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CUENTOS INFANTILES
CUENTO HISTORIA DE LA PRINCESA ROSETTE (por Condesa de SÉGUR)
I.- La granja.

Había un rey y una reina que tenían tres hijas; amaban mucho a las dos mayores, que se llamaban Orangine y Roussette, y eran gemelas; eran bellas e inteligentes, pero no buenas: en eso se parecían al rey y la reina. Las más joven de las princesas, que tenía tres años menos que sus hermanas, se llamaba Rosette; era tan linda como amable, tan buena como bella; tenía por madrina al hada Puissante, lo que despertaba la envidia de Orangine y de Roussette, que no habían tenido hadas como madrinas. Unos cuantos días después del nacimiento de Rosette, el rey y la reina la enviaron al campo con una nodriza, una buena granjera; allí vivió muy feliz durante quince años, sin que el rey y la reina fueran a visitarla ni una sola vez. Enviaban cada año a la granjera una pequeña suma para pagar los gastos de Rosette, solicitaban noticias de la niña, pero no la invitaban jamás a ir a palacio ni se preocupaban en absoluto de su educación. Rosette habría sido mal educada e ignorante, si su buena madrina el hada Puissante no le hubiera enviado maestros y no le hubiera proporcionado todo cuanto necesitaba. Así fue como Rosette aprendió a leer, a escribir, a contar, a trabajar; así fue como llegó a ser una buena música, aprendió a dibujar y a hablar varias lenguas extranjeras. Rosette era la más linda, la más bella, la más amable y la más excelente princesa del mundo entero. Rosette no había desobedecido jamás a su nodriza o a su madrina. Por lo que no le habían regañado nunca; no añoraba a su padre y a su madre, que no conocía, y no deseaba vivir en ningún otro lugar que no fuera la granja en la que se había criado.

Un día que se encontraba sentada en un banco de piedra delante de la casa, vio llegar a un hombre con traje y sombrero galoneados que, al acercarse a ella, le preguntó si podía hablar con la princesa Rosette.

—Sí, sin duda —respondió Rosette— puesto que yo soy la princesa Rosette.

—Entonces, princesa —prosiguió el hombre retirando su sombrero— tened a bien recibir esta carta que el rey vuestro padre me ha encargado de traeros.

Rosette cogió la carta, la abrió y leyó lo siguiente:

Rosette, vuestras hermanas tienen dieciocho años; están en edad de casarse; he invitado a los príncipes y princesas de todos los reinos del mundo a asistir a las fiestas que voy a organizar para buscarle esposo a vuestras hermanas. Ya tenéis quince años, ya tenéis edad para participar en esos festejos. Podéis venir a pasar tres días en palacio. Enviaré a buscaros dentro de ocho días; no os envío dinero para vuestro atavío, porque he gastado mucho en los de vuestras hermanas: además, nadie os mirará, por lo que podéis vestiros como os plazca. El Rey, vuestro padre.

Rosette fue rápidamente a enseñarle la carta a su nodriza.

—Rosette, ¿estás contenta de ir a esas fiestas?

—¡Oh, sí! mi buena nodriza, muy contenta; me divertiré mucho, conoceré a mi padre, a mi madre y a mis hermanas, y luego regresaré a tu lado.

—Pero, —dijo la nodriza moviendo la cabeza— ¿qué vestido te pondrás, mi pobre niña?

—¡Ah! ¡qué importa! Mi mismo padre dice que no me mirará nadie. Eso me permitirá sentirme más cómoda: lo veré todo, pero nadie me verá.

La nodriza suspiró, no contestó nada y se puso a lavar, remendar y planchar el vestido de Rosette. La víspera del día en que debían venir a buscarla, la llamó y le dijo:

—Mi querida niña, aquí tienes tu ropa para las fiestas del rey; cuida mucho tu vestido, porque no tienes otro y yo no estaré allí para lavarlo o plancharlo.

—Gracias, mi buena nocriza; quédate tranquila, pondré mucho cuidado.

La nodriza colocó en un pequeño arca el vestido, unas enaguas blancas, medias de algodón, zapatos de piel negros y un ramito de flores que Rosette se pondría en el pelo. En el momento en que iba a cerrar el arca, la ventana se abrió de repente y entró el hada Puissante.

—¿Vas a ir pues a la corte del rey tu padre, mi querida Rosette? —preguntó el hada.

—Sí, querida madrina, voy a pasar allí tres días.

—Y ¿qué vestidos has preparado para esos tres días?

—Esto, madrina; mirad.

Y le mostró el arca aún abierta. El hada sonrió, sacó un frasco de su bolsillo, y dijo: «Quiero que mi Rosette cause sensación por su ropa: esto no es digno de ella.» Abrió el frasco y vertió una gota de licor sobre el vestido que, instantáneamente, se puso amarillo, arrugado, y se convirtió en grueso tejido como el de los paños de cocina. Otra gota sobre las medias las transformó en gruesas medias de hiladillo azul. Una tercera gota sobre el ramito de flores, lo convirtió en un ala de gallina; los zapatos se convirtieron en gruesos zapatos de vendo.

—Así es como quiero que aparezca mi Rosette, —dijo sonriendo—. Quiero que te pongas todo esto y, para completar tu atuendo, aquí tienes un collar, un pasador para el pelo y brazaletes.

Y mientras hablaba, sacó de su bolsillo e introdujo en el arca un collar de avellanas, un broche de huesos de níspero y un brazalete de judías secas. Besó en la frente a Rosette, estupefacta, y desapareció. Rosette y la nodriza se miraron boquiabiertas; finalmente, la nodriza rompió en sollozos.

—¡Merecía la pena darme tanto trabajo para este pobre vestido! El primer trapo que hubiera encontrado habría hecho el mismo papel. ¡Oh! Rosette, mi pobre Rosette, no vayáis a esas fiestas; poned el pretexto de que os encontráis enferma.

—No, —dijo Rosette— eso resultaría descortés para con mi madrina; estoy segura de que lo que hace es por mi bien, pues ella sabe mucho más que yo. Iré pues, y me pondré todo lo que me madrina me ha dejado.

Y la buena Rosette no se ocupó más de su atuendo; se acostó y durmió tranquilamente. Al día siguiente, apenas había terminado de peinarse y vestirse, cuando llegó a recogerla la carroza del rey; besó a su nodriza, hizo que colocaran el arca en el coche y se marchó.

II.- Rosette en la corte del rey su padre. Primera jornada

Sólo estuvieron en camino dos horas, pues la ciudad del rey sólo se encontraba a seis leguas de la granja de Rosette. Cuando Rosette llegó, se sorprendió de ver que la hacían bajar en un pequeño patio sucio. Un paje la esperaba.

— Venid, princesa; he sido encargado de conduciros a vuestra habitación.

—¿No podría ver a la reina? —preguntó tímidamente Rosette.

—La veréis, princesa, dentro de dos horas cuando se reunan para almorzar; mientras tanto, podéis ir preparando vuestro arreglo personal.

Rosette siguió al paje, que la condujo por un largo corredor, al extremo del cual había una escalera; subió, subió bastante rato, antes de llegar a otro corredor donde se encontraba la habitación que le habían asignado. Era una pequeña buhardilla, con muy pocos muebles: la reina había alojado a Rosette en un cuarto del servicio. El paje depositó el arca de Rosette en un rincón, y le dijo con expresión azorada:

—Tened a bien excusarme, princesa, si os he conducido a esta habitación tan indigna de vos. La reina ha dispuesto de todos sus apartamentos para los reyes y reinas invitados; y no quedaban más, y...

—Bien, bien —dijo Rosette sonriendo—; no os reprocho nada respecto a mi habitación; me encontraré muy bien en ella.

—Vendré a buscaros, princesa, para conduciros a los apartamentos del rey y la reina, cuando llegue la hora.

—Estaré lista, —dijo Rosette—; hasta luego, amable paje.

Rosette se puso a deshacer su equipaje; se encontraba un poco triste; sacó suspirando su sucio vestido de paño y el resto de su atavío, y empezó a peinarse delante de un trozo de espejo que halló en un rincón de la habitación. Era tan habilidosa, arregló tan bien sus hermosos cabellos rubios, su ala de gallina y el pasador hecho de huesos de nísperos, que su peinado la hacía diez veces más bonita. Cuando se calzó y se puso el vestido, ¡cuál no fue su sorpresa al ver que su vestido se había convertido en un traje de brocado de oro cuajado de rubies de una belleza extraordinaria! Sus gruesos zapatos de vendo eran dos zapatos de raso blanco cerrados por una hebilla de rubí de una belleza ideal; las medias eran de seda y tan finas que podría pensarse que habían sido tejidas con hilos de araña. Su collar era de rubíes rodeados de gruesos diamantes; sus brazaletes estaban hechos con los diamantes más bellos que se hayan visto jamás; corrió hacia el espejo, y vio que el ala de gallina se había transformado en un plumero magnífico y que el pasador de huesos de níspero era un carbúnculo de una belleza tal, con tal brillo, que sólo un hada podía poseerlos tan bellos. Rosette, feliz, encantada, saltaba en su pequeño cuarto y daba gracias en voz alta a su buena madrina que había querido poner a prueba su obediencia y la recompensaba de forma tan espléndida.

El paje llamó a a la puerta, entró y retrocedió deslumbrado por la belleza de Rosette y la riqueza de su atuendo. Ella lo siguió; él le hizo bajar muchas escaleras, recorrer muchas salas y, por fin, la hizo entrar en una serie de magníficos salones repletos de reyes, príncipes y damas. Todos se detenían y se volvían para admirar a Rosette que, avergonzada por atraer todas las miradas, no se atrevía a levantar la mirada. Por fin el paje se detuvo y le dijo a Rosette:

—Princesa, he ahí el rey y la reina.

Levantó los ojos y vio ante ella al rey y a la reina, que la miraban con cómica sorpresa.

—Señora, —dijo finalmente el rey— dignaos decirme cuál es vuestro nombre. Sin duda sois una gran reina o un gran hada, cuya presencia inesperada es para nosotros un honor y un placer.

—Majestad, —dijo Rosette poniendo una rodilla en tierra—, no soy un hada ni una gran reina, sino vuestra hija Rosette, que habéis tenido a bien invitar.

—¡Rosette! —exclamó la reina—; ¡Rosette vestida más lujosamente de lo que yo lo he estado jamás! Y ¿quién os ha dado pues, señorita, todas estas bellas cosas?

—Mi madrina, Señora. —Y añadió—: Permitidme, Señora, besar vuestra mano y haced que conozca a mis hermanas.

La reina le presentó fríamente su mano. «Estas son las princesas, vuestras hermanas» dijo indicándole a Orangine y a Roussette que estaban a su lado. La pobre Rosette, entristecida por el frío recibimiento de su padre y de su madre, se volvió hacia sus hermanas e hizo ademán de besarlas; pero éstas retrocedieron espantadas, por temor a que, al besarlas, Rosette les quitara el blanco y el rojo con los que estaban maquilladas. Orangine se ponía maquillaje blanco para ocultar el color algo amarillento de su piel, y Roussette para cubrir sus pecas.

Aunque rechazada por sus hermanas, Rosette no tardó en verse rodeada por todas las damas y todos los príncipes invitados. Como charlaba con gracia y bondad, y conocía varios idiomas, dejó encantados a todos cuantos se le acercaban. Orangine y Roussette sentían una horrible envidia. El rey y la reina estaban furiosos, pues Rosette atraía toda la atención, y nadie se ocupaba de sus hermanas. En una mesa, el joven rey Charmant, poseedor del más bello y dilatado reino, y con el que Orangine esperaba casarse, se sentó junto a Rosette y estuvo pendiente de ella durante toda la comida. Después del almuerzo, y para obligar a todas las miradas a volverse hacia ellas, Orangine y Roussette propusieron cantar; cantaban muy bien y se acompañaban con un arpa.

Rosette, que era buena y que deseaba que sus hermanas la quisieran, aplaudió todo cuanto pudo el canto de sus hermanas y ensalzó su talento. En lugar de sentirse conmovida por aquel generoso sentimiento, Orangine esperó jugarle una mala pasada a Rosette invitándola a cantar a su vez. Rosette se excusó modestamente; sus hermanas, que pensaron que no sabía cantar, insistieron vivamente; hasta la reina, deseosa de humillar a la pobre Rosette, se unió a Orangine y a Rousette y le ordenó cantar. Rosette hizo un saludo a la reina diciendo: «Obedezco». Tomó el arpa; la gracia de su actitud sorprendió a sus hermanas. Cuando comenzó a improvisar con el arpa, les habría gustado detenerla pues se dieron cuenta de inmediato de que el talento de Rosette era muy superior al suyo. Pero cuando cantó con voz hermosa y melodiosa una romanza compuesta por ella misma donde hablaba de la felicidad de ser buena y amada por su familia, hubo tal estremeimiento de admiración, un entusiasmo tan generalizado, que sus hermanas estuvieron a punto de desmayarse de despecho. El rey Charmant parecía embelesado de admiración. Se acercó a Rosette, con los ojos humedecidos por la emoción, y le dijo: «Encantadora y amable princesa, nunca una voz tan dulce había llegado a mis oídos; me sentiría feliz de escucharos de nuevo.» Rosette, que se había percatado de la envidia de sus hermanas, se excusó diciendo que se encontraba cansada, pero el rey Charmant, que era inteligente y perspicaz, adivinó el verdadero motivo del rechazo de Rosette y la admiró mucho más. La reina, irritada por el éxito de Rosette, terminó temprano la velada, y cada cual regresó a sus aposentos.

Rosette se desvistió; se quitó el vestido y el resto de adornos, y lo puso todo dentro de un magnífico arca de ébano, que se encontraba en la habitación sin que ella supiera cómo; y vio en su arca de madera el vestido de paño, el ala de gallina, las avellanas, los huesos de níspero, las judías, los zapatos y las medias azules; no se preocupó más, segura de que su madrina vendría en su ayuda. Se entristeció un poco por la frialdad de sus padres y la envidia de sus hermanas; pero como no los conocía mucho, esta penosa impresión quedó borrada por el recuerdo del rey Charmant, que parecía tan bueno, y había sido tan amable con ella: se durmió pronto, y se despertó tarde al día siguiente.

III.- Consejo de familia

Mientras que Rosette sólo estaba ocupada en pensamientos risueños y benevolentes, el rey, la reina y las princesas Orangine y Roussette reventaban de cólera; se habían reunido los cuatro en el apartamento de la reina.

—Es horrible haber invitado a esa odiosa Rosette, —decían las princesas — que tiene adornos deslumbrantes, que se deja mirar y admirar por todos los necios reyes y príncipes. ¿La habéis invitado para humillarnos, padre?

—Os juro, hermosas mías —contestó el rey— que la invité a venir por orden del hada Puissante; además ignoraba que fuera tan bella y que...

—¡Tan bella! —interrumpieron las princesas—; ¿dónde véis que sea bella? Es fea y boba; es su atuendo el que hace que todos la admiren. ¿Por qué no nos habéis dado vuestras más hermosas joyas y vuestros hermosos tejidos? Parecíamos fregonas al lado de esa orgullosa.

—Y ¿dónde habría encontrado yo joyas de semejante belleza? No tengo ninguna que se le pueda comparar. Es su madrina, el hada, quien le ha prestado las suyas.

—Y ¿por qué solicitásteis a un hada que fuera madrina de Rosette, mientras que nosotros sólo teníamos a reinas por madrinas?

—No fue vuestro padre quien lo solicitó —dijo la reina—; fue el hada misma quien, sin ser requerida, se nos apareció y dijo que quería ser la madrina de Rosette.

—No se trata de querellarnos —dijo el rey— sino de encontrar la forma de deshacerse de Rosette e impedir que el rey Charmant vuelva a verla.

—No hay nada más sencillo, —dijo la reina—; mañana la despojaré de sus joyas y ricos vestidos; mandaré que la cojan, la devuelvan a la granja, de la que no volverá a salir nunca más.

Tan pronto como terminó de decir estas palabras, el hada Puissante se apareció con expresión amenazante e irritada.

—Si le tocáis a Rosette, —dijo con voz de trueno—, si no la dejáis aquí y no le permitís participar en todas las fiestas, sentiréis los efectos de mi ira. Vos, rey indigno; vos, reina sin corazón, seréis convertidos en sapos y vos, hijas y hermanas detestables, os convertiréis en víboras. ¡Atreveos ahora a hacerle algo a Rosette!

Al concluir sus palabras, desapareció. El rey, la reina y las princesas, aterrorizados, se separaron sin atreverse a pronunciar ni palabra, pero con la rabia en el corazón; las princesas durmieron poco, y estuvieron más furiosas aún a la mañana siguiente, cuando vieron sus ojos tristes, sus facciones contraídas por la maldad; de poco les sirvió ponerse maquillaje rojo, blanco, o pegarle a las doncellas, no por ello se vieron más bonitas. El rey y la reina se desolaban tanto como las princesa, y no encontraban remedio a su pesar.

IV.- Segunda jornada

Una gruesa criada le llevó a Rosette pan y leche, y le ofreció sus servicios para vestirla. Rosette que no se preocupaba de que la gruesa criada viera la metamorfosis de su arreglo personal, le dio las gracias y le dijo que estaba acostumbrada a vestirse y peinarse sola. Comenzó a acicalarse; una vez lavada y bien peinada, quiso colocarse en el cabello el soberbio carbúnculo de la víspera, pero vio con sorpresa que el cofre de ébano había desaparecido. En su lugar estaba el pequeño arca de madera, con un papel encima; lo cogió y leyó: «Vuestras cosas están en vuestra casa, Rosette; poneos, como ayer, la ropa que trajisteis de la granja.»

Rosette no vaciló, convencida de que su madrina vendría en su ayuda; se colocó su ala de gallina de una manera diferente que la víspera, lo mismo que el pasador de huesos de níspero; se puso el vestido, los zapatos, el collar y los brazaletes; luego se colocó ante el espejo; cuando se miró en él, quedó deslumbrada; llevaba el más encantador y valioso traje de amazona: el vestido era de terciopelo azul cielo, con botones de perlas del tamaño de nueces; el bajo estaba ribeteado por un canelón de perlas como avellanas; estaba cubierta con una pequeña gorra en terciopelo azul, con una pluma de blancura deslumbrante, que le caía hasta la cintura y que estaba cogida con una perla de un tamaño y belleza inauditos. Los zapatos eran asimismo de terciopelo azul, bordados con perlas y oro. Los brazaletes y el collar eran de perlas tan bellas, que una sola habría pagado todo el palacio del rey. En el instante en que iba a abandonar su cuarto para seguir al paje que estaba llamando a la puerta, una voz le dijo al oído: «Rosette, no subáis a ningún caballo nada más que al que os presente el rey Charmant.» Se volvió, no vio a nadie, y no dudó de que aquel aviso provenía de su madrina. «Gracias, querida madrina», dijo a media voz. Sintió entonces un dulce beso en la mejilla, y sonrió feliz y agradecida.

Como la víspera, el paje la condujo a los salones donde causó aún más sensacion; su aire dulce y bueno, su encantadora figura, su actitud elegante, su magnífico atuendo, cautivaron todas las miradas y todos los corazones. El rey Charmant, que la estaba esperando, se dirigió hacia ella, le ofreció su brazo y la condujo ante el rey y la reina, que la recibieron con mayor frialdad aún que la víspera. Orangine y Roussette, que reventaban de despecho al ver el nuevo conjunto de Rosette, no quisieron siquiera saludarla. Rosette permanecía algo molesta por esta acogida; el rey Charmant, al ver su actitud, se acercó a ella y le solicitó permiso para ser su acompañante durante la partida de caza en el bosque.

—Será para mí un gran placer, Majestad —dijo Rosette, que no sabía disimular.

—Me siento como si fuera vuestro hermano —dijo él— tanto es el afecto que siento por vos, encantadora princesa: permitidme no separarme de vos y defenderos de todos y contra todos.

—Será para mí un honor y un placer estar en compañía de un rey tan digno del nombre que lleva.

El rey Charmant quedó encantado con esta respuesta; y, pese al despecho de Orangine y de Roussette y de sus intentos por atraerlo hacia ellas, no se separó de Rosette. Después del almuerzo, bajaron al patio de honor para montar a caballo. Un paje le trajo a Rosette un hermoso caballo negro, al que dos escuderos sujetaban con esfuerzo, y que parecía perverso y malintencionado.

—No debéis montar ese caballo, princesa —dijo el rey Charmant—, os mataría. Traedle otro, —dijo volviéndose hacia el paje.

—El rey y la reina han dado órdenes de que la princesa no montara otro caballo que éste. —respondió el paje.

—Querida princesa, tened la bondad de esperar un momento, voy a traeros un caballo digno de llevaros pero, por favor, no montéis éste.

—Os esperaré, Majestad. —dijo Rosette con una graciosa sonrisa.

Pocos instantes después, el rey Charmant regresó trayendo personalmente un magnífico caballo, blanco como la nieve; la silla era de terciopelo azul bordada de perlas; la brida de oro y perlas. Cuando Rosette quiso montar, el caballo se arrodilló, y no volvió a levantarse hasta que Rosette estuvo bien colocada en la silla. El rey Charmant saltó ágilmente sobre su hermoso caballo alazán, y fue a colocarse al lado de Rosette. El rey, la reina y las princesas, que lo habían visto todo, estaban pálidos de ira, pero no se atrevieron a hacer nada por miedo al hada Puissante.

El rey dio la señal de partida. Cada dama llevaba un acompañante; Orangine y Roussette tuvieron que conformarse con dos pequeños príncipes, que no eran ni bellos ni amables como el rey Charmant; ellas fueron tan fastidiosas, que los príncipes juraron que no se casarían jamás con unas princesas tan poco amables.

En lugar de participar en la caza, el rey Charmant y Rosette permanecieron por las avenidas del bosque, charlando y contándose su vida.

—Pero si el rey vuestro padre se privó de vuestra presencia —dijo Charmant— ¿Cómo es que os ha dado sus joyas más hermosas, sólo dignas de un hada?

—Se las debo a mi buena madrina, —respondió Rosette; y le contó al rey como había sido criada en una granja y como debía todo lo que sabía y todo lo que valía al hada Puissante, que había velado por su educación y le había dado todo cuanto pudiera desear.

Charmant la escuchaba con vivo interés y tierna compasión. Él, a su vez, le contó que se había quedado huérfano a los siete años, que el hada Prudente había velado por su educación, que era ella quien lo había enviado a las fiestas ofrecidas por el rey diciéndole que en ellas encontraría a la mujer perfecta que estaba buscando.

—Creo, efectivamente, querida Rosette, haber encontrado en vos a la mujer perfecta de la que me hablaba el hada; dignaos unir vuestra vida a la mía, y autorizadme a solicitaros a vuestros padres.

—Antes de responderos, querido príncipe, tengo que obtener el permiso de mi madrina; pero creed que sería muy feliz de pasar mi vida junto a vos.

La mañana transcurrió así agradablemente para Rosette y Charmant. Regresaron a palacio para acicalarse para el almuerzo. Rosette subió a su fea buhardilla; al entrar, vio un magnífico cofre en palo de rosa que estaba abierto y vacío; se desvistió, y a medida que se iba quitando cada prenda, éstas iban a colocarse por sí solas en el cofre, que volvió a cerrase cuando todo estuvo colocado en él.

Volvió a peinarse y a vestirse con esmero y, cuando se acercó al espejo, no pudo reprimir un grito de admiración. Su vestido era de gasa que parecía hecha con alas de mariposa, hasta tal extremo era fina, ligera y brillante; estaba sembrado de diamantes que brillaban como chispas; el borde del vestido, el corpiño y el cinturón estaban adornados con hileras de diamantes, deslumbrantes como soles. Su cabeza estaba cubierta a medias por una redecilla de diamantes rematada por dos gruesos diamantes que le caían hasta el cuello; cada diamante era del tamaño de una pera y valía un reino. Su collar, sus brazaletes eran también de diamantes, tan grandes y relucientes, que hacían daño a la vista cuando se les miraba fijamente.

Rosette le dio tiernamente las gracias a su madrina y, como por la mañana, notó sobre su mejilla un dulce beso. Siguió al paje, entró en los salones; el rey Charmant la estaba esperando a la puerta, le ofreció su brazo, y la condujo al salón donde se encontraban el rey y la reina. Rosette se acercó a saludarlos. Charmant vio con indignación las miradas furiosas que le lanzaban a la pobre Rosette el rey, la reina y las princesas. Como por la mañana, permaneció junto a ella, y fue testigo de la admiración que inspiraba Rosette y del despecho de sus hermanas. Rosette estaba triste al verse objeto del odio de su padre, de su madre, de sus hermanas. Charmant se percató de aquella tristeza, le preguntó la causa; ella se la dijo francamente.

—¿Cuándo pues, querida Rosette, me permitiréis que os pida a vuestro padre? En mi reino, todo el mundo os amará, y yo más que todos los demás.

—Querido príncipe, mañana os transmitiré la respuesta de mi madrina, a la que interrogaré acerca de esta cuestión.

Fueron a almorzar, Charmant se situó junto a Rosette, que charló de la forma más agradable. Después del almuerzo, el rey dio órdenes para que comenzara el baile. Orangine y Roussette, que recibían clases de baile desde hacía diez años, bailaron muy bien, pero sin gracia; sabían que Rosette no había tenido jamás ocasión de bailar, de manera que anunciaron con tono burlón que ahora le tocaba a Rosette. La modesta Rosette se excusó vivamente, porque no le agradaba mostrarse en público y atraer la atención; mientras más se excusaba, más insistían sus envidiosas hermanas, esperando que, por fin, iba a sufrir la humillación de un fracaso. La reina puso fin a la discusión, ordenando imperiosamente a Rosette que ejecutara el baile realizado por sus hermanas. Rosette no tuvo más remedio que obedecer a la reina; viendo su apuro, Charmant le dijo:

—Yo seré vuestro compañero de baile, querida Rosette; cuando no sepáis algún paso, dejadme a mí ejecutarlo solo.

—Gracias, querido príncipe, reconozco vuestra bondad. Os acepto con alegría como compañero de baile, y espero no avergonzaros demasiado.

Rosette y Charmant empezaron; nunca se había visto una danza más graciosa, más viva, más ligera; todos miraban con creciente admiración. Era tan superior a la de Orangine y Roussette que éstas, no pudiendo contener por más tiempo su furor, quisieron abalanzarle sobre Rosette para abofetearla y arrancarle sus diamantes; el rey y la reina, que no las perdían de vista y que adivinaron sus intenciones, las detuvieron y les dijeron al oído:

—Tened presente lo que dijo el hada Puissante; paciencia, mañana será el último día.

Cuando concluyó el baile, los aplausos surgieron de todas partes, y todos pidieron insistentemente a Rosette y a Charmant que siguieran bailando. Como no se encontraban cansados, no quisieron hacerse de rogar y ejecutaron una nueva danza más graciosa y ligera aún que la anterior. Ante esto, Orangine y Roussette no aguantaron más; la ira las asfixiaba; se desmayaron y tuvieron que llevárselas sin conocimiento. Sus rostros estaban tan afeados por la cólera y la envidia que no se veían nada bonitas; nadie les tuvo lástima, porque todo el mundo veía sus celos y su maldad. Los aplausos y el entusiasmo hacia Rosette fueron tan abrumadores que, para sustraerse a ellos, se refugió en el jardín, donde Charmant la siguió; se pasearon el resto de la tarde y hablaron de sus proyectos futuros, si el hada Puissante le permitía a Rosette que uniera su vida a la de Charmant. Los diamantes de Rosette brillaban con tal resplandor, que las avenidas por las que caminaban o los bosquecillos en los que se sentaban, parecían iluminados por mil estrellas. Finalmente, tuvieron que separarse.

—¡Hasta mañana! —dijo Charmant—; espero poder decir mañana: «¡Hasta siempre!»

Rosette subió a su cuarto; cuando se desvistió, su rico atuendo fue a colocarse en un cofre más bello aún que los precedentes: era de marfil esculpido, remachado con clavos de turquesas. Cuando Rosette estuvo desvestida y acostada, apagó su vela y dijo a media voz:

—Mi querida, mi buena madrina, ¿qué debo responderle mañana al rey Charmant? Dadme una respuesta, querida madrina; sea lo que sea lo que me ordenéis, yo obedeceré.

—Decid que sí, mi querida Rosette —respondió la dulce voz del hada—; yo he arreglado este matrimonio; fue para haceros conocer al rey Charmant por lo que obligué a vuestro padre a invitaros a asistir a estas fiestas.

Rosette dio las gracias al buen hada, y se durmió después de haber sentido sobre sus dos mejillas el beso maternal de su protectora.

V.- Tercera y última jornada

Mientras que Rosette dormía plácidamente, el rey, la reina, Orangine y Roussette rugían de cólera, se peleaban, se acusaban recíprocamente de los éxitos de Rosette y de su propia humillación. Les quedaba una última esperanza. Al día siguiente, tendría lugar una carrera de carruajes. Cada vehículo, provisto de dos caballos, debía ser conducido por una dama. Decidieron darle a Rosette un carro muy alto y fácil de volcar, con dos caballos jóvenes fogosos y sin domar. «El rey Charmant, —dijo la reina— no tendrá un carro y dos caballos de repuesto como el caballo de montar de esta mañana: le ha resultado fácil coger uno de los suyos; pero ahora no podrá encontrar un carro atalajado.» El consolador pensamiento de que Rosette podía matarse o resultar gravemente herida y desfigurada al día siguiente, trajo la paz a aquellos cuatro pérfidos seres; fueron a acostarse, soñando con los mejores métodos para deshacerse de Rosette, si no bastaba con la carrera de carruajes. Orangine y Roussete durmieron poco de tal manera que, al levantarse, estaban más feas y descompuestas aún que la víspera.

Rosette, que tenía la conciencia tranquila y el corazón contento, descansó apaciblemente toda la noche; se había fatigado bastante durante la jornada y por eso durmió hasta bien entrada la mañana. Cuando se despertó, apenas tenía tiempo para vestirse. La gruesa criada le trajo su taza de leche y su trozo de pan moreno. Eran órdenes de la reina, que quería que fuera tratada como una sirvienta. Rosette no era exigente; se tomó el pan y la leche con apetito y empezó a arreglarse.

El cofre de marfil había desaparecido; como los días anteriores, se puso su vestido de paño, su ala de gallina y los accesorios y fue a mirarse en el espejo. Llevaba un traje de amazona en raso amarillo bordado por delante y en el bajo con zafiros y esmeraldas. Su tocado era de terciopelo blanco, adornado con plumas de mil colores procedentes de los animales más exóticos y sujetas por un zafiro del tamaño de un huevo. Llevaba al cuello una cadena de reloj de zafiros admirables al extremo de la cual había un reloj cuya esfera era un ópalo, la tapadera un zafiro tallado y el cristal un diamnte. Este reloj funcionaba siempre, no se estropeaba nunca y no necesitaba nunca que se le diera cuerda.

Rosette oyó tocar a la puerta y siguió al paje. Al entrar en el salón, vio al rey Charmant que la esperaba con gran impaciencia; salió a su encuentro, le ofreció su brazo y le dijo con prontitud:

—Y bien, querida princesa, ¿qué os ha dicho el hada? ¿Qué respuesta vais a darme?

—La misma que me dictaba mi corazón, querido príncipe; os consagraré mi vida lo mismo que vos me ofrecéis la vuestra.

—Gracias, cien veces gracias, querida y adorable Rosette. ¿Cuándo puedo solicitaros a vuestro padre?

—Al regreso de la carrera de carruajes, querido príncipe.

—¿Me permitís que añada a mi petición de mano la de concluir nuestro matrimonio hoy mismo? Tengo prisa por sustraeros a la tiranía de vuestra familia y por conduciros a mi reino.

Rosette vacilaba; la voz del hada le dijo al oído: «Aceptad». La misma voz le dijo al oído a Charmant: «Apresurad la boda, príncipe, y hablad con el rey sin tardar. La vida de Rosette está en peligro, y no podré velar por ella durante ocho días a partir de esta tarde, al anochecer.» Charmant se estremeció y le dijo a Rosette lo que acababa de oír. Rosette contestó que era una advertencia que no debían despreciar, pues sin duda procedía del hada Puissante.

Fue a saludar al rey, a la reina y a sus hermanas; ninguno de ellos le habló ni la miró. Fue rodeada inmediatamente por un grupo de príncipes y reyes que se proponían todos pedirla en matrimonio aquella misma noche, pero ninguno se atrevió a hablarle, a causa de Charmant que no se separaba de ella.

Después de la comida, bajaron para coger los vehículos; los hombres debían montar a caballo, y las mujeres conducir los carruajes. Trajeron para Rosette el que la reina había dicho. En el momento en que Rosette se estaba subiendo al carro, Charmant la agarró y la depositó en tierra. «No subiréis en ese carro, princesa; mirad los caballos.» Rosette vio entonces que cada uno de los caballos estaba sujeto por cuatro hombres y que piafaban y coceaban furiosos. En aquel mismo instante, un pequeño jockey, vestido con una chaqueta de raso amarillo con nudos azules, gritó con voz argentina: «El carruaje de la princesa Rosette». Y todos vieron acercarse un carro de perlas y nácar, tirado por dos magníficos caballos blancos, cuyos arneses eran de terciopelo amarillo adornado con zafiros.

Charmant no sabía si debía permitir que Rosette se subiera a un vehículo desconocido; temía una nueva maldad del rey y la reina. La voz del hada le dijo al oído: «Dejad que Rosette suba, pues este vehículo y estos caballos son un regalo mío. Seguidla allá donde la lleve su carruaje. La jornada avanza, y sólo me quedan unas horas que poder dedicarle a Rosette; es necesario que esté en vuestro reino antes del anochecer.»

Charmant ayudó a Rosette a subir al carro y saltó sobre su caballo. Todos los carruajes partieron; el de Rosette también: Charmant no se alejaba de él ni un paso. Al cabo de unos instantes, dos carros montados por dos mujeres cubiertas con un velo intentaron adelantar al de Rosette; uno de ellos se lanzó con tal fuerza contra el de Rosette que lo habría hecho añicos si no hubiera sido fabricado por las hadas: fue pues el carro pesado y macizo el que se rompió; la mujer cubierta fue lanzada contra unas rocas, donde permaneció tendida, sin moverse. Mientras que Rosette, que había reconocido a Orangine, trataba de detener sus caballos, el otro carro se lanzó contra el de Rosette y lo enganchó con la misma violencia que el anterior; siguió la misma suerte: quedó roto, y la mujer cubierta lanzada contra las rocas que parecían estar allí para recibirla. Rosette reconoció a Roussette; iba a bajarse, cuando Charmant se lo impidió diciendo:

—Rosette, escuchad lo que dice la voz: «Marchad; el rey viene con una tropa numerosa para mataros a ambos; el sol se ocultará dentro de poco; no tengo tiempo sino para salvaros. Dejad que mis caballos os lleven, abandonad el vuestro, rey Charmant.»

Charmant saltó al carruaje, junto a Rosette, que estaba más muerta que viva; los caballos partieron a tal velocidad que hacían más de veinte leguas a la hora. Durante largo rato fueron perseguidos por el rey acompañado de una tropa numerosa de hombres armados, pero que no pudieron luchar contra los caballos del hada; el carruaje seguía volando; los caballos redoblaban de tal manera la velocidad que llegaron a alcanzar las cien leguas por hora. Así corrieron durante seis horas, al cabo de las cuales se detuvieron al pie de la escalinata del rey Charmant.

Todo el palacio estaba iluminado; toda la corte, en traje de gala, esperaba al rey al pie de la escalinata. El rey y Rosette, sorprendidos, no sabían cómo explicarse aquella recepción inesperada. Apenas hubo ayudado Charmant a Rosette a bajar del carruaje, cuando vieron ante ellos al hada Puissante, que les dijo:

—Sed bienvenidos a vuestros estados. Rey Charmant, seguidme; todo está preparado para vuestra boda. Conducid a Rosette a su apartamento para que se cambie mientras yo os explico todo lo que no podéis comprender de los acontecimientos vividos esta jornada. Aún dispongo de una hora.

El hada y Charmant condujeron a Rosette a un apartamento adornado y amueblado con el gusto más exquisito; allí encontró doncellas para servirla. «Vendré a buscaros dentro de poco, querida Rosette, —dijo el hada— pues mis instantes están contados.» Luego salió con Charmant al que le dijo:

—El odio del rey y de la reina contra Rosette había llegado a ser tan violento, que estaban decididos a desafiar mi venganza y a deshacerse de Rosette. Al ver que su estratagema de la carrera de carruajes no había funcionado porque yo cambié mis caballos por los que debían matar a Rosette, decidieron emplear la fuerza. El rey se rodeó de una tropa de facinerosos que le juraron obediencia ciega; corrieron tras vuestros pasos, y como el rey veía vuestro amor por Rosette y preveía que la defenderíais hasta la muerte, decidió sacrificaros a vos también. Orangine y Roussette, que ignoraban este último proyecto del rey, intentaron hacer morir a Rosette por el medio que ya habéis visto, embistiendo su carruaje, pequeño y ligero, con los suyos, pesados y macizos. Acabo de castigarlos a todos como se merecen. Orangine y Roussette han resultado con el rostro tan magullado que se han quedado horrorosas; les he hecho recuperar el conocimiento, he curado sus heridas, pero les he dejado las horrendas cicatrices que las desfiguran; he cambiado sus ricos ropajes por los de dos pobres campesinas, y las he casado en el acto con dos mozos de cuadra brutales que tienen la misión de pegarles y maltratarlas hasta que su corazón cambie, cosa que no ocurrirá jamás. Por lo que respecta al rey y a la reina, los he metamorfoseado en mulas de carga y se las he dado a dueños malvados y exigentes que les harán expiar su maldad respecto a Rosette. Además, los cuatro han sido trasladados a vuestro reino y condenados a oír sin cesar las alabanzas dirigidas a Rosette y a su esposo. Me queda por haceros una última recomendación, querido príncipe; no le digáis a Rosette el castigo que me he visto obligada a imponer a sus padres y hermanas. Es tan buena que su felicidad se vería turbada por ello, y yo no quiero ni debo tener clemencia con los malvados cuyo corazón es pérfido e incorregible.

Charmant le dio efusivamente las gracias al hada, y le prometió guardar el secreto. Luego fueron a buscar a Rosette, que llevaba el traje de novia preparado por el hada. Era un tejido de gasa dorada y brillante, bordado con numerosas guirnaldas de flores y pájaros en pedrería de todos los colores, de una admirable belleza. Las pedrerías que formaban los pájaros estaban dispuestas de tal forma que, al menor movimiento que hacía Rosette, producían unos trinos más dulces que la música más melodiosa. Rosette estaba tocada con una corona de flores de pedrerías más bellas aún que las del vestido; su cuello y sus brazos estaban rodeados por carbúnculos que brillaban como soles. Charmant se quedó deslumbrado ante la belleza de Rosette. El hada lo sacó de su arrobamiento diciéndole:

—Rápido, rápido, vamos; no me queda sino media hora, tras la cual tengo que acudir ante la reina de las hadas donde pierdo todo mi poder durante ocho días. Todas estamos sometidas a esta ley de la que nada puede librarnos.

Charmant le ofreció su brazo a Rosette; el hada iba delante de ellos; se dirigieon hacia la capilla, que estaba espléndidamente iluminada; Charmant y Rosette recibieron la bendición nupcial. Al volver a los salones, se dieron cuenta de que el hada había desaparecido, pero como estaban seguros de volver a verla al cabo de ocho días, no se afligieron. El rey presentó a la nueva reina a toda su corte; todo el mundo la encontraba tan encantadora y buena como el rey, y todos se sentían dispuestos a amarla como amaban al rey.

Por una atención muy amable, el hada había trasladado al reino de Charmant la granja en la que Rosette se había criado, con todos sus habitantes. Esta granja fue ubicada al extremo del parque, de tal manera que Rosette podía ir todos los días, dando un paseo, a ver a su nodriza. El hada tuvo también cuidado de transportar al palacio los cofres que contenían los suntuosos trajes utilizados por Rosette en las fiestas a las que había asistido.

Rosette y Charmant fueron muy felices y se amaron siempre tiernamente. Rosette no conoció nunca el terrible castigo de su padre, de su madre y de sus hermanas. Cuando le preguntó a Charmant cómo se encontraban sus hermanas después de la caída, éste le respondió que habían tenido el rostro arañado, pero que se habían curado, se habían casado, y que el hada le había prohibido a Rosette ocuparse de ellas. Por lo que Rosette no volvió a mencionarlas nunca más.

Orangine y Roussette, mientras más desgraciadas eran más perverso se les iba poniendo el corazón, por lo que siempre fueron feas y sirvientas. El rey y la reina convertidos en mulos de carga, no tuvieron más consuelo que darse uno al otro mordiscos y coces; se vieron obligados a transportar a sus amos a las fiestas que se ofrecieron con motivo de la boda de Rosette, y estuvieron a punto de reventar de rabia al oír los elogios que le prodigaban y al verla pasar bella, radiante y adorada por Charmant. Sólo volverían a su forma original si su corazón cambiaba. Pero dicen que después de seis mil años aún siguen siendo mulos de carga.

FIN
(Nouveaux contes de fées pour les petits enfants, 1856)


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