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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO UNA MUJER SOñADORA (por Tomas Hardy)
Cuando dio por terminada su búsqueda de alojamiento en el conocido balneario de Solentsea, en Upper Wessex, William Marchmill regresó al hotel para reunirse con su esposa: se había ido con los niños a dar un paseo por la playa, y Marchmill tomó la dirección que el portero de aspecto marcial le señalaba.
—¡Por Dios, hasta dónde os habéis ido! Estoy completamente agotado —dijo Marchmill con cierta impaciencia cuando alcanzó a su mujer, que iba leyendo mientras andaba; los tres niños iban delante, a bastante distancia, con la niñera.
La señora Marchmill salió del ensueño en que el libro la había sumido.
—Sí —dijo—, pero es que tardabas tanto. Estaba harta de permanecer en ese horroroso hotel. ¿Me has necesitado, Will? Lo lamento de veras.
—Bueno, lo cierto es que he tenido dificultades para encontrar algo que nos conviniera. Cuando uno va a ver las cómodas y ventiladas habitaciones de que le han hablado, se encuentra con que, en realidad, son incómodas y asfixiantes. ¿Te importaría venir a ver si nos servirá lo que he apalabrado? No es muy espacioso, me temo; pero no se puede encontrar nada mejor. La ciudad está abarrotada.
Dejaron a los niños y a la niñera para que siguieran con su paseo, y los dos regresaron juntos.
William y Ellen, que se llevaban los años precisos, que físicamente hacían muy buena pareja, que tenían bien delimitadas sus obligaciones domésticas, diferían en el carácter, aunque incluso en esto no solían tener verdaderos enfrentamientos. El era apático, si no linfático, y ella, decididamente nerviosa y sanguínea. Era en sus gustos y aficiones —en esos pequeños, grandes detalles— donde no se podía recurrir a ningún denominador común. Marchmill pensaba que los gustos e inclinaciones de su mujer eran algo tontos; ella pensaba que los de él eran sórdidos y materiales. El marido era armero en una floreciente ciudad del norte, y siempre tenía los cinco sentidos puestos en aquel negocio; la mejor manera de caracterizar a la dama sería diciendo, con aquella anticuada y elegante expresión, que Antiguamente nunca había visto en esta ocupación de William ninguna clase de impedimento para tenerle por marido. De hecho, la necesidad de conseguir a toda costa un contrato que durara toda la vida —una virtud esencial que toda buena madre enseña— impidió que pensara en ello hasta que ya se había unido a William, la luna de miel había pasado y la etapa de reflexión había llegado. Entonces, como una persona que se ha topado con algún objeto en la oscuridad, se preguntó qué tenía ante sí; mentalmente le dio vueltas al asunto, lo sopesó; se preguntó si era raro o vulgar; si contenía oro, plata o plomo; si era un lastre o un pedestal; si lo era todo, o nada, para ella.
Llegó a algunas conclusiones vagas, y desde entonces había mantenido su corazón vivo a fuerza de sentir compasión por la torpeza y la falta de refinamiento del que era su dueño, a fuerza de compadecerse a sí misma y de dejar que sus delicadas y etéreas emociones se proyectaran en actividades soñadoras: soñando despierta durante el día y anhelando durante la noche; alga que tal vez no habría molestado mucho a William de haber sabido de su existencia.
Ellen tenía una figura menuda, elegante y de talle breve, de movimientos vivaces o, mejor dicho, saltarines. Tenía los ojos oscuros y, en cada pupila, ese destello asombrosamente brillante y líquido que caracteriza a las personas como Ellen y que, con demasiada frecuencia, es motivo de amorosos pesares para los amigos varones de la poseedora —y también, de vez en cuando, para ésta misma—. Su marido era un hombre alto, de facciones alargadas y barba castaña; tenía una mirada pensativa, y era, en general —ha de añadirse—, amable y tolerante con ella. Hablaba con sencillez y estaba absolutamente satisfecho con cierta naturaleza de las cosas terrenales que hacía de las armas una necesidad.
Marido y mujer caminaron hasta que llegaron a la casa que buscaban, situada sobre una terraza que daba al mar y precedida por un pequeño jardín de siemprevivas resistentes al viento y a la sal; unos escalones de piedra conducían al porche. La casa tenía su correspondiente número de la calle, pero como era bastante más grande que las demás, la casera la distinguía, celosamente, con el sobrenombre de Mansión Coburg, aunque todo el mundo la conocía por «el número 13 de Paseo Nuevo». El lugar tenía ahora un aspecto reluciente y animado; pero en invierno era indispensable colocar sacos de arena contra la puerta y tapar el ojo de la cerradura para protegerla del viento y de lluvia que habían desgastado tanto la pintura que se podían adivinar la primera mano y las nudosidades de la madera.
La encargada de la casa, que había estado al tanto del regreso del caballero, los recibió en el pasillo y les enseñó las habitaciones. Les dijo que era viuda de un profesional y que tras la más bien repentina muerte de su marido se había quedado en una situación apurada; y les habló con entusiasmo de las ventajas de la mansión.
La señora Marchmill dijo que el sitio y la casa le gustaban; pero que, al ser ésta pequeña, no habría espacio suficiente para todos los miembros de la familia, a menos que pudieran disponer de la totalidad de las habitaciones.
La casera se quedó pensando, con gesto de decepción. Necesitaba imperiosamente tener a los visitantes por inquilinos, dijo con obvia sinceridad. Pero, por desgracia, dos de las habitaciones estaban permanentemente ocupadas por un caballero soltero. Era cierto que no pagaba los precios de temporada; pero como conservaba los aposentos a lo largo de todo el año y, además, era un joven extremadamente agradable e interesante, que no creaba problemas, no quería echarle por un alquiler de un mes, aunque la cifra de aquél fuera elevada.
—Pero es posible —añadió— que esté dispuesto a irse por una temporadita.
Los Marchmill no querían ni oír hablar de eso y volvieron al hotel con la intención de verse de nuevo con el agente para preguntarle por otros sitios. No habían hecho más que sentarse a tomar el té, cuando se presentó la casera. El caballero, dijo, había sido tan amable de ofrecerse a dejar libres sus habitaciones durante tres o cuatro semanas; prefería hacer eso antes que dejar en la calle a los recién llegados.
—Es muy gentil, pero no queremos ocasionarle tantas molestias —dijeron los Marchmill.
—¡Oh, eso no le ocasionaría ninguna molestia, se lo aseguro! —dijo la casera con gran elocuencia—. Como ven, se trata de un tipo joven muy distinto del de la mayoría: soñador, solitario, casi melancólico, y le gusta más estar aquí cuando las galernas del sudoeste golpean las puertas y el mar baña el Paseo y no hay ni un alma en todo el lugar, que ahora, en plena temporada. Preferiría estar en el sitio al que, de hecho, se va temporalmente para cambiar de aire: una pequeña cabaña en la isla que hay justo enfrente. En consecuencia, esperaba que aceptaran y fueran a vivir a la mansión.
Así, pues, la familia Marchmill tomó posesión de la casa, que parecía satisfacer todas sus necesidades, al día siguiente. Después de comer, el señor Marchmill salió a dar un paseo por el muelle, y la señora Marchmill tras enviar a los niños fuera, a divertirse con la arena, acabó de instalarse (examinando este y aquel objeto y poniendo a prueba la capacidad reflectora del espejo de la puerta del guardarropa).
En la sala de estar trasera, que había ocupado el joven soltero, se encontró con un tipo de muebles más personal que el del resto de la casa. Libros manoseados, de ediciones buenas más que raras, se apilaban en las esquinas de una manera extrañamente reservada, como si al anterior inquilino no se le hubiera ocurrido la posibilidad de que alguna de las personas que la temporada traía consigo pudiera sentir interés por abrirlos y echarles un vistazo. La casera rondaba el umbral, presta a corregir cualquier cosa que pudiera ser del desagrado de la señora Marchmill.
—Esta será mi habitación —dijo Ellen—, ya que los libros están aquí. Por cierto que la persona que nos ha cedido los cuartos parece tener un buen montón. Espero que no le importe si leo algunos. ¿Usted qué cree, señora Hooper?
—Que no, señora, en absoluto. Pues sí que tiene un buen montón. ¿Sabe?, él mismo hace un poco de literatura. Es poeta (un verdadero poeta) y tiene una pequeña renta, que le basta para poder seguir escribiendo versos, pero que no es suficiente para tener una posición, en caso de que eso le interesara.
—¡Un poeta! ¡Oh, no lo sabía!
La señora Marchmill abrió uno de los libros y vio, escrito en la primera página, el nombre de su dueño.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Conozco muy bien este nombre! Robert Trewe... ¡Ya lo creo que sí! ¡Y también sus escritos! Pero entonces, ¡son sus habitaciones las que hemos ocupado y es a él a quien hemos echado de su casa!
Ellen Marchmill, sentada a solas unos minutos después, pensaba en Robert Trewe con sorpresa e interés. Su propia historia —reciente— explicará mejor que ninguna otra cosa el porqué tal interés. Hija única de un sufrido hombre de letras, llevaba uno o dos años escribiendo poemas en un esfuerzo por hallar cauce adecuado para el fluir de sus —lamentablemente— apresadas sensaciones, que parecían estar perdiendo la claridad y el fulgor de los primeros tiempos por culpa del estancamiento que suponía la rutina de llevar una casa y de la tristeza que le producía el dar hijos a un padre vulgar. Estos poemas, firmados con un pseudónimo masculino, habían aparecido en varias revistas oscuras y, en dos ocasiones, en publicaciones bastante prestigiosas. En la segunda de estas ocasiones, la página que en su parte inferior traía impreso, en letra menuda, su desahogo, traía en su parte superior, impresos en letra grande, unos versos —que trataban del mismo tema que los suyos— de aquel mismísimo hombre: Robert Trewe. Los dos, en efecto, habían quedado impresionados por un trágico suceso que había venido en los periódicos y lo habían utilizado simultáneamente como fuente de inspiración; el director de la revista, en una nota, subrayaba la coincidencia y decía que la excelencia de ambos poemas le impulsaba a ofrecérselos juntos a los lectores.
Desde entonces, Ellen, o, si se prefiere, «John Ivy», había estado muy al tanto de la aparición, en cualquier publicación, de versos que llevaran la firma de Robert Trewe, al cual, con la falta de susceptibilidad de los hombres en lo que se refiere al sexo, no se le había ocurrido nunca la idea de hacerse pasar por una mujer. La señora Marchmill, sin duda, se había convencido a sí misma de hacer lo contrario en su caso mediante algún razonamiento del siguiente tipo: nadie podría creer en su inspiración si se sabía que aquellos sentimientos procedían de la esposa de un comerciante emprendedor y de la madre de tres hijos, engendrados por un prosaico fabricante de armas de pequeño calibre.
La poesía de Trewe difería de la de la mayoría de los poetas jóvenes menores en ser más vehemente que ingeniosa, más exuberante que acabada. Ni symboliste ni décadent, Trewe era un pesimista en la medida en que ese calificativo se aplica a un hombre que observa tanto las peores como las mejores contingencias de la condición humana. Poco atraído por la excelencias de la forma y el ritmo aislados del contenido, a veces, cuando el sentimiento era más fuerte que su progreso artístico, perpetraba sonetos en verso libre, al estilo isabelino, cosa que, según decían todos los buenos críticos, no debería hacer.
Ellen Marchmill, con tristeza, envidia y desaliento, había escondido, una y otra vez, la obra del poeta rival, que siempre tenía mucha más fuerza que sus endebles líneas. Le había imitado, y su incapacidad para alcanzar el nivel de Trewe la sumía en arrebatos de desesperación. Así pasaron los meses, hasta que un día, en un catálogo de publicaciones, Ellen descubrió que Trewe había recopilado sus fugaces escritos en un volumen que se había publicado debidamente y que, dependiendo de la ocasión, estaba siendo poco o muy elogiado y, en cualquier caso, vendiéndose lo suficiente para recuperar gastos.
Este paso dado por Trewe le había sugerido a «John Ivy» la idea de recopilar también sus escritos o, en todo caso, de hacer un libro con sus rimas añadiendo muchas inéditas a las pocas que habían visto la luz (pues muy pocas eran, en efecto, las que había conseguido publicar). El coste de los gastos de publicación fue ruinoso; aparecieron unas cuantas reseñas de su pequeño y pobre volumen; pero nadie hablaba de él y nadie lo compraba, y al cabo de dos semanas el libro estaba muerto..., si es que había estado vivo alguna vez.
Justo entonces, los pensamientos de la autora se vieron reclamados por otro acontecimiento, ya rutinario: descubrió que iba a tener un tercer hijo; y el fracaso de su aventura poética la afectó, quizá, menos de lo que lo hubiera hecho de haberse encontrado, en aquellos momentos, sin ningún tipo de ocupación doméstica. Su marido había pagado la cuenta del editor y la del médico, y allí había acabado todo de momento. Pero Ellen, aunque no llegaba a ser el poeta del siglo, era algo más que una simple multiplicadora de la especie, y en los últimos tiempos había empezado a sentir una vez más la inspiración. Y ahora, por una extraña coincidencia, se hallaba en las habitaciones de Robert Trewe.
Se levantó, pensativa, de la silla y registró el aposento con el interés del colega. Si, el volumen de poesía estaba entre los demás. Aunque el contenido le era más que familiar, Ellen lo leyó allí como si el texto le hablara a ella en voz alta; después llamó a la señora Hooper, la casera, con algún pretexto banal y volvió a interrogarla acerca del joven.
—Bueno, estoy segura de que usted, señora, se interesaría por él si lo conociera; lo único es que es tan tímido que no creo que pueda conocerlo —la señora Hooper no parecía nada remisa a satisfacer la curiosidad de su inquilina acerca del anterior huésped—. ¿Que si lleva mucho tiempo viviendo aquí? Si, casi dos años. Conserva las habitaciones hasta cuando no está aquí: el aire suave de este lugar le sienta muy bien al pecho, y le gusta poder volver en cualquier momento. La mayor parte del tiempo lo pasa escribiendo o leyendo, y no ve a mucha gente, aunque, a ese respecto, el señor Trewe es un joven tan bondadoso y amable, que los vecinos no desearían otra cosa que ser amigos suyos si lo conocieran. No se encuentra una con personas tan atentas todos los días.
—Ah, es atento... y bondadoso.
—Si; haría cualquier cosa por mí si yo se lo pidiera. «Señor Trewe», le digo a veces, «está usted bastante triste, ¿verdad?». «Pues sí, señora Hooper, lo estoy», dirá él, «aunque no sé cómo ha podido usted averiguarlo». «¿Por qué no cambia un poco de aires?», le pregunto yo. Entonces, uno o dos días después, dirá que se va de viaje a París, o a Noruega, o a algún otro sitio, y le aseguro que gracias a ello vuelve muy mejorado.
—¡Claro! Sin duda, tiene un carácter sensible.
—Si. Sin embargo, es raro en algunas cosas. Una vez, en que había terminado de escribir un poema tarde, por la noche, se puso a recitarlo mientras iba de un lado a otro de la habitación; y como los suelos son tan delgados (casas mal construidas, ya sabe, y fíjese que se lo digo yo), me tuvo despierta, justo encima de su dormitorio, hasta que le dije que se fuera... Pero nos llevamos muy bien.
Aquello fue sólo el comienzo de una serie de conversaciones sobre el ascendente poeta, que tuvieron lugar a medida que los días fueron pasando. En una de estas ocasiones, la señora Hooper atrajo la atención de Ellen hacia algo que ésta no había advertido con anterioridad: unos minúsculos garabatos hechos a lápiz en el papel de la pared, justo detrás de las cortinas de la cabecera de la cama.
—¡Oh! Déjeme ver —dijo la señora Marchmill, incapaz de ocultar su arrebato de enternecida curiosidad, mientras acercaba su linda cabecita a la pared.
—Estos —dijo la señora Hooper con el tono de una mujer que está al tanto de las cosas— son los mismísimos inicios y primeros pensamientos de sus poesías. Ha procurado borrar la mayoría, pero todavía se pueden leer. Mi opinión es que se despierta durante la noche, ya sabe, con alguna rima en la cabeza, y la apunta ahí, en la pared, para que no se olvide al día siguiente. Algunos de estos mismos versos que ve usted aquí los he visto yo después publicados en revistas. Algunos son más recientes; sí, ése no lo había visto antes. Debe de haberlo hecho hace sólo unos días.
—¡Oh! ¿De veras?...
Ellen Marchmill se sonrojó sin saber por qué, y de repente deseó que su acompañante, ahora que ya le había proporcionado la información que quería, se marchara de allí. Una indescriptible sensación de interés (más personal que literario) la hizo desear fervientemente leer a solas la inscripción; y, en consecuencia, decidió aguardar hasta poder hacerlo así, con el presentimiento de que, durante el acto, iba a experimentar una emoción muy grande.
Tal vez porque el mar solía estar picado fuera de la isla, el marido de Ellen encontraba mucho más divertido ir a navegar y a dar paseos en barco sin su mujer, que se mareaba en seguida, que con ella. Así, pues, no desdeñaba la oportunidad de ir solo a bordo de los vaporcitos para turistas modestos, en los que había baile a la luz de la luna y los enamorados, con un bandazo, caían repentinamente el uno en brazos del otro; como William le decía a Ellen, suavizándolo, la compañía era excesivamente mixta para que 61 la llevara a contemplar aquella clase de escenas. Y así, mientras este próspero fabricante conseguía sacarle a su estancia en aquel lugar grandes dosis de brisa marítima y de variedad, la vida de Ellen, al menos en apariencia, era bastante monótona y consistía principalmente en pasar un determinado número de horas diarias bañándose y paseando de un lado a otro de un pequeño trecho de playa. Pero desde que el impulso poético se había hecho fuerte otra vez, una llama interior, que casi le impedía darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, se había apoderado de ella.
Había leído, hasta sabérselo de memoria, el último librito de poemas de Trewe, y pasaba mucho tiempo tratando, en vano, de rivalizar con algunos de ellos hasta que, al comprobar su fracaso, se echaba a llorar. El elemento personal de la atracción magnética que aquel maestro inasequible y envolvente ejercía sobre ella era mucho más fuerte que el abstracto e intelectual, tanto, que Ellen no podía comprenderlo. Desde luego, ella estaba rodeada, día y noche, por el medio ambiente habitual de Trewe, que, literalmente, le susurraba cosas acerca de él a cada instante; pero Trewe era un hombre al que ella nunca había visto; y a Ellen, por supuesto, no se le ocurría pensar que lo único que le conmovía era su instinto a hacer de una emoción futura —basada en la primera cosa adecuada a sus propósitos que le viniera en mano— algo muy especial.
En la natural trayectoria de una pasión que se desarrolla en las condiciones, demasiado materiales, que la civilización ha ideado para su cumplimiento, el amor de su marido por ella no había sobrevivido —excepto en la forma de una amistad vacilante— en mayor medida, o ni siquiera en la misma, de lo que lo había hecho el de Ellen por él; y al ser ella una mujer de pasiones muy vivas, que necesitaban un sustento de la clase que fuera, había empezado a alimentarlas con aquel material (producto de la casualidad) que, de hecho, tenía una calidad muy superior a la que, por lo general, ofrece al azar.
Un día, los niños estaban jugando al escondite en un ropero y, en medio de la excitación, sacaron de allí algunas prendas de ropa. La señora Hooper explicó su existencia diciendo que eran del señor Trewe y volvió a colgarlas en el ropero. Dominada por su fantasía, Ellen volvió allí luego, por la tarde, cuando no había nadie en aquella parte de la casa, abrió el ropero, descolgó una de las prendas, un impermeable, y se lo puso junto con el gorro que hacía juego con él.
—¡El manto de Elías! —dijo—. ¡Ojalá me pudiera inspirar, para rivalizar con él, ese genio glorioso!
Los ojos de Ellen siempre se humedecían cuando pensaba cosas como ésta, y se dio la vuelta para mirarse en el espejo. El corazón de él había latido debajo de aquel abrigo, y su cerebro había trabajado, a niveles de pensamiento que ella nunca alcanzaría, debajo de aquel sombrero. El darse cuenta de cuán endeble era ella comparada con él, la hizo sentirse muy mal. Antes de que hubiera tenido tiempo de despojarse de las prendas, la puerta se abrió y su marido entró en su habitación.
—¿Qué diablos?...
Ellen se puso colorada y se quitó las ropas.
—Las encontré en ese ropero —dijo— y se me antojó ponérmelas. ¿Qué otro tipo de cosas puedo hacer si no? ¡Nunca estás aquí
—¿Nunca estoy aquí? Vaya...
Aquella noche Ellen tuvo otra conversación con la casera. La señora Hooper debía haber alimentado, también ella, cierto interés más o menos cariñoso por el poeta, tan dispuesta estaba siempre a hablar ardientemente acerca de él.
—Sé que está usted interesada por el señor Trewe, señora —le dijo la señora Hooper—; pues, fíjese, acaba de enviarme una nota en la que me dice que mañana por la tarde va a venir a buscar algunos libros que necesita, y me pregunta si voy a estar aquí y si puede sacarlos de su habitación, señora Marchmill.
—¡Oh, pues claro que puede!
—Muy bien podría usted conocer entonces al señor Trewe, ¡si da la casualidad de que está usted por aquí cuando él venga!
Ellen le prometió, con secreta alegría, que estaría por allí y se fue a acostar pensando en él.
A la mañana siguiente su marido le comentó:
—He estado reflexionando acerca de lo que me dijiste, Ellen, eso de que he salido mucho por ahí y te he dejado a ti aquí sin ninguna diversión. Tal vez sea cierto. Hoy, como el mar no está muy agitado, te llevaré conmigo a bordo del yate.
Por primera vez en su vida Ellen no se alegró de que William le propusiera una cosa así. Pero aceptó de momento. Sin embargo, cuando se avecinó la hora de ponerse en marcha y ella fue a arreglarse, se quedó pensando. El deseo de ver al poeta al que ahora ya, claramente, amaba, se impuso a cualquier otra consideración.
—No quiero ir —se dijo—. ¡No estoy dispuesta a ir! Y no iré.
Le dijo a su marido que había cambiado de opinión y que ya no tenía ganas de ir a navegar. A él le daba lo mismo y se fue solo.
Durante el resto del día la casa permaneció en silencio, pues los niños se habían ido a jugar con la arena. Las persianas se balanceaban bajo el sol al compás del suave y continuo murmullo del mar, que las paredes ocultaban; y las notas de la Banda Verde de Silesia, un grupo de caballeros extranjeros contratados para la temporada veraniega, se había llevado a casi todos los residentes y transeúntes lejos de las inmediaciones de la Mansión Coburg. Llamaron a la puerta.
La señora Marchmill no oyó a ninguna criada ir a abrir y empezó a impacientarse. Los libros estaban en la habitación en que ella se había sentado; pero no apareció nadie. Hizo sonar la campanilla.
—Están llamando a la puerta —dijo.
—¡Oh, no, señora! Hace ya rato que se han ido. Yo fui a abrir —respondió la criada al mismo tiempo que aparecía la señora Hooper en persona.
—¡Qué decepción! —dijo—. ¡El señor Trewe no va a venir, después de todo!
—¡Pero si me ha parecido oírle llamar!
—No; eso fue uno que venía buscando alojamiento y se había equivocado de casa. Se me olvidó decirle que el señor Trewe envió una nota antes del almuerzo para advertirme que no le hiciera té, pues no iba a necesitar los libros y, por tanto, tampoco iba a venir a buscarlos.
Ellen se sintió muy desdichada, y ni siquiera fue capaz de releer, durante un rato bastante largo, la triste balada del poeta acerca de las Vidas separadas, tan dolorido estaba su pequeño y caprichoso corazón y tan llenos de lágrimas sus ojos. Cuando llegaron los niños, con las medias mojadas, y corrieron a ella para contarle sus aventuras, Ellen sintió que no le importaban ni la mitad de lo que solían hacerlo.
—Señora Hooper, ¿tiene usted alguna fotografía de... del caballero que vivía aquí? —curiosamente, estaba empezando a evitar la mención de su nombre.
—Si., claro. Está en el marco que adorna la repisa de la chimenea de su propia habitación, señora.
—No; ahí están los Reales Duques.
—Si.; ahí están ellos; pero debajo está él. En ese marco, que yo compré a propósito, está él normalmente; pero cuando se fue, me dijo: «Tápeme, no deje que me vean esos desconocidos que van a venir, por lo que más quiera. No quiero que me miren fijamente, y estoy seguro de que ellos no querrán que yo les mire de igual modo.» Así que, provisionalmente, puse a los Reales Duques delante de él. Ellos no tenían marco, y la realeza va más con una casa amueblada para alquilar que un joven solitario. Si saca a los Duques, le verá a él debajo. ¡Ah, Señor, estoy segura de que no le importaría lo más mínimo si lo supiera! El no pensaba que el siguiente inquilino fuera a ser una dama tan atractiva como usted; supongo que, de haberlo pensado, no se le habría ocurrido ocultar su retrato.
—¿Es guapo? —preguntó Ellen tímidamente.
—Yo diría que sí. Pero otras, tal vez, no lo harían.
—¿Lo diría yo? —preguntó la señora Marchmill con interés.
—Yo creo que sí, aunque algunas dirían que, más que guapo, es llamativo; ya sabe, un muchacho pensativo, de ojos grandes, con un relampagueo muy eléctrico en la mirada cuando pasa rápidamente la vista por lo que hay a su alrededor; tal y como una esperaría que fuera un poeta que no vive de su poesía.
—¿Qué edad tiene?
—Es varios años mayor que usted, señora; treinta y uno o treinta y dos, creo.
Ellen tenía, de hecho, treinta y unos meses; pero no los aparentaba en absoluto. Aunque con un carácter tan inmaduro, estaba entrando en ese tramo de la vida en el que las mujeres emocionales empiezan a sospechar que el último amor puede ser más fuerte que el primero; y pronto, ¡ay!, entraría en ese tramo aún más melancólico en el que, al menos las más vanidosas de su sexo, se niegan a recibir a una visita masculina de otra forma que no sea con ellas de espaldas a la ventana o con las persianas a medio bajar. Pensó en la observación de la señora Hooper y no volvió a hablar de edades.
Justo en aquel instante trajeron un telegrama. Era de su marido, que se había ido en yate, con sus amigos por el Canal; había llegado hasta Budmouth y no podría regresar hasta el día siguiente.
Después de una cena frugal, Ellen vagó por la playa con los niños hasta que empezó a hacerse de noche. Pensaba en la todavía— oculta fotografía de su habitación con el sereno presentimiento de que algo extático iba a suceder. Porque, con el sutil lujo de imaginación al que esta joven era tan aficionada, Ellen, al enterarse de que su marido iba a estar ausente aquella noche, había reprimido sus deseos de precipitarse escaleras arriba y abrir el marco del retrato, prefiriendo reservar la inspección para cuando pudiera estar sola y el silencio, las velas, el mar solemne y las estrellas pudieran darle a la ocasión un tinte más romántico que el que le ofrecía el deslumbrante sol de la tarde.
Los niños se habían ido a la cama, y Ellen, aunque todavía no eran las diez, les imitó en seguida. Con el fin de complacer a su apasionada curiosidad hizo entonces algunos preparativos; primero se deshizo de prendas innecesarias y se puso en bata, después colocó una silla delante de la mesa y leyó varias páginas de tiernas palabras de Trewe. Entonces llevó hasta la luz el marco del retrato, lo abrió por detrás, sacó la fotografía y la puso, de pie, delante de ella.
Era un rostro que, al mirarlo, llamaba la atención. El poeta tenía un frondoso bigote negro y perilla, y llevaba un sombrero de ala caída que le tapaba la frente. Los oscuros y enormes ojos descritos por la casera mostraban una ilimitada capacidad de sufrimiento; miraban, desde abajo de unas cejas bien delineadas, como si estuvieran contemplando el universo entero en el microcosmo del rostro de la persona que se hallara enfrente de él y como si no estuviera del todo satisfecho con lo que el espectáculo hacía presagiar.
Ellen, con su voz más suave, más dulce, más tierna, murmuró:
—¡Y eres tú quien tan cruelmente me ha eclipsado tantas veces!
A medida que escudriñaba el retrato se fue quedando cada vez más pensativa, hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas y rozó el cartón con los labios. Entonces dejó escapar una risita nerviosa y se enjugó las lágrimas.
Pensó en lo mala que era; ella, una mujer que tenía tres hijos y un marido, estaba dejando que su imaginación se extraviara, de manera desmedida, en pos de un desconocido. ¡Pero no, él no era un desconocido! Ella conocía sus pensamientos y sentimientos tan bien como los propios; eran, de hecho, los mismos que los suyos, pensamientos y sentimientos de los que, en cambio, su marido, claramente, carecía; tal vez por suerte para él, teniendo en cuenta que tenía que sufragar los gastos de la familia.
—El está más cerca de mi verdadero ser, tiene mayor intimidad con mi yo real, después de todo, de la que tiene Will; aunque no le haya visto nunca —dijo Ellen.
Dejó el libro y la foto en la mesita de noche y, reclinando la cabeza sobre la almohada, volvió a leer los versos de Robert Trewe que ella había subrayado aquí y allá como los más conmovedores y sinceros. Luego dejó el libro a un lado, puso la fotografía de pie sobre el cubrecama y la contempló mientras permanecía echada. Después escudriñó de nuevo, a la luz de la vela, los semiborrados garabatos del papel de la pared que había junto a su cabeza. Allí estaban: frases, pareados, boutsrimés, comienzos y mitades de versos, ideas sin desarrollar, como los fragmentos de Shelley, y los más pequeños en tamaño eran tan intensos, tan dulces, tan palpitantes, que parecía como si el mismo aliento de Trewe, su calor y su amor estuvieran abanicando las mejillas de Ellen desde aquellas paredes, paredes que habían rodeado una y mil veces la cabeza del poeta, al igual que ahora rodeaban la suya. El debía de haber extendido así la mano a menudo... con el lápiz entre los dedos. Si, la letra era oblicua, tal y como le saldría a una persona que extendiese el brazo de aquella manera.
Aquellos inscritos rasgos del mundo del poeta,
Formas más reales que el hombre vivo,
semillas de inmortalidad,
eran, sin duda, los pensamientos y esfuerzos de su espíritu, que habían venido a él en el profundo silencio de la noche, cuando podía dejarse llevar de sí mismo sin miedo a la frialdad de la crítica. Sin duda, aquellos versos habían sido escritos apresuradamente más de una vez, a la luz de la luna, bajo los rayos de la lámpara, al amanecer azul y gris, tal vez nunca en pleno día. Y ahora su cabello, el de Ellen Marchmill, se arrastraba por donde su brazo, el de Robert Trewe, se habría posado al asegurar sus fugaces fantasías; estaba durmiendo en los labios del poeta, inmersa en su misma esencia, penetrada por su espíritu como por un éter.
Cuando así soñaba, dejando pasar el tiempo sin asirlo, oyó pasos en la escalera, y al cabo de unos segundos reconoció las fuertes pisadas de su marido sobre el rellano que había justo delante de la puerta.
—Ell, ¿dónde estás?
Ell no podría haber descrito la sensación que se apoderó de ella, pero el caso es que, negándose instintivamente a permitir que su marido se enterara de lo que había estado haciendo, deslizó la fotografía debajo de la almohada justo en el momento en que él abría la puerta de golpe con el ademán de un hombre que no ha cenado nada mal.
—Oh, perdona —dijo William Marchmill—. ¿Te duele la cabeza? Me temo que te he molestado.
—No, no me duele la cabeza —dijo ella—. ¿Cómo es que has venido?
—Pues verás, nos dimos cuenta de que podíamos estar de vuelta a muy buena hora en realidad, y yo no quería quedarme allí otro día más sin poder ir mañana a ningún otro sitio.
—¿Quieres que me levante?
—Oh, no. Estoy cansado como un perro. Ya he cenado, muy bien, por cierto, y me voy a acostar en seguida. Si puedo, quisiera salir mañana a las seis en punto...; no te molestaré con el madrugón; me habré marchado antes de que tú te despiertes —y entró en la habitación.
Mientras con los ojos seguía los movimientos de Will, Ellen empujó suavemente la fotografía un poco más, para que él no pudiera verla.
—¿Seguro que no te encuentras mal? —le preguntó William, inclinándose sobre ella.
—¡No, sólo malvada!
—Bueno, eso no tiene importancia —y se agachó para besarla . Me apetecía estar contigo esta noche.
A la mañana siguiente llamaron a Marchmill a las seis; y Ellen le oyó murmurar para sí mientras se desperezaba y bostezaba:
—¿Qué diablos será lo que ha estado crujiendo toda la noche?
Creyendo que ella estaba dormida, William rebuscó entre las sábanas y sacó algo. Ellen, con los ojos entreabiertos, vio que era el señor Trewe.
Pero, ¡maldita sea! —exclamó su marido.
—¿Qué pasa, querido? —dijo ella.
—Oh, ¿estás despierta? ¡Ja, ja!
¿Qué quieres decir?
—La fotografía de un tipejo; algún amigo de la casera, supongo. Me gustaría saber cómo ha llegado hasta aquí; tal vez se cayera casualmente de la repisa de la chimenea mientras estaban haciendo la cama.
Yo la estuve mirando ayer, y debe haberse caído dentro de la cama entonces.
Oh, ¿es amigo tuyo? ¡Bendito sea su pintoresco corazón!
La lealtad de Ellen para con el objeto de su admiración no pudo soportar ver cómo se le ridiculizaba.
¡Es un hombre muy inteligente! —dijo con cierto temblor (cuya aparición ella misma consideró absurda y fuera de lugar) en la dulce voz—. Es un poeta que está empezando a descollar...; es el caballero que ocupaba dos de las habitaciones antes de que viniéramos nosotros, aunque no lo he visto nunca.
—¿Cómo sabes que es él, si nunca lo has visto?
—Me lo dijo la señora Hooper al enseñarme la fotografía.
—Ah, ya. Bueno, tengo que levantarme e irme. Volveré a casa bastante temprano. Siento no poder llevarte hoy conmigo, querida. Cuida de que no se ahoguen los niños.
Aquel día la señora Marchmill le preguntó a la casera si había posibilidades de que el señor Trewe apareciera alguna otra vez.
—Sí —dijo la señora Hooper—. Va a venir esta semana y se quedará cerca de aquí con un amigo hasta que ustedes se marchen. Seguro que aparecerá a hacerme una visita algún día.
Marchmill volvió por la tarde, pero bastante temprano; y al abrir algunas cartas que habían llegado durante su ausencia, declaró súbitamente que él y la familia tendrían que marcharse una semana antes de lo que esperaban: dentro de tres días, en suma.
—¿Seguro que no podemos quedarnos una semana más? —imploró Ellen—. Me gusta estar aquí.
—A mí no. Se me está haciendo bastante pesado.
—¡Pero me podrías dejar a mí con los niños!
—¡Cómo te gusta llevar la contraria, Ell! ¿Con qué fin? ¿Para que luego tenga que volver yo a recogeros? No; regresaremos todos juntos, y ya le sacaremos partido al tiempo que nos queda un poco más adelante, en el norte de Gales o en Brighton. Además, todavía te quedan tres días.
Ellen parecía estar condenada a no conocer al rival cuyo talento ella admiraba desesperadamente y a cuya persona estaba ahora absolutamente ligada. Pero decidió hacer un último esfuerzo; y, tras averiguar por medio de la casera que Trewe estaba viviendo en un lugar solitario que no estaba lejos de la ciudad de moda de la isla de enfrente, fue hasta allí en el paquebote, desde el muelle vecino, la tarde siguiente.
¡Qué inútil resultó el viaje! Ellen sólo sabía dónde estaba la casa de manera vaga, y cuando creyó haberla encontrado, y se aventuró a preguntarle a un transeúnte si Trewe vivía allí, la respuesta que el hombre le dio fue que no tenía ni la menor idea. Y por otra parte, aun en el caso de que, efectivamente, él viviera allí, ¿a cuento de qué iba a visitarle ella? Es posible que algunas mujeres tuvieran descaro suficiente para hacer aquello, pero ella no lo tenía. El pensaría que estaba loca. Podría haberle pedido a él, tal vez, que le hiciera una visita; pero tampoco tenía valor para aquello. Vagó tristemente por el pintoresco altozano que había a la orilla del mar hasta que llegó la hora de volver a la ciudad y tomar el buque de vapor para atravesar de nuevo la bahía; llegó a casa a la hora de cenar, sin que se la hubiera echado excesivamente de menos.
En el último instante, de manera un tanto inesperada, su marido le dijo que si se sentía capaz de volver a casa sin él no tendría reparo en dejar que ella y los niños se quedaran hasta el final de la semana, puesto que ella así lo deseaba. Ellen no dejó traslucir la alegría que este aplazamiento le provocaba; y a la mañana siguiente Marchmill se fue solo.
Pero la semana pasó sin que Trewe apareciera.
El sábado por la mañana los demás miembros de la familia Marchmill se despidieron del lugar que había despertado en Ellen tanto fervor. El horrible, terrible tren; el sol brillando con rayos moteados sobre los calientes cojines; el monótono y polvoriento camino; los sórdidos postes de telégrafos: éstas fueron las cosas que, mientras por la ventana desaparecían de su vista las superficies del mar profundo y azul —y con ellas el hogar del poeta—, la acompañaron. Triste y afligida, trató de leer, pero en vez de eso se echó a llorar.
El negocio del señor Marchmill estaba prosperando, y él y su familia vivían en una casa nueva y grande que estaba situada en un terreno bastante extenso, a unas cuantas millas de la ciudad del interior en que él tenía su trabajo. La vida de Ellen allí era solitaria, tanto como puede serlo la vida de las zonas residenciales, especialmente en ciertas épocas del año; y tenía tiempo de sobra para cultivar su afición por las composiciones líricas y elegíacas. Acababa de regresar cuando encontró, en el último número de su revista favorita, un poema de Trewe que éste debía de haber escrito casi inmediatamente antes de que ella llegara a Solentsea, pues en él aparecía el mismo pareado que ella había visto escrito a lápiz sobre el papel de la pared que estaba al lado de la cama y que la señora Hooper había declarado que era reciente. Ellen no pudo aguantar más y, cogiendo una pluma, le escribió impulsivamente como si fuera un poeta colega, utilizando el nombre de John Ivy y felicitándole en la carta por sus triunfales logros en metro y ritmo al expresar aquellos pensamientos que le animaban (sobre todo comparándolos con sus propios y tímidos esfuerzos en la misma y patética profesión).
Unos días después llegó a su dirección una respuesta, cosa que ella no había osado esperar: era una nota breve y educada, en la que el joven poeta (lee la que, aunque no conocía muy bien la poesía del señor John Ivy, asociaba el nombre a algunos poemas, que había visto, muy prometedores; que se alegraba de entrar en relación con el señor Ivy por carta, y que ciertamente buscaría con mucho interés sus producciones de ahora en adelante.
Ellen se dijo que debía de haber habido algo de timidez o bisoñez en su misiva teniendo en cuenta que, aparentemente, la había escrito un hombre; porque Trewe, en su contestación, adoptaba claramente el tono del maestro de más edad. Pero, ¿qué más daba? Había contestado; él le había escrito a ella, de su puño y letra, desde la habitación que ella tan bien conocía (pues Trewe había regresado de nuevo a su domicilio).
La correspondencia así iniciada continuó durante dos meses o más. Ellen Marchmill le enviaba de vez en cuando algunos de los que ella consideraba sus mejores poemas, y él los recibía con gran amabilidad, aunque nunca dijera que los leía cuidadosamente ni le enviara a ella, a cambio, algunos de los suyos. Ellen se habría sentido más herida por esto de lo que se sentía de no haber sabido que Trewe actuaba con el convencimiento de que ella era de su propio sexo.
Pero aun así, la situación no era satisfactoria. Una vocecilla aduladora le decía que las cosas serían de otra manera si él la conociera. Sin duda, ella habría contribuido a la realización de esta posibilidad haciendo, para empezar, una franca confesión de feminidad, de no haber ocurrido algo que, para su gozo, lo hizo innecesario. Un amigo de su marido, director del periódico más importante de la ciudad y del condado, estaba cenando un día con ellos cuando comentó, en el transcurso de la conversación que mantuvieron acerca del poeta, que su hermano (el del director), el pintor de paisajes, era amigo del señor Trewe y que los dos hombres estaban juntos en Gales en aquel momento.
Ellen conocía ligeramente al hermano del director del periódico. A la mañana siguiente se sentó delante de una mesa y le escribió una carta invitándole a pasar una temporada en su casa a la vuelta de Gales y rogándole que, si ello era posible, trajera con él a su acompañante, el señor Trewe, a quien ella deseaba ardientemente conocer. La contestación llegó al cabo de unos días. El destinatario de su carta y su amigo Trewe tenían mucho gusto en aceptar su invitación. En su viaje hacia el sur pasarían por la ciudad de los Marchmill tal día de la semana siguiente.
Ellen no cabía en sí de gozo. Su estratagema había dado resultado; el hombre que (si bien nunca había visto) amaba iba a venir. «Mirad, él está detrás del muro; se acercó a la ventana, dejándose ver a través de la celosía», pensó extasiada. «Y he aquí que el invierno ya ha acabado, las lluvias pasaron y siguieron su camino, las flores brotan de la tierra, ha llegado la hora de que los pájaros se pongan a cantar, y la voz de la tórtola ya puede oírse en nuestro hogar.»
Pero había que ocuparse de los detalles del alojamiento y la comida de Robert Trewe. Ellen se esmeró en todo y aguardó el día y la hora señalados.
Eran alrededor de las cinco de la tarde cuando oyó, primero, que llamaban a la puerta, y, unos segundos después, en la entrada, la voz del hermano del director del periódico. Poetisa como era, o como se creía, Ellen no había estado tan inspirada aquel día como para no cuidar cada detalle al ponerse una elegante túnica de tela muy valiosa, que tenía un ligero parecido con el chiton de los griegos (estilo que por entonces estaba de moda entre las damas con inclinaciones artísticas y románticas) y que Ellen había conseguido de su modisto de Bond Street la última vez que había estado en Londres. La visita entró en el salón. Ellen miró hacia la puerta esperando que alguien más pasara por ella. Pero no fue así. ¿Dónde, en nombre del dios del amor, estaba Robert Trewe?
—Oh, cuánto lo siento —dijo el pintor después de intercambiar las acostumbradas frases de cortesía—. Trewe es un tipo curioso, ya sabe, señora Marchmill. Primero dijo que vendría; luego dijo que no podía. Estaba lleno de polvo. Hemos corrido unas cuantas millas con mochilas al hombro, ya sabe; y quería pasar por su casa.
—¿No... no va a venir?
—No; y me ha pedido que le presentara a usted sus disculpas.
—¿Cuándo se ha s-s-separado usted de él? —preguntó Ellen, mientras el labio inferior se le ponía a temblar como si su discurso se hubiera visto quebrantado por un trémolo. Deseaba escapar de aquel pelmazo espantoso y dejar que sus lágrimas corrieran con libertad.
—Hace sólo un momento, en la carretera principal, ahí al lado.
—¡Cómo! Pero entonces, ¿ha pasado, de hecho, por delante de la puerta de mi casa?
—Si. Al llegar aquí (hermosa puerta la suya, por cierto; el mejor trabajo que he visto últimamente en hierro forjado)... al llegar aquí nos detuvimos, hablamos un momento, y entonces él se despidió de mí y siguió su camino. La verdad es que lleva unos días algo deprimido y no quiere ver a nadie. Es una bellísima persona, y gran amigo, pero a veces es un poco triste e inseguro; le da demasiadas vueltas a las cosas. Su poesía es excesivamente erótica y apasionada para algunos gustos, ya sabe; y acaban de darle un palo tremendo en el número de la Revista... que salió ayer; vio por casualidad un ejemplar en la estación. Tal vez lo haya leído usted...
—No.
—Tanto mejor. Oh, créame, no vale la pena pensar en ello; es tan sólo uno de esos artículos de encargo, hecho para complacer al grupo de suscriptores retrógrados de quienes depende la tirada. Pero le ha perturbado. Dice que lo que más le duele es la tergiversación; que, así como puede soportar un ataque noble, se siente incapaz de enfrentarse con mentiras que él no puede rebatir ni impedir que se propaguen. Ese es el punto flaco de Trewe. Vive tan encerrado en sí mismo que estas cosas le afectan mucho más de lo que lo harían si estuviera metido de lleno en la barahúnda de la vida elegante, o en la de la comercial. De modo que dijo que no pensaba venir aquí, y puso como pretexto el que todo tuviera un aspecto tan nuevo y acaudalado... si perdona usted la expresión...
—Pero... él debería haber sabido... ¡que aquí le tenemos mucha simpatía! ¿Nunca le ha hablado de haber recibido cartas desde esta dirección?
—Si., sí, me lo comentó; de un tal John Ivy... él pensó que tal vez se tratara de algún pariente de usted que estaba pasando aquí una temporada.
—¿Le dijo si le... gustaba Ivy?
—Pues verá, que yo sepa, Ivy no le interesaba demasiado.
—¿Y sus poemas?
—Sus poemas tampoco. No, que yo sepa.
A Robert Trewe no le interesaban ni su casa, ni sus poemas, ni la persona que los escribía. En cuanto pudo escapar del pintor, Ellen se fue al cuarto de los niños y trató de descargar su emoción besándolos innecesariamente, hasta que sintió una repentina sensación de desagrado al acordarse de que, como su padre, carecían de atractivo.
El obtuso y simplón pintor de paisajes no se dio cuenta —ni una sola vez a lo largo de toda la conversación— de que Ellen sólo estaba interesada por Trewe y en absoluto por él. Durante su estancia lo pasó lo mejor que pudo, y pareció agradarle la sociedad del marido de Ellen; éste, a su vez, se encaprichó con él y lo paseó por toda la vecindad. Y ninguno de los dos advirtió el triste estado anímico de la joven esposa.
Cuando sólo hacía uno o dos días que el pintor se había ido, Ellen, una mañana, estando sentada a solas en una habitación del piso de arriba, le echó un vistazo al periódico de Londres que acababa de llegar; y entonces leyó la siguiente noticia:
«SUICIDIO DE UN POETA»
«El señor Robert Trewe, que durante los últimos años ha venido recibiendo un trato de favor por parte de la crítica, hasta el punto de haber sido considerado uno de nuestros más prometedores poetas líricos, se suicidó la noche del pasado sábado, en su domicilio de Solentsea, disparándose un tiro de revólver en la sien derecha. No es necesario recordar a los lectores que el señor Trewe ha llamado recientemente la atención de un público mucho más numeroso del que hasta entonces le conocía gracias a la aparición de su nuevo libro de poesía (muy apasionada por lo general) titulado Poemas a una mujer desconocida, que ya ha sido comentado favorablemente en estas páginas por la extraordinaria gama de sentimientos que lo atraviesa, y que ha sido objeto de una severa (si no feroz) crítica por parte de la Revista... Se supone, aunque no se sabe con certeza, que este artículo puede —parcialmente— haber conducido al poeta a cometer tan triste acción, ya que se encontró un ejemplar del número de la revista en cuestión encima de su mesa de trabajo; y se había observado que, desde que apareció la crítica, se encontraba en un estado de absoluta depresión mental.»
Después venía el informe de la pesquisa judicial, en la que se había leído la siguiente carta dirigida a un amigo que vivía en otra ciudad:
«Querido...:
Antes de que estas líneas lleguen a tus manos yo estaré libre de las molestias que representan el ver, el oír y el saber cada vez más acerca de las cosas que me rodean. No te aturdiré explicándote las razones que me han impulsado a dar este paso, aunque puedo asegurarte que son lógicas y cuerdas. Es posible que, de haber sido bendecido con la presencia de una madre, una hermana o una amistad femenina de alguna otra índole que me dedicara su vida tierna y devotamente, hubiera pensado que valía la pena prolongar mi actual existencia. Como sabes, he soñado durante mucho tiempo con esa criatura inasequible; y ella, inencontrable, esquiva, inspiró mi último libro; sólo esa mujer imaginaria: porque, a pesar de lo que se ha dicho en algunos sitios, ninguna mujer real se esconde detrás del título. Ella ha permanecido velada hasta el final, sin hallar, sin conquistar. Creo oportuno mencionar esto a fin de que no se pueda culpar a ninguna mujer real de haber sido, con su cruel o desdeñosa conducta hacia mí, la causante de mi muerte. Dile a mi casera que lamento haberle dado este disgusto; pero pronto se olvidará de que yo ocupé estas habitaciones. En el banco hay fondos suficientes a mi nombre para sufragar todos los gastos.
R. Trewe.»
Ellen permaneció un rato sentada, como si le hubieran dado un golpe, y luego corrió a la habitación contigua y se echó sobre la cama cubriéndose la cara con las manos.
El dolor y la desesperación la destrozaron, y permaneció echada, en medio de aquella frenética tristeza, durante más de una hora. Palabras entrecortadas salían de vez en cuando de sus temblorosos labios:
—Oh, si tan sólo hubiera sabido de mi existencia... de mi existencia... ¡de mí!... Oh, si tan sólo lo hubiera visto una vez... sólo una vez... le habría puesto la mano sobre su frente ardiente... le habría besado... le habría hecho saber cómo le amo... ¡que por él habría soportado la vergüenza y el desdén, por él habría vivido y muerto! ¡Tal vez hubiera podido salvar su preciosa vida!... Pero no... ¡no nos estaba permitido! Dios es un Dios celoso... ¡y la dicha no era para nosotros! ¡No era para él, y tampoco era para mí!
Ya no habría más oportunidades; el encuentro había quedado definitivamente frustrado. Pero, incluso ahora, Ellen casi lo veía en su imaginación, aunque ya nunca pudiera realizarse.
El momento que pudo haber llegado y no llegó,
El que el corazón de hombre y mujer imaginó y sintió;
La vida, ya, les ha sido arrebatada.
Le escribió una carta a la casera de Solentsea como si fuera una tercera persona y en el estilo más llano de que fue capaz; le adjuntaba una orden postal de pago de un soberano, y le decía, a la señora Hooper, que la señora Marchmill se había enterado por los periódicos de la triste noticia de la muerte del poeta, y que, como había sentido gran interés por el señor Trewe —la señora Hooper ya lo sabía— durante su estancia en la Mansión Coburg, le estaría infinitamente agradecida si le pudiera conseguir un pequeño mechón del cabello del difunto, antes de que cerraran el ataúd, y se lo mandara como recuerdo, así como la fotografía del marco.
Recibió, a vuelta de correo, una carta con lo que había pedido. Ellen lloró sobre el retrato y lo guardó, bajo llave, en su cajón particular; el mechón de pelo lo ató a una cinta blanca y se lo colgó del pecho. De vez en cuando le daba un suave tirón y lo besaba, en algún rincón oculto.
—¿Qué pasa? —le dijo su marido una de estas veces al tiempo que levantaba la vista del periódico—. ¿Estás llorando por algo? ¿Un mechón de pelo? ¿De quién es?
—¡Está muerto! —susurró ella.
—¿Quién?
—¡No quiero decírtelo de momento, Will, a no ser que insistas. —dijo ella arrastrando la voz en un sollozo. —Oh, bueno.
—¿Te molesta mi negativa? Algún día te lo diré.
—Por supuesto, no tiene la menor importancia.
Will se marchó silbando los compases de ninguna melodía en particular, pero, al llegar a la fábrica que tenía en la ciudad, el asunto volvió a rondarle la cabeza.
El también sabía que recientemente un suicidio había lugar en la casa de Solentsea que habían ocupado. Recordó haber visto últimamente el libro de poemas en manos de su esposa y haber oído fragmentos de las conversaciones de la casera acerca de Trewe cuando habían sido inquilinos suyos, y, acto seguido, se dijo:
«¡Pues claro, es él!... ¿Cómo diablos lograría Ellen conocerle? ¡Qué animales tan astutos son las mujeres!»
Luego, tranquilamente, se olvidó del asunto y prosiguió con su quehacer cotidiano. Mientras tanto Ellen, en casa, había tomado una determinación. La señora Hooper, al enviarle el pelo y la fotografía, le había comunicado el día en que iba a tener lugar el responso; y a medida que la mañana y el mediodía avanzaban lentamente, un deseo irresistible par saber dónde iban a enterrar a Trewe se apoderó de la impresionable mujer. Importándole muy poco ya lo que su marido o cualquier otra persona pudiera pensar de sus excentricidades, le dejó a Marchmill una breve nota diciéndole que la habían llamado y que estaría fuera toda la tarde y toda la noche, pero que volvería a la mañana siguiente. La dejó sobre el escritorio de su marido y, tras decirles lo mismo a los criados, salió de casa, a pie.
Cuando el señor Marchmill llegó después de comer, los criados parecían inquietos. La nodriza le hizo un aparte privado y le vino a decir que la señora había estado tan triste durante los últimos días que temía que hubiera ido a ahogarse al río. Marchmill reflexionó. Y llegó a la conclusión de que era muy improbable que hubiera hecho tal cosa. Les dijo a los criados que no le esperaran levantados y, sin decir dónde iba, se fue también. Fue a la estación del ferrocarril y sacó un billete para Solentsea.
Era ya de noche cuando llegó al lugar, a pesar de que había hecho el viaje en un tren rápido; pero sabía que si su mujer había llegado antes que él sólo podría haber venido en un tren más lento, que llegaba muy poco antes que el suyo. La temporada había terminado ya en Solentsea: el paseo estaba a oscuras y había pocos cabriolés (y los que había eran de los más baratos). Preguntó por dónde se iba al cementerio y pronto se encontró allí. Ya habían cerrado las puertas, pero el guardián le dejó pasar, asegurándole, sin embargo, que no había nadie dentro del recinto. Aunque no era muy tarde, la oscuridad otoñal se había hecho ya intensa, y Marchmill tuvo ciertas dificultades para no salirse de la sinuosa vereda que conducía a la zona en la cual, según le había dicho el hombre, habían tenido lugar los dos o tres enterramientos de aquel día. Will se metió en la hierba y, tropezando con algunas estacas que había en el suelo, iba agachándose, de vez en cuando, para ver si podía divisar alguna figura dibujada contra el cielo. No pudo ver nada; pero, al llegar a un lugar en el que la hierba estaba pisoteada, discernió un bulto, agazapado, al lado de una tumba recién erigida. Ellen le oyó y se puso en pie de un salto.
—¡Ell, esto es ridículo! —dijo Marchmill con indignación—. Huir de casa... ¡nunca había visto nada igual! Por supuesto que no es que tenga celos de ese desgraciado; pero que tú, una mujer casada, con tres hijos y un cuarto en camino, pierdas así la cabeza por un hombre muerto es demasiado ridículo... ¿Sabes que te habías quedado encerrada? ¡Igual no hubieras podido salir en toda la noche!
Ellen no respondió.
—Espero por tu propio bien que la cosa no llegara muy lejos entre tú y él.
—No me insultes, Will.
—Entérate, no quiero más escenas de este tipo, ¿me oyes?
—Muy bien —dijo ella.
Will la cogió de un brazo y la condujo fuera del cementerio. Regresar aquella misma noche era imposible, y, como no quería que nadie los reconociera en su actual y lamentable estado, Marchmill se la llevó a un pequeño y miserable café que había cerca de la estación, desde donde partieron al día siguiente muy de mañana; hicieron el viaje casi sin hablarse, con la sensación de que aquella era una de esas horribles situaciones que se dan en las vidas de los matrimonios y que las palabras no pueden arreglar. Llegaron a casa a mediodía.
Pasaron los meses y ninguno de los dos se atrevió nunca a iniciar una conversación acerca de este episodio. Ellen estaba triste y absorta con demasiada frecuencia: en un estado que casi se podría llamar de postración. El momento en que tendría que sufrir por cuarta vez la tensión de un parto se iba acercando, y aquello, aparentemente, no servía para animarla.
—¡Creo que esta vez no lo sobreviviré! —dijo un día Ellen.
—¡Bah! ¡Qué presentimiento tan pueril! ¿Por qué no ha de salir todo esta vez igual de bien que siempre? Ellen negó con la cabeza.
—Siento, casi con absoluta certeza, que me voy a morir; y me alegraría de ello si no fuera por Nelly, Frank y Tiny.
—¿Y por mí?
—Tú encontrarás pronto a alguien que ocupe mi lugar —susurró ella con una triste sonrisa—. Y tendrás perfecto derecho a ello; eso te lo aseguro.
—Ell, no estarás todavía pensando en ese... amigo poeta tuyo, ¿verdad?
Ella no admitió ni negó la acusación.
—Esta vez no lo voy a sobrevivir —repitió—. Algo me dice que no lo haré.
Esta visión de las cosas era un comienzo bastante malo, como suele ser en estos casos, y, de hecho, seis semanas después, en el mes de mayo, Ellen yacía en la cama sin pulso y exangüe, sin apenas fuerza suficiente para enlazar un débil suspiro con el siguiente, mientras el niño por cuya innecesaria vida ella se estaba despidiendo de la suya estaba fuerte y sano. Justo antes de morir le dijo suavemente a Marchmill:
—Will, quiero confesarte todas las circunstancias de aquella... ya sabes a qué me refiero... de aquella vez que estuvimos en Solentsea. No puedo explicarte qué fue lo que se adueñó de mí... ¡cómo pude olvidarme así de ti, marido mío! Pero había llegado a un estado verdaderamente mórbido: pensaba que te habías portado mal; que me habías descuidado; que intelectualmente no estabas a mi altura, mientras que él M. lo estaba, y a una altura mucho mayor. Tal vez, más que otro amor, lo que yo quería era alguien que supiera apreciar mejor mis...
No pudo continuar por agotamiento, y una horas después, tras una súbita recaída, murió sin haberle dicho a su marido nada más acerca de su amor por el poeta. A William Marchmill, en realidad —como a la mayoría de los maridos que llevan casados varios años—, los celos retrospectivos le importaban muy poco, y no había demostrado el menor interés en presionar a Ellen para que le hiciera confesiones referentes a un hombre muerto que ya no podría importunarle nunca más.
Pero cuando Ellen llevaba ya enterrada un par de años, ocurrió que, un día, al revolver entre algunos papeles olvidados que quería destruir antes de que su segunda esposa entrara en la casa, William encontró por casualidad un mechón de cabellos, metido dentro de un sobre, junto con la fotografía del poeta muerto; detrás había escrita, con la letra de su difunta esposa, una fecha. Era la de la temporada que habían pasado en Solentsea.
Marchmill contempló pensativamente y durante largo rato el cabello y el retrato, pues había algo que le llamaba la atención. Cogió al niño que había provocado la muerte de su madre —ahora, ya, un ruidoso chiquillo—, lo sentó sobre sus rodillas, sostuvo el mechón de pelo junto a la cabeza de la criatura y puso la fotografía, de pie, encima de la mesa que había detrás, a fin de comparar cuidadosamente las facciones de cada rostro. Por una conocida pero inexplicable ironía de la naturaleza, era indudable que en el niño había rasgos fuertemente parecidos a los del hombre que Ellen nunca había visto; la peculiar y soñadora expresión del semblante del poeta estaba presente, como una idea transmitida, en el del niño, y el pelo era del mismo color.
—¡Maldita sea si no se me ocurrió antes! —murmuró Marchmill—. ¡De modo que entonces sí que me engañó con aquel tipo de Solentsea! Vamos a ver: las fechas... la segunda semana de agosto... la tercera semana de mayo... Sí... sí... ¡Largo de aquí, pequeño mocoso! ¡No significas nada para mí!

(perteneciente a Life's Little Ironies (1912).)


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