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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO LA RAYA DE APELES (por Boris Pasternak)
... Cuentan que el pintor griego Apeles, al no hallar en la casa a su rival Zeuxis, trazó una raya en el muro, por la cual adivinó Zeuxis quién le había visitado en su ausencia. Zeuxis no quiso ser menos. Cuando supo con certeza que Apeles no estaba en su casa, fue a verle y trazó otra raya que se convirtió en el emblema del arte.


I

EN UNA TARDE DEL MES DE SEPTIEMBRE, cuando la torre inclinada de Pisa conduce al ataque todo un ejército de sombras y luces oblicuas, cuando la Toscana entera, sacudida por la brisa vespertina, huele a hoja de laurel frotada entre los dedos, en una tarde así, pero, ¡bah, si lo recuerdo con exactitud, era el 23 de agosto, por la tarde!, Emilio Relinquimini , al no encontrar a Heine en el hotel, pidió al lacayo que, obsequioso y servil se deshacía en reverencias, papel y luz. Cuando éste, además de lo pedido trajo tinta, pluma, una barrita de lacre y el sello, Relinquimini rechazó con gesto desdeñoso lo ofrecido, sacó un alfiler de su corbata, lo calentó al rojo vivo en la vela, se pinchó un dedo, extrajo una tarjeta de un montón de otras similares con el nombre del hotel y dobló una esquina de la misma con el dedo ensangrentado. Luego se la tendió al lacayo, impasible y cortés, diciendo:
—Entregue esta tarjeta al señor Heine. Mañana a la misma hora volveré a visitarle.
La torre inclinada de Pisa se abrió paso por entre una cadena de fortificaciones medievales. El número de personas que la contemplaban desde el puente aumentaba a cada minuto. Los resplandores trepaban por la plaza como guerrilleros. Las calles se llenaban de sombras volcadas, otras combatían aún en los estrechos pasadizos. La torre de Pisa los segaba de revés, sin discernimiento, hasta que una gigantesca sombra perdida se paseó por el sol... El día se quebró.
Al informar a Heine en breves y entrecortadas palabras de la reciente visita, el lacayo tuvo tiempo de entregar al impaciente huésped, antes de que se ocultase el sol, la tarjeta con la ocre y seca mancha.
«¡Qué original ocurrencia!» Pero Heine adivinó en el acto el verdadero nombre del visitante, autor del famoso poema «II sangue» .
La casualidad que llevó a Relinquimini, habitante de Ferrara, a Pisa justamente en los días en que un capricho aún más casual había conducido allí a Heine, habitante de Westfalia, esa casualidad no le pareció extraña. Recordó la carta anónima recibida días antes; una carta provocativa, escrita con negligencia. Las pretensiones del desconocido sobrepasaban los límites de lo permitido. Al referirse, de paso, a las raíces familiares y consanguíneas de la poesía, el desconocido exigía de Heine... las señas de identidad de Apeles.
«Hable del amor —decía el anónimo—, de esa nube sangrienta que vela, en ocasiones, toda nuestra límpida y serena sangre de modo que su descripción no supere el laconismo de la raya de Apeles. Recuerde, tan sólo, que pertenece a la aristocracia de la sangre y del espíritu (son conceptos indisolubles) y esto es lo único que Zeuxis quiere saber.
»P. S. Aprovecho su estancia en Pisa, de la cual me informó oportunamente su editor Conti, para acabar de una vez con las dudas que me atormentan. Dentro de tres días iré a visitarle personalmente para ver la firma de Apeles...»
El criado que acudió a la llamada de Heine fue investido por él de los siguientes poderes.
—Salgo para Ferrara en el tren de la diez. Mañana, por la tarde, preguntará por mí la persona que le dio esta tarjeta. Ya la conoce. Le entregará este pliego en mano. Tráigame por favor la cuenta y llame a un «faquino» .
Aunque el peso que, al parecer, poseía el vacío pliego era liviano, venía envuelto por una fina tira de papel, recortada probablemente de algún manuscrito. Aquel trocito contenía una frase incompleta, sin principio ni fin: «pero Rondolfina y Enrico, renunciando a sus antiguos nombres, tuvieron tiempo de cambiarlos por otros desconocidos hasta ahora: él gritó con voz salvaje "¡Rondolfina!", "¡Enrico!", clamó ella».

II
EN LAS LOSAS DE LAS ACERAS, en las asfaltadas plazas, en los balcones y muelles del Arno consumían los habitantes de Pisa la perfumada noche toscana. Su negra combustión hacía más irrespirable el aire en los pasajes de por sí asfixiantes bajo los polvorientos plátanos; para colmo, aquel brillo aceitoso y cálido era completado por los haces dispersos de las estrellas y los manojos de las punzantes nebulosas. Esas chispas rebasaban el cáliz de paciencia de los italianos que blasfemaban con ardiente fanatismo idéntico a como rezaban, limpiándose el sucio sudor de sus frentes cada vez que miraban a Casiopea. Los pañuelos relucían en la oscuridad como termómetros sacudidos; las indicaciones de los termómetros de batista recorrían las calles con funesto presagio: propagaban el calor asfixiante como rumor reiterado, como una epidemia, como terror pánico. Lo mismo que la estancada ciudad se dividía, sin protestar, en barrios, casas y patios, el aire nocturno se componía también de inmóviles encuentros aislados, exclamaciones, risas, choques sangrientos, riñas, susurros, cuchicheos. Aquellos ruidos se alzaban como valla polvorienta y continua sobre las aceras, formaban filas, se incrustaban en las calles como árboles callejeros, asfixiados e incoloros a la luz de las farolas de gas. La noche de Pisa, poderosa y fantástica, había puesto así el límite a la capacidad de resistencia humana.
Y allí, al lado mismo, al alcance de la mano, comenzaba el caos. El caos que reinaba en la estación. Los pañuelos y las maldiciones habían abandonado el escenario. Aquella misma gente que momentos antes consideraba como un martirio el desplazamiento natural, agarraba febrilmente sus maletas y cajas de cartón, vociferaba frenética junto a la taquilla, se lanzaba locamente al asalto de los carbonizados vagones, asediaba los peldaños y marcada por el carbón como los deshollinadores, irrumpía en los compartimentos separados por incandescentes chapas marrones que parecían corcovadas por la calima, los groseros insultos y brutales empujones. Ardían los vagones, ardían los raíles, las cisternas de petróleo, las locomotoras en las vías muertas, ardían las señales y los alaridos que, aplastados por el vapor, emitían las locomotoras próximas y lejanas. El ardiente hálito de la caldera, como insecto picajoso de repentino aletear ígneo, se dormía en la mejilla del maquinista y en el blusón de cuero del fogonero; ardían el maquinista y el fogonero. Ardía la esfera del reloj, ardían los empalmes de las vías y las agujas; ardían los vigilantes. Todo ello sobrepasaba los límites de la resistencia humana. No podía soportarse.
Un lugar junto a la mismísima ventana. En el último instante, en el andén de piedra completamente vacío, desde la pura sonoridad, desde la pura exclamación «¡Pronti!» , corre el jefe de la estación en pos de su propia voz. Los postes de la estación se apartan graciosamente. Las lucecitas que desfilan a un lado y al otro se cruzan como agujas de calceta. Los rayos de los reflectores, atrapados por la tracción, penetran saltarines por las ventanas del vagón, lo atraviesan, cruzan por las ventanas opuestas, se extienden, temblorosos por las vías, tropiezan por los raíles, se alzan y se pierden tras los hangares. Callejuelas enanas, rincones deformes, horribles, que los viaductos tragan con ruidosos bostezos. Jardines desplegados que se acercan a punto de rozar las cortinillas del vagón. La alfombrada y amplia quietud de los rizados viñedos. Campos. Heine viaja al azar, no tiene en qué pensar. Procura dormirse. Cierra los ojos.
«Algo saldrá de todo ello. No conviene hacer conjeturas y, además, no es posible. Ignoro lo que me espera y este total desconocimiento resulta delicioso.»
Han florecido ya los naranjos. Los desbordantes aromas de los amplios jardines perfuman el aire. De ellos procede la brisa que pretende dormir en los cerrados párpados del viajero.
«Es seguro. Algo saldrá. Si no a santo de qué... ¡ah, ah! —bosteza Heine—, a santo de qué en cada poema de amor menciona siempre Relinquimini el nombre de Ferrara.»
Rocas, abismos, vecinos acogotados por el sueño, fetidez del vagón; la lengua de gas del farol lame del techo los susurros y las sombras, se relame, se ahoga cuando el túnel sustituye a las rocas y a los precipicios; la montaña trepa retumbante por el techo del vagón, aplasta el humo de la locomotora, lo empuja hacia las ventanillas, se agarra a las perchas y bolsas. Túneles y valles. El trayecto de una sola vía gime lastimero al cruzar un riachuelo de montaña quebrado por las piedras que se despeñan de alturas increíbles, apenas adivinadas en la oscuridad. Es allí donde humean y se arremolinan las cascadas: su ronco bramido acompaña el tren durante toda la noche.
«La raya de Apeles... Rondolfina... En un solo día tal vez no consiga nada, pero no puedo quedarme por más tiempo. Hay que desaparecer sin dejar huella... Y mañana... Seguro que irá corriendo a la estación tan pronto como el criado le diga mi itinerario.»
¡Ferrara! Un amanecer acerado, negro-azulenco. Niebla fragante, impregnada de frío. ¡Oh, que sonora es la mañana latina!

III
—IMPOSIBLE. El número de «Voce» ya está compaginado .
—Está bien, pero no entregaré mi hallazgo a nadie y por ningún dinero; además, no puedo quedarme en Ferrara ni un día más.
—¿Dice usted que en el vagón, debajo del diván, encontró su cuaderno de apuntes?
—Si, el cuaderno de apuntes de Emilio Relinquimini. Más aún, figuran en él multitud de anotaciones corrientes, gran número de versos no publicados, una serie de esbozos, notas sueltas, aforismos. Los apuntes que hizo a lo largo de todo este año, casi todos en Ferrara a juzgar por las menciones.
—¿Dónde está? ¿Lo lleva encima?
—No, dejé mis cosas en la estación. Y el cuaderno está dentro de la maleta.
—¡Qué lástima! Podríamos enviárselo a su casa. Tenemos en el periódico la dirección de Relinquimini en Ferrara, pero lleva más de un mes fuera.
—¿Cómo? ¿No está Relinquimini en Ferrara?
—De eso se trata. En realidad no acabo de comprender qué pretende usted anunciando en el periódico su hallazgo.
—Sólo pretendo que por intermedio de su periódico se establezca una relación segura entre el dueño del cuaderno y yo, que Relinquimini pueda utilizar en cualquier momento los amables servicios de «Voce» en este asunto.
—¿Qué puedo hacer por usted? Siéntese, tenga la bondad, y redacte el anuncio.
—Perdone, señor redactor, si le molesto, veo que tiene un teléfono sobre la mesa, ¿puedo hacer una llamada?
—Por favor, tenga la bondad.
—¿Hotel «Torcuato Tasso»? ¿Tiene habitaciones libres? ¿En qué piso? Magnífico, resérveme el número ocho.
«Ritrovamento» . Encontrado manuscrito nuevo libro de Emilio Relinquimini en vías de publicación. Al dueño del mismo o a las personas de su confianza les estará esperando a lo largo de todo el día, hasta las once de la noche, la persona que ocupa la habitación número 8 en el hotel «Torcuato Tasso». A partir de mañana, la redacción del periódico «Voce», al igual que la dirección del hotel, serán informadas periódicamente y a su debido tiempo, por la persona arriba indicada, de cada nuevo cambio de su dirección.
Fatigado por el viaje Heine duerme como un muerto, con plúmbeo sueño. Las persianas de su habitación, calentadas por el soplo matutino, arden como el tímpano de cobre de una armónica. Un haz de rayos en el suelo, junto a la ventana, se dispersa formando una especie de estera de paja. Las pajitas se unen, se aglomeran, se aprietan unas contra otras. Desde la calle llega un habla incomprensible. Alguien parlotea sin cesar, alguien balbucea. Pasa una hora. Las pajitas ya están juntas unas con otras, la estera se extiende como charquito solar por el suelo. En la calle se divaga, se dormita, se traban las lenguas. Heine duerme. El charquito solar se distiende como absorbido por el entarimado del suelo, como un trenzado cada vez más ralo de pajitas chamuscadas por el fuego. Heine duerme. Rumor de voces en la calle. Pasan las horas; crecen perezosas a la par de los negros intersticios en la estera que se decolora, polvorienta y opaca. Rumor de voces en la calle. En la estera prensada, embrollada, ya no se distinguen las puntadas ni los hilos. Rumor de voces en la calle. Heine duerme.
Despertará ahora mismo. Saltará de inmediato. Recuerden lo que les digo. Ahora. Dejadle ver tan sólo el último retazo de su ensueño hasta el fin.
Vuelca de pronto un carro, rota por el calor una rueda reseca hasta el mismísimo cubo, sobresalen los rayos en manojos de torcidas estacas, caen con estruendo montones de periódicos. Gentes, sombrillas, vitrinas, marquesinas. Llevan en angarillas al vendedor de periódicos: la farmacia está muy cerca.
«Ya ven. ¿Qué les decía yo?» Heine se incorpora de un salto.
—Ahora mismo.
Alguien golpea impaciente y furioso la puerta. Heine, desmelenado, semidormido todavía, agarra un batín.
—Perdón, ahora mismo—. Su pierna derecha se posa, casi con metálico son, en el suelo. —Ahora mismo, ahora mismo.
Se acerca a la puerta.
—¿Quién es?
Voz del lacayo.
—Sí, sí, el cuaderno lo tengo yo. Excúseme ante la señora. ¿Está en el salón?
Voz del lacayo.
—Ruegue a la señorita que me espere diez minutos. Dentro de diez minutos estaré a su entera disposición. ¿Me oye?
Voz del lacayo.
—Espere, camarero.
Voz del lacayo.
—No olvide decirle a la señorita que el señor lamenta sinceramente no poder salir en el acto para verla, se siente culpable ante ella e intentará... ¿Me oye usted, camarero?
Voz del lacayo.
—... intentará reparar dentro de diez minutos su imperdonable falta. Sea usted lo más cortés posible, camarero, que yo no soy de Ferrara.
Voz del lacayo.
—Está bien, está bien.
—Camarieri , ¿está la dama en el salón?
—Sí, señor.
—¿Está sola?
—Sola, señor, haga el favor, a la izquierda, señor, a la izquierda.
—Buenos días, ¿en qué puedo servir a la señora?
—Pardon , ¿ocupa usted el número ocho?
—Sí, es mi habitación.
—Vengo a recoger el cuaderno de Relinquimini.
—Permita que me presente: Henry Heine.
—Perdón... ¿es usted pariente?
—En absoluto. Es una coincidencia casual. Incluso penosa. También yo tengo la suerte...
—¿Escribe usted versos?
—Jamás escribí otra cosa.
—Conozco el alemán y consagro a la poesía todo mi ocio, sin embargo...
—¿Conoce usted los «Versos no editados en vida del poeta»?
—¡Claro! Entonces, ¿es usted?
—Perdone, sueño con oír su nombre.
—Camila Ardence.
—Encantado. Y bien, señora Ardence, ¿ha leído usted mi anuncio en el «Voce» de hoy?
—Sí, sí, sobre el cuaderno que encontró. ¿Dónde está? Démelo.
—¡Señora! Señora Camila, tal vez usted con todo su corazón tan ensalzado por el incomparable Relinquimini...
—Déjelo, no estamos en un escenario...
—Se equivoca, señora, toda la vida estamos en un escenario y no todos, ni mucho menos, son capaces de asumir con naturalidad el papel que les fue destinado desde su nacimiento. Señora Camila, usted ama a Ferrara y, sin embargo, es la primera ciudad que me repele francamente. Es usted bella, señora Camila, y mi corazón se estremece al pensar que está usted confabulada con esta horrible ciudad en contra mía.
—No le comprendo.
—No me interrumpa, señora. Con la ciudad, digo, que me hizo dormir, como hace dormir el envenenador a su compañero de francachelas cuando se aproxima su felicidad. Le hace dormir para despertar un destello de menosprecio hacia el infeliz en el ánimo de su tesoro que entra en la taberna y la felicidad traiciona al dormido. «Milady —dice el envenenador a la que entra—, mire a este haragán, es su enamorado, abreviaba las horas de espera hablando de usted, sus palabras se clavaban en mi imaginación como espuelas. ¿No habrá usted galopado en esa montura? ¿Por qué la fustigó tan cruelmente con su estilizada fusta? Está acalorada, cubierta de espuma... ¡Oh, cuánto me habló de usted! Pero, Milady, tómese el trabajo de mirarle, le han dormido sus propios relatos sobre usted, la separación, como puede ver, causa en su enamorado el efecto de una canción de cuna. Podemos, sin embargo, despertarle.» «No vale la pena —responde al envenenador la felicidad del envenenado—. No hace falta, no le moleste, duerme tan dulcemente y, tal vez, me vea en sueños. Más vale que se ocupe de traerme un vaso de ponche. ¡Hace tanto frío en la calle! Estoy toda aterida... Fróteme, por favor, las manos.»
—Es usted un hombre muy raro, señor Heine. Continúe, por favor, su altisonante discurso, me divierte.
—Perdone, temo que se nos olvide el cuaderno de Relinquimini, subiré a mi habitación...
—No se preocupe, yo no lo olvidaré. Continúe, tenga la bondad. ¡Qué divertido es usted! Continúe. «Fróteme las manos», dice, según creo, la felicidad.
—Sí, señora Camila. Me ha escuchado atentamente, gracias.
—¿Y bien?
—Pues la ciudad se portó conmigo igual que el envenenador con su compañero de francachelas, y usted, bellísima Camila, está de su parte. Acechó mis pensamientos sobre los amaneceres en ruinas, viejos como castillos de bandoleros e igual que ellos solitarios y los utilizó a hurtadillas para adormecerme: me dejó hablar a gusto sobre jardines que con todas las velas tejidas de rojo aire vespertino se precipitaban hacia la noche abierta, y fue la ciudad la que alzó aquellas velas y me dejó yacer en la taberna portuaria y usted no permitirá que me despierte si la muy astuta se lo propone.
—Dígame, mi buen amigo, ¿qué tengo que ver yo con todo eso? Confío que el lacayo le habrá despertado por completo.
—«No —dirá usted—, la noche está próxima, no habrá tormenta, hay que darse prisa, ya es hora, no le despiertes.»
—¡Oh, señor Heine, qué profundo es su error! «Sí —diré yo—, sí, sacúdele, Ferrara, si aún sigue dormido, estoy impaciente, despiértale deprisa, reúne a tus muchedumbres, retumba con todas tus plazas hasta que se despierte, el tiempo no espera.»
—¡Ah, es cierto! El cuaderno...
—Después, después.
—¡Oh, querida señora! Ferrara se engañó en sus cálculos, Ferrara ha sido burlada; el envenenador huye, yo me despierto, estoy despierto y de rodillas ante usted, ¡amor mío!
Camila se pone en pie de un salto.
—¡Basta! ¡Basta!... Semejante representación, a decir verdad, es propia de usted. Incluso las banalidades. Precisamente las banalidades. Pero no se puede ser así. Parece usted un cómico ambulante. Casi no nos conocemos. Apenas si hace media hora... ¡Dios mío! Hasta hablar de ello resulta ridículo... Sin embargo, hablo. Jamás en mi vida me he sentido tan estúpida. Toda esta escena es como una flor japonesa que se abre inmediatamente en el agua. Ni más ni menos. Pero son flores de papel. Y, además, baratas.
—La escucho, señora.
—Preferiría escucharle yo, señor. Me parece usted inteligente e incluso sarcástico. Sin embargo, no desdeña las banalidades. Es extraño, aunque no hay contradicción en ello. Su pathos teatral...
—Perdone, señora, pathos en griego es pasión y en italiano un beso al aire. Suele haber besos al aire obligados...
—¡Otra vez! Dispénseme..., esto es insoportable. Me oculta usted algo. Explíquese. Escúcheme, por favor, querido señor Heine, y no se enfade conmigo. Pese a todo es usted, ¿no me juzgará mal por mi familiaridad?, un niño excepcional. No, no es esa la palabra, es usted un poeta. Sí, sí, cómo es posible que no lo haya descubierto de inmediato cuando basta con mirarle. Un poeta elegido por Dios, un ocioso mimado por la fortuna.
—Evviva! —Heine salta al alféizar de la ventana e inclina hacia fuera todo el cuerpo.
—¡Cuidado, señor Heine! —grita Camila—. ¡Cuidado, tengo miedo!
—No se preocupe, querida señora. ¡Eh, furfante , toma! —Vuelan las liras a la plaza—. Recibirás tantas, y tal vez más, si robas en una decena de jardines de Ferrara. ¡Un soldó por cada agujero en tus pantalones! ¡Vuela, granuja! Cuida de no respirar sobre las flores cuando las traigas, la condesa tiene el olfato de una mimosa. ¡Corre, bribón! ¿Ha oído usted, hechicera? El chicuelo regresará vestido de Cupido. Pero volvemos a lo de antes. ¡Qué perspicacia! Resumir toda la situación, revelar la esencia de mi ser con un solo trazo, ¡el trazo de Apeles!
—No le comprendo. ¿Se trata de un truco nuevo? ¿Regresa al escenario? Dígame, ¿qué pretende en realidad?
—Sí, regreso al escenario. Pero, ¿por qué no me permite estar un poco en la zona de los focos? No es mía la culpa que los sitios mejor iluminados en la vida sean los lugares peligrosos: los puentes y los cruces de vías. ¡Qué contraste! Todo lo demás está sumido en las sombras. En un lugar así, aunque sean las tablas de un escenario, el hombre se inspira, iluminado por esas luces inquietas como si lo hubieran expuesto ante todos los demás rodeándole de barandillas, del panorama de la ciudad, de precipicios y reflectores de los muelles... Señora Camila, no habría usted escuchado ni la mitad de mis palabras de no habernos encontrado en un lugar tan peligroso. Se supone que es peligroso, aunque yo mismo no lo sé; se supone, porque los hombres han gastado en su iluminación infinidad de luces y yo no tengo la culpa de que estemos iluminados tan burda y vulgarmente.
—Está bien. ¿Ha terminado usted? Todo esto es así. Pero no deja de ser absurdo hasta más no poder. Me gustaría confiar en usted. No se trata de un capricho. Es casi una necesidad en mí. Usted no miente. Sus ojos no mienten. Pero, ¿qué quería decirle? Lo olvidé... Espere... Bueno, escuche, amigo mío, pero si hace una hora escasa...
—¡Calle! Son palabras tan sólo. Existen horas y también existen eternidades. Son múltiples y ninguna tiene principio. Irrumpen al exterior en el primer momento propicio. Esto, sin embargo, es la pura casualidad. Además, ¡fuera palabras! Sabe usted, señora, ¿cuándo y por quién son derrocadas? ¿Conoce usted, señora, tales rebeliones? Señora, todas mis fibras se rebelan contra mí y debo ceder ante ellas como se cede ante una multitud. Ahora, por último, ¿recuerda cómo acaba de llamarme?
—Claro y estoy dispuesta a repetirlo otra vez.
—No es preciso, ¡mira usted de un modo tan vivificante! Y se ha hecho usted dueña de la línea que es única como la propia vida. No la deje, pues, no la rompa en mí, estírela en todo cuanto ella misma lo permita. Llévela lo más lejos posible, lo más lejos posible... ¿Qué ha conseguido usted, señora? ¿Cómo debo mirarla? ¿De perfil? ¿De tres cuartos? ¿O de qué otro modo?
—Le comprendo. —Camila tiende la mano a Heine—. Sin embargo, ¡no, Dios mío, no soy una chiquilla, debo volver en mí! Estoy como hipnotizada.
— ¡Señora! —exclama Heine teatralmente a los pies de Camila—. ¡Señora! —dice sordamente escondiendo el rostro entre las palmas de las manos—. ¿Ha trazado ya la línea?... ¡Qué martirio! —musita y suspirando retira las manos del rostro súbitamente empalidecido, sin apartar los ojos de la señora Ardence, cada vez más y más desconcertada. Y con increíble sorpresa se da cuenta...



IV
...QUE ES UNA MUJER REALMENTE BELLA, de una belleza inconcebible, que los latidos de su propio corazón, gorgoteante como el agua tras la popa de un barco, aumentan, crecen, inundan las rodillas de Camila tan próxima a él, y en ondas indolentes, superpuestas, ruedan por su cintura, agitan sus sedas, rodean suavemente sus hombros, alzan su mentón y... ¡Oh, milagro!, le levantan despaciosamente del suelo cada vez más. La señora está en su corazón hasta el cuello, otra ola semejante y se asfixiará. Heine sostiene a la náufraga. Un beso ¡y qué beso! los devuelve a la superficie, pero él gime bajo la presión de sus corazones desbocados, tira hacia arriba, hacia delante, ni él mismo sabe dónde y ella no se opone, no. Si tú quieres —canta su cuerpo extendido, arrastrado por el beso, embridado por el beso—. si tú quieres seré la chalupa de tus besos, pero llévame, llévame, llévame...
—Están llamando —brota ronca la voz del pecho de Camila—. ¡Están llamando! —y se arranca de sus brazos.
Era cierto.
—¡Maldición! ¿Quiénes?
—El señor hizo mal en cerrar la puerta del salón, aquí no es costumbre.
—¡A callar! Puedo hacer lo que me dé la gana.
—¿Está enfermo el señor?
Insultos italianos, apasionados, fanáticos como oraciones. Heine abre la puerta. En el pasillo está el lacayo, que no cesa en sus invectivas, y algo separado de él un muchachito harapiento con la cabeza hundida en un bosque de lianas, flores de azahar, oleandras, lilas...
—Este miserable...
— ...rosas, magnolias, claveles...
—Este miserable exigía a toda cosía que le dejase pasar a la habitación cuyas ventanas daban a la plaza y sólo podía ser el salón.
—Sí, sí, el salón —ruge guturalmente el arrapiezo.
—Claro está que al salón —asiente Heine—. Fui yo quien se lo ordenó.
— ...ya que él —continúa el lacayo impaciente— no puede tener ninguna relación ni con la oficina, ni con los baños y mucho menos con la sala de lectura. Sin embargo, y pese a la completa indecencia de sus ropas...
—¡Ah, claro! —exclama Heine como si sólo en aquel instante acabara de volver en sí—. Rondolfina. ¡mire sus pantalones! ¿Quién te ha confeccionado estos pantalones con la red de un pescador, criatura transparente?
—Señor, los pinchos punzantes de las tapias de Ferrara se afilan especialmente cada año...
—Ja, ja, ja!
— ...pese a la completa indecencia de sus ropas —continúa impaciente el lacayo, insistiendo de forma especial en esa frase al aproximarse la señora en cuyo rostro alterna la sombra de una súbita perplejidad con el deseo irreprimible de reír—, la completa indecencia de sus ropas le propusimos que nos entregara lo pedido por el señor y esperara en la calle. Pero este bribón...
—Sí, sí, él tiene toda la razón —interrumpe Heine al orador—. Fui yo quien le ordenó que se presentara personalmente ante la señora.
—Este bribón —prosigue el enfurecido calabrés sin poder contenerse— pasó a las amenazas...
—¿Qué dijo? —curioseó Heine—. ¡Qué típico es todo esto, señora! ¿No le parece?
—El muy tuno se refirió a usted. «El señor negociante —dijo amenazador—, se alojará en otro albergo en sus próximos viajes a Ferrara, si usted, en contra de su voluntad, no me deja llegar a él.»
—Ja, ja, ja! ¡Qué gracioso! ¿No le parece, señora? Lleve esta plantación tropical... ¡Aguarde! —Heine se vuelve hacia Camila en espera de sus indicaciones.
—Por ahora al número ocho —continúa Heine no habiendo recibido ninguna respuesta.
—Sí, a su habitación mientras tanto —repite Camila ruborizándose levemente.
—A sus órdenes, señor. Y con respecto al chiquillo...
—A ver, monicaco, ¿en cuánto valoras tus pantalones?
—Julio está lleno de arañazos, Julio tiembla de frío. Julio no tiene otro traje, ni padre, ni madre —gime sollozante el pequeño bribón inundado de sudor.
—Bueno, ¿cuánto quieres? ¡Responde!
—Cien sóldos, señor —dice el chiquillo titubeando y con aire soñador.
—Ja, ja, ja! —Todos ríen, ríe Heine, ríe Camila, rompe en carcajadas el lacayo, sobre todo él, cuando Heine saca la cartera, extrae de ella un billete de diez liras y sin dejar de reír se lo tiende al arrapiezo.
Este, con la rapidez de un relámpago, agarra con su patita el billete tendido.
—Espera —dice Heine—, supongo que esta es tu primera salida a la palestra comercial. Enhorabuena... Óigame, camerieri , su risa en esta ocasión no es nada sensata: ofende en lo más vivo al joven negociante. ¿No es cierto, amiguito, que en tus futuras operaciones jamás volverás a presentarte en los umbrales del poco hospitalario hotel «Torcuato»?
—¡Oh no, señor! Por el contrario... ¿Cuántos días más piensa el señor quedarse en Ferrara?
—Me iré de aquí dentro de dos horas.
—Señor Enrico...
—Sí señora...
—Salgamos a la calle, no es cosa que volvamos a ese estúpido salón.
—Está bien... Camerieri, lleve las flores a la habitación ocho. Espere, esta rosa ha de abrirse aún; los jardines de Ferrara, señora, la confían a su cuidado esta tarde.
—Merci, Enrico, este clavel oscuro, casi negro, carece de toda continencia; los jardines de Ferrara le confían el cuidado de esta desenfrenada flor.
—Su mano, señora... Así pues, camerieri, lleve al número ocho las flores y tráigame el sombrero. Está en la habitación.
El lacayo se aleja.
—Usted no hará eso, Enrico.
—No la comprendo, Camila.
—Usted se quedará. ¡Oh, no me responda nada! Se quedará en Ferrara aunque sólo sea un día más... Enrico, Enrico, se ha manchado la ceja con el polen de la flor, deje que la sacuda.
—Señora, veo en su zapatito una pequeña oruga afelpada, se la quitaré. Enviaré un telegrama a casa, a Frankfurt. También su vestido está lleno de pétalos, señora. Enviaré telegramas todos los días hasta que usted me lo prohíba.
—Enrico, no veo en su mano ninguna alianza. ¿Se puso alguna vez semejante adorno?
—Yo, en cambio, hace tiempo que la vi en la suya, Camila... ¡Ah, el sombrero! Gracias.

V
LA PERFUMADA TARDE colmaba todos los rincones de Ferrara y rodaba por su laberinto callejero como gota de agua marina que, alojada en un oído, llenara de sordera toda la cabeza.
Es bulliciosa la cafetería, pero lleva a ella una calleja pequeña, mísera y por ella la ciudad, ensordecida y perpleja, reteniendo el aliento, la rodea por todas partes; la tarde se encerró en una de sus callejas, en aquella justamente donde, en una esquina, está la cafetería.
Camila, pensativa, espera a Heine. Había ido al telégrafo que estaba al lado.
«¿Por qué no habrá querido redactar el telegrama en la cafetería y enviarlo por un recadero? ¿No le parece suficiente un telegrama escueto, oficial? ¿Será, tal vez, una relación estable, basada en el sentimiento? Sin embargo, se habría olvidado por completo de ella si no le hubiese recordado el telegrama. Y esa Rondolfina... tendré que preguntarle por ella. Tal vez no debiera hacerlo. Es algo íntimo. ¡Dios santo, parezco una chiquilla! Puedo, debo... Hoy tengo derecho a todo, hoy pierdo derecho a todo. ¡Te han echado a perder esos artistas, querida Camila! Pero, ¿y éste? ¿Y Relinquimini? ¡Qué lejana imagen! ¡Desde la primavera! ¡Todavía antes! ¡El encuentro del Año Nuevo! Pero jamás le sentí cerca de mí... ¿Y éste?...»
—¿En qué piensa, Camila?
—Y usted, Enrico, ¿por qué está tan triste? No se apene, le dejo en libertad. Hay telegramas que se dictan a un lacayo. Envíe uno así a su casa, sólo pierde tres horas; por la noche sale de Ferrara un tren para Ve-necia y otro para Milán, su retraso no pasará de...
—¿Por qué me dice eso, Camila?
—¿Por qué está tan triste, Enrico? Cuénteme algo de Rondolfína.
Heine se estremece y se pone en pie de un salto.
—¿Cómo lo sabe? ¿Está él aquí? ¿Estuvo aquí durante mi ausencia? ¿Dónde está? ¿Dónde?
—Se ha puesto usted pálido, Enrico. ¿De quién me habla? Le he preguntado por una mujer, ¿no es cierto? ¿Acaso pronuncié mal su nombre? ¿No será Rondolfino? Todo depende de una vocal. Siéntese. Nos están mirando.
—¿Quién le habló de ella? ¿Sabe algo de él? Pero, ¿de qué modo pudo llegar hasta usted? Aquí estamos por casualidad, quiero decir que nadie sabe que estamos aquí.
—Enrico, nadie estuvo aquí y no pasó nada mientras usted fue al telégrafo. Le doy mi palabra de honor. Pero esto a cada minuto que pasa se hace más y más interesante. ¿Son dos, entonces?
—¡Es un milagro! Inconcebible para la mente... Estoy a punto de perder el juicio. ¿Quién le sugirió ese nombre? ¿Dónde lo oyó, Camila?
—Lo oí esta noche, en sueños. Pero, ¡Dios mío, si es la cosa más corriente del mundo! No me ha contestado a mi pregunta. ¿Quién es Rondolfina? En serio, ¿quién es?
—¡Oh, Camila! ¡Rondolfina es usted!
—¡Que actor tan repleto de mentiras! ¡No!... ¡No!... ¡Déjeme!... ¡No me toque!
Ambos se levantan de un salto. Camila es todo movimiento, su decisión es impetuosa, irrevocable. Tan sólo les separa la mesita. Camila se aferra al respaldo del sillón, algo se alza entre ella y su decisión, algo ha penetrado en su interior y lleva en espiral, como en un tiovivo, la cafetería tan pronto hacia arriba, como hacia los lados... ¡Está perdida! ¡Debe arrancar, arrancar el collar!...
Por idénticos surcos nauseabundos gira, desfila velozmente una sucesión de rostros..., barbitas agudas..., monóculos..., impertinentes... que más numerosos a cada segundo se clavan en ella; las conversaciones en todas las mesitas confluyen sobre aquella malhadada mesita. Camila la distingue todavía, se apoya aún, tal vez pueda pasar... Pero no... La mal armonizada orquesta pierde el compás...
—¡Camerieri, agua!


VI
UNA LIGERA FIEBRE LA ESTREMECE.
—¡Qué habitación tan pequeña!... Sí, sí, está bien así, gracias. Descansaré un ratito más. Es la malaria y... además... Tengo una casa grande, pero usted no debe dejarme. Puede repetirse en cualquier momento. ¡Enrico!
—¿Qué, querida?
—¿Por qué no dice usted nada? ... ¡Ah, no, calle, es mejor así!... ¡Ah, Enrico! Ni recuerdo siquiera si hubo hoy una mañana... ¿Están aquí?
—¿Quién, Camila?
—Las flores. Hay que sacarlas por la noche. ¡Qué aroma tan penetrante! ¿Cuántas toneladas pesan?
—Ordenaré que las saquen... ¿Qué hace, Camila?
—Voy a levantarme... Sí, yo sola, gracias. Ve, ya pasó todo, basta con ponerse de pie... Sí, hay que sacarlas, pero, ¿dónde las ponemos? Espere, pero si yo tengo una casa entera en la plaza de Ariosto. Desde aquí se verá, seguramente...
—Ya es de noche. Creo que ha refrescado algo.
—¿Por qué hay tan poca gente en la calle?
—Tss, se oye cada palabra.
—¿De qué hablan?
—No lo sé, Camila. Creo que son estudiantes. Estarán de jarana. Tal vez hablen de lo mismo que nosotros.
—¡Suélteme! Se han parado en la esquina. ¡Dios mío, ha tirado al pequeño por encima de su cabeza! Otra vez el silencio. ¡Qué extrañamente se filtra la luz por entre las ramas! No se ve la farola. ¿Estamos en el último piso?
—¿Qué dice, Camila?
—¿Hay algún otro piso encima de nosotros?
—Creo que sí.
Camila se asoma por la ventana y mira hacia arriba, hacia el panel colgante.
—No... —Pero Heine no la deja terminar—. No hay nada —repite liberándose de él.
—¿Qué miraba?
—Creí que había allí un hombre con la lámpara puesta en la ventana y que lanzaba a la calle hojas diminutas y sombras, quise que alguna cayera en mi mejilla y ofrecí mi rostro. Pero no hay nadie.
—Lo que dice, Camila, es pura poesía.
—¿De veras? No lo sé. Allí está, junto al teatro, donde el esplendor es violáceo.
—¿Quién, Camila?
—¡Vaya una pregunta! Mi casa, no quién. Pero mis ataques... Si pudiéramos hacer algo.
—Tiene reservada una habitación.
—¿De veras? ¡Qué solicitud! ¡Por fin! ¿Qué hora es? Vamos a verla. Siento curiosidad.
Abandonan el número ocho sonrientes y emocionados como escolares que asediaran Troya en un caballo de madera.

VII
MUCHO ANTES DE QUE LLEGARA la mañana del nuevo día, las locuaces campanas católicas comenzaron a parlotear anunciándola a empujones desde las volteantes hormas, repartiendo sus frías reverencias. En el hotel sólo velaba una lamparilla. Se encendió en cuanto resonó acremente el teléfono y ya no volvieron a apagarla. Fue testigo de cómo el somnoliento vigilante corrió hacia el teléfono, dejó el auricular en el soporte después de un breve altercado con el que llamaba y se perdió en las profundidades del pasillo y de cómo, pasado un cierto tiempo, emergió de sus semioscuras entrañas.
—Sí, el señor se va esta mañana; si es tan urgente le llamará dentro de media hora; tenga la bondad de dejarme su número. Dígame por quién ha de preguntar.
La lamparilla siguió encendida cuando de un pasillo transversal pasó al central con caminar sonámbulo, en calcetines y abrochándose sobre la marcha, el hombre del número ocho, como se le nombró por teléfono. La lamparilla se hallaba justamente enfrente de aquel número. Para llegar al teléfono, el hombre de la habitación número ocho tuvo que dar un paseo por el corredor y el punto de partida se hallaba en un lugar aproximado a los números ochenta. Después de un breve intercambio de palabras con el vigilante, cambiada ya la expresión del rostro, antes inquieta y preocupada, por otra de indolente despreocupación y curiosidad, tomó decidido el auricular y una vez cumplido todo el ritual técnico halló a su interlocutor en la persona del redactor de «Voce».
—¡Oiga, esto es imperdonable! ¿Quién le dijo que padezco de insomnio?
—¿No habrá topado con el teléfono por error subiendo al campanario? ¿Qué me está repicando? ¿De qué se trata?
—Sí, me he detenido por un día.
—El lacayo tiene razón, no les dejé mi dirección ni pienso dejarla.
—¿A usted? Tampoco. Además ni pensé siquiera en publicarlo y mucho menos hoy, como usted supuso.
—No le hará falta jamás para nada.
—No se acalore, señor director; tenga, en general, más sangre fría. A Relinquimini no se le ocurrirá siquiera pedir su mediación.
—Porque no le hace falta.
—Vuelvo a recordarle que su tranquilidad es preciosa para mí. Relinquimini jamás perdió ningún cuaderno.
—Pero, permítame, aunque esta sea la primera expresión inequívoca que emplea. No, decididamente no.
—¿Otra vez? Bueno, lo admito. Pero es un chantaje en los límites tan sólo del número de ayer del «Voce». Y, además, fuera de sus límites.
—Desde ayer. Desde las seis de la tarde.
—Si pudiera usted percatarse, aunque sólo fuera en parte, de lo que germinó sobre la levadura de tal invención, calificaría todo ello con un epíteto aún más incisivo que, sin embargo, estaría aún más lejos de la verdad que aquel que tuvo la amabilidad de brindarme.
—Con mucho gusto. Hoy no le veo ningún impedimento. Henrich Heine.
—Así es.
—Me es muy grato oírlo.
—Pero, ¿qué dice?
—De muy buena gana. ¿Cómo podemos hacerlo? Lamento mucho tener que irme hoy. Venga a la estación. Pasaremos una hora juntos.
—A las nueve treinta y cinco. Aunque el tiempo es una cadena de sorpresas. Más vale que no vaya.
—Venga al hotel. Será más seguro. O bien a mi casa. Por la tarde. Con frac, por favor, y traiga flores.
—Sí, sí, señor redactor, es usted una pitonisa.
—O mañana en las afueras de la ciudad, en la plazoleta de los duelos.
—No sé, tal vez no sea una broma.
—Y si está usted ocupado durante esos dos días, vaya mejor al camposanto pasado mañana.
—¿Usted cree? —¿Usted cree?
—¡Qué conversación tan extraña, ni carne ni pescado! Bueno, adiós, estoy cansado y quiero volver a mi habitación.
—¿No le oigo? ¿A la ocho? ¡Ah, sí, sí, al ocho! Es una habitación maravillosa, señor redactor, con un clima absolutamente peculiar, hace ya más de cinco horas que reina allí la eterna primavera. Adiós, señor redactor.
Heine, maquinalmente, gira el interruptor.
—¡No apagues, Enrico! —resuena en la oscuridad desde el fondo del pasillo.
—¿¡Camila!?

(1)Según dice Pasternak en una carta, el nombre de «Relinquimini» es un pseudónimo-emblema: «permanece-queda» es la traducción aproximada de esta forma verbal latina.
(2)(En italiano en el original.)
(3)(En italiano en el original.)




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