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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO EL CAZADOR DE BOTELLAS (por Sergio Gaut vel Hartman)
(“El cazador de botellas”, de la serie 'cuerpos descartables'.)

—Cuántas son? —Mi pregunta descendió hacia la cara porcina de Cáncer sin obtener una sola mueca.

—Seis, siete. Puede estar multiplicándose en este mis­mo momento. —El Jefe de Seguridad de Korps hizo una pausa, pero yo sabía que no necesitaba darse ánimo para escupir el resto. —Mátelas, a todas.

—Me va a llevar mucho tiempo. —No trataba de excusar­me, pero Cáncer reaccionó como si esa hubiera sido mi intención.

—¡Aunque le lleve el resto de la vida! —gritó—. De todos modos usted no sirve para otra cosa.

Salí sin saludarlo, dando un portazo. No se deben esperar buenos modales de un hijo de puta como yo.

Aparenté despreocupación mientras daba los primeros pasos por los callejones que rodean al Nido de Gusanos; los soplones se pondrían en movimiento, alborotando como gorriones, impregnando la atmósfera con olores acres. Confiaba en que eso obligarla a mis presas a dispersarse, perdiendo la fuerza del racimo. Dos o tres copias caerían a primera hora, ya lo sabía; si eran siete, como afirmaba Cáncer, las más recientes estarían acurrucadas en los nichos interiores de la Muralla o en las zonas oscuras del Laberinto. Al definir una estrategia sellaba el destino de la proliferación, siempre ocurría de ese modo. Y se equivocan si piensan que me escandaliza la pedantería de mis pensamientos.

Pateé cada bulto que encontré en el camino y recibí todo tipo de respuesta; se mezclaban los aullidos de los anima­les con los quejidos lastimeros de los irreconocibles experimentos biológicos que Korps abandonaba a su suerte: desgarradas voces de pulmones remendados con placas de metal y PVD, llantos estomacales, arcadas sin garganta. Tardé casi una hora en tropezar con la primera copia. Era tan nueva, estaba tan aturdida que ni siquiera había tenido la precaución de salir del cono de luz que la bañaba de pies a cabeza: no se le había ocurrido, ni tenía instrucciones precisas del original en cuanto a cómo comportarse frente al Cazador Eso tenía un significado preciso.

—¡Piedad! —balbuceó la copia—. ¡Usted no entiende!

—Entiendo —dije apuntando entre los ojos. Era tan fácil que daba asco.

—Soy Pierrot Cafeter Tercero, un hombre de paz: nunca le hice daño a nadie.

—¿Tercero? —me sentí francamente sorprendido—. No te creo, basura. Una tercera copia sabría esconderse mejor que vos.

—No soy el tercer cuerpo de nadie; soy Pierrot Cafeter, ¿entiende? Mi abuelo fundó Korps. ¿Acaso hay alguien en el mundo que no sepa eso?

En otras circunstancias una charla superflua como aquella me habría llevado a pensar que me estaba arries­gando innecesariamente. Disparé.

El Laberinto es una zona endemoniada. La Policía des­aparece como por arte de magia a las seis de la tarde y las únicas criaturas que se atreven a reptar por esas calles caprichosas son los marginados, los proscritos, los imbé­ciles... y las víctimas de Korps. Nadie sabe por qué eligió Cafeter ese lugar para instalar el Nido de Gusanos. A pesar de que entro a cazar una o dos veces por mes no puedo reprimir una sensación de asco mientras recorro una ruta invisible que se dibuja en las sombras sólo para mis ojos entrenados, mientras espero el inevitable asalto de la Vieja Bomba con su risa desdentada y las inevitables y absurdas propuestas de placeres.

—Tengo un agujerito húmedo para tu arma, rico —dice.

—Te reventaría las tripas, Vieja —respondo invariable­mente.

—No te confundas: no soy una de las botellas que usás para afinar la puntería. Estoy hecha de carne, rico, cien por ciento.

—La religión me prohibe comer carne de hipopótamo los martes a la madrugada —replico levantando la pistola y apuntándole a la cabeza, como si se tratara de una copia más.

—Hagamos de cuenta que en esta parte del laberinto es miércoles, rico —dice ella sin turbarse. No me tiene miedo. Sabe que mi licencia no habilita para liquidar piezas de caza mayor, que mi tarea no tiene nada de clandestina.

—¡Fuera de mi camino, Vieja! Todavía tengo que borrar seis gusanos antes de que salga el sol.

—¿Seis? —esta vez hasta la Vieja parece sorprendida. El Laberinto tiene sus Registros y nadie recuerda una proli­feración semejante.

—Seis. Podés desparramarlo entre la ralea. El nieto de Cafeter entró en fase de prolíferación aguda: algo nunca visto, pero digno de un grandy aburrido.

—El hastío es como una enfermedad —dice la Vieja reflexivamente—. Pero nunca pensé que una copia clandes­tina de un Cafeter pudiera merecer el mismo castigo que sufre la de un Don Nadie.

—Eran siete copias. Ya borré una. Al Directorio no le importa el nombre del que transgrede la Ley de Cuerpos, se llame Cafeter o Bombachas. Si consentimos actos aberrantes como proliferaciones y transferencias clan­destinas el mundo podría irse al carajo.

—El mundo se fue al carajo hace rato, rico —dice la Vieja riendo mientras se aparta de mi camino adivinándome el pensamiento. La embisto sin miramientos, aunque sin éxito. Es muy tarde. Sólo tengo unas horas para ejecutar una faena sobrenhumana, y ya he perdido demasiado tiempo en charlas irrelevantes.

Encontré otra copia en un pliegue de la Muralla, bien escondida. Sin embargo no logró evitar un chillido al descubrir que caminaba directamente hacia ella. Pura casualidad, aunque la copia no tenía por qué saberlo. Un mito muy difundido en el Laberinto es que tengo una vista infalible; hasta yo lo creo a veces. Cafeter debió haber interrogado a algún experimento descartado capaz de responder a sus preguntas antes de meterse de cabeza en esta loca aventu­ra. Considerados los pros y los con­tras decidió arries­garse confiando en que no me alcanza­rla la noche para li­quidar todas las co­pias.

—¡Espere! —gritó cuando no nos se­paraban más de cinco pasos—. ¡No cometa un error fa­tal!

—No es la prime­ra vez que una copia trata de enredarme con ese truco —dije. Levanté la pistola y apunté al bulto.

—¿Y si no es un truco? Sólo una bestia como usted puede ignorar a lo que se expone por asesinar a un origi­nal.

—Sé perfectamente cuál es la pena. También es la mejor prueba de que jamás me equivoqué...

—¡Una equivoca­ción! —exclamó la copia. Estaba per­diendo la calma—. ¡Basta y sobra con equivocarse una vez y será su pellejo el que cuelgue del perchero de Cáncer!

—No en este caso —dije con cal­ma. Estaba apun­tando entre los ojos, como siempre; un reflejo fugaz había marcado el blanco con absoluta preci­sión—. Cuando enfrente a Pierrot Cafeter Tercero, al origi­nal, sabré distinguirlo de las copias sin vacilar, no te preocupes por mí.

No esperé a que el cuerpo terminara de caer. Aquí y allá, en mil puntos dispersos de la Muralla, en los infinitos brazos del Laberinto se ahogaron las exclamaciones de los parias, las copias clandestinas y los desertores. Una sola palabra, fragmentada en ecos redondos y breves como notas de timbal, recorrió los callejones y las guari­das.

—Dos, dos, dos, dos, d-os, d-os, os.

Cuando divago, mis pensamientos asumen la forma de un diario íntimo prolijo, ordenado. Soy capaz de archivar docenas de ítems, organizándolos por temas y marcándo­los con claves para invocarlos cuando el aburrimiento o la curiosidad lo requieren.

293) Pierrot Cafeter Tercero, el original, padece una forma nueva de insanía. Acuño nombres: Proliferosis. Multifrenia. Plurinoia. Es más fácil inventar nombres que explicar la perturbación. En la raíz de la personalidad afectada hay un conjunto de factores psicológicos que alteraron el equilibrio mental del individuo (sobreprotección, feroz competencia familiar, narcisismo, envidia por el poder, debilidad paterna frente a la descomunal figura del abuelo), aunque no sería descabellado buscar un agente químico exógeno combinándose con las sustancias que la ciencia ha puesto en manos de Korps y Korps en e! torrente sanguíneo del infeliz Pierrot. Una simple droga, cocaína —azúcar en el té con leche de los grandys— podría estar operando contra los núcleos de duplefrina —la sus­tancia que bakapea las células nerviosas— descontrolando el sistema que sólo debería activarse ante la inminencia de muerte del portador.

294) La Teoría General de la Duplicación no prevé floraciones simultáneas, por lo que puede suponerse que las copias múltiples deberían observar el mismo vicio del papel carbónico, degradándose con el uso. Si éste es un caso excepcional (y no un salto al vacío ensayado a espaldas de los científicos de Korps), Cafeter ha gastado su capacidad de multiplicación y a partir de ahora empe­zará a contar los minutos que lo separan del alba, progre­sivamente más y más temeroso de la infalible potencia del cazador, más y más convencido de su propia inutilidad.

295) Cáncer se equivoca cuando dice que Cafeter podría continuar multi­plicándose durante toda la noche, amonto­nando una coraza de copias como una ba­rricada entre su delirio y la efectividad de mi arma. Yo, el cazador, tengo la última pala­bra.

—Negociemos, Caza­dor . —La voz, sólida y pastosa, inusitadamente firme, cruzó el espacio que separa dos secciones de la Muralla. —Las co­pias son ocho, además de las dos que ya mató —insistió manteniéndo­se fuera del alcance de mi vista. Esta vez no se dejó traicionar por re­flejo alguno y casi lle­gué a pensar que efec­tivamente estaba ha­blando con el original.

—¿Ocho más? —En cuanto pronuncié las dos palabras supe que no había logrado disimular cierta inseguri­dad en mi voz; el tiem­po empezaba a jugar contra el cumplimien­to de la faena enco­mendada; las menti­ras y ardides, más que lograr resultados con­cretos, actuaban dila­tando el lapso que me separaba del núcleo del problema: Pierrot Cafeter Tercero, el original, provedor de co­pias defectuosas e incontroladas a un jue­go mortal, vacío de esperanzas.

—Cáncer se conforma­rá con siete pellejos —dijo la voz—. Le doy cin­cuenta mil para que me deje salir del Laberinto con tres copias.

Sonó como un disparo. Era la propuesta más absurda que había recibido en toda una vida de cazador. ¿Por qué les resulta tan difícil aceptar que una parte del precio que se recibe por cada copia liquidada, el Jefe de Seguridad de Korps lo tasa en valores intangibles?

El disparo de mi arma, limpio, real y efectivo, sonó a continuación, como un eco de las palabras de la copia. Cafeter Ene cayó hacia atrás y su cabeza golpeó contra las piedras de la Muralla antes de quebrarse sobre el cuello como un zoquete relleno de papeles. Le había dado entre los ojos con tanta precisión que hasta yo, el imperturbable, di un salto hacia atrás, sorprendido por mi puntería.

Soy un profesional. Todos los días, desde hace más de diez años, practico disparando a las botellas que Magda coloca en prolijas hileras sobre las cornisas del lado externo de la Muralla, el que mira a la Ciudad, no al Nido de Gusanos.



—Esto es un negocio —dijo Cáncer el día que me contrató. Y ha repetido esas palabras cada vez que una proliferación infesta el planeta—. Dejar que un demente se multiplique sin control equivale a introducir veneno de serpiente en las cañerías de agua de la Ciudad. El viejo Cafeter dotó a Korps de una filosofía de vida como condición esencial para que funcione como empresa. Si permitimos que las copias clandestinas caminen libremente por las calles pronto no lograríamos distinguirlas de las personas lega­les. ¿Se imagina una sociedad así? No, no se la imagina.

Sí la imagino. Pero Cáncer no tiene por qué sospechar que tengo imaginación, o sentimientos. Soy el verdugo, o el recolector de residuos, con la salvedad de que recojo los huesos antes de la cena.

—Salga y mate. Lo que está matando no es una persona. Un cuerpo clandestino es a una persona legal lo que un billete falsificado es a los auténticos. Aunque sé que a usted la ética no lo desvela, y esos detalles no sirven para detenerlo cuando tiene el dedo sobre el gatillo.

—Se equivoca —repliqué sin entrar en detalles; la ética no es un valor absoluto, como la necesidad de la eliminación de lo superfluo, por ejemplo. Pero Cáncer es un funciona­rio y no está en condiciones de captar esta clase de sutilezas.

—Cuando usted mata a una copia —continuó Cáncer sin reparar en mi disenso— está sacando un billete falsificado de la circulación; y si bien no se permite eliminar al criminal que produja a falsificación —sonrió ante la resistencia del ejemplo; ya iba por la segunda analogía— tiene todo el derecho del mundo de usarlos para encender cigarrillos.

—Lo haría si las copias fueran combustibles.

—Usted no tiene sentido del humor, Cazador: y tampoco lo que yo llamo “el sentido trágico de la existencia”. En realidad usted no tiene sentido en ningún sentido, es el “nonsense” encarnado. Carroll lo habría convertido en una paradoja sin dudarlo un instante. Una incongruencia, eso es, Cazador, una rémora, una especie extinguida. —Dejé de escuchar.

Alguien debe permanecer a salvo de la locura genera­lizada. Sin embargo, como si hubiera captado mis pensa­mientos, el Jefe de Seguridad clavó el cuchillo en la úlcera.

—¿De qué otro modo se puede calificar al único ser humano que no tiene un cuerpo de recambio? —Cáncer se rió, palmeándose el vientre con las manos, excesivamente satisfecho de su ocurrencia. Jamás sale de su oficina, en el cincuentavo piso de la Torre; todo lo que sabe acerca de los parias, los marginados y los experimentos fallidos es producto de la lectura de informes fraudulentos. Todo lo que sabe, o cree saber sobre mí, lo ha obtenido de sus soplones, tan fiables como las putas que hormiguean por el Laberinto.

—No se necesitan cuerpos de recambio para sentirse fuerte —dije a la defensiva—. La humanidad se ha transfor­mado en un nido de gusanos; blandos, fofos, asustados, sólo viven para temer la inminencia de la muerte, y se preparan colocando cuerpos como corazas, uno, dos, los que crean necesarios. Un enfermo que prolifera descontroladamente no es más que la variante suicida del gusano normal.

—Salga y mate —dijo Cáncer cambiando de conversa­ción, y de humor—. Sus lecciones de filosofía barata me hacen doler el intestino.



—¡No dé un paso más! —gritó Cafeter apuntándome con una sofisticada pistola de agujas. Y digo sofisticada en el más literal de los sentidos. Sólo un grandy puede creer que un arma así puede servir para detenerme.

—De acuerdo. —Tiré la pistola falsa que llevo en el bolsillo para resolver situaciones como ésta.— Celebro haber en­contrado por fin al Cafeter original. Dígame en la cara qué virus desencadenó a infección.

—¿Cómo lo hace? Las copias son idénticas al número uno...

—Pero son copias, copias. Cómo lo hago, de todos modos, es un secreto profesional.

—De acuerdo, usted gana. Estoy enfermo. Déjeme salir del Laberinto y le prometo que iré directamente al consul­torio de mi terapeuta.

—Ese truco no sirve, Cafeter. ¿Quiere hacerme creer que las copias eran sólo tres?

—Eran tres, créame. Y usted las mató. Cuando murió la tercera creí despertar de una pesadilla. La proliteración es una enfermedad, lo sabe. Estoy enfermo, Cazador; déje­me ir y recibirá una recompensa. A mi abuelo le encanta poner las manos encima de los casos de reproducción descontrolada.

—Cáncer detectó seis copias —dije sin perder de vista el tono irónico que había usado Cafeter Tercero para hablar del fundador de Korps—. Los sensores del piso cincuenta son infalibles. Cuando usted entró en fase generativa seis o siete puntos rojos estallaron en la pantalla.

—Hubo cuatro copias muertas —dijo Cafeter secamente.

Suspiré.

—De acuerdo —dije—. Quiero cobrar por esas también. No es justo que me perjudique. Cáncer tendrá siete pellejos.

—Di un paso hacia donde él estaba y oí un murmullo, un roce, un incómodo y torpe crepitar de cuerpos.

—¡Espere! —dijo Cafeter—. Déjeme ir primero.

—Juntos o nada.

—Lo sigo apuntando, Cazador.

—Yo también lo estoy apuntando —dije alzando la pistola sin sacarla del abrigo—. Y le aseguro que esta bala es mucho más rápida y efectiva que las agujas, especialmen­te si la dispara alguien como yo.

Cien agujas zumbaron como abejas furiosas por en­cima de mi cabeza. Pero aún antes de que Cafeter accio­nara el gatillo yo habla adivinado que dispararía. Con un solo movimiento me agaché, me desplacé hacia la dere­cha y disparé dos veces. A pesar de la velocidad con que lo hice me cuidé muy bien de no herir al original. Dos gritos ahogados, poco más que gemidos, me indicaron que había dado en el blanco.

—¡Asesino! —aulló Cafeter saliendo de la protección del muro. Ya no pensaba en volver a usar la pistola de agujas que colgaba de su mano como un paraguas estrafalario. Crucé de un salto la mancha de luz y lo golpeé con la culata a un costado de la cabeza. No me detuve a ver como caía y giré, disparando, disparando, y todas las copias, que se desbandaban chillando como murciélagos pálidos, caye­ron alcanzadas por las balas.



La Vieja Bombachas siempre regresa. Tiene un talento especial para descubrir el instante preciso en que termino el trabajo.

—Ahora que tu arma descansa, rico —dice la Vieja—, permitile a la Bomba que te haga unos mimos.

—Tengo que recoger los pellejos, Vieja, Cáncer no me paga por una declaración jurada. Quiere los pellejos, ¿entendés?

—Tanto ruido por unos pellejos... ¿Y ahora que hacen con los pellejos. rico, los rellenan con paja?

—No estoy de humor para chistes baratos, Vieja. Y andate, que despellejar es una tarea repugnante. No lo resistirías.

—Yo resisto todo, papito. Soy muy fuerte. —No soporto el tono meloso de la Vieja y la aparto de mi camino.— Podés esconder los cuerpos en un hueco de la Muralla y despellejarlos a las seis, un rato antes de que amanezca. Mientras tanto nosotros...

—Sabés bien que las alimañas del Laberinto limpiarían los huesos hasta la última partícula de carne. A Cáncer no le gustan los esqueletos.

—Ustedes, los de afuera —dice entonces la Vieja con tono admonitorio—, creen que aquí vive una manada de bestias salvajes, que el Laberinto es el pozo ciego del mundo. ¿Se miraron al espejo? Cáncer manda matar a las copias porque no son personas. Cafeter, el viejo, fabrica gente como quien fabrica Barbies. Cafeter, el joven, juega a enfermarse de algo más exótico que el SIDA. Y vos, Cazador, pobre diablo...



Para mi archivo mental.

296) La Vieja Bomba y cada uno de los parias que vagan por las calles del laberinto, son residuos de floraciones clandestinas y experimentos fallidos de Korps. Ignoro las razones por las cuales esos cuer­pos no fueron destruídos. Probablemente los desgra­ciados continúan siendo objeto de observación y análisis, aunque su mera supervivencia constituye un reconocimiento de los dis­parates que Korps ha per­petrado en nombre de la Ciencia.

297) Los errores y omi­siones deben ser corregi­dos, pero jamás perdona­dos. Mi conducta individual, a la luz de la eliminación física de la Vieja Bomba, debe analizarse con independencia de motivaciones conductistas, y sí, en cam­bio, como un acto simbóli­co de reparación, infinita­mente estirado en el tiem­po.



—Hoy voy a disparar contra diez botellas —le digo a Magda mientras cargo la pistola—. Las proliferacio­nes son cada vez más ex­plosivas.

—¿Diez? —Magda se ríe. Es idiota, pero me gusta. La única persona que ha desdeñado tener cuerpos de recam­bio, además de mí, claro. Magda es hermana de Pierrot Cafeter Tercero, nieta del fundador de Korps y heredera del imperio. No le importa. Prefiere contribuir a perfeccionar mi puntería alineando botellas sobre las cornisas de la Mu­ralla. Cuando hacemos el amor, Magda pregunta:

—¿Qué es un paría? ¿Por qué hay cuerpos a la deriva en el Laberinto?



Cáncer me llama a su despacho del piso cincuenta de la Torre. Es un cerdo repugnante, pero también un paranoico sin remedio.

—Esta vez son doce —dice inflamado de omnipotencia. Es como si él mismo las hubiera producido.

—No lo voy a hacer —digo sacando la pistola del bolsillo. Cáncer pega un salto y su barriga golpea contra el borde del escritorio. Cuando advierte que no tengo intenciones de matarlo —no por el momento— se relaja un poco y logra decir:

—¿Y cuándo se produjo esa súbita toma de conciencia, esa... iluminación? —Noto que Cáncer se esfuerza por no reir, aunque debe sentir dolor por el golpe y miedo ante la posibilidad de que, con un rápido movimiento, cambie la dirección del cañón del arma. Sé lo que piensa de mí, y no me gusta.

—No lo voy a hacer y basta. Magda y yo nos vamos a ir a vivir al campo, lejos de toda esta locura. Solos, los dos.

—¡Siempre pensé en usted como se piensa en las bestias!

Reprimo una vez más el impulso de meterle un tiro entre ceja y ceja. La inutilidad del asesinato pasional es más fuerte que todos los castigos, ahora que un cuerpo sustituto espera su turno en un depósito de Korps para reemplazarlo en el mismo momento en que su corazón deje de latir.

—¡No vuelva nunca más, quédese con los de su ralea! —grita Cáncer cuando cierro cuidadosamente la puerta y abandono la oficina de Seguridad de Korps, en el piso cincuenta de la Torre. Magda me está esperando afuera, se cuelga de mi hombro, me besa el cuello.

Anoto en mi diario mental.

300) Un hombre sin cuerpos de recambio es un mano­jo de reacciones imprevisibles. A duras penas consigo imaginar cómo era el mundo cuando todas las personas eran frías, reaccionarias e insobornables como Magda, y como yo.


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