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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO CHICHACO EN EL DESIERTO (por Kirill Bulichev)
En otoño comienza en el Desierto la época de las inesperadas tempestades de polvo, inclementes y gélidas. En otoño, los novatos no deben alejarse de la base. Incluso si durante una semana reina la calma, la tempestad se desencadenará sin falta. Y cuanto más dure la calma, más terrible será la tempestad. Y, claro, los líquenes del Cañón Escalonado no merecen que, al séptimo día de calma, se tome un ligero vehículo volador y se vaya al cañón con la esperanza de volver para el almuerzo de manera que nadie advierta la ausencia de uno.
Reguina golpea con la uña rota la esfera del reloj. De dar crédito a los aparatos, el oxígeno termina en el balón de reserva, y el sistema de regeneración funciona por milagro. Reguina abre por completo la válvula. "No economicéis vuestra vida, jóvenes", solía decir el profesor... ¿Cómo se llamaba ese hombre pequeño, orejudo y de pelo canoso?
Según los principios elaborados en las bellas letras, ahora se debe salir de esa estrecha cuevita, de cara a la tempestad de polvo e, inclinándose al encuentro del viento, avanzar hacia el objetivo tensando las últimas fuerzas. Caer a unos cien metros del objetivo y perecer bellamente. Ese camino estaba descartado, porque Reguina no tenía la menor idea de donde estaba el objetivo ni quería perecer bellamente.
Ella fue al cañón para demostrar a los geólogos que no la enviaron allí en vano. No estaba bien eso: desde hacia ya un año les pedían conseguir el liquen y enviarlo a la Primera base —era una o dos horas de trabajo todo lo más—, pero ellos nunca tenían tiempo para hacerlo. Ya pretextaban trabajo, ya la nieve, ya las tempestades. Y si le prohibieron a ella obrar por cuenta propia se debía, como creyó Reguina, al complejo de culpa. Sería feo si la muchacha recién llegada hiciera lo que ellos no hicieron en un año.
A continuación, todo ocurrió según las mejores tradiciones. Una tempestad que se desencadenó como un justo castigo a la desobediente. Una bella desconocida caminando sin saber adonde con una bolsa de liquen. Cerros y desfiladeros que encontraba a su paso. Y, en fin de cuentas, un pozo donde se podía terminar su triste camino. Ella no sabía dónde estaba el volador, dónde estaba la base, adónde debía ir sacando fuerzas de flaqueza.
Podría llorar, pero sería gastar la humedad. Y debía ahorrarla. Reguina pensó que el sentido de la racionalidad lo llevaba ya en la sangre. Al extraviarse en el bosque y temiendo encontrar al Lobo Gris, Caperucita Roja podría echarse a llorar tranquilamente sin pensar en el gasto de la humedad. Pensándolo bien, ¿qué le importaba a ella ahora la humedad? De todos modos nadie tendría tiempo de hallarla y de salvarla. Ya casi no tenía que respirar.
En el muro amarillo de polvo que cubría el hueco de la cueva apareció una figura oscura. Le dio en la cara la luz demasiado fuerte de una linterna. Reguina se alegro de no haberle dado tiempo de llorar e intento ponerse de pie para recibir dignamente a su salvador, pero no quedaba ya aire y, cogiendo con la boca los lamentables restos, cayo en brazos del hombre.
Oyó una voz que le pareció llegar a través de una niebla tintineante:
—Suicida.
No expresaba condena, certificaba el hecho.
Reguina intento decir que él le diera su balón de reserva, pero el salvador lo hizo por cuenta propia.
Tenía la sensación de emerger de la profundidad del agua, como cuando ya no hay aire y parece que de un momento a otro uno va a aspirar el agua, pero, en vez de eso, todo el aire fresco de la Tierra entra en los pulmones. Le dio tiempo.
—Gracias —murmuró Reguina.
—De nada —dijo el salvador—. Me permití conectar el balón de reserva de usted. Le quedaba oxígeno para unas diez horas.
—Pero yo miré...
—Que aptitud para hacer de nada una tragedia —observó el salvador.
Reguina no pudo ver su rostro. Dijo:
—Quite la linterna —su voz debió denotar irritación. Era absurdo ser un perrito, al que meten por las narices en el charco.
El rayo de la linterna se desplazo a un lado, clavándose en la pared de la cueva..
—Ya podemos ir —dijo el salvador—. Sígame. Mi todoterreno esta en la quebrada. Para un mejor efecto, usted debería desconectar el transmisor de emergencia. A este lugar abandonado nadie llegaría antes que dentro de cien años.
Reguina miró instintivamente el botón del transmisor. Respiró profundamente. Quizá no tenía sentido confesar al salvador que no había conectado el transmisor. Funcionaba solo porque una hora antes ella había caído tan desdichadamente en el barranco...
—Vamos —dijo Reguina.
En el todoterreno, él se sentó inmediatamente delante y, al poner en marcha el motor, le advirtió:
—No se quite el casco. La cabina no esta hermetizada. No hay tiempo de ir a la base para ver que pasa. Aguante diez minutos más.
El tenía un perfil agudo, prominente, como el de un cuervo, sus negras cejas eran demasiado pobladas.
—¿No me llevara usted a la base?
—No podremos llegar —dijo el salvador—. Esperará en mi puesto a que termine la tempestad.
Él conectó la radio y se comunico con la base.
—La encontré —dijo—. Sin gran trabajo. Puede suspender la operación.
La radio murmuro algo en respuesta. Reguina observaba por la escotilla la turbia cortina de polvo amarilla.
Él hablaba en tono burlón, condescendiente. El tono de un explorador experto. "Chichaco", pensó Reguina. Soy un "chichaco." Personas así no sobrevivían en Klondike.
El salvador desconectó la comunicación y se volvió por primera vez hacia Reguina. Tenía las cejas quebradas en ángulo y unos ojos muy claros. En faz no se parecía a un cuervo, sino, más bien, a Mefistófeles.
—Ellos preguntan si necesita usted un médico. Respondí que no. ¿No me equivoqué?
—No se equivoco usted.
—Excelente. Agárrese bien, que ahora se balanceará.
Subestimaba por cortesía. El todoterreno no se balanceaba, sino que avanzaba a empellones, se sacudía, casi se volcaba. La mayor parte del viaje Reguina la paso suspendida en la cabina, subiendo a veces hasta el techo. Menos mal que la gravitación no era allí fuerte: avanzaban con relativa lentitud.
Por fin, el todoterreno se detuvo. El salvador descendió el primero y le tendió a Reguina su mano con guante brillante y áspero. La joven tuvo la sensación de que le apretaran la mano unas tenazas.
Al dar un paso, Reguina se volvió: el todoterreno parecía ser ya un fantasma separado de ella por varias capas de muselina flotante.
Cuando se quitaban la ropa en el minúsculo cancel del puesto, el salvador dijo:
—Hizo usted bien en perderse al comienzo de la tempestad. Ahora sería más difícil hallarla.
En el aire flotaba polvo menudo.
—Espere un segundo —siguió diciendo el salvador—, si no, llenaremos el puesto de polvo. A los aparatos no les gusta el polvo. A propósito, ya que hemos de vivir ahora juntos, ¿como se llama usted?
—Reguina.
—Mucho gusto, Stanislav.
El polvo se posaba lentamente en el suelo y las paredes, cosquilleaba la nariz.
—Aguante —dijo Stanislav sin sonreír, al advertir que su huésped frunció la nariz—. Estornudará allí dentro. Si no, levantara una nube de polvo. Rásquese el lomo de la nariz. Dicen que ayuda.
La persuasión tiene una gran fuerza: Reguina se rasco dócilmente el caballete, sin que le surtiera efecto alguno. Hubieron de esperar nuevamente a que el polvo se posara; el salvador callaba, aunque Reguina esperaba que la amonestara por no haberse rascado el caballete tal y como lo prescribían las reglas.
Dentro todo estaba tal y como debía estar. Un orden casi monástico. Ella se imagino como todos los ratos de ocio Stanislav recorría con un trapo las dos habitaciones estrechas y el baño del puesto limpiando el polvo de los aparatos y los muebles. Bien es verdad que había pocos muebles. En la habitación donde vivía había dos camas plegables y dos mesas, una de trabajo y otra, junto al lavadero, era a la vez de cocina y de comer.
—¿Sabe usted cómo se hace la ducha?
—Tenemos gallineros igual que este —dijo Reguina.
Las cejas mefistofélicas se elevaron.
—Los puestos tipo los llamamos gallineros —dijo Reguina, ruborizándose. Como si la sorprendieran haciendo una travesura infantil. ¿Debía decirle que gallinero era un neologismo del profesor Veguener? No, de ninguna manera.
Stanislav saco de la alacena una toalla.
—El jabón está en un tubo en el anaquel —dijo—. Allí mismo esta el cepillo para el pelo.
¡Cuanto sufría él en ese momento! ¡Su querida toalla limpia! ¡Su adorado cepillo para el pelo! ¡Su precioso tubo de jabón...! Reguina corrió la cortina de plástico, unió la manga con el grifo.
Tras la cortina resonó una tos significativa..
—¿Qué pasa? —En la voz de Reguina resonaron notas metálicas.
—¿No necesita usted...?
De detrás de la cortina apareció la mano de Stanislav. Le tendía —ella no lo comprendió en seguida— ropa interior de hombre. Limpia como todo en ese gallinero..
—Gracias, no hace falta —dijo Reguina, tratando en vano de dar gravedad a su voz—. Espero que la tempestad termine al anochecer y enviarán un volador por mi.
—La ropa está en el cajón superior de la derecha —dijo Stanislav—. La tempestad no terminara hoy. Trate de no derramar mucho el agua. Vivo con el sistema de agua reciclada. Debían traer un tanque, pero la tempestad...
Stanislav tuvo tiempo de preparar rápidamente la comida. Sacó de no se sabe donde dos copas altas, las limpio hasta sacarles brillo, cortó en gajos finos las patatas. Reguina se secaba el pelo y miraba como, atravesando la cortina de polvo, los rayos de sol irrumpían por la ventana y refulgían en las paredes de las copas. La singularidad de una casa tipo consiste solo en los detalles. Las copas eran el primer detalle. El cuadro que pendía de la pared —un paisaje desértico de tonos violentos—, el segundo. Por lo general los inquilinos de esas casas colgaban en un lugar visible cuadros representando abedules o lagos frescos. Stanislav no era sentimental.
—¿Cómo se siente usted? —preguntó poniendo en la mesa una sartén con chisporroteantes huevos fritos. Un agasajo rarísimo. Reguina era capaz de apreciarlo.
—Como si nunca hubiera salido de aquí.
Dios mío, él había sacado de no se sabe dónde una camisa blanca. Imagínense; haber traído allí, a media galaxia de su casa, una camisa blanca.
—¿Lleva usted mucho tiempo aquí? —preguntó Stanislav como un anfitrión amable. Resulta que sabía recibir a las visitas.
—¿En el Desierto? Tres días. Trabajo en la Primera base.
Él no ironizaba más. Reguina pensó que su pelo se ondulaba de una forma muy agradable.
—¿Quedó usted pensativa? —preguntó Stanislav.
—No. No es nada. Allí tenemos el océano, hay peñascos. Las gotas de agua llegan hasta la base. Y la visibilidad es de unos diez kilómetros. ¿Ha estado usted en la Primera base?
—No. Nunca. Llevo tres meses y pico casi sin salir de aquí. Terminaré dentro de quince días una serie de experimentos y puede que vaya a ver su base. Pero es poco probable. Me esperan en Vayala.
—Yo también volaré a Vayala. No sé cuando. ¿Se aburre usted aquí, solo?
—No tengo tiempo de aburrirme. El aburrimiento es ocupación de los holgazanes.
—No me exprese bien. Yo quería decir si no se siente triste —Stanislav se sonrió. Se encogió de hombros.
—Coma usted, antes de que se enfríe.
Tenía las manos hermosas. Delgadas, con dedos largos y planos.
—Perdone —dijo Reguina— que le hice salir con esta tempestad.
—No se extravió deliberadamente —dijo Stanislav. Era evidente que esta era la única justificación que pudo inventar para ella.
Un ambiente pacifico, el té en casa de un anfitrión hospitalario era lo que menos podía esperar Reguina una hora atrás. Ella sola tenía la culpa de todo. ¿A que culpar al geólogo, que se vio obligado a dejar su trabajo y buscar en el desierto a un "chichaco"?
—¿Es usted geólogo? —preguntó Reguina.
—Si. ¿Le gusta el té cargado?
Él tenía un té aromático. Y una verdadera tetera de porcelana. El dueño casi no bebió té. Ni comió huevos fritos.
—No me gustan las naranjas —dijo Reguina.
—No comprendo.
—En una ocasión leí una novela histórica. Había allí una familia pobre, y la madre les decía a sus hijos: "No me gustan las naranjas". Bueno, para que a los niños les quedaran más.
—Pero es cierto que a mi no me gustan los huevos fritos —dijo Stanislav.
—¿Tiene los huevos para las visitas?
—La casa siempre debe estar lista para recibir a las visitas.
Esta era para él su casa. Y todos los gallineros, las tiendas y las cuevas donde había vivido eran para él su casa. Hay personas capaces de dar a cualquier vivienda un aspecto normal.
—Surge otro problema —dijo Stanislav—. Usted deberá pasar aquí la noche.
—Pero, puede ser que...
—Yo conozco las tempestades. Usted no podrá salir.
Reguina comprendía que él tenía razón. La tempestad se enfurecía, y sus ráfagas estremecían las paredes del gallinero, metido en la roca.
—¿Cuál es, entonces, el problema? —pregunto secamente Reguina—. Usted tiene una cama libre.
—¿Comprende? —Stanislav la miraba a los ojos con seriedad, como si quisiera proponerle que se casara con él—, por lo general, duermo en la cama inferior, incluso estoy acostumbrado a ello. Pero si le parece mejor dormir abajo, llevaré mi ropa arriba.
—¿Es este todo el problema?
—Por supuesto —dijo Stanislav.
El recogió los platos de la mesa y se puso a lavarlos.
—Deje que le ayude —dijo Reguina—. Lo haré mejor que usted.
—Usted es mi huésped —dijo Stanislav—. Además, no comprendo por que sabe usted lavar los platos mejor que yo. ¿Lo aprendió usted especialmente?
Él no lo decía en broma. Sencillamente, le interesaba saberlo.
—No —se rió Reguina—. Observo la tradición.
—Usted no me contestó nada sobre la cama —dijo Stanislav.
—Me gusta mucho dormir arriba —dijo Reguina.
—Usted me quitó de encima un gran peso —dijo Stanislav—. Le diré la verdad: tengo miedo a dormir arriba. Tengo miedo de caerme.
La joven no comprendió de nuevo si lo decía en broma o en serio. ¿Dónde estaba el limite entre el humor y la ingenuidad?
—Yo no me caeré —en el mismo tono respondió Reguina.
—Si le parece, yo trabajaría un poco —dijo Stanislav.
—Cómo no. ¿Tiene usted algún trabajo femenino para mi?
—¿Qué comprende usted por trabajo femenino?
—Zurcir, coser, lavar la ropa...
—Allí, en el anaquel están los últimos números de Noticiero Biológico de Vayala. Seguramente no los ha visto usted aún.
—No. ¿Los ha traído usted consigo?
—Hojéelos. Creo que este es el mejor tipo de trabajo femenino.
Reguina hojeaba distraídamente las revistas tachadas descaradamente, con signos de admiración en las márgenes, con hojas dobladas...
—¿Le interesa también la biología?
—No mucho —dijo Stanislav—. Son frutos de la actividad de mí hermano. Trabaja en Vayala, estuvo aquí y me dejó estas revistas.
—Entonces comprendo —dijo Reguina—. Usted con su carácter no puede tratar así las revistas.
—Eso no depende del carácter —replico Stanislav—. A mi hermano le es más cómodo hacerlo así.
—Y a usted, no.
—A mi, no.
Una escena familiar, pensó de pronto Reguina. Él está junto a su mesa de trabajo, ella, sentada en el sillón. Tras las ventanas se enfurece la tempestad, impotente para alterar el confort y la calma. ¿Pero que tonterías pasaban por su mente?
—¿Quiere que le corte el pelo?
—¿Que dice?
Stanislav no pudo distraerse enseguida de su trabajo: era evidente que la propuesta fue inoportuna.
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Si lo necesito —dijo— me las arreglaré yo mismo. ¿Se aburre usted?
Reguina estuvo a punto de decir que sí, pero recordó la opinión que Stanislav tenía del aburrimiento.
—Que va —dijo ella—. ¿Dónde esta mi bolsa con los líquenes?
—Seguramente no habrá quedado nada de ellos. La deje en el cancel. ¿La traigo?
—No. Procurare no molestarle más.
—Molésteme —dijo Stanislav—. No tengo nada en contra. Me es grato que me haya visitado usted.
Al atardecer, la tempestad amainó inesperadamente. Stanislav dijo que debía salir para ver si al todoterreno no le había pasado nada.
—¿Me llevara usted a la base? —preguntó Reguina.
—No. Dentro de una hora, o quizás antes, la tempestad reanudará con mayor violencia. Usted y yo estamos ahora en el ojo del tifón. ¿Ha oído usted hablar de ello?
—¿Es el centro mismo de la tempestad? El ojo del tifón. Eso me recuerda, no se por que, a Conrad, a Edgar Poe.
—El viento llena las jarcias, esta destrozado el palo mayor, en la segunda bodega las pompas no dan abasto porque el barco hace agua...
—Exacto. ¿Puedo salir con usted?
—Me alegraré. Pero deje que yo mismo compruebe sus balones.
—Es usted rencoroso.
—Soy precavido.
Estaban sentados en una piedra grande y plana junto a la entrada del puesto. Reinaba el silencio. Solo sobre la depresión flotaba el polvo, que tardaba mucho en posarse en el azulado aire del atardecer. Los reflejos del sol poniente se deslizaban por la visera redondeada del casco y, al caer en los ojos grises de Stanislav, convertían sus pupilas en lagos redondos y transparentes.
Él dijo:
—Al recibir desde la base la noticia de que usted se había extraviado en mi zona, en un principio me enfadé. Perdone, pero precisamente esa fue mi reacción: me enfadé. ¿Cómo se podía tomar un ligero volador y marchar al Desierto cuando de un momento a otro iba a comenzar la tempestad? Para más, una tempestad que, por voluntad propia, no me hubiera apartado ni cien metros del puesto... No, no se lo cuento para que se arrepienta. Al contrario, me siento culpable de haber sido grosero. Después usted vino aquí, y yo me alegré de que hubiera venido.
El sol desapareció tras la muralla de polvo, y se hizo la oscuridad. Una ráfaga de viento cogió un puñado de arena y lo arrojó a la cara de Reguina. Las arenas crujieron al arañar la visera del casco.
—Ya es hora de escondernos —dijo Stanislav y le tendió la mano.
Reguina comprendió que esperaba eso. Esperaba que él le tendiera la mano. Ella no podía sentir el calor de su palma, pero eso no tenía importancia...
En el cancel, al colocar el casco en el anaquel, Reguina preguntó:
—¿Le gusta su trabajo?
—No creo que sea cuestión de gusto —dijo Stanislav—. Pero, por lo visto, me satisface el proceso investigador.
—¿Y los resultados?
Su rostro estaba muy cerca. En la penumbra del cancel, sus ojos eran más claros que su piel. Reguina levanto involuntariamente la mano y toco con las puntas de los dedos la mejilla de Stanislav.
Sus ojos se abrieron con asombro.
—Perdone —dijo Reguina—. Lo hice sin querer.
—¿Sin querer?
Él se sonrió y añadió:
—Yo pensé que me manché la mejilla. o que me quitó usted un granito de polvo...
—Considere que ha sido eso.
Reguina arrojo en el anaquel los guantes.
—Yo me ocuparé de la cena —dijo—. ¿Puedo atenderlo?
—No lo creo —dijo Stanislav, abriendo la puerta interior—. No es razonable. Me es más fácil preparar la cena que explicarle donde están las cosas.
Y, claro, él salió con la suya.
De noche, Reguina durante largo tiempo no pudo conciliar el sueno.
Tenía la sensación de que el pequeño compartimiento —el módulo de dormir— nadaba por un mar tempestuoso. Acercando la mano a la pared podía percibir como se batían contra ella las olas de arena y de viento. Desde la cama de arriba veía el rectángulo iluminado de la puerta y un ángulo de la mesa en que trabajaba Stanislav. El levanto la cabeza, volvió la pagina, levantó la mano arreglando la lámpara. Miró en la dirección donde estaba ella: él no la veía, no sabía que tropezó con su mirada. Prestó oído para saber si ella dormía. ¿Llamarlo? ¿Para qué? Tal vez se le ocurriera acercarse a ella, darle las buenas noches, ella podría bajar la mano y hallar en la oscuridad sus dedos. Él desvió de ella la mirada, se acerco el espectrógrafo. Él no vendría a darle las buenas noches, ¿para qué, cuando se tiene a un visitante casual a un "chichaco" extraviado, que desaparecerá junto con la tempestad? Esta última idea irritó a Reguina por la desigualdad de los sentimientos. No pienses en tonterías, se ordenó y se volvió hacia la pared. Pero hasta que se durmió trataba de imaginarse que hacía en ese momento Stanislav.

Se despertó tarde. Stanislav no quiso despertarla antes.
—¿Ha dormido usted bien? —pregunto al oír que ella había saltado de la cama.
Tras las portillas se arrastraba la bruma amarilla. El reloj redondo que pendía sobre la mesa de trabajo marcaba las 11 y 34. Reguina tardó en salir de la sección habitable, tratando de recordar donde estaba el cepillo para el pelo. Por nada del mundo quería aparecer ante Stanislav con el pelo revuelto, como un perrito después de una pelea. Pero el cepillo estaba junto al lavabo, en la otra sección...
La ancha palma de la mano de Stanislav apareció en el hueco de la puerta. En la palma estaba el cepillo.
Stanislav dijo de detrás de la puerta:
—Voy a hacer la limpieza en el cancel. Volveré dentro de diez minutos. Para ese momento debe usted estar arreglada y lista para desayunar. ¿Come usted papilla de sémola?
—¿Cómo! ¡La adoro! —dijo Reguina tomando el cepillo y comprendiendo con dulce desesperanza que estaba enamorada locamente, desesperadamente, de ese hombre amable, pero seco...

—¿Y qué fue después? —Stas encendió un cigarrillo, y Stanislav, a quien no le gustaba el humo de tabaco, tosió, dispersando el humo ante su cara.
—Ella vivió en mi gallinero dos días más. Mejor dicho, dos días y medio.
—¿Cesó la tempestad?
—No. Apareció un gran todoterreno. Ellos llegaron y se llevaron a Reguina.
—¿Que dijo ella al despedirse?
—Nada. Se despidió amablemente. Como es de rigor. Me agradeció por la hospitalidad.
—¿Y nada más?
—Ella estaba enfadada conmigo.
—¿Por que?
—Creo que en el fondo de su alma ella pensaba que yo había llamado al todoterreno para deshacerme de ella.
—¿Llamaste el todoterreno?
—No, yo no tenía nada que ver con ello. Pero, si hubiera podido hacerlo, lo habría hecho. Así que sus sospechas no estaban muy divorciadas de la verdad.
—¿Te asustaste?
—Me daba pena la niña.
—Ella no es una niña. Es una persona adulta. Le llegó el tiempo de amar. Y te encontró a ti. Un hombre no muy guapo, pero hecho y derecho y, encima, su salvador. Tu no manifestaste ninguna iniciativa: es una trampa que no falla nunca.
—No trates de parecer cínico.
—No trato de serlo. No es cinismo, hermano. Atestiguo los hechos. Es muy probable que si te viera aquí, en Vayala, pasaría de largo sin fijarse en ti. Aquí hay miles de hombres como nosotros.
—Ella estuvo en Vayala, se crió en la Tierra. Pero se enamoró de mi.
—Te ha olvidado ya.
—No.
Stanislav sacó una carta y la tendió al hermano.
Stas la abrió y observo:
—Una letra banal.
—No se trata de la letra —dijo con paciencia Stanislav.
Stas paseo negligentemente la mirada por las líneas, volvió la página para ver si había algo en la otra cara.
—Bueno —dijo por fin—, es muy enternecedora.
—¿Y nada más?
—¿Que más puedo decirte? No fui yo quien le infundió estos sentimientos.
—¿Lo dices en broma?
—No, en serio.
—A veces no se cuando bromeas y cuando hablas en serio. Yo vi sus ojos cuando nos despedíamos. Ella escribió sinceramente.
—No lo dudo ni un segundo. Además, no son mis dudas lo que te inquieta.
—No, claro, pero, te juro que no di ni un solo paso para...
—¿Seducirla?
—Esta vez, lo dices en broma.
—En broma.
Stanislav se levantó del sillón y se acerco a la ventana. Tras ella se elevaban cual picos los rascacielos de Vayala; sobre el fondo de un gran sol rojo había multitud de voladores que semejaban un enjambre de mosquitos. Stanislav acerco la cara al vidrio, mirando abajo, al abismo de la calle.
—Escucha, hermano —dijo Stas—. Tu eres impotente para ayudarle. Te juro, pasará una semana o un mes, y ella se consolara, ella es joven y lo olvidará todo. Que no te martiricen los remordimientos. Te repito le llegó el tiempo de amar, y tu apareciste oportunamente en su camino.
—Tu no la viste —dijo Stanislav—. Ella es muy linda e inteligente. Es sincera. Me da mucha pena.
—Si en tu lugar estuviese otro, le propondría que se casara con ella.
—¿Bromeas de nuevo?
Stanislav se volvió bruscamente. Sus espesas cejas negras se unieron en el entrecejo formando una negra línea quebrada.
—Cesar, te enfadas —dijo Stas—, luego no tienes razón.
—Tu debes verla —dijo Stanislav.
—Yo esperaba ese ruego.
Las cejas de Stas formaron una igual línea negra quebrada. Sus ojos grises, iguales, resistieron un segundo la mirada del androide y se desviaron a un lado; la mano con dedos largos y planos busco en la mesa una cajetilla de cigarrillos.
—No fumes —dijo Stanislav—. No me gusta. Me es nocivo.
—Heredaste mis virtudes; pero, ¿sabes qué te falta para ser hombre?
—Lo se. Lo oí decir. Los defectos.
—Yo me repito.
—Sí. A veces me paro a pensar en la crueldad de los hombres. No de uno u otro individuo, sino de los hombres en su conjunto. Yo comprendo que, al crear a un androide, vais por el camino más fácil, el de la máxima semejanza al original. Duplicáis un original admirable, eminente. Y olvidáis los defectos. Olvidáis que yo no solo soy deficiente, sino que soy hasta tal punta perfecto que tengo conciencia de mi deficiencia. Me fastidia la vanidad de los bioconstructores. Yo debería ser más primitivo. Un biorobot, y nada más. Un robot para trabajar.
—Stanislav, no seas injusto para con los hombres.
—¿Por que soy injusto?
—Porque eres hombre.
—Soy androide. Casi un hombre, además, sin ningún defecto.
—Bueno, un androide. Toma la carta. Te esta dirigida a ti.
—Es posible que no hayas comprendido hasta ahora que no va dirigida a mi, sino a ti? Yo no puedo sentir amor...
—¿Has pensado alguna vez que próximos están la condolencia y el amor?
—La condolencia es una función del cerebro. Es algo que esta al acceso incluso de mi cerebro medio electrónico.
Stas apago el cigarrillo.
—Ella escribe que te espera...
—Sí.
—Aunque solo sea por un minuto...
—Sí.
—A la entrada del parque zoológico...
—Sí.
—¿Hasta que punto fue un espectáculo teatral tu filípica contra la crueldad de la humanidad?
—En un diez por ciento —se sonrió Stanislav—, todo lo más. No frunzas el ceño, hermano. Yo no miento. Soy incapaz de hacerlo.
—Eso sí, cualquier otra cosa...
Stanislav dijo:
—Ella estará allí dentro de diez minutos. Tienes tiempo justo para llegar al zoo.
—Lo calculaste —dijo Stas—. Yo no hubiera podido.
—No tienes ninguna necesidad de hacer que tu original actúe como hombre.
—¿Como la conoceré?
—Ella te conocerá a ti.
—¿Y sin embargo?
—Tu corazón te dirá.
—El tuyo no te dijo nada.
—Ni pudo decirme. Es casi sintético. En cambio, funciona con mayor fiabilidad que tu. ¿Qué tal el riñón? ¿Te duele?
—Un poquitín.
—La trasplantación llevara tres días.
—Yo no tengo esos tres días.
—Yo te sustituiré. La semana próxima estaré libre.
Stas se echo en los hombros la cazadora.
—No —Stanislav se le acerco—, toma la mía.
—¿Temes que pueda no conocerme?
—Le será más grato verme... es decir, verte con la cazadora vieja.
—¡Qué conocedor del corazón femenino!
Stas abrió la puerta del pasillo. Y se detuvo.
—Oye, ¿qué le diré?
—Pídele perdón, dile que estuviste ocupado... Bueno, dile algo. Puedes incluso hacer que se desengañe de nosotros. Pero no la ofendas.
—¿Te da pena?
—Vete. Yo que tu no vacilaría.
—¿Reguina?
—Sí, sí. Reguina. Tiene el pelo rubio, liso y rubio...
Stas se dirigió al ascensor.
Stanislav se sentó en el sillón, saco distraídamente de la cajetilla un cigarrillo. Lo miro como si no supiera que hacer con el luego se metió el cigarrillo en la boca y chasqueo el encendedor. Tosió y aplasto el cigarrillo en el cenicero.
—Cuide de la electrónica —gruño con una voz ajena—. No sé la han dado para jugar con ella..
Consultó el reloj.
Stas estaba ya a la entrada del zoo.
Stanislav volvió a incorporarse, se acercó a la ventana y, estrechando la frente contra el vidrio, miraba abajo y a la derecha, al oscuro verdor del parque. Como si pudiera ver a alguien a una distancia de tres kilómetros. Claro que no veía nada. Volvió a la mesa, abrió otra cajetilla de cigarrillos, tomó uno de ellos, lo encendió y aspiró el humo. Cuando dejo de toser, dio una chupada más.
FIN


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