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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO LA DONCELLA DE ORLEáNS (por Robert F. Young)
La 97.a Unidad de infantería del Decimosexto Regi­miento había conseguido desembarcar en la orilla norte del Fleuve d’Abondance, y desplegó sus efectivos por el pie de la ladera aluvial, que daba acceso al Plateau Provençal. En cuanto esa unidad lograse hacerse fuerte en una posición de la meseta, quedaría asegurada la caída de Fleur du Sud, ciudad clave en el hemisferio meridional del planeta Ciel Bleu.
El comandante de la 97.a unidad, lleno de satisfac­ción ante el éxito obtenido por sus hombres como parte integrante del plan de desembarco, transmitió por radio su posición a la GGS Ambassadress, astronave almirante que estaba situada en órbita, y desde donde O’Riordan el Restaurador, dirigía la primera fase de la déci­ma y última campaña, en la llamada Segunda Guerra Civil. O’Riordan se sintió complacido por la noticia y or­denó que se procediera inmediatamente a tomar la ciu­dad. Pronto, se dijo, Ciel Bleu quedaría tan indefenso como los otros nueve planetas secesionistas. Con ello iba a dar un paso más hacia la supremacía política en la que tenía puestas sus miras desde que en la Tierra, seis años antes, destruyera el poder religioso-político de la Iglesia Psicofenomenalista, e instauró el Gobierno Galáctico.
Con las armas de asalto preparadas, la 97.a Unidad inició el ascenso por la ladera. Los pequeños cascos azules, que parecían boinas desde lejos, iban terciados airosamente. Los uniformes de campaña, de color escar­lata, adquirían el tono de la sangre bajo los rayos del sol matinal. Era primavera, y del sur soplaba una fres­ca brisa. Resultaba inconcebible que Fleur du Sud pu­diera reunir las fuerzas suficientes para rechazar la ofen­siva.
Sin embargo, cuando la 97.a Unidad coronaba la pen­diente, se halló ante un ejército de defensores. Pero se trataba de un ejército de desarrapados, en realidad, ya que aun, a pesar de la distancia, podía observarse que estaba formado principalmente por viejos, muje­res y niños. A primeras horas de aquella madrugada, el contingente principal del Regimiento 16.° había de­sembarcado muy al norte, sorprendiendo y aniquilando a las tropas situadas en las proximidades de Fleur du Sud. El triunfo parecía estar asegurado.
La unidad invasora se disponía a lanzarse al ataque, cuando de entre las filas heterogéneas de los defensores surgió un jinete que montaba un magnífico palafrén negro, y que avanzó con decisión por la planicie. El jinete era una muchacha, una joven que se cubría con una reluciente armadura, y que empuñaba con la mano izquierda un arco, y con la diestra una flecha, ambos extrañamente fulgurantes. Llevaba la cabeza descubierta, y su largo cabello castaño claro ondeaba a impulsos del viento. Sus facciones no se distinguían a aquella dis­tancia, pero su pálido rostro parecía una flor.
Los soldados de la 97 se detuvieron. Eran veteranos de nueve guerras interplanetarias, y, a pesar de ello, un murmullo de temor se difundió por sus filas, como el susurro de las hojas en el bosque.
Unos doscientos metros antes de iniciarse la pendien­te, el corcel negro se detuvo. La doncella colocó la fle­cha en el reluciente arco, y lo tensó. En medio de un silencio de muerte, vibró la cuerda y la flecha se remontó a lo alto, hacia el azul incomparable del cielo. Pero no volvió a caer a tierra; en lugar de ello quedó cer­niéndose sobre la unidad atacante, y al momento se con­virtió en un rayo de vívido resplandor azulino. Retumbó el trueno y la bóveda celeste se ennegreció sobre la ladera. Comenzó a llover.
Pero el resto del cielo seguía límpido, de un sereno azul, y los rayos del sol se derramaban por la planicie como granos dorados.
Arreció la lluvia, que comenzó a caer densa, torren­cial, hasta convertirse en una verdadera muralla de agua. Los oficiales de la 97.a Unidad ordenaron a gritos a sus hombres que avanzasen, pero éstos se hallaban detenidos por la sorpresa y también por el cieno, que les llegaba ya a los tobillos. El borde de la meseta cedió, y todo el terreno de la ladera comenzó a desli­zarse hacia abajo.
Desesperadamente, los soldados trataron de ponerse a salvo, pero estaban en medio de un río de lodo, im­placable y vengativo, y corrían peligro de ir a caer a otra corriente aún más furibunda: las aguas revueltas del Fleuve d’Abondance. Parecía que tanto oficiales como soldados iban a correr el mismo sino ignominioso, pero el río no era en realidad más que una furiosa torrente­ra, y al fin consiguieron ponerse a buen recaudo en la orilla opuesta.
Se reunieron junto a la orilla, como ratas mojadas, y procedieron a contar sus efectivos y provisiones. El comandante transmitió por radio la noticia del desastre a la Ambassadress, explicó la causa de la derrota y luego se retiró con sus hombres a una serranía cercana, donde, después de ordenarles que se desplegaran, se puso a fumar un cigarrillo húmedo mientras aguardaba instrucciones del Restaurador.


O’Riordan no desconocía la historia. Se dio cuenta de la analogía, y ante aquella imprevista contienda me­teorológica se sintió preocupado. Sabía muy bien hasta qué punto una moderna Doncella de Orleáns podía influir en las gentes relativamente primitivas de Ciel Bleu, y sería capaz, aun sin armas que dominasen los elementos, de galvanizar el espíritu de aquellos campesinos. El Res­taurador se dijo que tendría que someterlos por la fuer­za, mediante bombardeos, si era necesario; pero con ello podía dañar una propiedad que ya consideraba suya. Por fin, ordenó que no sólo se retirase la 97.a Unidad, y volviera a la astronave, sino que hiciera lo propio todo el Regimiento 16.° Luego resolvió entregar el mando de la campaña, al menos temporalmente, a Smith-Kolgoz, jefe del Servicio Secreto.
En menos de una semana, el nuevo comandante le entregó un informe completo y elaboró un nuevo plan.


Raymond D’Arcy, descifrador de segunda clase del GGS Watchdog, nunca había tomado parte en una junta de guerra, hasta aquel día, y jamás había estado tam­poco en la astronave Ambassadress. Se sentía intimi­dado y algo temeroso.
La Ambassadress era una verdadera ciudad que flo­taba en el cielo. En el grandioso navío, aparte de la dota­ción, habitaba el propio O’Riordan junto con sus conse­jeros, colaboradores, guardias personales, ministros de guerra y jefes de Estado Mayor, sin olvidar su policía secreta, su cuerpo de Control Civil, de Reorganización, de Inteligencia, sus médicos, sus cocineros personales, sus queridas, sus ayudas de cámaras, sus manicuristas y sus barberos.
Tanto por su forma como por su color, el navío almirante parecía una monstruosa naranja. Sin embar­go, aquella tonalidad anaranjada no era la verdadera, sino el resultado de reflejarse la luz de las estrellas sobre la aleación especial de la que estaba hecho el casco. En conjunto, la espacionave se componía de siete cu­biertas, de las cuales la central, que era la más amplia, servía de alojamiento a los departamentos ejecutivo, administrativo y judicial, con su correspondiente per­sonal. Dichos sectores rodeaban una amplia zona llama­da El Parque, donde crecían árboles y césped de verdad, y en cuyo centro había una plaza de pavimento asfal­tado.
Las cubiertas se comunicaban mediante rampas y ascensores, y cada planta estaba dotada de pasillos transportadores muy rápidos. Además, los siete pisos poseían sectores de escape, para casos de emergencia, con embarcaciones salvavidas. El número de éstos era proporcional a las dimensiones e importancia de cada una de las plantas. La fuerza de gravedad se mantenía artificialmente, en todo momento, por medio de bobinas de inducción alojadas en el piso de las cubiertas. Las máquinas propulsoras del navío se hallaban en la cu­bierta número uno, donde nadie podía entrar, excepto el personal de mantenimiento de la Ambassadress.
La sala de la Junta de Guerra formaba parte de la unidad ejecutiva y daba al Parque. D’Arcy se hallaba de pie ante uno de los ventanales, contemplando con deleite los árboles, la hierba y los estanques artificiales, que doraban los rayos de un sol artificial. Crecían las flores en los parterres hidropónicos, entre cuyas plantas se ocultaban altavoces que emitían nostálgicos y me­lodiosos trinos de pájaros, grabados en cintas magne­tofónicas. Trató D’Arcy de identificar los distintos cantos y llamadas de las aves, pero unas voces a sus espaldas se lo impidieron. Por fin se dio cuenta que alguien estaba dirigiéndose a él.
—Por aquí, D’Arcy —le decían—. O’Riordan bajará en seguida.
Se acercó el aludido a la gran mesa de la Junta, y se instaló en el asiento que le indicaba el coordinador. Ante él había un vaso de agua, y tomó unos sorbos, pues tenía seca la garganta. Se sintió incómodo al observar los rostros de las personas con aire importante que estaban al otro lado de la mesa. Le pareció que aun del lado donde él se sentaba, su aspecto desentonaba con el de los demás. Se oyó el ruido de una puerta al abrirse y cerrarse, y siguió un profundo silencio.
—¡De pie! —ordenó el coordinador de la Junta, y todos le obedecieron.
D’Arcy había visto a O’Riordan en los telediarios, pero nunca en persona. Era un hombre bajo, de aire dinámico, rostro achatado y vivaces ojos castaños. No aparentaba los sesenta años largos que tenía. De complexión san­guínea, apenas se le veía una arruga en el semblante, exceptuando las muy acentuadas que se le formaban en las comisuras de los ojos. El pelo era de un rubio pajizo, ligeramente entrecano. A pesar de su espléndido uniforme azul con las insignias doradas de comandante supremo, tenía el aspecto de lo que fuera en sus co­mienzos, un pobre labriego que, gracias a su decisión y astucia campesina se había convertido en un príncipe de la política.
Rodeado por los fornidos miembros de su guardia personal, entró en la sala y tomó asiento a la cabecera de la mesa de la Junta.
—¡Tomen asiento! —exclamó el coordinador, y de nue­vo fue puntualmente obedecido.
O’Riordan encendió un cigarrillo, y tras lanzar unas bocanadas echó un vistazo a las dos filas de rostros. Parpadeó algo desconcertado cuando observó el sem­blante de D’Arcy, pero sus ojos se iluminaron de nuevo al ver las facciones aquilinas del jefe del Servicio Se­creto.
—Muy bien, Smith-Kolgoz —declaró—; oigamos lo que ha conseguido averiguar.
El aludido se puso en pie y contestó:
—Creo que será mejor, Excelencia, que escuchemos el informe directamente del hombre que lo ha prepa­rado, Leopold Mac Grawski, el jefe de las Operaciones de Campaña.
Se puso en pie un hombre robusto con atuendo civil, mientras que Smith-Kolgoz volvía a sentarse. Se ini­ció así de hecho, la Junta de Guerra.
—Seguimos el rastro de la muchacha, Excelencia —dijo Mac Grawski—. Para ese objeto destiné a tres agentes experimentados, que se encargaron del caso. Des­cubrimos que el nombre de la chica es Juana María Valcouris, y que vive sola en una cueva de el Bois Féerique. Este es un bosque extenso que rodea una bucólica población llamada Baudelaire, situada en el Plateau Provençal, unos cincuenta kilómetros al norte de Fleur du Sud. Los habitantes de la zona conocen a la joven como La Pucelle du Bois Féerique, y de no haber sido por la decisión de Vuestra Excelencia de suspender por el momento las hostilidades, impidiendo así que apareciese en otros campos de batalla, su apodo se habría difundido por todo el planeta, arraigándose en la mente de sus compatriotas, que la hubieran eri­gido en heroína del movimiento nacional psicofenomenalista. Según parece, el celo religioso-patriótico sigue vivo en esas gentes, y ella podría contribuir a atizarlo.
»Como ocurre con la mayor parte de las poblaciones de Ciel Bleu, Baudelaire es un pueblo atrasado y cam­pesino, firmemente apegado al espíritu contrario al pro­greso que los colonizadores franceses trajeron al pla­neta hace tres siglos. La madre de Juana María Valcouris murió al nacer la pequeña, y su padre falleció nueve años más tarde. Entonces llevaron a Juana a un orfa­nato de los alrededores del pueblo. Hasta los doce años se comportó de un modo normal, pero luego, inexpli­cablemente, se escapó, escondiéndose en el Bois Féeri­que. Los encargados del orfanato dieron con ella al fin. Estaba viviendo en una cueva natural y parecía gozar de excelente salud, pero cuando intentaron llevarla de vuelta al asilo, la niña hizo algo que les causó un pavor tremendo. Huyeron del bosque y no volvieron a mo­lestarla. No hemos podido precisar exactamente lo que hizo Juana en aquella ocasión, pero ya antes de la ba­talla de Fleur du Sud los habitantes de Baudelaire la consideraban como una especie de bruja diabólica. Sin embargo, desde el día del enfrentamiento han cambiado de parecer y ahora la tienen por una hechicera bené­fica, aunque siguen sin decidirse a entrar en el Bois Féerique.
»Según parece, la actitud de esas gentes está en gran parte justificada. Algunos aseguran haberla oído hablar con los árboles y las flores, y los pocos osados que se atrevieron a preguntarle, afirman que les contestó que no hablaba con plantas ni árboles, sino que respon­día a «voces de su cabeza». Además...
—¿Voces? —le interrumpió O’Riordan.
—Sí, Excelencia. Es evidente que la muchacha pa­dece alucinaciones del tipo que suelen presentarse cuan­do existe una desnutrición intensa. Sabemos que fue educada en la doctrina psicofenomenalista y creo que se trata de una fanática que ayuna a veces varias se­manas seguidas. En tales circunstancias, lo extraño ha­bría sido que no hubiese oído aquellas voces, ni tenido visiones.
—Pero, ¿y el arco? —preguntó O’Riordan—. ¿Dónde lo obtuvo?
—Lamento decir que no hemos podido averiguar eso, Excelencia —repuso Mac Grawski—. Lo lleva consigo a todas partes adonde va, y también cuelga de su hombro un carcaj con abundantes flechas. Deduciendo que es un arma capaz de provocar lluvia a partir de una nube aislada tiene que ser un objeto temible, ordené a los agentes que no se mostrasen abiertamente ante ella, más que en caso absolutamente necesario, y que en ningún momento la provocaran. Tal vez si hubieran en­trado cuando ella no estaba en la cueva, podrían haber averiguado algo más, pero...
—¿Por qué no entraron, entonces? —preguntó O’Rior­dan—. ¿Qué les detuvo?
Smith-Kolgoz se puso rápidamente en pie e intervino diciendo:
—Yo les ordené que no lo hicieran, Excelencia. Cuan­do la hubieron localizado, tracé un plan, para apresarla, que hubiera entrañado un mínimo de riesgos. No quise que obraran precipitadamente. Por otra parte, compren­dí que para llevar a cabo con éxito el proyecto era necesario saber todo lo posible acerca de la persona­lidad de la muchacha, de modo que ordené a los agentes que interrogasen a los aldeanos que la habían conocido antes que huyera del orfanato, a fin de conocer sus gustos, sus costumbres y su actitud respecto a la vida. Desea usted que la hagamos prisionera, ¿no es cierto?
—Desde luego —contestó O’Riordan.
—Bien. Entonces, Excelencia, le diré lo que he he­cho hasta ahora. En primer lugar, he sometido a la computadora de la Ambassadress todos los datos relati­vos a la muchacha obtenidos por los agentes, y la siguien­te orden: «Descríbase física, emocional e intelectualmente el tipo de varón que puede influir más a fondo sobre esa hembra». Luego he comparado la descripción del ce­rebro electrónico con la ficha personal de todos los hombres de la flota. Ha sido una tarea laboriosa. Exce­lencia, puedo asegurárselo, pero valió la pena. Como es lógico, no he podido hallar el hombre que se ajusta exactamente a los datos específicos, pero sí pude con­seguir uno, que tal vez, es el único apto para triunfar en la empresa. A mi juicio, tiene excelentes posibilida­des de inspirar afecto a la muchacha, luego amor, y por lo tanto confianza, también. Cuando haya conse­guido esto, será para él un juego de niños apoderarse de su arco, e incluso conseguir que ella lo acompañe voluntariamente hasta la Ambassadress. Y si no logra que lo haga de buen grado, entonces podrá recurrir a la fuerza.
Smith-Kolgoz hizo una pausa, y D’Arcy lo comparó para sí mismo con un perrito que hubiera recupe­rado la pelota lanzada por su dueño, y esperase unas palmadas afectuosas en la cabeza, por su hazaña. Pero O’Riordan no pareció haberse dejado impresionar.
—¿Y quién es ese irresistible componente del sexo masculino? —preguntó fríamente, observando a D’Arcy con abierto desdén.
—D’Arcy, levántese —mandó Smith-Kolgoz.
El aludido obedeció visiblemente intimidado.
—Raymond D’Arcy, descifrador de segunda clase del GGS Watchdog, Excelencia —manifestó Smith-Kolgoz, y prosiguió diciendo—: No sólo posee las principales cualidades requeridas, sino que es descendiente de los primeros inmigrantes de Ciel Bleu, y su dominio de la lengua local es excelente. Si le proporcionamos una historia convincente, le damos las instrucciones nece­sarias para que encuentre la cueva, y le dejamos por la noche en el Bois Féerique, tengo la completa segu­ridad que al cabo de dos semanas podrá poner a Juana María Valcouris, su arco y sus flechas, en nuestras manos.
O’Riordan movió negativamente la cabeza y dijo:
—Eso no, Smith-Kolgoz. La muchacha sí, pero el arco y las flechas no. No queremos las armas porque todo este enredo puede haber sido ideado justamente con el fin que introduzcamos ese arco y esas flechas a bordo de la Ambassadress, y esos objetos quizá posean una fuerza que una vez puesta en marcha nos reduzca a un estado de parálisis, o nos convierta en un hatajo de títeres sin voluntad. Seguramente habrá oído hablar del caballo de Troya, Smith-Kolgoz, y no necesito re­cordarle que, aunque la Ambassadress no es Troya, su «caída» significaría el fin del Gobierno Galáctico, ya que la astronave es justamente, a todos los efectos, el mismo Gobierno Galáctico.
El rostro aquilino de Smith-Kolgoz enrojeció de pron­to, y dijo débilmente:
—No..., no se me había ocurrido esa analogía, Exce­lencia. Pero, entonces, ¿qué podemos hacer con el arco y las flechas, señor?
—Enterrarlos donde nadie los encuentre. Una vez que Ciel Bleu se haya rendido, haré que los desentie­rren y los sometan a un análisis.
Mientras se debatía todo esto, O’Riordan no había apartado la mirada del semblante de D’Arcy. Al fin aña­dió:
—¿No le parece, Smith-Kolgoz, que va a enviar usted a un muchacho a cumplir la misión de un hombre?
Smith-Kolgoz sonrió con aire deferente y repuso:
—Debo confesar, Excelencia, que al principio eso me hizo concebir algunos reparos. Pero luego me di cuenta que al fin y al cabo no se trataba de la misión de un hombre, sino de un muchacho; que en esencia era una nueva variante de la antiquísima historia amorosa: el joven conoce a la chica, la enamora y se la lleva.
D’Arcy era un «cinturón negro» de judo. Podía alzar sobre la cabeza dos veces su propio peso en las pesas. Era capaz de hacer diez flexiones seguidas en el suelo, sobre un solo brazo. Había sido condecorado tres veces con la Espiral de Aspas por su valor en horas de servicio y fuera de él. El canto de sus manos era tan duro como el de un madero, y podía dar un golpe de kárate con la fuerza de un mazo de ocho kilos. Sintió que se le enrojecía el rostro, pero continuó en silencio.
Por último, O’Riordan le dijo:
—¿Crees que serás capaz de traerla, chico?
D’Arcy asintió con la cabeza, pues no confiaba en sus palabras, si llegaba a hablar.
O’Riordan miró entre las dos filas de rostros, al tiempo que manifestaba:
—Por mi parte, creo que debe ponerse en práctica el plan. ¿Están todos de acuerdo?
Las cabezas se movieron afirmativamente, con cómi­ca unanimidad, y se oyó un coro de palabras adulado­ras.
—¡Basta, señores! —les interrumpió el Restaurador, al tiempo que se levantaba de su asiento.
—¡De pie! —ordenó el coordinador, y le obedecieron inmediatamente.
—Quiero que el muchacho esté en los bosques antes del próximo amanecer —declaró O’Riordan a Smith-Kolgoz, y dirigiéndose luego a D’Arcy agregó—: Te doy diez días; si para entonces no has hablado por radio pidiendo que vayan a buscarte, iré allá abajo y termi­naré el asunto yo mismo.
Se volvió de espaldas a la mesa de la Junta, y mur­muró:
—Escucharemos esas voces que dice oír. Si quiere ser una nueva Juana de Arco, peor para ella; que sea Juana de Arco.
Y salió de la estancia pisando con fuerza.


Cuando oyó aquellas voces por vez primera, Juana María Valcouris tenía doce años.
Eran dos las voces, y al cabo de un tiempo se dieron a conocer. La más suave pertenecía a Santa Raquel de Feu; la autoritaria era de José Eleemosynary el Limos­nero. Este último fue el fundador de la Iglesia Psicofenomenalista, y había muerto ciento veinte años antes. Raquel de Feu era la primera santa de aquella Iglesia, y su fallecimiento ocurrió hacía setenta y seis años.
Al principio Juana sólo escuchaba las voces, pero más tarde éstas adquirieron un rostro. Como la muchacha nunca había visto una fotografía de Raquel ni del Limos­nero, no es de sorprender que ninguno de los dos rostros tuviera el menor parecido con el original. Según los «veía» Juana, la cara de Raquel era redonda, de expre­sión dulce, con mansos ojos azules y labios que gozaban al sonreír. El semblante de José era juvenil, hermoso y vivaz, con gesto un tanto infantil. Su tez era morena, pero a causa de los rayos del sol. A veces la muchacha no podía precisar qué rostro le gustaba más.
Cuando se conocieron mejor, José le dijo: «Ve al Bois Féerique, y Raquel de Feu y yo buscaremos una cueva para que vivas en ella. Te ayudaremos a instalar un pequeño hogar y te enseñaremos muchas cosas ma­ravillosas».
Juana no vaciló un momento. No le gustaba el orfa­nato; nunca le había gustado. Echaba mucho de me­nos a su padre; pensaba constantemente en él y no podía concentrarse en las lecciones. Por lo tanto, se dirigió a los bosques, y José y Raquel encontraron una cueva para ella. Luego le mostraron cómo podía convertirla en una morada, y lo hicieron «pensando» a través de las manos de la joven. Lo llamaban un proceso «psicotelúrico», pero ella se refería a él como «hacer pensan­do». Era una facultad que, según explicó Raquel, habían desarrollado los dos poco antes que O’Riordan hu­biese dominado a la Iglesia Psicofenomenalista, reali­zando una matanza de fieles con los fusiles de radiacio­nes. Cuando O’Riordan se enteró de aquello, se burló abiertamente, asegurando que no creía que alguien pu­diera crear objetos reales mediante el poder de la mente. De todas formas, añadió Raquel, Juana debía procurar no decir a nadie que ella tenía ese poder.
Después de haberle enseñado el modo de «hacer pen­sando» una cueva hogar, le dijeron cómo podía «hacer pensando» los enseres que debía haber en ella, como sillas, mesas, alacenas, alfombras, lámparas, un televisor, un escritorio, un fogón automático para la cocina, una estufa para el cuarto de estar, y una lavadora. Y, lo más importante de todo, le revelaron la forma de «hacer pensando» los alimentos.
¡Aquella fue la experiencia más maravillosa de su vida! Era como si sus dedos estuvieran dotados de pe­queñas mentes propias, como si sus manos fuesen fá­bricas capaces de producir de todo lo imaginable. Ra­quel de Feu aseguró que eso lo conseguía Juana María mediante la energía que ellos dos le proporcionaban. Raquel añadió que la energía psíquica extraía los ele­mentos necesarios de la tierra y del aire, los combinaba debidamente y los transformaba en lo que Juana deseaba.
Cuando los empleados del orfanato llegaron al Bois Féerique y trataron de hacer que la muchacha se vol­viera con ellos, Raquel y José la ayudaron a crear nubes de humo de las formas más horrendas que pueda con­cebirse, e hicieron que de los dedos y oídos de Juana salieran chorros de llamas y de chispas. Los empleados se asustaron tanto que la muchacha nunca había visto a nadie correr tan velozmente. Después de eso no vol­vieron a molestarla en la cueva, pero empezaron a lla­marla bruja. A la chica no le importaba eso. Si real­mente era una bruja, estaba contenta de serlo; se diver­tía enormemente.
Cuando tuvo quince años, Raquel y José empezaron a adiestrarla en la construcción de un arco y unas fle­chas. El arco resultó ser el objeto más hermoso que pueda uno soñar. Era como una vara hecha de un rayo de sol, que alguien hubiera curvado sujetándolo luego con una cuerda formada por el rocío de la mañana. Las flechas no eran menos bellas e impresionantes. De tona­lidad argéntea, había que mirar con mucha atención para poder verlas. José le dijo que debía llevar con ella el arco y las flechas a dondequiera que fuese. Juana hizo un pequeño carcaj tomando algo de luz, oscuri­dad, arena, polvo, tiempo, esperanzas, sueños, madera, metal y otra docena de elementos, y puso en él las flechas, colgándolo del hombro opuesto al del arco. Sólo se lo quitaba para dormir; entonces lo colocaba al lado del dorado arco, en la cabecera de la cama.
Al cumplir Juana dieciséis años, Raquel y José la pusieron a trabajar en un proyecto aún más grato: la fa­bricación de una muñeca. La muchacha se mostró en­cantada. Nunca había tenido una muñeca, y la deseaba más que nada en el mundo. Día tras día fue creciendo la muñeca; no con rapidez, sino muy lentamente, pues se trataba de una labor extraordinariamente compli­cada. Juana no había imaginado que fuese tan difícil hacer una muñeca, aun siendo tan grande como aquélla, ni que se requirieran tantas cosas para elaborarla. La lista de los elementos necesarios llegó a marearla. ¡Pero debía hacer aquella muñeca! Indudablemente, ninguna chica había tenido una muñeca que pudiera compa­rarse remotamente con ésa. Su índole tan especial hizo que Raquel de Feu le aconsejase agrandar la cueva y disponer un lugar especial y secreto para la muñe­ca. Juana hizo algo mejor: construyó una pequeña alcoba con una cama, dos sillas, un tocador, una cómo­da y una alfombra. Cuando el proyecto quedó terminado la muchacha contaba dieciocho años, y casi —pero no del todo— podía decirse que ya no necesitaba muñecas.
El plan que siguió fue la creación de una armadura, y comparado con el asunto de la muñeca fue relativa­mente sencillo. El objeto de la armadura, según dijo José, era doble: protegerla de cualquier daño físico, y ejercer una influencia psicológica sobre el enemigo. Jua­na María hizo la aleación con polvo de estrellas, metal y un centenar más de elementos, y cuando hubo con­cluido el trabajo se probó la armadura. Ésta era relu­ciente como el sol y tan liviana como una nube.
Entonces, Raquel y José dijeron al unísono que se acercaba el momento. «Debes ir a Baudelaire —agrega­ron— llevando contigo los peines de oro que has hecho para peinarte; allí los cambiarás por el más hermoso caballo negro que puedas encontrar.» Así lo hizo la joven, y puso al corcel el nombre de «San Germán O’Shaughnessy», el segundo santo psicofenomenalista. Luego construyó un establo para el animal junto a la cueva, y todos los días, excepto cuando llovía, se mar­chaba a cabalgar un rato por el bosque.
Por fin, José Eleemosynary le dijo que había llegado el día. Juana, sabiendo lo que aquello significaba, se puso la brillante armadura, montó en «San Germán O’Shaughnessy» y cabalgó orgullosa por el Plateau Provençal, entrando luego en la ciudad de Fleur du Sud. Recorrió entonces las calles de la población gritando:
—¡Síganme y les conduciré a la victoria sobre las fuerzas de O’Riordan, que nos amenazan por el sur! ¡Vengan y ayúdenme a salvar la Iglesia Psicofenomenalista de los poderes malignos!
Y «San Germán O’Shaughnessy» caracoleaba y pia­faba entre las aclamaciones de la multitud que llenaba las calles. Cuando la muchacha emprendió la marcha hacia el Fleuve d’Abondance, formaron una larga y hete­rogénea fila detrás de ella. Llegado el momento, Juana se adelantó por la llanura y lanzó su centelleante dardo al cielo, y la torrencial lluvia barrió al enemigo. En­tonces la muchacha regresó a su cueva del Bois Féerique para aguardar la siguiente llamada.


Sabido es que los bosques son hermosos en prima­vera; pero ninguno podía serlo tanto como aquél. D’Arcy, vestido con el atuendo de los campesinos de Ciel Bleu, aún tiritaba bajo el fresco del amanecer, pero sentía un enorme gozo interior.
Abandonando el claro donde le había dejado el piloto del vehículo nave-tierra, poco antes que llegase el alba, inició la marcha entre las sombras. Los árboles parecían tener personalidad; algunos eran como padres, otros como madres, y otros como niños y niñas. Pare­cían familias que convivían felices, entrelazando las ramas como si fueran brazos, y rozándose con las hojas, semejantes a dedos. El rocío de la mañana, que ya empezaba a iluminar el sol, relucía como diamantes desperdigados por el suelo del bosque. Y en las ramas cantaban pájaros de verdad, en lugar de trinos de cin­tas magnetofónicas.
Siguió un camino en línea recta hasta llegar a un arroyo, y entonces se dirigió hacia la derecha, remon­tando la corriente por la orilla. El riachuelo venía de las colinas, y allí era, justo frente a la breve co­rriente de agua, donde habitaba Juana. Los tres agentes de la Ambassadress que habían efectuado la investi­gación, habían instruido debidamente a D’Arcy antes de su partida, y le habían explicado todo cuanto necesitaba saber.
Cuanto necesitaba saber acerca de la zona que ten­dría que recorrer, desde luego. Bueno, también le ha­bían dicho algo respecto a Juana Valcouris, pero él sospechaba que muchas cosas concernientes a la mu­chacha no se las habían dicho por la sencilla razón que ellos las ignoraban.
Afirmaron que a ella le gustaba pasear, y también correr y jugar. Le complacía andar a caballo por el bosque. En el orfanato leía con avidez; sus calificaciones fueron algo superiores al promedio, y seguramente ha­brían sido mejores, de haberse interesado ella realmente en los estudios. Sentía inclinación por los vestidos de vivos colores y por los peines y cepillos. Continuamente estaba cepillando y peinando su cabello. Tenía un profundo espíritu religioso, y durante su permanencia en el orfanato nunca olvidó sus oraciones de la mañana, del mediodía y de la noche.
D’Arcy no alcanzaba a comprender por qué razón todo eso podía hacer que la muchacha se sintiera incli­nada hacia él en los aspectos físicos, emocional e inte­lectual; pero, ¿quién era él para entrar en discusiones con el cerebro electrónico de la Ambassadress?
En la mente del joven el asunto pasó a segundo plano, al no poder evitar las distracciones que aquellos contornos le ofrecían. Flores de intensos colores cubrían las orillas del riachuelo, señalando a veces el efímero paso de una brisa matinal y juguetona. El arroyo emitía un sedante rumor al deslizarse sobre las piedras blan­cas como el yeso, y de cuando en cuando, como dardos de plata, se veían los pececillos juguetear en el agua. El follaje dejaba pasar los rayos del sol, que se reflejaban en el suelo igual que las monedas esparcidas del tesoro de un pirata.
Aún le quedaban varios kilómetros de marcha. Al cabo de un rato, escuchó un resonar de cascos en el suelo, que fue haciéndose cada vez más intenso. Cuando el arroyo atravesó un claro, el sol dio de lleno en el rostro de D’Arcy, el cual advirtió que en ese momento llegaba al otro extremo del calvero un caballo con su jinete.
El joven se detuvo, pero no intentó esconderse. El animal era un palafrén negro, y lo montaba una mu­chacha ataviada con una falda azul y blusa roja con franjas blancas. De su hombro derecho pendía un arco dorado, y del izquierdo colgaba el carcaj con las flechas. Iba descalza y con la cabeza al descubierto, y llevaba el cabello castaño claro sujeto con una cinta roja. Aquel rostro hizo pensar a D’Arcy en una flor que acabara de abrir sus pétalos al sol.
Avanzó ella en su caballo hasta el lugar donde es­taba el joven, y dijo:
—Bonjour, monsieur.
—Bonjour, mademoiselle —contestó él, y agregó—: Usted debe de ser La Pucelle du Bois Féerique, ¿no es cierto?
Ella sonrió y unas lucecitas bailaron en sus ojos, que eran del mismo color castaño que su cabello; en la mejilla izquierda de la muchacha destacaba un hoyuelo. Juana comenzaba a perder la ingenua lozanía de la ado­lescencia para adquirir la plenitud de la mujer.
—Me llamo Juana Valcouris, y soy una bruja —ase­guró ella, muy seriamente.
—Eso me han dicho —repuso D’Arcy.
—¿Y no tiene usted miedo?
—¿Por qué tendría yo que temer a una bruja buena? —dijo él, sonriendo—. Una hechicera malvada sí me asustaría, pues tal vez me convirtiese en una salamandra o un sapo, pero una bruja buena sólo podría transfor­marme en algo mejor de lo que soy, y eso no me da miedo.
Juana se echó a reír. Luego se quedó un momento en silencio, con gesto de atención, como si estuviera es­cuchando algo. Por fin dijo:
—A las voces les gusta usted. Y me alegro, porque a mí también me gusta.
—¿Las voces?
—Raquel de Feu y José Eleemosynary —contestó ella, deslizándose de la grupa del caballo negro y cayendo suavemente sobre sus pies descalzos—. Y éste es «San Germán O’Shaughnessy». Creo que hasta a él le ha cau­sado buena impresión.
El mismo animal piafó mientras D’Arcy pasaba una mano sobre la negra crin del animal.
—Bueno, me alegra saber que cuento con tantos amigo por aquí —afirmó el joven.
Al recordar lo que Mac Grawski había dicho acerca del hecho que la desnutrición producía alucinaciones, D’Arcy observó atentamente el rostro de la chica. Lo mismo que su cuerpo, era la viva representación de lo que es una mujer bien nutrida, y de haber hecho ayuno, al menos había pasado un mes desde entonces. Por lo tanto, era necesario buscar otra explicación para las voces que ella oía.
Mas no era eso lo que debía hacer allí D’Arcy, sino apoderarse de la muchacha.
—Yo me llamo Raymond D’Arcy, y me he perdido —declaró entonces el joven, procurando que sus últimas palabras sonaran tan sinceras como las primeras—. Pero daría lo mismo, aunque no me hubiese perdido, porque ahora no puedo ir a ninguna parte. Anoche, mientras aguardaba la diligencia aérea para Molière, me golpea­ron en la cabeza; al recuperar el conocimiento vi que estaba tendido en un claro del bosque, y que me habían robado lo que llevaba encima.
El embuste había sido sugerido por Smith-Kolgoz, quien aseguró que una chica campesina como Juana pondría menos en duda una mentira corriente que otra más original. Era evidente que tenía razón Smith-Kolgoz, pues la joven no preguntó nada ni trató de comprobar la historia examinando el chichón que previsoramente le había hecho el piloto que llevó a D’Arcy hasta allí. En cambio, parecía muy interesada en el rostro del joven, y no apartaba la vista de él. D’Arcy no podía saber que tenía una gran semejanza con José Eleemo­synary, según la muchacha se lo imaginaba, y que en ese instante Raquel de Feu estaba diciendo a Juana: «Pa­rece un buen muchacho, ¿por qué no le ayudas?»
No necesitó ella una segunda invitación, y declaró inmediatamente:
—Venga a casa, Raymond, le prepararé algo de co­mer. Está bastante cerca de aquí.
La joven emprendió la marcha llevando de las riendas al caballo. Con aire culpable, D’Arcy la siguió.
—Tengo una casa muy bonita —aseguró ella—. Al­gunos creen que es sólo una cueva, pero se sorprenderían si la viesen. Aunque lo cierto es que nunca invité a nadie a entrar.
D’Arcy aprovechó su proximidad a la chica y echó un vistazo al arco. Aparte de comprobar que estaba hecho de una aleación muy distinta a cuanto conocía, y que dejaba en su retina una imagen persistente y dolorosa, el joven no pudo averiguar nada en absoluto. Una ojeada a las flechas resultó igualmente infructuosa. Lo único que alcanzó a ver fue las muescas de los extremos y sus plumas plateadas.
Se sintió tentado de preguntar a la joven acerca de aquellas desusadas armas, pero resolvió dejar el asunto para más adelante.
Mientras tanto, el terreno que bordeaba el riachuelo había ido elevándose. Pronto aparecieron unas colinas cubiertas de bosquecillos, y éstos se hicieron cada vez más densos. Por fin, los dos jóvenes y el corcel llegaron frente a la cueva; D’Arcy nunca hubiera adivinado que estaba allí. Los matorrales disimulaban la caverna, y sólo cuando Juana los apartó, pudo verse la entrada. Separó ella otras matas y D’Arcy vio la cueva establo de «San Germán O’Shaughnessy». El suelo estaba cubierto de heno, y había un pesebre y un abrevadero para be­ber. La caballeriza estaba incluso bien iluminada, me­diante una lámpara perpetua que esparcía un resplandor rosáceo.
La muchacha dejó que el caballo paciera frente al establo (era tan manso, explicó ella, que nunca tenía que atarlo, menos por las noches), y acompañó a D’Arcy hasta la cueva que servía de vivienda. El joven se quedó asombrado al entrar en la caverna. Constaba de cuatro estancias y un cuarto de baño, pues dedujo que la puerta que daba a la alcoba debía ser el referido cuarto. Todas las habitaciones estaban completamente amuebladas. Las paredes y los techos se hallaban recu­biertos con madera natural de fina veta; los suelos eran de azulejos que cubrían gruesas alfombras. También allí las luces eran de tipo perpetuo, y cada uno de los aparatos domésticos poseía su correspondiente motor de funcionamiento indefinido. El agua corriente procedía de una de las tuberías subterráneas que daban al ria­chuelo.
Juana le hizo sentar a la mesa de la cocina, y sacó huevos y tocino ahumado de un pequeño refrigera­dor que más parecía un cofre de reducidas dimen­siones. Mientras el tocino se freía en la sartén, la mu­chacha preparó café. Tomó ella una taza con D’Arcy, cuando éste hubo terminado de comer, y él le preguntó cómo una chica como ella había podido transformar una cueva en aquella casa digna de una princesa. Juana sonrió y repuso:
—No puedo decírselo; es un secreto.
Luego, ante el asombro del joven, agregó sin más preámbulos:
—¿Le gustaría vivir aquí, conmigo?
Trató él de no mirarla, para que no viera su azoramiento. Parecía imposible que la muchacha fuese tan ingenua, y le pareció vergonzoso engañarla como lo estaba haciendo. Por fin, replicó evasivamente:
—¿Qué piensan sus voces, de esa idea?
—La aprueban, desde luego. Podría usted dormir en el sofá; es bastante grande y estoy segura que se sentiría muy cómodo en él. También, claro está, tendría que hacerle unos pijamas; y pantalones, y camisas. ¿Quie­re usted tomar otra taza de café?
—Sí, gracias —contestó D’Arcy, débilmente.


Vivir en el Bois Féerique con Juana Valcouris, des­cubrió al poco tiempo el joven, era un poco como volver a ser niño de nuevo, como vivir —vivir de ver­dad— en uno de esos mágicos mundos con que todos hemos soñado cuando teníamos nueve o diez años.
Mucho antes de la llegada de D’Arcy, Juana ha­bía ideado una serie de juegos con que distraerse ella sola, y ahora hizo las modificaciones necesarias para que pudieran intervenir dos jugadores, o tres, me­jor dicho, ya que el bueno de «San Germán O’Shaughnes­sy» actuaba en la mayoría de las partidas. Además de los juegos realizaban excursiones a idílicos parajes del bosque y prolongadas caminatas hasta las colinas llenas de frondas, cuando en el alba se cubrían con las perlas del rocío matutino. Aquél era el mundo de Juana María, que era a la vez su paraíso.
Por las tardes, ya anochecido, se sentaban junto a las enredaderas y los arbustos que cubrían la entrada de la cueva y miraban las estrellas, comentando de cuando en cuando los diversos acontecimientos del día. Algunos de los astros que veían eran planetas, pues Ciel Bleu poseía once hermanos, y otros eran naves de la flota de O’Riordan. Las astronaves se distinguían fá­cilmente de los astros verdaderos, no sólo por su luz fija, sin titilaciones, sino, sobre todo, porque se movían perceptiblemente siguiendo una trayectoria ecuatorial. Semejaban un collar de claros brillantes unidos entre sí por un hilo invisible. La nave almirante era la gema más grande, y se diferenciaba de las demás, aparte de su tamaño, por la tonalidad anaranjada de su fulgor. A D’Arcy le recordaba a veces una luna, y en realidad era eso justamente, una luna artificial en cuyo interior vivía un hombre que trataba de conquistar el universo.
Juana no dejaba de mirar a la Ambassadress desde el momento en que aparecía por el nordeste hasta que se ponía por el sudoeste. Pero cuando él le preguntó el motivo de aquel interés, la muchacha contestó que no era ella la interesada, sino José y Raquel.
—Ven y oyen a través de mí —explicó Juana María—; por lo tanto, cuando están interesados en algo, les dejo que miren y escuchen a su gusto.
El joven la miró a los ojos, buscando en ellos alguna señal de engaño, pero sólo vio el reflejo de unos astros minúsculos de fulgor no menos maravilloso que el de los que brillaban en el firmamento. D’Arcy se sintió ape­nado al pensar que él era la causa de aquel brillo en los ojos de la muchacha. Sí, Juana ya estaba enamo­rada de él. La computadora tenía razón. Y, sin embargo, paradójicamente, D’Arcy no sentía nada por la mucha­cha, si no era un afecto de hermanos. Pensó que así era mejor, pues haría más fácil lo que debía llevar a cabo.
Como siempre, Juana llevaba con ella a todas par­tes su arco y sus flechas. Un día D’Arcy le preguntó por qué nunca se separaba de aquellos objetos, y, en cambio, jamás trató de abatir algunas de las piezas de caza que abundaban por la zona. Ella le respondió que José y Raquel le habían dicho que no dejara nunca su arco y las flechas, pues tenían propiedades mágicas y servían para protegerla.
D’Arcy tuvo un fugaz presentimiento.
—¿Acaso te ayudaron Raquel y José a construir esas armas? —preguntó.
—Sí —repuso ella, afirmando con la cabeza, pero visiblemente contrariada.
El joven no la creyó, pero se dijo que tal vez ella estuviese convencida de lo que decía.
—¿Y también te ayudaron a acondicionar la cueva, y a hacer los muebles?
Otra reacia afirmación con la cabeza.
—¿Qué sucedería, si yo tocara tu arco? —preguntó él, sonriendo—. ¿Acaso me convertiría en un saltamontes?
—Claro que no —dijo ella, y se echó a reír—. Pero si lanzase una flecha contra ti, nadie sabe lo que podría ocurrirte. Eso no quiere decir, en modo alguno, que piense hacerlo.
Cierta tarde, cuando paseaban por el bosque, se se­pararon un momento y luego D’Arcy no fue capaz de encontrar de nuevo a la muchacha. Pensando que tal vez ella hubiera regresado a la cueva, se dirigió hacia allí. Aunque se dio prisa, no la veía por ninguna parte. Cuan­do llegó a la caverna, D’Arcy estaba seguro que algo le había ocurrido a la chica.
Entró en la cueva y la llamó en voz alta. No hubo respuesta. ¿Estaría escondiéndose de él, tal vez? Con frecuencia solía hacerlo, pues era uno de sus juegos pre­feridos. Miró debajo del sofá; se dirigió a la cocina y echó un vistazo detrás del fogón; observó dentro de la despensa, y al fin se encaminó al dormitorio de ella y miró debajo de la cama. La joven no estaba allí.
Al incorporarse, se encontró frente a la puerta del guardarropa. D’Arcy hizo chasquear los dedos, al com­prender que ella debía estar escondida entre los vestidos, faldas y blusas multicolores. Sonriendo, aferró el tirador con la intención de abrir repentinamente la puerta y sorprender a Juana. Pero el tirador no giró. Al mirarlo de cerca, vio que estaba provisto de un cierre especial, que impedía abrir la puerta.
Con el ceño fruncido, el joven abandonó la alcoba. Ninguna de las puertas que había en la cueva de Juana estaba provista de aquel cierre. ¿A qué se debería esa excepción? Quizá guardaba allí su armadura, y no que­ría que él la viera. Y ahora que recordaba, ella nunca mencionó el papel que desempeñara en la batalla de Fleur du Sud. Posiblemente no quedó satisfecha de lo que había hecho.
Todo aquello le parecía extraño; tendría que buscar en otra parte la respuesta. Entonces, al salir D’Arcy de la cueva, divisó a Juana en el momento en que surgía del bosque. Se sintió tan aliviado al verla, que se olvidó al momento del incidente del ropero.
Luego, cuando en otra ocasión D’Arcy caminaba entre la espesura, esta vez solo, se encontró con una cueva pequeña, aunque oscura y tenebrosa, dentro de la cual vio dos esqueletos humanos. Estaban ambos muy juntos, y uno de ellos, a juzgar por lo delicado de los huesos, debió de haber pertenecido a una mujer. Se veían tam­bién algunos restos de tela, y cerca del hombre encontró D’Arcy una chapita de latón. La recogió y pudo ver que estaba llena de verdín, pero raspando la superficie reco­noció que era una placa de identidad psicofenomenalista. Según la chapita, el nombre de su antiguo propietario era Alexander Kane. Este nombre resultaba vagamente familiar para D’Arcy, pero no pudo recordar por qué razón.
También le llamó la atención por otro motivo. En Ciel Bleu, como en los demás planetas nacionalistas, los habitantes tenían nombres que iban estrictamente de acuerdo con la nacionalidad común de sus antepasados, y, evidentemente, el nombre «Alexander Kane» no era de origen francés.
Antes de abandonar el lugar, D’Arcy se guardó el disco en un bolsillo. Al llegar a la cueva, lo enseñó a la muchacha y le habló de los esqueletos que había en­contrado.
—Ya los he visto —respondió ella—. Están allí desde hace mucho tiempo. Pero nunca he vuelto a acercarme a ese sitio.
—¿Acaso tienes miedo?
Movió ella negativamente la cabeza y dijo:
—No..., no es eso. Raquel y José me prohibieron expresamente que visitara esa parte del bosque, a me­nos que fuera del todo necesario.
D’Arcy se preguntó qué motivo habría, pero no llegó a formular la pregunta. En primer lugar, dudaba que Juana conociese la razón, y, por otra parte, se nega­ba a tomar en serio lo de las voces que oía la mucha­cha. Eso tal vez rezaba con Smith-Kolgoz, o incluso con O’Riordan.
Pero el problema no dejaba de plantearse, y seguía preocupándole. Sin cesar se preguntaba por qué las vo­ces de la mente de Juana, suponiendo que existieran, le impedían acercarse a dos montones de huesos inofen­sivos.


Aquella noche, cuando dormía en el sofá, le desper­tó una voz. Era la voz de O’Riordan y procedía del trans­misor en miniatura adaptado al reloj de pulsera del jo­ven.
—Faltan dos días, D’Arcy —decía la voz—. He creído conveniente recordártelo.
D’Arcy quedó estupefacto, no sólo porque O’Riordan se había dignado hablarle por radio personalmente, si­no también al comprobar que había perdido la noción del tiempo. Por una parte, le parecía que llevaba en el Bois Féerique unos pocos días, y por otra parte tenía la impresión de haber estado allí toda su vida.
—¿Me oyes, D’Arcy? —inquirió O’Riordan.
—Sí..., sí, señor.
—Bueno, me alegra oír tu voz —dijo el hombre de la astronave—. ¿Va todo de acuerdo con el plan pre­visto?
—Sí, señor.
—Bien; espero recibir noticias tuyas dentro de las próximas cuarenta y ocho horas. En caso contrario, vol­verás a saber de mí. Y no lo olvides, antes de marchar­te debes enterrar el arco y las flechas. Muy hondo, don­de no pueda encontrarlos nadie.
O’Riordan cortó la comunicación.
Con eso, se acabó el sueño para D’Arcy, aquella no­che. Cuando amaneció, aún seguía batallando con su con­ciencia, pero al fin pudo dominarse. En cierto modo, ha­ría a Juana un favor, al llevársela. Por bucólico que fue­se, un bosque no era el lugar más apropiado para que viviera en él una muchacha. Cómoda o no, una cueva resultaba un hogar inadecuado. Los jueces del tribunal de O’Riordan no eran más que seis histriones vestidos con largas togas pardas que les daban aspecto de osos, y cuando O’Riordan les gritaba: «¡Bailen!», los osos bailaban servilmente. Pero según los reglamentos del Tratado de Deimos, Juana no podía ser juzgada como criminal de guerra. Aunque era indudable que O’Rior­dan la haría procesar por algo, la pena impuesta no sería dura. Y cuando Ciel Bleu hubiera sido conquis­tado —como sucedería al cabo de un mes—, entregaría a la muchacha a algún organismo adecuado del nuevo Gobierno, que procuraría educarla y rehabilitarla, ter­minando por buscarle un lugar apropiado en la nueva sociedad.
Esa misma tarde, D’Arcy llamó por radio a la Ambassadress, dio las coordenadas de la cueva y se puso de acuerdo con la dotación para que le recogiesen dos horas antes que amaneciese en el Bois Féerique.
El joven y Juana pasaron el día caminando entre los árboles, cabalgando alternativamente en «San Germán O’Shaughnessy», y divirtiéndose con los juegos de cos­tumbre. Había preparado ella un cestillo lleno de ali­mentos, y comieron en un claro del bosque situado a unos cuantos kilómetros de la cueva. Sintiendo curio­sidad acerca de la forma en que ella obtenía los ali­mentos, D’Arcy se decidió al fin a preguntárselo direc­tamente. Esperaba que ella sonriese y le dijera que se trataba de un secreto; y eso fue justamente lo que le contestó. De no haber sido por sus convicciones, el jo­ven hubiera jurado que ella era capaz de realizar fenó­menos psicotelúricos, pero estaba seguro, igual que O’Riordan, que esos fenómenos no eran más que un mito que los dirigentes de la Iglesia Psicofenomenalista habían inventado con el fin de intimidar a sus enemigos. E incluso de haber creído que era algo más que un mito, no habría juzgado a Juana capaz de po­seer tal capacidad, puesto que en teoría se necesitaba tener el coeficiente intelectual de un genio, y en se­gundo lugar, poseer una mente «parasintética» de si­milar nivel de cociente, con objeto de poder realizar esos fenómenos.
Comenzaba a caer la noche cuando regresaron a la cueva. Después de dejar a «San Germán O’Shaughnessy» en su cuadra, tomaron asiento en la parte exterior de la cueva para contemplar las estrellas. La luna que era la astronave se elevó en el horizonte a la hora prevista. En la órbita siguiente, bajarían de ella has­ta el bosque y se llevarían a Juana Valcouris.
El joven procuró no pensar en eso, pero notó que su voluntad no le respondía en aquel as­pecto. Más tarde, antes de echarse a dormir, puso en hora el zumbador de su reloj para que le despertase dos horas después de la medianoche. Cuando se hubo despertado se vistió en silencio, a oscuras, y luego se encaminó al dormitorio donde Juana dormía profun­damente, alumbrada por el tenue fulgor de la luz que había encima de su lecho. Sin hacer ruido tomó el arco y el carcaj de flechas de la cabecera de la cama. En ese momento la muchacha se movió y quedó de lado, de cara adonde él estaba. D’Arcy permaneció in­móvil, temiendo que ella pudiera abrir los ojos en cual­quier momento. Pero los ojos de la chica siguieron cerra­dos, y sólo emitió un suspiro, indicando que aún conti­nuaba profundamente dormida. Algo más tranquilo, D’Ar­cy salió en puntillas de la habitación, cruzó el cuarto de estar y salió al exterior.
El joven procedió a enterrar el arco y las flechas en el mismo hoyo donde yacían los dos esqueletos de la cueva, pues estaba seguro que nadie se acercaría por allí. Cuando regresaba a la cueva, la Ambassadress volvía a elevarse sobre el horizonte. Se sentó D’Arcy en la entrada de la cueva, aguardando la llegada del navío auxi­liar.
Por fin lo vio. Parecía una estrella fugaz salida del seno del astro anaranjado. Descendió raudo hacia el Bois Féerique, dirigido por las coordenadas que diera el joven. Por último, la pequeña nave se posó en el prado lleno de flores que bordeaba el arroyo.
Se abrió la capota transparente y el piloto saltó al exterior. Cuando hubo visto a D’Arcy, se le acercó y le preguntó si necesitaba ayuda.
—No —dijo D’Arcy, que al momento se puso en pie y se dirigió a la cuadra de «San Germán O’Shauhgnessy».
Una vez allí procedió a desatar al animal, y al tiem­po que le daba unas palmadas en la grupa, murmuró:
—Adiós, viejo amigo. Juana y yo nos marchamos, y me temo que no volveremos.
Abandonando el establo, se encaminó a la cueva y al entrar en el dormitorio creyó oír una especie de so­llozo contenido. Pero sin duda era su imaginación, pues Juana parecía seguir profundamente dormida. La sa­cudió suavemente por un hombro, maravillándose de la suave frialdad de su piel.
—Despierta y vístete, Juana —le dijo, cuando la mu­chacha abrió los ojos.
—¿Ocurre algo malo, Raymond? —preguntó ella—. Pe­ro..., ¿dónde están mi arco y mis flechas?
—No hagas preguntas, Juana. Debes confiar en mí y hacer lo que te diga. Te fías de mí, ¿verdad?
El rostro de ella era inescrutable bajo la tenue luminosidad de la lámpara.
—Claro que sí, Raymond —contestó la joven—. Me fío completamente de ti.
Sintiendo que se odiaba a sí mismo, D’Arcy aguardó mientras ella se vestía. Luego la condujo al exterior de la cueva. Sólo cuando vio el pequeño navío espacial, Juana pareció comprender la verdad. Y cuando trató de volverse atrás no pudo hacerlo porque D’Arcy la retenía con fuerza por un brazo. El joven la obligó a entrar en el vehículo y se sentó junto a ella.
—Lo siento, Juana —dijo él—. Espero que algún día podrás perdonarme.
La muchacha no le miró y no dijo una sola palabra. El piloto se instaló ante los mandos y cerró la capota. La pequeña nave se elevó entre los árboles del Bois Féerique, y de nuevo se convirtió en una estrella fugaz que cruzaba el firmamento.


PRESTEN ATENCIÓN / PRESTEN ATENCIÓN / PRES­TEN ATENCIÓN.

CGS AMBASSADRESS:
DÍA 10, MES 9.°, AÑO 2353.
ASUNTO: JUICIO Y SENTENCIA CONTRA JUANA MARÍA VALCOURIS, ACUSADA DE INVOCAR LAS FUERZAS OCULTAS DE LA NATURALEZA Y DE UTI­LIZARLAS EN LUGAR DE LAS ARMAS LEGALES DE TODA GUERRA CIVILIZADA.

CONSIDERANDO: 1) QUE CUANDO LAS FUERZAS NATURALES SE UTILIZAN CONTRA EL HOMBRE EL HECHO CONSTITUYE UN ACTO DIABÓLICO, ADE­MÁS QUE TAL ACTO EN TIEMPO DE GUERRA ES CONTRARIO A LO ESTABLECIDO POR EL TRATADO DE DEIMOS; 2) QUE UN DELITO DE TAL ALCANCE NO PUEDE REPARARSE CON EL PROCEDIMIENTO LEGAL ORDINARIO; 3) QUE JUANA MARÍA VALCOU­RIS COMETIÓ INTENCIONALMENTE ESE DELITO Y ES RESPONSABLE DEL MISMO; 4) QUE LAS VO­CES QUE JUANA MARÍA VALCOURIS AFIRMA OÍR SON DEL TIPO AUDIOVISUAL DESCRITO POR FRAN­CIS GALTON HACIA 1883 D. C. Y EN NADA ATENÚAN LA GRAVEDAD DE SU CULPA.

SENTENCIA: JUANA MARÍA VALCOURIS, HABIÉN­DOSE NEGADO OBSTINADAMENTE A REVELAR A ESTE TRIBUNAL LA VERDADERA NATURALEZA DE LAS ARMAS QUE UTILIZÓ CONTRA LA UNIDAD 97.a DEL REGIMIENTO 16.°, ASÍ COMO EL NOMBRE DE LA PERSONA QUE SE LAS PROPORCIONÓ, POR ELLO, A LAS 9.45 DE LA MAÑANA DEL DÍA 11, MES NOVENO, AÑO 2353, SERÁ ESCOLTADA DESDE LOS CALA­BOZOS DE LA AMBASSADRESS HASTA EL PARQUE Y UNA VEZ ATADA A UN POSTE QUE ANTERIORMEN­TE SE HABRÁ COLOCADO EN EL CENTRO DE LA PLAZA, SERÁ QUEMADA VIVA ANTE UNA CÁMARA DE RADIOTELEVISIÓN QUE TRANSMITIRÁ SU IMA­GEN Y SUS LAMENTOS HASTA TODOS LOS HOGA­RES DE CIEL BLEU.

TODO EL PERSONAL LIBRE DE SERVICIO ESTÁ OBLIGADO A ASISTIR AL ACTO.


D’Arcy quedó horrorizado.
Cuatro horas habían transcurrido desde que entre­gara a la muchacha a Smith-Kolgoz, y pasó ese tiempo vagando por El Parque y aguardando a que alguno re­parase en su presencia y dispusiera su regreso al Watchdog. Cuando el increíble aviso apareció en la pantalla teletipo de la plaza, D’Arcy se encontraba sentado bajo un árbol, pensando en el Bois Féerique.
Su primer impulso fue irrumpir en los aposentos celosamente guardados de O’Riordan y dar muerte al Res­taurador con sus propias manos. Indudablemente, había subestimado la crueldad de O’Riordan, así como sus re­cursos, y él, D’Arcy, olvidó que las leyes de guerra, como todas las leyes, pueden ser quebrantadas y alteradas pa­ra adaptarlas a cualquier situación que convenga. Juana había proporcionado a O’Riordan un medio ideal para poner de rodillas ante él a los habitantes de Ciel Bleu, y el Restaurador sin duda pensaba ya de antemano que­marla en la estaca, revelase o no el secreto del arco y las flechas.
Pero D’Arcy no siguió su primer impulso. Se dijo que de haberlo hecho no hubiera muerto O’Riordan, sino él mismo, y con ello no habría mejorado nada la situa­ción en que se hallaba Juana. Lo único lógico que quedaba hacer era concentrar sus energías en rescatar a la muchacha; y eso fue precisamente lo que hizo.
Para empezar, se encontraba en el lugar más apro­piado. Tan sólo debía ocultarse y aguardar el momen­to oportuno. La noche y el día se hallaban estricta­mente diferenciados en la Ambassadress. Todos los días, a las seis de la tarde, el sol artificial que bañaba con sus rayos El Parque, disminuía poco a poco de inten­sidad hasta quedar reducido al aspecto de una tenue estrella, y al cabo de doce horas, al mismo tiempo que las cintas magnetofónicas difundían el acento melodio­so de los pájaros, el sol volvía a cobrar fuerza. Aguar­dó D’Arcy a que se produjera el cambio nocturno, y buscó un lugar oculto donde pasar la noche, rogando interiormente que en la Ambassadress nadie le echase de menos, aunque sólo fuera durante las dieciséis horas siguientes.
No trató de dormir, sino que permaneció sentado en el más completo silencio, preguntándose cómo había tardado tanto tiempo en descubrir la verdadera na­turaleza de O’Riordan. El error de D’Arcy era más im­perdonable porque había leído mucho de Historia, y esas páginas se hallaban plagadas de casos como el del Restaurador. Algunos de esos hombres vistieron pieles de animales, otros usaban togas, otros llevaban brillantes uniformes, y otros más, modernos atuendos; pero todos ellos pertenecían a la misma hermandad; habían colocado el poder en un pedestal, y los medios implacables de los que se valieron para conquistar ese po­der sólo podían compararse con los métodos crueles que utilizaron para mantenerlo.
Al llegar el amanecer artificial, D’Arcy buscó un árbol situado estratégicamente, subió a sus ramas y se escondió en una de ellas, la que cruzaba justamen­te por encima del camino que los guardias del calabo­zo debían seguir escoltando a Juana hasta el lugar del suplicio. Tenía el propósito de arrebatarles a la mu­chacha, huir con ella hasta la primera zona de salva­mento, apoderarse de un vehículo salvavidas y esca­par hacia el Bois Féerique, en la superficie de Ciel Bleu. Allí desenterrarían el arco y las flechas, y los emplearían en defensa de Juana. Se trataba de una empresa su­mamente arriesgada, pero era la única posibilidad que tenía.
A las siete de la mañana aparecieron los carpin­teros de la astronave y comenzaron a plantar la esta­ca en el suelo de la plaza. En torno al palo situaron una serie de haces de ramas sintéticas, que arderían con una intensidad diez veces mayor que la de la ma­dera corriente. Cuando los carpinteros se hubieron mar­chado, los técnicos de la televisión empezaron a instalar el equipo de transmisión.
Por fin se presentó un grupo de mecánicos que prac­ticaron una gran abertura en la cúpula, justamente por encima de donde estaba la estaca, e instalaron un po­deroso ventilador destinado a extraer el aire caliente ge­nerado por la combustión. Todo estaba ya preparado para que pudiera celebrarse el «auto de fe».
Hacia las nueve de la mañana la plaza comenzó a lle­narse. Se presentaron los consejeros de O’Riordan, sus guardaespaldas, sus ministros, sus jefes de Estado Mayor, su Policía Secreta, sus funcionarios del Cuerpo Civil, sus funcionarios de Reorganización, sus agentes del Servicio Especial, sus médicos, sus ayudas de cámara, sus cocine­ros, sus queridas y sus barberos, así como todo los miembros de la dotación de la Ambassadress que estaban fuera de servicio.
El ambiente tenía que haber estado saturado de ho­rror. Pero no era así; se oían risas, bromas y hasta con­versaciones obscenas. El ambiente era una síntesis de la corrupción reinante. Un miembro del Cuerpo de Reorga­nización pellizcó a una componente del Cuerpo Civil; un barbero robó un beso a una manicurista debajo de un sau­ce llorón; un abogado homosexual inició una conversación con un jefe de Estado Mayor, también invertido, y un agente del Servicio Secreto, totalmente borracho, tomó un trago más de su botella de whisky. Aquellos bufones, aquellos cortesanos corrompidos, pensó D’Arcy, serían los herederos del Cosmos.
Tenía hambre, estaba cansado y sentía calambres en los brazos y las piernas a causa de su forzada pos­tura en la rama del árbol. Pero nada de eso le dolía, porque estaba lleno de odio y de disgusto.
Poco después de las nueve de la mañana hizo su aparición el propio O’Riordan, rodeado por los miem­bros de su escolta personal. Dos de los guardias lle­vaban un sillón de rico forro bordado, y cuando la comitiva llegó al centro de la plaza, los dos hombres colocaron en el suelo el sillón y el Restaurador tomó asiento en él. Vestía un uniforme blanco como la nie­ve con charreteras escarlata, y fumaba un largo ci­garro.
Las manos de D’Arcy adquirieron el aspecto de ga­rras mortíferas. Él mismo tuvo que forzarse para re­lajar los músculos. La misión más importante de su vida era ahora rescatar a Juana, no asesinar a O’Rior­dan.
De pronto se hizo un profundo silencio en el parque, y al mirar por el camino, D’Arcy vio a la joven, que se acercaba. Su cabello castaño claro le caía en ondas desordenadas sobre el atractivo semblante. Su atuen­do campesino, de alegres colores, ponía una nota de contraste en medio del verde césped. Como siempre, iba descalza.
La escoltaban tres corpulentos guardias de la pri­sión armados con pistolas paralizadoras. D’Arcy se le­vantó ligeramente, quedando apoyado en las rodillas y las manos, y cuando el grupo pasaba justamente de­bajo de la rama, dio un salto.
Fue a caer sobre las espaldas del guardia que cerra­ba la marcha, al que despachó con un fuerte golpe dado con el canto de la mano sobre un lado del cuello. An­tes que los otros dos tuvieran tiempo de volverse, envió a uno de ellos al suelo con una poderosa llave que le dejó fuera de combate.
El tercer hombre había extraído ya parcialmente su pistola paralizadora de la funda, cuando D’Arcy vol­vió a poner en juego la potencia del canto de su mano y quebrantó de un golpe seco el antebrazo del guardia, lo que envió el arma dando tumbos por el suelo. D’Ar­cy recogió la pistola, y con la otra mano aferró a Jua­na por la muñeca.
—¡Vamos, echa a correr! —le gritó.
Ante su asombro, ella se quedó en su sitio.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó—. ¿Cómo no has vuelto a tu nave?
D’Arcy alcanzó a preguntarse vagamente, algo des­concertado, cómo sabía ella que no pertenecía a la Ambassadress. Pero, como es lógico, no era momento adecuado para aquellas consideraciones, y exclamó:
—¡No te preocupes! ¡Ven conmigo!
—¡No, tú no lo entiendes!
Perdida ya la paciencia, tomó a la joven en brazos y se la echó a la espalda. Le pareció que era excesivamen­te pesada, para ser una chica tan esbelta, pero no era su peso lo que más le sorprendía, sino los desesperados mo­vimientos que hacía para librarse.
—¡Por todos los cielos, Juana! —exclamó él—. ¿Deseas acaso que te quemen viva?
—¡Sí, sí!
Luego ella dejó de resistirse, y quedó inmóvil, al tiem­po que agregaba:
—No puedes entenderlo, y nunca te lo haría compren­der en tan poco tiempo. ¡Es inútil!
D’Arcy seguía corriendo. Detrás de él, y a los lados, la gente gritaba y lanzaba imprecaciones. Un grupo de po­licías secretos trató de interponerse en su camino, pero él los paralizó con la pistola antes que ellos pudieran usar sus armas. Los árboles fueron espaciándose cada vez más, y al fin el joven llegó a la explanada que limitaba el sector administrativo. Se volvió hacia la derecha y co­rrió con su carga a hombros hacia la entrada iluminada de rojo que correspondía al pasillo de emergencia. Al ter­minar el corredor se hallaba la salvación de ambos. Cuan­do lo hubo franqueado, llegaron a la zona de salvamento. D’Arcy cerró las pesadas compuertas. Ya podía conside­rar que estaban a salvo del peligro, al menos por el mo­mento.
En la zona de salvamento había dieciocho vehículos de escape, en total. Estaban situados uno al lado del otro, en la rampa de lanzamiento automático, y uno de ellos se encontraba ante las compuertas, ya dispuesto. El jo­ven llevó a Juana hasta la embarcación, y la depositó en la cabina. Luego trepó al interior, se colocó al lado de ella y cerró la capota. Se inclinó hacia adelante para ob­servar los mandos, y entonces alcanzó a ver de soslayo la llave inglesa que descendía sobre su cabeza. Las estrellas que encandilaron sus ojos eran casi tan brillantes como las que relucían en el exterior, y la oscuridad que siguió a ellas, igual de intensa que la negrura del espacio.


Cuando D’Arcy recuperó el conocimiento, se dio cuen­ta que había estado inconsciente bastante tiempo. Un breve vistazo a su alrededor no hizo más que confirmarle esa impresión.
La pequeña nave de salvamento en que se hallaba era ahora como un minúsculo adorno en el fulgurante árbol de Navidad del Cosmos. Mucho más lejos, tal vez a algunos centenares de kilómetros de distancia, pendía otro adorno mayor, que era la Ambassadress, y como fondo aparecía el ornato más grande y más hermoso de aquel firmamento: el planeta Ciel Bleu.
No resultaba difícil imaginar lo que había ocurrido. Después de golpearle con la llave inglesa, Juana había conectado el piloto automátic


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