han puesto esta cláusula en la condena?
—¡Ah! Porque el señor de La Piroche no sólo es un valeroso capitán, sino al mismo tiempo un hombre de buen sentido e ingenioso que quiere sacar de esta justa condena ejemplo para los demás y provecho para sí mismo. Ya sabes que dicen que lo que ha estado en contacto con un ahorcado se vuelve un talismán para el que lo posee. El señor de La Piroche ha dado orden de poner al delincuente la tal armadura para recogerla después de su muerte y contar así con un precioso talismán en nuestras próximas guerras.
—Pues ciertamente tiene ingenio.
—Ya lo creo.
—Vamos a darnos un poco de prisa entonces porque no quiero perderme el espectáculo de ver ahorcar a ese desgraciado.
—¡Bah! Tenemos mucho tiempo. No hay necesidad de cansar a las caballerías; no vamos a quedarnos en La Piroche, tenemos que ir una legua más allá y volver a La Poterie.
—Sí, pero como no volveremos hasta por la noche, nuestros caballos podrán descansar cinco o seis horas.
Padre e hijo continuaron su camino sin dejar de hablar y media hora más tarde llegaban a La Piroche. Tal y como había dicho el padre, llegaron a tiempo. ¿Tendrán siempre los padres el privilegio de llevar razón?
Había una gran concurrencia en la vasta plaza frente al castillo, pues allí era donde se había levantado el patíbulo: una preciosa horca, a fe mía, de soberbia madera de encina, poco alta, es verdad, pues era para un vil y oscuro criminal, pero bastante alta sin embargo, para que la muerte pudiera desarrollar su trabajo entre el suelo y el extremo de la cuerda, la cual se enroscaba con el viento fresco del mar como una anguila colgada por la cola.
El condenado estaba seguro de contar con un hermoso panorama en el momento de su muerte, pues iba a morir con la cara vuelta hacia el océano. Tanto mejor si esta vista podía servirle de consuelo, pero por mi parte lo dudo mucho. Sin embargo, el mar estaba azul y de vez en cuando entre el azul del cielo y del mar se deslizaba por el horizonte una vela blanca, como si fuera un ángel dirigiéndose a Dios, cuyo largo vestido tocase aún el mundo que abandonaba.
Los dos compañeros se acercaron cuanto les fue posible al patíbulo para no perder detalle de lo que iba a ocurrir; luego esperaron como todo el mundo. Llevaban la ventaja sobre los demás de que estaban montados a caballo y podían ver mejor sin cansarse tanto, La espera no fue larga. A las dos menos cuarto se abrió la puerta del castillo y apareció el condenado precedido de la guardia del señor de La Piroche y seguido del ejecutor de la justicia. El ladrón venía revestido de la armadura robada y montado al revés en un burro sin ensillar. Llevaba la visera baja y la cabeza también. Le habían atado las manos a la espalda y, si queréis saber lo que opinamos de él, diremos sin duda alguna que, a juzgar por su aspecto ya que no por su rostro que no se le veía, debía de encontrarse muy a disgusto y estar haciendo en aquel momento las más tristes reflexiones.
Lo llevaron junto al patíbulo y ante el reo comenzó a dibujarse sobre el azul celeste un cuadro muy poco agradable. El verdugo acababa de arrimar su escalera a la horca y el capellán del señor de La Piroche, subido en un estrado preparado al efecto, daba lectura al proceso. El condenado no se movía. Hubiérase dicho que les había gastado a los espectadores la broma de morirse antes de ser colgado. Le ordenaron a voces que se apease del asno y se pusiera en manos del verdugo. Continuó sin moverse. Comprendemos fácilmente su indecisión. Entonces el verdugo lo cogió por los codos, lo bajó del burro y lo colocó de pie en el suelo. ¡Vaya mocetón el tal verdugo! Al decir que lo puso de pie en el suelo no mentimos; pero sí mentiríamos si dijésemos que se quedó tal y como lo habían puesto, pues en dos minutos, había recorrido los dos tercios del alfabeto lo que en lengua vulgar quiere decir que en vez de permanecer derecho como una I había terminado en zig-zag como una Z.
Durante ese tiempo el capellán había terminado de leer la sentencia.
—¿Tienes algo que pedir? —preguntó al paciente.
—Sí —respondió el desgraciado con una voz triste y velada.
—¿Qué es lo que quieres?
—Quiero mi indulto.
No sé si la palabra farsante se había inventado ya en aquel tiempo, pero la ocasión de inventarla y de decirla fue entonces o nunca.
El señor de La Piroche se encogió de hombros y ordenó al verdugo que pusiese manos a la obra. Este se dispuso a subir por la escalera apoyada al patíbulo, que impasiblemente y con toda su fuerza iba a separar un alma de su cuerpo, y trató de hacer subir al reo delante de él lo que no era tarea fácil, pues no se querrá creer la serie de dificultades que ponen en general para morir todos los condenados.
El verdugo y este que nos ocupa parecían deshacerse en cumplidos a ver cuál pasaba primero. El ejecutor de la justicia tuvo que recurrir, para hacerle subir piula escalera, al medio que había ya empleado para hacerlo apear del jumento; lo cogió en vilo por la mitad del cuerpo, lo colocó en el tercer escalón y se puso u empujarlo de abajo arriba.
—¡Bravo! —gritó la multitud.
No hubo más remedio que subir. Entonces el verdugo diestramente pasó alrededor del cuello del paciente el nudo corredizo que ornaba el extremo de la cuerda y dándole un vigoroso puntapié en la espalda lo lanzó al espacio que se parecía mucho a la eternidad. Un inmenso clamor acogió este desenlace previsto y un estremecimiento corrió por la multitud. Por grande que sea el crimen que haya cometido, un hombre que muere está siempre, al menos durante un instante, por encima de los que lo ven morir. El ahorcado se balanceó dos o tres minutos en la punta de la cuerda. Como tenía derecho a hacerlo, pataleó, se retorció y después se quedó tieso e inmóvil. La Z había vuelto a convertirse en una I.
La gente miró todavía unos momentos al paciente cuya armadura dorada brillaba al sol. Luego los espectadores se dividieron en grupos y tomaron el camino de sus casas hablando del acontecimiento.
—¡Puah!, la cochina muerte —decía el hijo del campesino que reanudó su camino con el padre.
—A fe mía que ser ahorcado por no haber podido robar una armadura resulta un poco caro ¿no te parece?
—Yo me pregunto qué le hubieran hecho si por fin se hubiese llevado la armadura.
—No le hubieran hecho nada, pues si por fin hubiera podido robar la armadura, habría escapado del castillo y es probable que entonces no hubiese vuelto a que lo prendieran.
—De ese modo resulta más castigado por un delito que no ha cometido que si realmente lo hubiera cometido.
—Sí, pero tenía la intención de cometerlo.
—Y con la intención basta...
—Es de perfecta justicia.
—En todo caso no es un plato de gusto verlo.
Y como hubiesen llegado a un altozano, los dos caminantes se volvieron para contemplar por última vez la silueta del desdichado.
Veinte minutos después llegaban al pueblecito donde, que Dios me perdone, tenían que cobrar cierta cantidad y de donde deberían salir anochecido para estar de regreso en casa la misma noche.
Al amanecer del siguiente día, dos soldados salieron de castillo do La Piroche para ir a descolgar el cadáver del ahorcado del que debían retirar la armadura de su señor; pero se encontraron con algo que ni por lo más remoto se esperaban: la horca y la cuerda estaban en su sitio, mas el ahorcado no se encontraba allí. Ambos soldados, creyendo soñar, se frotaron los ojos; pero el hecho era una realidad: el ahorcado había desaparecido y con él la armadura. Y lo más extraordinario es que la cuerda no estaba rota ni acortada, sino que se hallaba justamente en el mismo estado de antes de recibir al reo.
Los dos soldados fueron a anunciar el acontecimiento al señor de La Piroche, pero éste no quiso darles crédito y decidió convencerse por sus propios ojos de la veracidad del hecho. Era un señor tan poderoso que estaba seguro de que, yendo él, el ajusticiado tendría que encontrarse en su sitio; sin embargo, no pudo ver más que lo que ya habían visto los demás. ¿Qué había sido del muerto? Pues no cabía duda de que la víspera el ajusticiado había quedado bien muerto ante los ojos de todo el pueblo. ¿Acaso otro ladrón había aprovechado la oscuridad de la noche para apoderarse de la armadura? Pudiera ser que fuera así; pero, al coger la armadura, hubiera sin duda dejado el cadáver que no le servía para nada.
¿Tal vez los amigos o los parientes del muerto habían querido darle una sepultura cristiana? Semejante suposición no era descabellada, pero el delincuente no tenía amigos ni familiares y por otro lado, de haber existido unas gentes de tan religiosos sentimientos, se hubieran limitado a recoger el cadáver dejando la armadura. Por lo tanto, tampoco parecía acertado creer esto. ¿Qué había que creer entonces?
El señor de La Piroche estaba desolado por la pérdida de la armadura. Mandó publicar la promesa de una recompensa de diez escudos de oro al que entregase al culpable vestido como lo estaba en el momento de morir. Se registró casa por casa y no se encontró nada. Tampoco acudió nadie a presentarse.
Hízose venir a un sabio de la ciudad de Rennes y se le planteó esta cuestión:
—¿Cómo un ahorcado muerto ha podido hacer para soltarse de la cuerda que lo tiene suspendido en el aire?
El sabio pidió ocho días para reflexionar, al cabo de los cuales respondió sin vacilaciones.
—No ha podido soltarse.
Entonces se le planteó esta segunda cuestión:
—Un ladrón que no ha podido robar cuando estaba vivo y que ha sido condenado a muerte por robo ¿puede robar después de su muerte?
El sabio respondió que sí. Al preguntársele cómo podía haber ocurrido de esta manera, respondió que no lo sabía. Era el sabio más grande de su época.
El sabio se marchó y las gentes se contentaron con la creencia —pues era la época de las brujerías— de que el ladrón era brujo. Entonces se mandaron decir misas para conjurar a este mal espíritu que sin duda alguna iba a vengarse del señor que había ordenado su muerte y de los que habían venido a verle morir.
Transcurrió un mes en pesquisas infructuosas. La horca continuaba siempre en su sitio, humillada, triste y despreciada. Jamás otra horca había cometido semejante abuso de confianza. El señor de La Piroche seguía pidiendo su armadura a los hombres, a Dios y al diablo... Pero nada. Finalmente, iba sin ningún género de dudas, a resignarse, cuando un buen día por la mañana, al despertar, oyó mucho ruido en la plaza donde la ejecución había tenido lugar. Ya se preparaba a informarse de lo que ocurría, cuando su capellán entró en la habitación.
—Monseñor —le dijo—, ¿sabéis lo que sucede?
—No, pero voy a preguntároslo.
—Os lo diré.
—¿Qué ocurre?
—¡Un milagro de Dios!
—¿De veras?
—El ahorcado está allí.
—¿Dónde?
—En la horca.
—¿Ahorcado?
—Sí, monseñor.
—¿Con su armadura?
—Con vuestra armadura.
—Justo es decirlo así puesto que es mía. ¿Y está muerto?
—Perfectamente muerto. Solamente...
—¿Solamente qué?
—¿Tenía espuelas cuando lo han colgado?
—No.
—Pues bien, señor, ahora las tiene y en lugar de haberse puesto el casco, lo ha depositado cuidadosamente al pie de la horca y se encuentra ahorcado con la cabeza descubierta.
—Vamos a verlo, señor capellán, vamos a ver pronto todo eso.
El señor de La Piroche corrió a la plaza que estaba llena de curiosos. El cuello del ejecutado estaba otra vez en el nudo corredizo, el cuerpo estaba a continuación del cuello y la armadura estaba ciertamente cubriendo el cuerpo. Era prodigioso. Diríase que era un milagro.
—Se ha arrepentido y ha vuelto a ahorcarse —decía el uno.
—Siempre ha estado ahí —decía el otro—; únicamente era que nosotros no lo veíamos.
—Pero ¿por qué tiene espuelas? —preguntaba un tercero.
—Sin duda porque viene de lejos y ha querido volver pronto.
—Lo que yo digo es que, ni de lejos ni de cerca, a mí no me hubieran hecho falta las espuelas, porque no hubiera vuelto.
Y las gentes discutían entre bromas y veras y miraban la espantosa mueca que hacía el muerto. En cuanto al señor de La Piroche no pensaba más que en asegurarse de que el ladrón estaba bien muerto y en recobrar su armadura.
Se descolgó el cadáver, se le despojó y, después de despojado, se le volvió a colgar. Los cuervos se aplicaron de tal modo en sus carnes que a los dos días estaba completamente desgarrado, a los ocho era un verdadero pingajo y a los quince no se parecía ya a nada. Si se parecía a algo era a esos ahorcados que dibujábamos cuando íbamos al colegio en la primera página de nuestros libros, debajo de los cuales escribíamos esta cuarteta medio latina:
«Aspice» Pierrot ahorcado
«Qui hunc librum» no ha devuelto
«Si hunc librum reddidisset»
Pierrot ahorcado «non fuisset.»
Pero ¿qué había podido acontecer que después de ahorcado se escapara y que después de haberse escapado se hubiera vuelto a ahorcar?
Vamos a daros las tres versiones que nos han facilitado:
Un encantador discípulo de Merlín, declaró que, en el momento de morir, el paciente había tenido la voluntad de desaparecer y había podido absorber su cuerpo en su voluntad. Siendo la voluntad una cosa inmaterial, invisible e impalpable, el cuerpo absorbido por ella y oculto en ella se volvía por consiguiente impalpable, inmaterial e invisible, y que si el del ladrón había aparecido al cabo de un mes y al cabo de una cuerda, es que en ese momento supremo, su voluntad perturbada por el temor no había tenido bastante fuerza para una absorción eterna. Tal vez ésta no es la buena versión, pero es una de ellas.
Los teólogos afirmaron que el paciente había logrado escaparse; pero que, perseguido por sus remordimientos y en su avidez de reconciliarse con Dios, sólo había podido soportar un mes más de vida, impulsado por el arrepentimiento, había venido a hacerse él mismo la justicia a la que había escapado la primera vez. Acaso ésta tampoco sea la verdad, pero siempre, es una razón cristiana, y como cristianos no debemos rechazarla enteramente.
Por último, se decía también que dos campesinos, padre e hijo, al regresar ya de noche camino de su casa y pasar por cerca del patíbulo, habían oído quejas, resoplidos y como una oración; que entonces se habían persignado devotamente y habían preguntado qué sucedía; que nadie les había respondido, pero que los gemidos continuaron pareciéndoles que procedían del cadáver que se balanceaba encima de su cabeza. Entonces cogieron la escalera que el verdugo había dejado cerca del patíbulo, la apoyaron contra el brazo de la horca y el hijo, subiendo hasta el nivel del ajusticiado, le preguntó:
—¿Eres tú el que se queja?
—Sí.
—¿Luego es que vives todavía?
—Sí.
—¿Y te arrepientes de lo que has hecho?
—Sí.
—Entonces voy a descolgarte y, como el Evangelio manda socorrer a los que sufren y tú sufres, voy a socorrerte y a devolverte a la vida para que la emplees en hacer el bien. Dios prefiere un alma arrepentida a un cuerpo en expiación.
El padre y el hijo desataron entonces al moribundo y comprendieron por qué estaba todavía vivo. La cuerda, en lugar de oprimir el cuello del ladrón, apretaba el arranque del casco, por lo que el paciente había resultado suspendido, pero no ahorcado; la cabeza había hallado una especie de punto de apoyo en el interior del casco lo que había permitido al reo respirar y vivir hasta el momento en que nuestros campesinos habían pasado de regreso. Estos lo desataron y lo llevaron a su casa, donde fue confiado a los cuidados de la madre y de la joven hermana.
Mas no es del ladrón cambiar de condición. Sólo había dos cosas que robar en casa del campesino, ya que el dinero que había traído no era de él. Aquellas dos cosas eran su caballo y su hija, virgen rubia de dieciséis años.
El ex-ahorcado decidió llevarse el uno y la otra, pues tenía deseos de un caballo y se había enamorado de la hija. Por consiguiente, una noche se vistió la armadura, ensilló el caballo, se puso espuelas para hacerlo andar más aprisa y vino a coger a la muchacha dormida con intención de llevarla a la grupa.
Pero la joven se despertó y comenzó a dar gritos. El padre y el hermano acudieron. El ladrón quiso encaparle, pero era demasiado tarde. La chica contó la tentativa del granuja y su pudre y su hermano, viendo que no había que esperar arrepentimiento de tal hombre, decidieron hacerse justicia un poco mejor de lo que se la había hecho el señor de La Piroche. Ataron al ladrón al caballo que él mismo acababa de ensillarse, lo llevaron a la plaza de La Piroche y lo colgaron otra vez en el mismo sitio donde ya había estado colgado, pero depositando su casco en el suelo para estar seguros de que no se volvería a escapar. Luego, se volvieron tranquilamente a su casa.
Esta es la tercera versión. No sé por qué me figuro que es la más verosímil y que haréis bien en darle, como yo, preferencia sobre las otras dos.
En cuanto al señor de La Piroche, como tenía un talismán seguro, partió alegremente para la guerra donde fue el primero que cayó para siempre.


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