Lo primero que aprendí fue a ver el mar, el cielo y el mar. La casa de mis padres estaba al pie de un faro, de cara al horizonte.
Marinera triste, subía con las olas hasta las nubes y volvía envuelta en aguaceros apocalípticos. Dios no existe, el universo es un lugar sin límites. Sentado en su perezosa de lona roja, mi padre sorbía café y leía los diarios. Mientras la luz del faro se perdía entre buques lejanos, a Baudelaire y el Che podía tocárselos. Aprendí a caminar sobre la arena y mi primer juguete fue la espuma que el mar dejaba en la puerta de mi casa. Ahora sé que esas cosas marcaron mi vida, crecí con los pies en la tierra y la cabeza en el mar. Mis pies se hunden bajo la arena caliente y húmeda y cada paso que doy exige un verdadero esfuerzo. Desde atrás de una roca sale un hombre, me persigue con una cosa negra en la mano. Mientras corre, se la pone sobre los ojos como una máscara. Es el fotógrafo contratado por mis padres.
Los rayos del sol pintan rojos, azules y dorados sobre la espuma del mar, y yo corro para alcanzarla antes que el viento. Pero no lleno con ella mis bolsillos, tampoco la guardo en el borde de mi vestido, como hago con las caracolas marinas. Solo trato de sostenerla entre mis manos. Y cuando al fin creo que lo he logrado, se escapa ante mis ojos, se hace una con el viento. Hago lo mismo una y otra vez. Hago lo mismo uno y otro día. Creo que todavía hago lo mismo. Si ahora cierro los ojos, solo veré a una niña que persigue incansablemente la fugacidad de un instante.
Como a doscientos metros de la casa había unos muros que la marea cubría al atardecer y por cuyos bordes me gustaba andar descalza. Mis manos, mis cabellos, toda yo, adquirían un sabor mariscoso y salado. La superficie de los muros estaba hecha de roca, sobre ella crecía el musgo y unos bichitos se abrían y cerraban bajo mis plantas. Mientras voy despacito por el borde del muro, sumida en las profundidades de mi salada y mariscosa felicidad, oigo a mi madre llamando desde lejos.
Un día desperté en otra casa. El cielo y el mar habían desaparecido. En su lugar estaba la ventana de la casa del frente, un hueco oscuro abierto al vacío que yo observaba todos los días, pues era lo único que alcanzaba a ver. Acostumbrada a las tempestades marinas, la tarde en que descubrí unas rayitas dibujándose en la oscuridad de la ventana, me quedé ahí para siempre. Esperaba que la lluvia creciera y me llevara de vuelta. Después, fue el olor a tierra mojada el signo irremediable de esos días de espera. Unos minutos antes de que empezara, ya sabía que iba a llover. El agua comenzaba a caer y yo estiraba los brazos tratando de alcanzarla. Luego pasaba las manos por mi rostro, entonces un calor húmedo salía de mi cuerpo y yo sentía que tenía toda la lluvia por dentro.
FIN