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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO UNA JAULA PARA LA MUERTE (por Ian Watson)
El Tanatoscopio de Ralph Hewitson era el último producto de la obsesión con la muerte de aquel hombre extraño. Tanatología es, por supuesto, el estudio del morir, y la máquina de Hewitson intentaba hacernos ver, y en lo posible "atrapar", a la Muerte como tal. O en sí misma. Ralph Hewitson siempre se tomó como una cuestión muy personal el hecho de que él o cualquier otra persona tuviera que morir.
Sin duda, todos atravesamos esta etapa de horror y de afrenta cuando somos chicos. Luego sepultamos el trauma en el fondo de nuestra mente. Lo encerramos en nuestro desván mental y reaparece recién en nuestros últimos días. Algunas veces se mantiene tan ofensivo como siempre, pero en nuestros días gracias a la proliferación de los centros de Tanatología y la reinterpretación del morir como un estado alterado de la conciencia— se ha ido transformando en un amigo, una parte intrínseca de uno mismo, la piedra angular del arco de la vida.
Hewitson, de todas formas, mantenía intacta la vieja visión animista de un invisible ladrón de la vida. Su Tanatoscopio —su aparato/visor de la muerte— estaba destinado a ser la máquina instantánea y la jaula que sorprendiera a la Muerte en si misma.
En realidad, algunas pruebas científicas sobre la Muerte habían sido llevadas a cabo en los Centros, como complemento de los estudios psicológicos y terapias —pero sólo en el sentido de pesar el cuerpo antes y después de la muerte para comprobar si se producía una mínima pérdida de peso, como producto de la partida del alma, o usando aura fotográfica para tratar de plasmar esta partida en una película. Ninguno de estos investigadores trató jamás de demostrar el hecho inverso: la llegada de la Muerte como una fuerza activa.
Hewitson era un hombre alto y moreno, permanentemente encorvado, como si nunca hubiera confiado en el hecho de que las puertas eran lo suficientemente altas como para dejarlo pasar.
—Me pregunto si el portal de la Muerte me cederá el paso cuando llegue mi hora —me dijo una vez, con su humor negro—. ¿O me quedará atascado? ¿Mitad adentro, mitad afuera? Sabes, he estado pensando en que tal vez los zombies sean simplemente personas que se quedan atascadas en esa puerta. Sus mentes conscientes ya han pasado, pero sus mentes automáticas se quedan de nuestro lado, moviendo mecánicamente los cuerpos.
—Te refieres al sistema nervioso autónomo, ¿no es así, Ralph?
—¿Lo hago, lo hago?
Yo había llegado al Centro Tanatológico de la Calle Seis hacía apenas tres meses. Venía del Colegio de NeoTeología, después de haberme graduado como especialista en la Muerte-de-Dios, y fue algo así como un choque para mi encontrar a alguien que —si bien no creía en Dios— de cualquier modo era un firme exponente de la doctrina de la muerte encarnada. Pero me había acostumbrado a su humor negro, que sazonaba la obsesión con un cierto sabor a pimienta.
Sin duda éste era el modo en que él desarrollaba su propia especialización en torno al morir —hacía que la muerte luciera como una farsa, una comedia de los hermanos Marx. Esta forma de aproximación quizás obrara maravillas sobre cierta gente. Me topé con ellos. Odian ser contemplativos con respecto a su deceso. Piensan que es mojigatería. Mientras que con otras personas que aún tienen miedo, bueno, una broma puede ser un tónico para los nervios.
Por supuesto, para Ralph, en el fondo, éste no era un tema cómico.
Se me ofreció una visita guiada a la máquina, en su oficina del cuarto piso del Centro. Era un cuarto agradable y soleado, con una Danza de la Muerte medieval enmarcada en dorado sobre una pared y, en contraste, un mural en colores del Taj-Mahal en la otra. La máquina, que ocupaba casi todo el espacio libre que quedaba en el piso, era la "mitad excluida" entre el horror y la paz suprema. Ralph, de todos modos, la había incluido: no era un manera de saludar a la Muerte con miedo o con alegría pero sí con una condenada determinación por capturarla.
Había un féretro-cama-de-agua, implantado con medisensores, puesto dentro de una jaula de Faraday delicadamente afiligranada, que podía detener cualquier tipo de radiación electromagnética o aislar cualquier radiación surgida de su interior. Rodeando la jaula había paredes de vidrio polarizable que podían volverse completamente opacas y transformarse en un infinito espejo interno. Pequeñas cámaras y espejos habían sido montados sobre varillas de plata, y en la parte externa de las paredes de vidrio había pantallas fluorescentes, un medidor de electrones y una especie de periscopio cubierto. También había olfateadores químicos, pequeños y altamente sensibles (una parte en un billón) alertas a la feromona de la Muerte, el complejo químico que suelta el cuerpo moribundo en porciones ínfimas. Eso que algunas veces llamamos sudor cadavérico. Este producto químico es análogo a la feromona de atracción sexual expelida por los humanos y todas las demás criaturas, y personalmente pienso que es un subproducto de la evolución: una señal de alarma para los otros en la vecindad.
La mayoría de las muertes en la antigüedad habrían sido violentas, de un modo u otro, y traído problemas. Hewitson, por supuesto, pensaba distinto. Consideraba la acción de esta molécula también como una señal de atracción. Era algo que la Muerte olfatearía, y sobre lo que se abalanzaría como una polilla en celo. El orgasmo mortal no podría ocurrir hasta que la Muerte fuera llamada. Esto cuenta para ciertas muertes excesivamente demoradas; los cuerpos de esa gente simplemente no pudieron producir suficiente feromona.
Respetuoso de las formas, Hewitson se las había arreglado para conseguir cantidades pequeñas de este sudor cadavérico sintetizado, y había construido algunos prototipos de trampas para la muerte diseñadas para expelerlo en dosis y para cerrarse sobre lo que fuera que se abalanzara sobre la molécula... sin ningún éxito. Así que llegó a la conclusión de que era necesario un cuerpo muerto en el lugar.
A pesar de sus escrúpulos respecto a quitar la vida —lo que lo hacía sentirse como sacrificando a la Muerte— Hewitson había equipado su segunda generación de trampas con animales moribundos. Pero nuevamente sin ningún resultado. A raíz de lo cual concibió la idea de que las muertes de los animales y la muerte de las personas podían ser esencialmente diferentes. (Empezó a interesarse por la doctrina católica que dice que los animales no tienen alma y son meros objetos automáticos.)
Incorporadas a su máquina perfecta también había pequeñas canillas de feromona con la provisión de gotas del producto químico aisladas al vacío y adosadas a las mini-jaulas de Faraday.
Su idea era Imitar a la Muerte: auto-hipnotizarse en un trance mortuorio, y luego abrir las canillas.
—¿Quieres que yo me tienda ahí adentro? —le pregunté—. ¿Es a eso a lo que conduce todo esto?
—¿Y a continuación suelto la inexistente bocanada de cianuro? —sugirió, riéndose entre dientes—. No, Jonathan, nada de eso. Pero por supuesto que puedes intentarlo si lo deseas. Esta será una cama famosa dentro de poco. Mucho más famosa que las camas históricas en donde durmieron la Buena Reina Isabel, o Lincoln, o Shakespeare. Adelante, no soy el propietario.
—Bueno, gracias, pero no.
—Me pregunto si debería equiparlo con gas de cianuro o algo así. De ese modo no sólo atraparía a la Muerte sino que también acabaría con ella. Después de todo, si es legal dispararle a alguien que encuentras robando en tu departamento... bueno, la Muerte en comparación, es un asesino masivo. El criminal más grande.
No podría decir si estaba bromeando o hablando en serio. Ralph continuó.
—Me pregunto si, en ese caso, yo estaría matando a la muerte en general, o sólo a la muerte personal de aquel que estuviera en el interior de la máquina.
—Mucha gente muere a cada segundo, Ralph. Simultáneamente. Aun si esta Muerte tuya va a la velocidad de la luz...
—Está bien, veo adónde quieres llegar. Supongo que la muerte puede ser general y particular, también —Fingió una tos y tartamudeó un momento—. Si mato a la muerte particular... si la barro con el nombre propio de esta persona en particular sobre ella, si la quito del camino, golpeándola, aplastándola, vaporizándola... esta persona... —Su mano trazó el contorno de su sujeto voluntario, tan sensualmente como un soldado atrapado en una selva a cientos de kilómetros de un burdel—. ¿Esta persona viviría para siempre? ¿Habría perfeccionado un tratamiento de inmortalidad? ¡Qué ironía, Jonathan, para la Fundación de Tanatología, vencer su propio propósito! —Su voz se aplacó, susurrando en tono conspiratorio—... Ni una palabra de esto a nadie. Tu Colegio de Neo-Teología se levantaría en armas.
—Supongo que es una buena manera de persuadir a la gente para que se preste voluntariamente —bromeé a mi vez— ¡Atención, atención! ¡Acérquense! Vengan a la Jaula de la Muerte de Hewitson y los hará inmortales con un silbido... de gas cianuro! Oh, pero te estás olvidando de algo, Ralph. De esa forma matarías al sujeto antes de atrapar a su muerte. El bebé y el baño de agua, Ralph. ¡El bebé y el baño de agua!
—Oh.. —Ralph parecía alicaído.
Pero todo esto era dar vueltas sobre lo mismo.
—-¿Vas a probarlo tú mismo, entonces? —le pregunté, más seriamente-—. ¿Pero sólo simulando la muerte? ¿Actuando? ¿Me imagino que eso será con la ayuda de Swami?
Swami es el diminutivo cariñoso de nuestro consejero indio, el señor Ananda. Ananda había sondeado la inserción de la muerte en el estado de unidad océanica más profundamente que cualquier otra persona que yo conociera. (Un estado oceánico, por un lado, pero también lo comparaba con la penetración de una cápsula espacial que deja atrás la tierra conocida y entra en una órbita donde todos los detalles mínimos son borrados por el abismo del interminable mar de la muerte espacial.) Ananda había usado técnicas de meditación profunda y auto-hipnosis de origen indio, para sondear esta estación en el camino hacia la nada—algunas veces acompañando a la muerte en su caída, en otras en la misma cúspide, en profunda armonía con ella— antes de volver a la vida para hacer un informe sobre esto. No es necesario decir que el Sr. Ananda nunca se encontró con la Muerte —con el Señor M.— en sus viajes.
—Estuve tomando lecciones —asintió Ralph—. Admito que no me he dedicado años a esto, como él. Pero pienso que puedo encontrarle la vuelta. Lo pienso. Cuando pueda llegar a la profundidad adecuada, mis propias ondas mentales de theta-tanatos comenzarán a destilar la feromona de la muerte.
—¿Cuándo va a pasar todo esto?
—El próximo martes. Necesito algunos testigos. Ananda se ha prestado voluntariamente, aunque piensa que mis motivos son... bueno, tú sabes. Pero se ha hecho un rato en su agenda.
—Yo puedo dedicarte un tiempo también, Ralph.
—Buen chico. Ahora mira...
Me mostró cómo el periscopio, la fibra óptica, y los espejos permitían que el observador viera el interior de la jaula aun cuando las paredes de vidrio se oscurecieran. Cuando miré a través del periscopio cubierto hacia el interior, iluminado por una luz nacarada, el féretro vacío se duplicó a si mismo tal vez una docena de veces en todas direcciones, antes de perderse en una espesa niebla dorada, mientras la red afiligranada de la jaula de Faraday se superponía una y otra vez en los espejos.
Llegó el martes. Además de Hewitson y Swami y yo, estaba también la Dra. Mary Ann Sczepanski, la médica de la fundación, que lucía adorable gracias a sus ajustadas trenzas plateadas y al saco blanco da rigueur, que le marcaba la silueta como si fuera una estatua de mármol color marfil.
Así que la ratonera estaba montada, con el queso gigante —Hewitson— listo para tenderse en ella, perfumado con Gorgonzola sintético para atraer a la muerte (aunque sería un olor que ninguno de nosotros podría olfatear conscientemente), una trampa de la variedad no-letal.
—Es mucho, mucho mejor que lo haga ahora —sonrió satisfecho Ralph hamacándose un poco ante la evidente desaprobación de Swami Ananda al tiempo que, embutido en una fina bata de lino, se introducía en la jaula de Faraday, cuidando de no tocar ninguno de los cables de alrededor. Se tendió sobre el féretro de agua.
Cerré la puerta con la llave de oro de Ralph, de acuerdo a las instrucciones. Me colgué la cadena alrededor del cuello. Después puse en funcionamiento la corriente de la jaula, a muy baja intensidad. Zumbó débilmente.
Las paredes de vidrio descendieron y se cerraron, conservando aún su transparencia. La recirculación del aire se puso en funcionamiento.
—Pareces Blancanieves —gritó Mary Ann, mientras le controlaba los signos vitales en el monitor—. ¿Pero adónde está la manzana envenenada?
Al oírla, Ralph movió la cabeza irónicamente en dirección al Sr. Ananda. Después se serenó, mientras Ananda comenzaba a entonar en voz alta un monótono refrán en sánscrito, que Ralph aceptó repetir, supongo, aunque no pude oír su voz.
Enseguida Ralph alzó una mano y yo opaqué las paredes de vidrio.
Cuando espié por el periscopio, estaba tendido inmóvil, luciendo adecuadamente pálido y casi cadavérico en medio de la iluminación nacarada. Estaba tendido junto a su propio reflejo, que se extendía junto a otro reflejo. Todos codo a codo con los demás. Cada uno en su jaula iluminada, cuyos barrotes se iban engrosando a medida que los cuerpos se multiplicaban. Era fácil perder el foco central, y perderse. En ese momento, la máquina de Ralph lucía más que nada como un aparato para cadáveres donados.
El descenso al trance mortuorio tomó casi una hora. Mary Ann controló los signos vitales de Ralph todo el tiempo, sin perder detalle. El sol que entraba por la ventana daba de lleno sobre lo que parecía un gran bloque de mármol, un Kaaba blanco, un mausoleo. Un sucio pichón se contoneó de un lado a otro sobre el alféizar de la ventana durante un momento, A lo lejos se elevaban los ruidos de la calle, y algunas veces se dejaban oír aleteos. Fuera de eso, todo estaba en silencio.
El Sr. Ananda observó en las pantallas de las ondas mentales. Señaló una de ellas con un fino dedo oscuro de uña impecablemente cuidada.
—Aquí está el comienzo del ritmo tetha-tanatos.
Me coloqué la capucha del periscopio en la cabeza y escuché solamente la voz de Swami.
—Los otros ritmos se han aplacado. Tomará cuatro o cinco minutos más antes de que el theta-tanatos alcance su plenitud como para abrir la canilla de la feromona.
Pero yo no estaba dispuesto a abandonar mi posición privilegiada. No tenía intención de perderme nada —no porque creyera que fuera a haber algo (y de cualquier forma había una cámara de video en funcionamiento). Pero soy así. Déjenme en la cima de una colina y pídanme que cuente estrellas fugaces y estaré mirando toda la noche, por un amigo.
—Ah... la feromona está saliendo —anunció el Sr. Ananda.
Inspiré reflexivamente, a pesar de que no hubiera olido a nada, estuviera el experimento rodeado de vidrios o no.
Miré el extremo de la aguja, cerca de la pantorrilla desnuda de Ralph, esperando —bajo las órdenes de Mary Ann— para inyectar una dosis masiva de estimulantes, en caso de que fuera necesario. Mantuve mi mano sobre el botón que multiplicaría cincuenta veces la potencia del interior de la jaula de Faraday.
Lo que vi entonces no fue grabado por la cámara. ¡Cómo si el video que no pudiera registrar la luz a medida que yo la veía, como si proviniera de un espectro completamente diferente! Pero mis ojos lograron verlo...lo juro.
Una cosa roja (sólo que no era "roja") apareció abruptamente, colgando sobre el pecho de Ralph. Se asemejaba a un murciélago, a una polilla gigante, a un ángel de árbol de Navidad iluminado por la luz del fuego. Revoloteaba, parecía danzar dentro y fuera de la existencia. Tenía los ojos vidriosos y grandes y un pequeño hocico agudo. Tenía garras como escalpelos, al extremo de unas alas (si es que eran alas) que parecían velos, como los espolones que se suelen adosar a las patas de los gallos de riña. (Me di cuenta de que estaba viendo lo que mis ojos y mi mente podían percibir, no necesariamente lo que en realidad había allí.)
—¡Theta final! —cantó el Swami, que no podía ver nada de esto—. Estimulantes, Mary Ann.
—¡Ya está! Los signos muestran... Apreté mi botón, también, al mismo tiempo. No fue necesario. Lo que fuera que Ralph hubiera dispuesto para disparar la energía de la jaula, ya había funcionado.
La aguja se había hundido en la pantorrilla de Ralph. Pegó un salto, como una de las ranas de Galvani.
Se sentó muy erguido sobre el féretro de agua, con los ojos desmesuradamente abiertos.
La cosa roja saltó sobre él, revoloteando, desplazándose adentro y afuera (pero más adentro que afuera). Golpeó contra el costado de la jaula y dio la impresión de que pasaba a través de la filigrana electrificada. Y de las paredes de vidrio, también. Pero no: los atravesó sin penetrar en el cuarto en donde estábamos. Se metió adentro de uno de los reflejos de la jaula, sin dejar ningún "original" en la jaula real. Recién entonces me di cuenta que se había visto una sola cosa desde la primera aparición. Ningún reflejo. Ningún duplicado. Muchos reflejos de Ralph, paro ninguno de la cosa. ¿Cómo podía algo visible a mis ojos no reflejarse en un espejo? Tal vez eso tenía relación con su esencia indivisible.
La polilla roja cruzó de una jaula fantasma a la siguiente, rodeando al verdadero Ralph Hewitson. Pero a medida que se alejaba, los barrotes dorados se engrosaban. Ahora volaba dentro de una pared de creciente densidad, un mar de almíbar. No podía ir mucho más allá, a través de las reflexiones.
Ralph, sentado muy erguido y siguiendo los movimientos de la cosa con la mirada, movió ambas manos en el aire. El aire por encima del féretro real estaba, por supuesto, vacío. El visitante —la Muerte— no estaba allí. Pero todas las manos de todos sus reflejos se movieron en el aire al mismo tiempo, en todas las lunas de la jaula. Parecía saber exactamente lo que estaba haciendo.
La Muerte se sacudía frenéticamente alrededor del circuito, de una jaula a otra, para huir de las manos de Ralph. Pero todo era una jaula para Ralph.
La atrapó... ¡La atrapó! En una jaula distante tres veces de la original, sus manos reflejadas se cerraron sobre la cosa y la sostuvieron con firmeza. Sus verdaderas manos —y las de todos los demás reflejos— estaban vacías. Pero no ese par. No ése. Tenían sujeta a la polilla roja. Al murciélago. A la Muerte.
La Muerte azotaba las manos de su captor con las garras de las alas e intentaba arrancárselas con el pico. La sangre corría por las manos y las muñecas en ese reflejo. El verdadero Ralph gritó de dolor. Pero sus manos no mostraban la más mínima herida. Solamente la imagen de las manos de la jaula donde tenía atrapada a la criatura estaban desolladas, pero él sentía el dolor. Siguió luchando con la criatura. Con el rostro desencajado, continuó: dos manos que se debatían en el aire, con los nervios a la vista. Y a pesar de lo mucho que lo hería, a pesar de la carne que le arrancaba de sus dedos fantasmales, sus falanges seguían aferrándola con seguridad en la tercera reflexión.
—¿Que está pasando? —exclamó Mary Ann—. ¡Está reaccionando demasiado a los estimulantes! ¿Qué está pasando, Jon?
—¡Está luchando con la Muerte! —grité—. ¡Ha atrapado a la Muerte y está luchando con el!
Entonces Ralph volvió el rostro en mi dirección —hacia donde sabía que yo debía estar.
—¡Despolariza! —bramó—. ¡Transparente los vidrios!
Me libré de la capucha del periscopio, encontré la lleve y la apreté. Inmediatamente, todos pudimos ver a través de la jaula. Y por supuesto, todos los mundos reflejados en todas las lunas espejadas habían desaparecido.
Pero Ralph seguía luchando, ¡con el aire! Sus dedos aún intentaban agarrar algo. Oh, yo podía ver lo que estaba haciendo, aunque para los demás debía parecer una pantomima demencial. Estaba dejando libre a la Muerte para poder retenerla en un solo puño... ¿Para arrojarla lejos de sí? No, él nunca soltaría a la Muerte, ahora que había triunfado. Mantuvo en alto su mano aprisionada, en una especie de saludo, sonriendo con satisfacción en medio de la agonía, mostrando los dientes.
—¡Corten la corriente! —ordenó ásperamente.
Apreté el bulbo. El zumbido cesó.
—¡Abre la jaula, Jonathan! —Aun en medio del dolor, se obstinaba en no abreviar mi nombre.
Dudé un momento. ¿Realmente estaba a punto de permitir la entrada de la Muerte en el mundo? Pero sin el fluir de la corriente, supuse que un lío de cables no podía ser un obstáculo.
Ralph percibió mis dudas.
—¡Estúpido, la tengo atrapada! —gritó en mi cara desde el otro lado de los cables. Los podría haber roto a la fuerza, pero aun a esa altura de los acontecimientos no tenía ningún deseo de dañar parte alguna de su invención.
—De cualquier forma, no está aquí. No en este "aquí". Sigue en la tercera reflexión, ¡y la tengo atrapada allí!
¿La tenía? ¿Realmente la tenía? ¿O era el dolor, tan profundamente metido en sus nervios arrancados y en sus falanges descubiertas lo que lo hacía pensar que la tenía? ¿Estaba sintiendo la pelea en la forma en que un amputado sigue sintiendo un intenso dolor en el miembro seccionado? Mientras continuaba removiendo el aire y mordiéndose los labios, no pude creer que fuera de ese modo. Los reflejos se habían ido, adonde quiera que se van los reflejos cuando desaparecen, pero la reflexión de su mano seguía agarrando a la Muerte allá, imitando la forma y la posición de la real.
Me quité la llave del cuello, haciendo saltar la cadena en el apuro. Le fallé a la cerradura varias veces hasta que la pude introducir y abrí.
Empujé la puerta. Ralph se arrastró afuera y se quedó de pie allí, el brazo estirado y su mano cerrada, vacía, con el triunfo y el tormento en su rostro.

Ya han pasado tres días. Ralph no ha pegado un ojo. Dudo de que la pueda dejar ir ahora aunque quisiera. Su mano y la Muerte están muy entremezcladas: las garras incrustadas en los huesos, los huesos ligados a las alas. Su mano se mantiene encorvada como las de los artríticos, incapaz de flexionarse, pero, en apariencia, perfectamente sana. "Calambre histérico" es el diagnóstico de la Dra. Sczepanski. No cree en lo que yo vi. Swami Ananda tampoco. Saben que no existe una cosa como la Muerte, y la filmación únicamente muestra a Ralph en la jaula, solo, de pronto erguido y moviendo las manos en el aire vacío.
Ahora estoy con él en su oficina. Es de noche. Muchas defunciones se producen a las tres de la madrugada: ése es el punto letal que separa la noche del día, la hora de la desesperación, el nivel más bajo de los ritmos corporales. Ahora es la una y media. Ralph se mantiene hundido en su silla, despierto a causa del dolor, con su mano agarrotada descansando sobre el escritorio.
—Lo viste, Jonathan.
—Lo vi, sí.
Mary Ann cree que me auto-hipnoticé de tanto mirar por el periscopio en aquel cuarto de reflexiones. Mi atención se desvió hacia los espejos. Estaba virtualmente en un estado de pérdida sensorial. Estaba alucinándome, a lo grande y con toda libertad, cuando Ralph se irguió y comenzó su fantasmal pelea. Tenía una mancha en mi propio ojo. Le di una vida irreal —igual que Ralph, hundido en un profundo trance, sintiendo la sangre bombeada por su corazón, viendo esa sangre corporizada en el aire con la forma del gallo, del murciélago, de la polilla de la muerte.
—Ahora me crees, Jonathan, ¿verdad?
—¿Creer? Lo sé.
Así que Ralph está sentado frente a mi, sosteniendo a la Muerte en el extremo de su brazo extendido. ¿Por cuánto tiempo? ¿Cuando la Muerte logre escapar al fin de él, volará a cualquier otro lado, o vendrá directamente hacia aquí? ¿Llegando a su meta, para colgarse de la mano real cuyo reflejo la tiene acorralada, cautiva en el reino de las reflexiones?
—Siento como si mis huesos se estuvieran separando de mi —gime Ralph. Pero tal vez no es así en absoluto—. Esta mano aún es sólida. ¡Oh, mi carne tan, tan sólida! Pero no puedo verlos: mis otros huesos. Sólo siento. ¡Dios, lo que siento!
—Déjala ir. Abre tu mano.
—No puedo, Jonathan. No puedo.
Son las dos menos cuarto. Afuera, la ciudad están tan quieta como un sepulcro. Noche silenciosa: Ralph está demasiado cansado como para gritar.
Juntos, esperamos.


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