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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO Y NACERéIS MAñANA (por Javier Arribas de la Vieja)
—Tú, ¿cuántas veces has muerto ya?

El hombre que vendía la "savia de la inmortalidad" miró con fastidio a aquel crío de pantalones cortos. Era el único público que le había quedado de una audiencia cuya curiosidad había sucumbido antes de comprar uno sólo de sus frascos. El calor le marcaba gruesas gotas de sudor en la frente, y el polvo le tapizaba el paladar, le hacía sentir hinchada la lengua, y hasta le dificultaba el tragar. Tenía la sensación de que allí, en medio de aquella plaza polvorienta, con sus cajas y entre sus carteles, el sol le había tomado como blanco de sus iras, despechado por no poder capturar a los habitantes del pueblo, que, sin duda, se agazapaban a la sombra de sus casas.
—Mira, chaval, precisamente de lo que se trata es de no morirse.

Sin perder de vista la mirada del niño, se separó con un dedo el cuello de la camisa, que parecía incrustársele a medida que su piel se resecaba.
—¿Sabes cuántos años tengo?
—No.
—Pues tengo 110 años.

Ante aquel chiquillo se permitió la licencia de exagerar su versión. La edad oficial, aquélla que hacía conocer a los potenciales clientes de los pueblos que visitaba, no solía sobrepasar los 80 años.
—Pero, ¿son todos de la misma vida?

El hombre "centenario" miró al chico con extrañeza. Sus palabras, aunque ahora con el asomo de la desilusión, mostraban una determinación muy clara. Sus preguntas tenían un objetivo trazado, que no podía descifrar. El niño, con las manos en los bolsillos y el gesto bajo, sin esperar ninguna respuesta, comenzó a dar la vuelta sobre sus talones. El vendedor ambulante, durante un instante incierto y taciturno, le observó alejarse, con paso lento y defraudado. Miró alrededor y la desolación más absoluta le hizo comprender con toda su crudeza que en aquel maldito pueblo, nadie, salvo aquel mocoso, estaba interesado en absoluto por la inmortalidad. "Tal vez —pensó— sus vidas sean lo suficientemente mierdas como para que no quieran prolongarlas". Siguió observando la pequeña figura que se alejaba, con sus manos en los bolsillos, y consideró que quizás, cobijado en una de esas manos, se encontraría el billete que no le haría volver de vacío de aquel infierno de polvo y sudor.
—¡Oye, chaval!

Cuando el charlatán tuvo de nuevo a su lado al niño, creyó observar en sus ojos oscuros y lánguidos, una chispa de interés. El hombre se le acercó misteriosamente, mirando de reojo a ambos lados, con aire teatralmente confidencial.
—Mira, chico. Te voy a contar una cosa.

La chispa de sus ojos pareció avivarse aun más, y ahora éstos parecían casi más claros, mientras el sol arrancaba reflejos de su pelo negro y lacio.
—Verás —continuó el vendedor— lo cierto es que con eso de las muertes tú no andabas muy descaminado... Pero quiero que sepas que esto que te voy a contar es un secreto.

Le clavó la mirada, fija, ensayada mil veces en otros tantos secretos revelados en sus viajes. El niño, sin perderle el rastro de los ojos, movió débilmente la cabeza en sentido afirmativo, dando a entender que podía confiar en él.
—Bien. La verdad es que mis 115 años...
—110... —interrumpió vagamente el niño.
—¡Eso! Tienes razón, 110 años. Es tan larga esta vida que a veces no sabe uno ni cuántos años tiene...

El vendedor contestó a la interrupción con una sonrisa de complicidad, cargada de simpatía, y, por primera vez, aunque de manera casi imperceptible, la cara del niño de ojos tristes se dibujó con un esbozo de sonrisa.
—Bueno, pues —prosiguió el charlatán—, esos años a los que me refiero, sí que pertenecen a una misma vida. A mi última vida.

Volvió a mirar, con una precaución que de antemano sabía inútil, a ambos lados de una plaza completamente desierta, y aun se acercó más al rostro infantil.
—Pero, es que, antes de esa vida, he tenido otras siete. He visto cosas fascinantes. Formé parte de la tripulación de Cristóbal Colón, fui pirata en los mares del Sur... Antes aun, luché al lado de Napoleón.

El niño, que le observaba asombrado y progresivamente boquiabierto, había oído hablar de aquellos personajes en el colegio, aunque estaba tan obnubilado con las palabras del comerciante de inmortalidad, que ni siquiera se acordaba de cuáles habían vivido antes que los otros.

El hombre calló un momento para sonreír y contemplar con orgullo el éxito de su obra, que podía observar con toda claridad en el rostro del chico. Enganchado el interés, como había ocurrido tantas veces, convenía adornar las virtudes de su producto con algunas cláusulas que le cubrieran las espaldas. El agua de la inmortalidad, por supuesto, no podía actuar contra los accidentes y muertes violentas, como "ni siquiera puede hacerlo Dios, nuestro Padre", según solía repetir a sus clientes. Para aquéllos que, aun tomando el método infalible, fallecieran en el transcurso de la semana que él solía permanecer en cada pueblo, estaba claro que la enfermedad que les minaba el organismo, tan adelantada ya por desgracia a su llegada, no había dejado asimilar las virtudes del líquido milagroso. Y, por descontado que, aquéllos que llegaran a tener una larga vida, esos, jamás le estarían lo suficientemente agradecidos, si bien es cierto que tampoco tendrían la oportunidad, porque era su costumbre no volver a visitar un pueblo ya "inmortalizado". Para este niño, y sus necesidades especiales, las cláusulas también habrían de serlo de la misma manera.
—Pero, ¿sabes por qué no he contado nunca antes estas propiedades de mi brebaje?
—No —respondió otra vez lacónico el chico, y algo preocupado porque no sabía lo que era un "brebaje".
—Porque no funciona cuando las personas están ya muertas. Para que dé resultado hay que beberlo justo antes de morir. En mi caso, yo tengo el don de saber cuándo voy a morir, pero, claro, otras personas no pueden saberlo...

El vendedor echó un poco la cabeza hacia atrás. Sacó un pañuelo de su bolsillo, y se secó el sudor, que tenía una tonalidad ocre, y manchaba de tierra la tela blanca.
—Por eso yo recomiendo a mis clientes que lo tomen de continuo. Unas pocas gotas cada día. Vivirán para siempre, pero, claro, la misma vida. Yo, sin embargo, lo que hago es tomarlo sólo cuando noto que voy a morir, y de esta manera vivo distintas vidas cada vez.

Volvió a acercarse al chico, que le miraba con la boca ya notablemente abierta.
—Esto es algo que sólo sé yo —guiñando un ojo, y con la misma sonrisa cómplice con que había cautivado a su interlocutor—. Y ahora tú...

El gesto del chico se convirtió, ahora sí, en una sonrisa satisfecha y plácida. Sin saber muy bien cómo, el mercader de eternidad se había convertido en vendedor de ilusión. Había dado en el clavo, y volvía a sentir esa corriente enigmática que emanaba del niño. No tuvo mucho tiempo para pensar en esto, porque el billete que había imaginado en un bolsillo de aquellos pantalones cortos se presentó frente a él, sobre la palma abierta de la mano del chiquillo.

Más tarde, cuando ya se posaba el polvo que éste había dejado en su carrera, él, acariciando el cristal de sus botellas, bromeaba consigo mismo, orgulloso por haber convencido a un niño, sin duda el público más difícil que uno se podía encontrar en su camino. Recordaba el rostro ilusionado, transformado de felicidad instantánea. Tan instantánea como la carrera que había emprendido; como un rayo. Casi de la misma forma en que, de repente, le vino ante los ojos la imagen de algún pariente del chico, hundido en un lecho polvoriento, condenado a una muerte inminente. Entonces, el vendedor de la "savia de la inmortalidad", que ya no se sentía tan orgulloso de sí mismo, comenzó a recoger sus frascos y decidió marcharse de aquel lugar, antes de que su garganta se convirtiera en barro. Y sobre todo, antes de tener que volver a enfrentarse a esos ojos tristes y oscuros.


La casa era pequeña y sombría; sólo dos cuartos. Uno de ellos, separado del otro por una cortina, constituía el dormitorio conyugal, en el que apenas cabía una cama y un armario, relleno de ropas descoloridas y sudadas. El otro hacía las veces de cocina, comedor y dormitorio. En un extremo de éste, un pequeño fogón, una pila y un armario colgado, desvencijado y repleto de cacharros y cubiertos de latón, anidaban en estrecha compañía. En el otro extremo, plantado sobre sus patas de metal roñoso, el camastro en el que dormía el niño, y, junto a él, olvidada por el tiempo, y ya casi por los sentimientos, la cuna de una hermana que hacía ya más de un año que había muerto. En el centro, equidistante a todos los puntos de este círculo de miseria, una mesa de madera, astillada y coja, y tres sillas a juego con ella en su estado de ruina, componían el resto del mobiliario.

El niño, clavando con fuerzas los dedos en el frasco que guardaba en el bolsillo, observaba a su padre: derrotado sobre una de las sillas, con la cabeza hundida en la mesa y la mano derecha en contacto permanente con una botella de aguardiente. A su izquierda, la madre trajinaba en el fogón, ahumando con sartenes los sucios baldosines de la pared. Ella, a veces, volvía la cabeza y le sonreía. Era una sonrisa cálida, la misma que siempre le había hecho sentirse seguro. Le pareció además que le había intentado guiñar un ojo, aunque era difícil estar seguro de ello, porque éste se mostraba hinchado, algo entornado, y enmarcado en un tono violáceo que le recordaba a los antifaces de ciertos personajes de los tebeos que a veces había leído. Hacía apenas dos días no presentaba este aspecto. Su padre se lo había hecho, de un certero puñetazo, allí mismo, en aquella habitación, en una noche de pelea. No era la primera vez que peleaban, ni tampoco la primera vez que su madre tenía marcas como resultado de estas disputas. No podía recordar con exactitud, perdido en las brumas equívocas de la infancia, pero creía que años atrás vivían en otra casa, más grande y más limpia. Entonces, su padre no pasaba en casa tanto tiempo, y su madre se pintaba los ojos y la boca. Por la noche, tampoco salían del dormitorio de sus padres gritos y llantos como ahora. Después, un día lluvioso en el que se entretenía en observar como su hermana se deshacía en lágrimas desde el fondo de la cuna, su padre llegó a casa muy alterado. Y oyó como le contaba a su madre que sus actividades políticas —que ella maldecía con voz alta y quebrada— habían provocado su despido. Le habían amenazado además con que harían lo posible para que jamás encontrara un nuevo trabajo en los alrededores. Y, a juzgar por la nueva realidad que les rodeaba, sin duda lo habían conseguido. Él, que no sabía nada de estas cuestiones, ni entendía por qué aquello había podido tallar la angustia en el rostro de su madre, sí fue siendo consciente de cómo su padre empezaba a mostrársele indiferente. Para él, el niño parecía, simplemente, no existir, y su cariño y compañía se vieron sustituidos por una botella que casi nunca abandonaba.

La mujer se dio la vuelta y depositó los platos sobre la mesa. De frente, el ojo inflamado y el labio abultado en el lado contrario, le daban a su cara un aire ausente y una marcada inclinación oblicua. Pero su ojo sano reservaba para sí, con ambición, toda la expresividad de un rostro distinguido por la dulzura de una infinita tristeza.

Cuando retornó al fogón, el niño, escrupuloso, casi cumpliendo con un ritual, regó los platos de sopa de sus padres con el agua de la inmortalidad. El líquido se arremolinó entre las verduras, sucias y lacias, y desapareció, sin dejar rastro de su presencia, "como si tuviera prisa por actuar", según pensó él. De su otro bolsillo, ante el padre cabizbajo y huido, y la madre aún vuelta de espaldas, extrajo una bolsita blanca de plástico. La apretó entre sus dedos y su tacto terroso le trajo a la cabeza los esfuerzos invertidos en machacar su contenido hasta casi conseguir reducirlo a polvo.

En este instante fugaz recordaba a su madre, gritando, suplicándole a su padre la esperanza de una nueva vida. Éste, enrojecido, crispado, la perseguía medio desnuda, escupiéndola que para eso sería necesario volver a nacer. El niño se escabullía entre las sábanas de la cama, y se tapaba los oídos, tratando de no ver ni oír escenas que había vivido y soñado tantas veces que se le repetían con cruel minuciosidad por mucho que quisiera adormecer sus sentidos. Volver a nacer. Esa era la solución, y la oportunidad única, la llegada al pueblo de ese hombre sudoroso que ofrecía la eternidad embotellada.

Sonrió saboreando su secreto: saber cuándo morir para volver a nacer. Y, con justicia matemática, repartió en cada uno de los platos de sus padres la mitad del contenido de la bolsita blanca. El matarratas, blanco y arenoso, tardó algo más en deshacerse, dejando un reborde lechoso alrededor de las verduras. Él no necesitaba una nueva vida. Hasta hacía poco había estado realmente contento con la que tenía. Si ellos dos la conseguían, quizás para él volvería a ser como antes. Por eso, mientras les veía comer, casi le pareció sentir cómo se cruzaban entre ellos una mirada de afecto. Y hasta creyó escuchar, allí al fondo, entre las carcomidas tablas de la cuna, un llanto vagamente familiar. Algo después se acostó sabiendo que esa noche no habría gritos, ni carreras, ni reproches. Pensando que mañana amanecería el sol de una nueva vida. E, inconscientemente, sacó una mano de la cama y comenzó a mecer la cuna vecina —que respondió con crujidos quejumbrosos— mientras que el sopor le alzaba los pies y le llevaba en volandas sobre un mundo que condena a los vivos a arrastrar eternamente la pesada carga de sus existencias.


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