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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO LA CARGA DE LOS HUMANOS (por Dmitri Bilenkin)
«¡Hay que ver! —se sorprendió Riábtsev, siguiendo presuroso a Teleguin—. Es como sí el cuento se hiciera realidad. Voy a entrevistar a un lobo parlante. La cabeza me arde, todo se atropella: la latosa ascensión, los detalles…»
Porque a su alrededor todo era demasiado ordinario, como siempre, como cien y mil años atrás y, seguramente, como antes de la aparición del hombre. En el cielo nebuloso calentaba un sol empañado, bajo los pies se hundía pegajosa la arena rojiza mezclada con pinocha; los ramosos pinos obligaban a dar rodeos respirando el aire estadizo de la ladera. Reprimiendo el jadeo, Riábtsev se esforzaba para no rezagarse de Teleguin que, pese a su avanzada edad, caminaba ágilmente sin hollar la arena, como si no fuera un hombre, sino un silvano.
Por fin los dos treparon a la cresta y, a una señal de Teleguin, tomaron asiento al pie de un nudoso pino. Allí soplaba un vientecillo suave, pero ya fresco, como si por el camino hubiera lamido hielo. Riábtsev se apresuró a abrocharse el anorak.
A la vista se ofreció un vasto paisaje de oscuras lomas pobladas de pinos, entreverados con los fulgores rojiamarillos de abedules y pinos que parecían dormitar bajo el cielo pálido. En la lejanía gris clara espejeaba un pequeño lago solitario, guarnecido de hirsuto cerco. Por abajo irrumpía en el ambiente resinoso un chorro de olor a hongos rancios, y el cuerpo, como reconociéndose a sí mismo, captaba complacido todas las misteriosas corrientes de la Naturaleza. Ni el menor ruido en ninguna parte, salvo el susurro de las ramas, ni un movimiento hasta el horizonte, como si el siglo veintiuno sólo lo hubieran soñado los hombres. De un abedul cercano se desprendió y cayó revelando una hoja amarilla.
—¿Dónde está el amo? —preguntó Riábtsev, recorriendo distraídamente con la mirada las lejanías.
—Allí —Teleguin señaló de mala gana con un gesto una profunda quebrada—. Allí está su cubil. Seguro que ya nos ha visto. Esperemos.
Una hormiga extraviada pretendía subirse a la rodilla. Riábtsev se la quitó de un displicente papirotazo y miró de reojo a Teleguin. Este permanecía sentado, quieto como una estatua, mirando inmóvil el espacio. Diríase que se había olvidado del periodista, abstraído en sus pensamientos, como si la primera interviú a una fiera que iba a conocer la historia fuese la cosa más corriente. Permanecía ensimismado, el viento jugaba con el halo de cabellos canosos sobre la abombada frente; se le marcaban las arrugas junto a los ojos azules ya un poco desvaídos y, más que un científico, parecía el bondadoso viejecito ermitaño de la leyenda al que acudían mansamente las fieras y los pájaros...
Todo retorna a sus giros, le pasó por las mientes a Riábtsev. Te equivocas —se rebatió a sí mismo—. Tu ermitaño es un mito. Ocurre, simplemente, que en estos tiempos las leyendas y los cuentos se hacen realidad. Deben hacerse, pues la ilusión y la fantasía, a fin de cuentas, son premoniciones, ¿por qué asombrarse? Nuestros abuelos llegaron a conocer el tapiz volador, o sea, la nave a chorro, y ahora yo voy a conversar con un lobo, reseñaré esta entrevista y el mundo lanzará una exclamación de asombro... Pero no, el caso es que no se asombrará. Se regocijará, se sorprenderá un poco, pero, en general, lo tomará como algo natural, pues todo el mundo se ha acostumbrado ya a ver realizadas las fantasías. Se asombraría si dejaran de realizarse. Eso sería una excepción de la regla, lo mismo que si de pronto la masa dejara de convertirse en energía. Y siendo así... Está claro que los animales como el lobo piensan, de alguna manera, eso ya lo dijo Engels. Por lo tanto, se puede captar la dinámica electromagnética de las corrientes biológicas, desentrañar este complicado embrollo (muy complicado, nadie lo discute), encontrar la correspondencia de los símbolos incomprensibles y traducirlos a los sonidos del lenguaje normal. «Y habló el lobo con voz humana...» a través de un transmisor. Por fin, dirá la humanidad, por fin la ciencia ha salvado la barrera del lenguaje para entrar en contacto con los animales; será interesante oír lo que piensa el lobo...
Y de todos modos. Eso es, de todos modos...
—¿Y si le silbamos? —preguntó Riábtsev, sonriendo—. Parece que nuestro amigo no tiene prisa...
—En cambo la tenemos nosotros —Teleguin se enderezó bruscamente y lanzó una mirada punzante al periodista—. ¡No es un perrito! Seguro que anda dando vueltas, mirando qué clase de huésped ha venido.
—A tal señor, tal servidor —paró al instante Riábtsev, intrigado por el cambio de tono.
Y al momento se arrepintió de que hubiera podido más en él la costumbre de no desconcertarse en la polémica. Pero, al parecer, también a Teleguin lo había turbado la severidad de sus propias palabras.
—El lobo es un hombre serio —dijo como justificándose.
—Habla usted de él como si se tratara de una persona...
Teleguin frunció de nuevo el ceño.
—Bueno, si ha entendido así mis palabras, olvídelo. No vale la pena poner en marcha el antiguo péndulo del pensamiento.
—¿El péndulo?
—Sí, el péndulo. Unas veces considerábamos a los animales como semejantes nuestros; otras, por el contrario, rechazábamos toda similitud espiritual con ellos. El pensamiento oscilaba en este plano como un péndulo. Pero el mundo es multidimensional y eso significa que el fenómeno y la verdad sobre él también son multidimensionales.
«Ahora me habla como si yo fuera una criatura —pensó enojado Riábtsev—. ¡Ahí tiene al bondadoso viejecito! Más duro que el pedernal.»
Apenas se conocían, Teleguin se había encontrado con Riábtsev en la linde del vedado, trayéndolo derecho aquí, y durante el camino casi no había despegado los labios. El cariz que tomaba ahora la conversación convenía al periodista, pues nada revela tanto al interlocutor como cuando se le lleva la contraria.
—Ya, ya —dijo Riábtsev no sin malicia—, el filósofo Engels resultó mucho más perspicaz que la infinidad de especialistas que incluso un siglo después negaban a los animales toda capacidad de pensar.
Teleguin asintió con un leve movimiento de cabeza.
—«Los sabios se han acercado tanto al templo de la ciencia que no ven el templo y no ven nada más que el ladrillo en el que han tropezado sus narices.» ¿Sabe quién dijo eso?
—No...
—Lo dijo Herzen. ¡Y con mucho tino! Han tropezado sus narices... ¡Qué se le va a hacer! Estoy hablando con usted, pero pienso en el lobo. ¿Por qué no se presenta? A pesar de lo que le he dicho, voy perdiendo la seguridad. ¡Es raro! Como toda fiera, es un ser curioso; además, ayer no respondí a un par de preguntitas suyas. Lo dejé con las ganas, insinuándole: mañana vendrá un experto, o sea, usted, y él se lo explicará todo.
—¡Qué gracia! —Riábtsev resopló—. No es un periodista el que va a entrevistar a un lobo, sino un lobo al periodista. El acabóse... ¿Y si yo no puedo contestarle? ¿Se puedo saber por lo menos qué preguntas son?
—Muy sencillas. ¿Qué preguntas puede hacer un lobo? —Teleguin se sonrió irónico—. ¿Cuándo y de qué manera pelean los hombres por la hembra?
—¿Qué-e-e?
—¿Es que usted no ha oído hablar de los «torneos nupciales», de la «actitud de resignación»?
—Había oído, sé...
—Entonces, ¿por qué se sorprende? Para el lobo es un momento muy importante de la vida, por eso le interesa cómo se produce eso entre los hombres.
—¡Válgame Dios!
—Conque ya lo sabe —dijo satisfecho Teleguin—. Usted, al parecer, creía que conversar con un lobo es muy fácil, una distracción, un juego de niños.
—¡Me rindo! —Riábtsev se echó a reír—. Hum, la cosa se pone muy interesante...
—Si fuera sólo interesante... Nosotros siempre nos vemos en nuestros espejos, pero no nos hemos visto ni una sola vez en un espejo ajeno. No es por tozudez por lo que me he negado tanto tiempo a divulgar los trabajos que efectuamos aquí. Primero había que convencerse de algunas cosas.
—Por ejemplo.
—¿Y si desde las profundidades de un individuo concreto nos mirase un odio ancestral? Pues no hay que olvidar a cuantos de ellos hemos exterminado.
—Es un odio merecido, nos sobrepondríamos a él. En aras de la verdad, de la futura amistad...
—¿Y tal vez del amor fraternal? En aras de una ilusión, por decirlo así... —Teleguin suspiró—. Otra vez volvemos al binomio amor-odio... Queda por ver si el lobo se tenderá al lado del cordero. Pero ¿y si nos mira el desprecio?
—El desprecio.
—¡Ah, eso le duele más! Sí, el desprecio. El desprecio del débil por el fuerte que, después de todo lo pasado, busca todavía la amistad con él.
—¡Usted bromea! Ha habido tantos ejemplos de la amistad del hombre con...
—Lo concreto interesa a la ciencia solamente como aproximación a lo general. Pero tranquilícese. Todo lo dicho no es más que un tributo al necesario escepticismo. La Naturaleza tiene sus leyes: vence el más fuerte, todo es natural, no puede haber quejas. Y el manso o es apático o es bueno... a menudo como alimento. Y no tiene por qué torturarse usted con preguntas a lo Hamlet y a lo Dostoievski. De manera que puede mirar tranquilamente al lobo a los ojos.
—Así lo haré.
—Pero, por favor, no lo mire con fijeza. A los animales eso no les gusta y yo no ardo en deseos de tener que prestarle los primeros auxilios.
—¡Ah, a eso llegamos! Bien, gracias por haberme avisado a tiempo.
—Mírenle, ya no se puede ni bromear... A propósito, a nosotros, los hombres, tampoco nos gusta que se nos mire con fijeza. No he advertido esa manera en usted, pues de lo contrario le habría avisado hace tiempo. Por lo demás, el lobo, pese a todo, es amigo mío.
—Ah, ¿pese a todo es amigo?
—Sí, como dice Saint-Exupéry: respondemos por todos los que hemos domesticado. Aunque esta bestia parda le juegue una mala pasada ante la prensa. Por desgracia, es inútil esperar. Vamos.
—Qué lástima...
—No se aflija. Si no se ha presentado hoy, vendrá mañana. Y para no perder el tiempo busquemos a Mashka. Es un anta, piensa como una vaca, pero, sabe, también es un animal curioso.
Riábtsev iba a decir que si estaba contrariado no era por su fracaso, sino por el de Teleguin. Pero se calló, pues a los hombres como Teleguin la compasión más bien los agravia.
—¡Qué se le va a hacer, entraré en contacto con los artiodáctilos! —dijo risueño—. Porque por más que mugen no los entiendo. Sería bueno también probar con los gansos...
—¿Por qué precisamente con los gansos?
—Porque ellos hablan insistentemente con nosotros: «¡Ga-ga-ga!» nos dicen, y en seguida ladean la cabeza, nos miran como si esperaran la contestación y empiezan otra vez a querer explicarnos algo. ¿No es verdad?
—¡Hum! Nosotros hacemos experimentos solamente con animales salvajes.
La conversación cesó por consunción. Descendieron de la ladera, tomaron un sendero herboso y los abedules desencadenaron sobre sus cabezas una liviana ventisca dorada. Bajo los pies susurraban suavemente las hojas caídas no corruptas todavía. Había claridad incluso bajo el manto sombrío de los abetos arrimados al camino. Se abrió de par en par, solemne y resonante, el pinar con su zumbido apenas perceptible. Al pie de los pinos la tierra había derramado prietos hongos. El aire tenía sabor amargo, la tranquilidad rodeaba al caminante y tras él revelaban las galas desprendidas de las ramas. Riábtsev aspiraba profundamente el aroma enternecedor del otoño, sobre él y el bosque se extendía el dulce cielo. El ajetreo cotidiano, el loco torbellino de la caza de noticias de la Tierra y el Cosmos relampagueó en su alma, relegado al olvido como si no hubiera existido nunca y siempre hubieran existido solamente estos minutos, esta eternidad del movimiento, de los colores, de los olores, de los sonidos de la vida, esta comunión con ella. Una leve racha de viento le arrojó al rostro una hoja cárdena, que se deslizó, húmeda, por la mejilla. «¡Qué delicia!», pensó.
«Y habrá muchas horas así —caviló al instante—. Largas horas de plática con quienes viven aquí como vivíamos nosotros antaño…»
Al final del camino se abrió un claro. Se alzaba allí una casita de madera de las que Riábtsev no había visto hacía mucho. Las resinosas paredes parecían irradiar luz, miraban alegres las lavadas ventanas encuadradas en marcos antiguos y los senderos llevaban hasta el porche. Tras la casa comenzaba un abedular y a izquierda y derecha corpulentos pinos alzaban sus copas al cielo. Y lo que era en otros tiempos el extremo corriente de una aldea y ahora se hizo una reliquia histórica —una casita así entre abedules— ahora parecía una necesidad acorde con el entorno, con lo que aquí se hacía y con su dueño. Cualquier moderna construcción habría parecido aquí un ultraje al buen gusto, aunque, naturalmente, era fácil imaginarse los gastos que requería esta casita que, si en otros tiempos era una vivienda pobre, ahora, cuando ningún palacio suponía un problema, era un lujo, pues solamente en los talleres de restauración guardaban todavía los secretos de la carpintería antigua. Y mirando la casa, Riábtsev sintió hondo respeto por su siglo en el que la economía había reconocido la prioridad del buen gusto.
Entró en el zaguán como en la niñez, aunque ni él ni sus bisabuelos habían vivido en casas de madera. De todos modos, como si despertase la memoria de sus ascendientes, le invadió un sentimiento de intimidad con estas paredes que respiraban calor resinoso, un sentimiento de sosiego y confort hogareño. Buscó con la mirada el banquillo de los baldes y el pozal, las alcayatas con los arreos del caballo, la alfombrilla del umbral tejida en casa, pero se detuvo en el acto: todo eso, por supuesto, era de prestado, sacado de las películas, eran imágenes históricas, posiblemente inexactas. Se desvanecieron instantáneamente en cuanto Riábtsev franqueó el umbral en pos de Teleguin, pues en la habitación, claro está, no había nada de aldeano, sino el mobiliario del más corriente laboratorio. Sobre un aparato de radio exorcizaba una joven con un soldador humeante en la mano; al ver a Teleguin se levantó impulsivamente.
—¿Ha ocurrido algo, padre?
—¿Qué va a ocurrir? —rezongó Teleguin—. Aquí te presento a Riábtsev.
—¡Ah, perdone, al pronto no me había dado cuenta! —dijo, confusa, y a Riábtsev no se le escapó la alarma de sus primeras palabras y cl sombrío enfado de la contestación de Teleguin—. Me llamo Lada. Me alegro de verle...
—¿Sano y salvo? —inquirió en broma Riábtsev. La mano extendida de la joven, como él esperaba, resultó fuerte—. ¿Tenía miedo de que me comiera el lobo feroz?
—Tenía miedo de que sucediera al revés. Mi padre podía matarlo de hambre hasta el punto de que usted querría comerse al lobo. ¿No ha sido así?
—¡Qué humareda has armado, hija! —Teleguin abrió de par en par la ventana—. ¿Y para qué quieres ese trasto viejo, el soldador, teniendo el conectador molecular...?
—Con él zumba en los oídos.
—Eres una mutante.
—De tal palo, tal astilla.
—Si trabajaras con las manos como con la lengua... ¿Lo has arreglado, al menos?
—Todavía no.
—Y encima te desmandas.
—¿Qué tal han hablado con el lobo?
—No nos ha concedido audiencia.
—¡Ah! ¿Qué te dije ayer?
—¡Zape, brujita! Pon la mesa en seguida. Y luego, ¿me oyes?, vas a traer a la Mashka. Tú misma, sin ninguna telepatía.
—Quizás no haga falta.
—Sí, es necesario.
—Bueno, padre. Así lo haré.
Lada colocó las herramientas en su sitio y salió como esbelto diablillo en su overol lleno de quemaduras.
Teleguin la siguió con hosca mirada.
—Sí, la chica tiene una intuición envidiable —respondió a una pregunta no formulada de Riábtsev—. Porque me lo advirtió: no entretengas hoy al visitante, o sea, a usted, no saldrá nada de provecho. Pero yo, escéptico y testarudo, no hice caso. Y ya lo ve, el lobo no ha venido, se ha roto «la voz de Dios».
—La voz...
—¡La radio, una radio corriente! Simplemente, la telecomunicación. Pero a las fieras les gusta cuando de pronto suena en el transmisor, muy cerquita de la oreja, nuestra voz, pero no se ve a nadie. Para ellos eso es antinatural como... En fin, usted lo entiende. Pero en este momento la «voz» vendría pintiparada.
—Bueno —se sonrió Riábtsev—, una visita de improviso tiene sus inconvenientes. No se preocupe, en cuanto me largue todo se normalizará.
—Las pifias también son normales —respondió Teleguin sin sonreír—. Son normales en la ciencia. Y en la vida. Vamos a comer.
—¿Cree que su hija ha tenido tiempo?
—Claro que sí.
Se lavaron las manos y pasaron a la habitación contigua donde, efectivamente, sobre la mesa ya humeaba la sopa de coles y al aspirar este olor Riábtsev sintió de repente un hambre canina. Apenas hubieron tomado las cucharas, afuera asomó el sol. Su claridad pálida atravesó las frondas de los abedules y la luz trémula del soto llenó de resplandor dorado el comedor, posándose suavemente en el rostro de Lada que se había puesto un vestido de lino con bordados y ahora no se parecía nada a un laborante picarón. La joven se comportaba animadamente, pero en el fondo de esta animación parecía esconderse la meditación y la tristeza, lo que la hacía parecida imperceptiblemente a la Aliónushka de Vasnetsov. Tal vez se debiera a la luz otoñal, pues la tristeza se transparentaba cuando la joven dirigía la mirada hacia la ventana tras la cual revolaban y caían despacito hojas amarillas. Pero eso no le impedía chirigotear a cuenta de sus dotes culinarias, cosa que provocaba la sincera protesta de Riábtsev, e interrogarlo vivamente acerca del Cosmos donde ella, como se aclaró, no había estado nunca.
—Y yo le comprendo —dijo excitado Riábtsev, acalorándose por el confort hogareño, la belleza del otoño— ¿Qué puede haber mejor que esto? —señaló con un ademán hacia la ventana.
—El mal tiempo —la joven sonrióse maliciosa y lanzó una mirada al padre, que comía como si acortase una fastidiosa dilación.
—¡No, no y no! La Luna y el Marte son la invariabilidad eterna de un ritmo monótono, en cambio aquí cualquier instante es diferente y hasta la marchitez es vida y no muerte. En el Cosmos hasta los colores son distintos, todos... Por todas partes absoluta química y física, uno se siente como un molusco metido en el caparazón de la técnica. ¡El hombre está hecho de un modo raro! ¿A qué aspiramos si no es a la armonía de la vida, la libertad, la belleza y la tranquilidad? Pero esa armonía la tenemos aquí... Hasta con las fieras hacéis buenas migas. En cambio nosotros queremos ir no sabemos adónde, cambiamos constantemente las cosas, sembramos la inquietud en el inundo. No, no, ahora que el Cosmos nos ha abierto sus recursos demos al muerto lo que es del muerto y a la técnica lo que es de la técnica, que funcione más allá de los cielos. Y el hogar es el hogar. Estoy seguro de que el futuro próximo de la civilización se encuentra aquí, una dialéctica en espiral, en la nueva espira será el retorno a lo terrestre, a lo antañón...
—Por ejemplo, al te alrededor de un samovar fotónico —se oyó de pronto la voz de Teleguin.
Lada soltó el trapo.
—¡Oh, buena idea! Voy a coserme una cofia de silicona.
—Cállate, hija —Teleguin se volvió a Riábtsev—. Por favor, no se ofenda: nuestro vedado influye en muchos así. Es una nostalgia que se explica perfectamente. La añoranza de la patria, pero perdida ya no en el espacio, como solía ocurrir, sino en el tiempo, cosa que no había sucedido nunca.
—¡Pero es una añoranza necesaria! —en Riábtsev se despertó el profesional que estima la polémica como instrumento de trabajo—. ¡Tal vez salvadora! Porque vivimos en una obra. ¡En una obra! Desde el siglo veinte. Demolición, las paredes se derrumban, hoy una cosa, mañana otra, polvo, estruendo, chirridos. Es necesario, de acuerdo, pero incómodo.
—Yo intenté hablar del progreso con el lobo —pronunció por fin Lada, pensativa—. Sí, sí, no se ría, yo misma sé que es estúpido... Claro, no entendió nada. ¡Absolutamente nada! De todos modos, es simpático y listo. ¿Sabe usted cuál es mi ilusión? Darme un paseo a lomos del lobo. Como en el cuento...
—Gentil doncella —atajó Teleguin—. ¡Investigadora! Te la vas a cargar.
—Mejor.
—No lo permitiré. Te daré una azotaina y te encerraré. Como se hacía antiguamente.
—¿Qué ocurre? —se sorprendió Riábtsev.
—Ella lo sabe.
Lada asintió con un movimiento de cabeza.
—Mi padre tiene razón. Lo que ha de ser, Dios o el diablo lo han de traer.
—No entiendo...
—No tiene importancia... —la joven lanzó un corto suspiro—. El habitual principio de complementaridad de Bohr. Influyo demasiado sobre el objeto de investigación porque los amo a todos. A los orejudos, a los pardos, a los ungulados, a todos. Y eso no puede ser.
—¿No se puede amar? ¿Cómo es posible?
—No es así —Teleguin arrugó el ceño—. Y no es tan sencillo. Sin amor ni se cultiva la hierba ni se coloca la piedra. Pero la piedra hay que desbastarla y la hierba, atusarla... El lobo... no necesita nada de eso. Pero no resulta amar sin amor. No resulta.
Calló. Calló también Lada, muy parecida ahora a la muchachita de Vasnetsov. Riábtsev apartó la mirada. La profesión de reportero con su premura por reunir informaciones no contribuye a una percepción sutil, pero Riábtsev cayó en la cuenta que su aparición y sus preguntas —y posiblemente no sólo eso— habían removido en el padre y la hija una vieja zozobra que ambos ocultaban de sí mismos como se oculta el pensamiento de la desgracia en ciernes.
«No entiendo nada —pensó desconcertado—. Paz, salud, un buen trabajo, ¿qué más necesitan para ser felices?»
Miró por la ventana donde a través de un abedul seguía filtrándose oblicua la luz dorada y se desprendían y volaban sigilosamente las hojas otoñales.
—Es hora de llamar a Mashka —dijo Teleguin con voz entrecortada.
La joven se levantó, pero se detuvo junto a la ventana. Por un instante pareció fundirse con el resplandor del atardecer, con todo lo que había de hermoso y sosegado en el otoño, con su cansada ternura.
—No hay que llamarla —dijo súbitamente—. Viene ella misma.
—¿Dónde? —Teleguin se levantó impulsivamente, Riábtsev lo imitó, pero entre los abedules desnudados por el viento no vieron nada más que un oleaje transparente de sombraluces.
—Está allí —dijo bajito la joven—. Aún tiene que llegar.
Los labios añadieron algo imperceptible. Y aunque a lo lejos no se veía nada, como antes, a Riábtsev le pareció oír pesados pasos. De un empellón Teleguin abrió de par en par la ventana. Con el susurro de los abedules irrumpió el viento, recorriendo el cuerpo con frescor, pero Riábtsev no sintió nada de esto: al lado estaba la joven. Su rostro palidecido, lozano y sobresaltado incitaba a esconder, amparar y proteger para siempre y de cualquier infortunio. Con doloroso esfuerzo Riábtsev reprimió este impulso. Su oído, que vivía ahora independientemente de todo lo demás, se convirtió en el oído de la joven y había algo en él que hacía el impulso de ternura necesario e imposible, aunque estuvieran solos.
Los pasos se acercaban sin ruido.
Ahora lo vieron los ojos. Entre los lejanos troncos blancos de los abedules, a la luz dorada, se movía un cuerpo oscuro, alzado como sobre zancos; desapareció en la sombra y reapareció más cerca. Sus contornos se iban agrandando. El animal andaba pesadamente, como rendido, y las franjas de luz resbalaban por su peludo lomo, deslizándose por la rotunda y opulenta grupa. La cabeza gacha oscilaba al compás de los pasos.
El animal se encaminaba derecho a las ventanas, pero los ojos del anta no miraban a las personas, como si éstas no existieran, y tanto más lúgubre parecía este inexorable avance del oscuro corpachón que repelía la luz y sobre el cual ondeaban, leves y friolentas, las hojas otoñales. Una de ellas planeó derecha al transmisor, puesto como un collar, y quedó suspendida como un adorno inútil del otoño.
Las personas no despegaban los labios. El anta se acercó con el mismo paso, estiró el cuello, como si se dispusiera a poner el morro en el alféizar, pero no lo hizo, se quedó inmóvil sobre sus rodilludas patas-zancos. Y en este momento, Riábtsev se estremeció: del interior del transmisor salió una voz carente de las entonaciones habituales:
—¡Persona, mata al lobo!
El hombro de Lada se apretó al de Riábtsev, y éste sintió que la joven temblaba.
—Mashka... —profirió en voz apenas perceptible—. Mashka, ¿qué te pasa?
—¡Persona, mata al lobo!
—Mashka, querida, ¿por qué?
—El lobo ha matado a mi pequeño ante. ¡Persona, mata al lobo!
El transmisor expelía las palabras como cortándolas a hachazos. Y esta voz impasible sonaba en la calma del atardecer como una exigencia de la propia Naturaleza que de repente hubiera adquirido el don de la palabra. «Mata... mata... persona, mata...»
—Mashka, óyeme...
—Tú decías que eras mi amiga. El lobo ha matado al pequeño ante. ¡Persona, mata al lobo!
Alzó por fin la cabeza y miraron a los tres los ojos húmedos de la madre, negros de pena.
Lada se retiró sigilosamente, retumbó un portazo. La voz proseguía su súplica:
—¡Persona... amiga... mata!
Riábtsev retrocedió un paso, dándose un golpe en el costado.
—Bien, bien... —balbuceó Teleguin, respirando penosamente—. Tú espera...
Torpemente, como si se resguardara, cerró la ventana. Todo —el dorado atardecer moribundo, el anta-madre y la Naturaleza que había hablado con su voz— quedó cortado por la barrera de los cristales.
Teleguin buscó a tientas una silla, se sentó y únicamente entonces volvió la cabeza hacia Riábtsev.
—¿Es eso lo que usted quería? —preguntó con voz inexpresiva—. ¿Ahora lo proclamará a los cuatro vientos? No se lo impido, puede hacerlo.
—Pero, ¿cómo es eso? —demandó Riábtsev prudentemente, cual si estuviera junto al lecho de un enfermo—. ¿Qué le va a contestar usted, qué?
—¿Y qué se le puede contestar? Que en la Naturaleza para nosotros todos son iguales, que el lobo también es nuestro amigo, y aunque no lo fuese ¿que cambiaría eso? Nada.
En la penumbra que había invadido la estancia Riábtsev veía mal la expresión del rostro de Teleguin, que, anguloso, le parecía ahora tallado en duro y seco raigón. La última palabra había sonado con extraña impasibilidad.
—¡Nada! —repitió Teleguin—. La Naturaleza no es ni cruel ni bondadosa, tiene sus leyes y, por estas leyes, los lobos matan a los que están más a su alcance, es decir, a los más débiles, con lo que sanean la especie. Pero ¿qué sentido tiene darle una conferencia a Mashka? Su cachorro era enclenque, enfermizo, estaba, condenado de antemano, pero eso a ella no se lo vas a explicar, no comprenderá nada. Nada. Jamás. Y no hace falta, es la madre.
—Entonces ¿usted esperaba desde el comienzo mismo... ¿Todo este tiempo...?
—Naturalmente. Sólo al hombre le es ciado conocer la ley de la especie, prever muchas cosas en el destino, esa es nuestra fuerza o, si lo prefiere, nuestra carga. ¡Pobre chica! —Teleguin meneó la cabeza—. El cachorro era su predilecto.
—Pero ella habría podido...
—¿Ampararlo y protegerlo? ¡Sí que habría podido! —Teleguin se levantó de un salto, sus palabras borbotaron como la lava—. ¡Nosotros podemos hacer muchas cosas, podemos incluso atentar contra las leyes de la Naturaleza! ¿Y el deber del investigador? Se está realizando un experimento. Con animales salvajes, no domésticos. Para que no nos trituren las ruedas de las leyes de la Naturaleza, que desconocemos todavía, hay que ser fríos observadores, impávidos como... como la misma Naturaleza.
—Y crueles.
—Basta —dijo Teleguin en ademán de fatiga—. Usted o no entiende o no quiere entender, y eso es todavía peor. ¿Dónde se mete con su humanitarismo? Qué más da una víctima más o menos, las olas de la selección arrastran los granitos de arena de la vida, ¿quién los cuenta?... Mashka pronto lo olvidará todo, por algo es un anta, en cambio nosotros hemos conocido algo nuevo.
—No, es usted quien no me ha entendido o no me quiere entender. ¡El experimento es cruel para ustedes! El experimentador influye sobre el objeto. Y a la inversa ¿no influye más? Es posible que el anta mañana lo olvide, pero Lada... Nosotros respondemos por todos los que hemos domesticado, ¿no es así?
Teleguin no contestó. Se oyó en la oscuridad cómo rebuscaba en las gavetas de la mesa. Chasqueó un encendedor y la llamita, iluminando cl rostro, tocó la punta del cigarrillo.
—Es una porquería y un veneno —profirió Teleguin soltando una bocanada de humo—. Pero en algunos momentos este vicio de la humanidad...
—Es inútil —dijo Riábtsev en voz baja—. No le aliviará.
—Cierto —Teleguin apagó precipitadamente el pitillo—. ¿Sabe qué? El lobo ese... Ahora está claro por qué no vino.
—Cree usted que le remordió la conciencia?
—¡Quia...! Aunque, si se miran bien las cosas, no todo empezó por el hombre…
Hizo chasquear de nuevo el encendedor.
Riábtsev salió.
En la oscuridad acribillada por las estrellas no distinguió en seguida a las dos. Pero la mancha confusa, que había tomado al principio por el tronco blanquecino de un abedul, se movió débilmente y él comprendió que era Lada. No se sabe si abrazaba al anta o si la mirada no podía distinguir la sombra conjunta, pero ambas estaban calladas y tal vez este silencio fuese más expresivo que cualquier conversación.

FIN


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