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CUENTOS ALECCIONADORES
CUENTO CASA PROPIA (por Ann MacLeod)
El señor Bates y su esposa Milly (diminutivo de millstone, se decía él a menudo) compraron una casa en el mes de agosto. Sudaba el matrimonio Bates, sudaban los entonces propietarios y hasta la propia casa se cuarteaba bajo los implacables rayos del sol. El único que permanecía frío era el agente de ventas, un tipo vigoroso y apuesto, «un cantante antes de retirarse a la tranquila vida campestre», según dijo modestamente.
Después de llevarlos a visitar la casa, a propósito de la cual todos estuvieron de acuerdo en que no le vendría mal una pequeña restauración, el agente de ventas condujo al señor Bates y a su esposa Milly hasta un arroyo que discurría por detrás del inmueble, bordeado en su otra orilla por una tenue nube de mosquitos y en su lado inmediato por un rodal cubierto de desperdicios donde se veía un triciclo volcado.
—Es una buena ocasión —les dijo—. Realmente, no deben dejarla escapar.
Compraron la casa y se mudaron a ella el 9 de septiembre. Una semana más tarde, al volver de la ciudad procedente de su trabajo, a eso de las siete, el señor Bates se quedó mirándola desde el camino y sintió pánico al pensar que era suya. Daba la impresión que iba a caérsele encima. Las ventanas, pintadas de un intenso color rojo, parecían a punto de fundirse y la puerta se le antojaba un ser vivo con manos de alambre.
Permaneció allí parado hasta que vino su esposa de detrás de la casa.
—Henry, no oí el coche. Acabo de estar junto al arroyo y pienso que realmente podríamos... Henry, ¿tienes otra vez el hígado revuelto? Ven, te prepararé un buen vaso de leche.
En la cocina, invadida por un fuerte olor a pintura que salía de algunos tarros medio llenos, el señor Bates se bebió la leche tibia, ya que el frigorífico todavía no había llegado. Mientras tragaba el líquido, con cierta aversión, notó un extraño hormigueo en el dedo meñique del pie izquierdo. Lo golpeó contra la pata de la mesa.
—Se me ha dormido el dedo meñique del pie.
Su mujer estaba abriendo una lata de conservas.
—Ha avisado el hombre de la cocina. Si terminamos esta noche con la pintura, dice que podrán traerla.
El señor Bates se quitó el zapato y cruzó su enjuta pierna sobre la rodilla.
—Me duele un poco. Tal vez me haya...
—Y he pensado que si pudiéramos quitar...
—¡Milly!
—¿Qué pasa? ¿Está agria la leche?
Se quitó el calcetín.
—¡Me falta el dedo!
Los dos se quedaron mirando aquel pie blanco; el segundo dedo era más largo que el primero y el meñique había sido remplazado por una ampolla arrugada. La casa crujía y se doblaba en torno a ellos dos, pese a que no soplaba el viento. Un perro ladró en el patio del vecino.
El señor Bates no podía dormir aquella noche, palpándose el lugar donde le faltaba el dedo, con la leve esperanza de volver a encontrarlo allí. Pasada la sorpresa inicial, Milly no le prestó demasiada importancia.
—Andas siempre tan atolondrado... Te lo tengo dicho... —dijo ella y siguió roncando junto a él con la boca medio abierta.
—No me acuerdo de nada.
—Probablemente bebiste demasiado. ¿Te acuerdas de lo que pasó el viernes, después de firmar los documentos? No volviste a casa hasta muy tarde. Debió suceder entonces y ni siquiera te diste cuenta. Apuesto a que te dieron a beber algo que te borró los sentidos... Si pudiéramos terminar esta noche de pintar la cocina...

Al día siguiente, la señora Bates despertó a su marido temprano para que se encargara de adecentar la casa. El señor Bates se puso manos a la obra con ojos mortecinos, echándose por encima la manta de su coche y bebiendo abundante café de la cafetera eléctrica para ahuyentar el frío. Más tarde, encorvado y parpadeando para no dormirse, tomó el coche y se dirigió al trabajo con las manos fuertemente aferradas al volante. Sentía el hormigueo por todo el pie, y su contacto sobre el pedal del acelerador le resultaba torpe. Parecía como si tuviera el zapato doblado por la mitad.
Ya en el trabajo, cruzó el salón de café, fue hasta los lavabos de hombres y se metió en un reservado, donde pudo descalzarse. Le había desaparecido el pie. De su tobillo colgaba un muñón, que se asemejaba al llamador de una puerta hecho de carne lisa. El señor Bates sintió miedo. Dejó aviso a su secretaria que estaría fuera aquel día por razones médicas y se fue cojeando por la avenida, cinco manzanas más abajo, hasta la consulta del médico.
Después de reconocerle, el doctor le recomendó visitar a un colega suyo, el doctor Forbes, y el señor Bates le dio las gracias, tomó el Metro y se dirigió a la parte alta de la ciudad, notando el pie increíblemente torpe.
—¿En qué piso está el doctor Forbes? —preguntó con ansiedad a un portero de uniforme.
—¿El reductor de cabezas? En el treinta y dos.
El señor Bates salió renqueando de aquel edificio y se metió en un bar cercano. Pidió un martini doble, cosa que no había bebido nunca y que sólo conocía a través de las películas.
El camarero le trajo además un plato con queso y cebollas. El señor Bates, al principio, no hizo caso del plato, pero después de tomarse unos cuantos sorbos de martini, comenzó a engullir precipitadamente su contenido.
—¿Sabe usted que acabo de perder medio pie? —le dijo al camarero con voz insegura.
El señor Bates se emborrachaba de vez en cuando, pero siempre lo hacía con un grupo de amigos y nunca por la mañana.
—No me diga.
—Llegué al trabajo y ya no lo tenía. Mire —trató de elevar el pie sobre el mostrador, pero resultaba imposible. Se apoyó en la pata trasera del taburete para mantener el equilibrio—. No es fácil...
—Basta con eso, amigo. Le creo. ¿Y si nos fuéramos ya a casa?
—Sí, a casa —el señor Bates se acordó del apartamento—. Sepa que ahora tenemos casa propia.
Abandonó el mostrador y salió trabajosamente del bar, tropezando con las sillas y mirando fijamente a su pie medio comido.
Regresó temprano, a eso de las dos, y por el camino se salió de la línea blanca y arrolló un arbusto. Milly estaba durmiendo arriba. Vagó por toda la casa, al tiempo que pateaba sobre el suelo feo y viscoso y contemplaba las costrosas ventanas. La casa estaba en silencio. Una avispa zumbó en un agujero de la pared, salió a través de una grieta, y revoloteó alrededor de su nueva madriguera. El señor Bates la observó durante un rato, moviendo en círculo sus pequeños ojos oblicuos, y luego se fue cansado hacia la ventana y comenzó a quitar los clavos del madero lateral. Transcurrida una hora había terminado de colocar la ventana y ésta ajustaba perfectamente. La avispa había desaparecido. Cruzó el vestíbulo con la intención de despertar a su esposa, y de repente, le cedió el zapato bajo su peso y cayó al suelo como un fardo. Al incorporarse, vio separados de su cuerpo, sobre el pavimento, el zapato y el calcetín, como si fueran los ropajes de una muñeca vacía, y al tratar de levantarse notó que no existía más que una protuberancia al extremo de su tobillo.
Apareció su mujer, pesada y con ojos soñolientos.
—¿De qué te ríes?
—No es nada. Me ha desaparecido el pie.
Permaneció ante la puerta, bostezando y mirando fijamente el muñón de su marido.
—No es nada —repitió él, todavía riendo, y al cabo de un instante, la señora Bates bajó junto a él.
—Henry, debemos llamar al médico.
—Ya he ido al médico.
—¿Te gustaría tomar un poco de sopa caliente? Han traído la cocina y el frigorífico. Si pudieras conectarlos... Henry, ¿qué ha sucedido? —abrazó a su esposo e inmediatamente se apartó de él—. ¡Has bebido!
—Sólo como medicina —y se metió detrás de la cocina. De allí salía un tubo en forma de acordeón, que se le ocurrió enroscarse en torno a su pierna. Un cable le cosquilleaba en la nariz. Se volvió, en cuclillas, hacia la pared y ésta se mostraba blanca y sonriente—. Creo que tendré que hacer algunas conexiones.
—Henry, ¿qué ha sucedido?
Miró a su mujer por encima de la parte trasera de la cocina.
—Una infección. Tuvieron que amputar.
—Entonces, deberías estar en la cama —repuso ella, mirando a su alrededor—. ¿Por qué tuvo que suceder ahora, cuando hay tanto por hacer, antes que traigan las alfombras?
—No me produce ningún dolor —dijo él, mirando el tubo de gas con forma de acordeón—. Basta con que me encuentres algo que sirva de muleta.
Tuvieron bistec para cenar, pero quemado.
—Es que no estoy acostumbrada a la nueva cocina —dijo Milly—. Pero por dentro, no está mal y las patatas han quedado muy bien, ¿verdad?
Henry asintió con la cabeza.
—He preguntado en la vecindad por un muchacho para cortar el césped, pero me piden un dineral. Si pudiéramos comprar uno de esos cortadores mecánicos, creo que valdría la pena. —Milly se tragó un bocado de cereales—. ¿Qué clase de infección tuviste?
—Nada importante —Henry mezcló un pedazo de lechuga con la patata e hizo girar su silla de forma que pudiera ver la pared de la casa. Parecía como si se estuviera desmoronando. De pronto, miró al techo, que se hundía—. Necesito un poco de aire.
Salió al exterior y se fue a sentar sobre la hierba. Tras él, la casa reventaba por todas partes y estaba seguro que si volvía a ella, acabaría desmoronándose y arrancándole la carne de las costillas.
A la mañana siguiente, le costó mucho trabajo levantarse de la cama. En primer lugar porque le faltaba toda la pierna, y en segundo lugar porque estaba histérico. Milly le calmó con una toalla fría, cuando ella hubo terminado con sus propias angustias mañaneras.
—Oye, he preparado un poco de tocino de la manera que a ti te gusta.
El señor Bates permaneció en cama, dejando caer trozos de tocino en su boca desde gran altura y manchando la almohada de salpicaduras de grasa.
—He llamado a tu oficina y he dicho que estabas enfermo. ¿Cómo te sientes, querido? No comas de esa forma; es repugnante.
—Me encuentro bien —dijo el señor Bates, con un marcado tono de risa.
—Puesto que tienes el día libre, querido, ¿crees que podrías plantar hierba junto al arroyo? No tendrías que hacer más que sentarte allí e ir arrastrándote sobre tus posaderas, al tiempo que rascas en el suelo con el rastrillo del jardín para echar después la simiente.
Era por entonces el mes de octubre y lloviznaba, pero Milly preparó un paraguas de color rojo pálido, que Bates mantuvo sobre su cabeza, mientras reptaba sobre el barro sembrando briznas de hierba.
—Va a ser un lugar delicioso —dijo Milly, mientras cenaban—. Pero resulta muy lamentable lo que te ha sucedido en la pierna. Henry, no ocultes así la mano dentro de la manga. No es nada divertido ni me hace gracia.
Henry se fue adaptando a la casa, por la que sentía un extraño afecto aquella noche.
—Debes saber que me gusta este sitio, a pesar que se ha comido mi mano y mi pierna.
—Será preciosa, querido, cuando la hayamos restaurado un poco. Es nuestra primera casa propia —ella se adelantó para estrecharle lo que quedaba de su mano—. Sin embargo, me gustaría derribar este tabique y hacer una cocina realmente espaciosa. Adoro esas cocinas antiguas con la chimenea a un extremo y sus paredes llenas de relucientes cacharros. ¿Crees que podrías hacerlo, Henry?
—Bueno —repuso Henry, examinando el muñón de su brazo izquierdo—, eso supondría mucho trabajo.
Se imaginó a sí mismo con un garfio enganchado a su muñeca y pensó filosóficamente que lo estaba empleando en derribar la pared y en colocar retorcidos listones de madera y linóleo.
Permaneció una semana sin acudir al trabajo, y cuando volvió a la oficina se había convertido en un tronco viviente; lo ayudaban en sus movimientos dos muchachos que Milly había contratado temporalmente en un establecimiento local destinado a tal efecto. Le resultaba difícil permanecer sentado sobre el sillón giratorio, detrás de su mesa escritorio metálica de color gris, pero los dos muchachos lo sujetaron a su asiento con abundantes correas, para evitar que se deslizara fuera de él, e incluso atendían al teléfono cuando sonaba y proporcionaban a su amo tazas de café.
El señor Bates se esforzaba por cumplir con su trabajo lo mejor posible, pese a sus dificultades, ya que tenía que pagar la casa y los treinta dólares que le exigían sus dos jóvenes ayudantes.
Por la noche se ocupaba en alisar y pulir los suelos, sujetando con los dientes la pulidora eléctrica y parpadeando muy de prisa, al compás de las vibraciones. Sus sentimientos respecto a la casa se habían inhibido por completo; pensaba poco y comía con apetito, metiendo la cabeza en el mismo plato. Esto le molestaba mucho a Milly.
—¿Cómo quieres que tengamos invitados con tus modales? Con lo que a mí me gustaría dar una fiesta para inaugurar la casa.
Henry levantó la cabeza del plato con la barbilla cubierta de salsa y grasa.
—En tal caso podría yo comer primero, aparte.
—Pero tu aspecto es horrible.
—No es éste mi mejor momento —contestó él, riendo—. Mejores días he conocido.
—Has cambiado, Henry. Eso me disgusta mucho.
Ella retiró el plato de debajo del rostro de su esposo, a cuya nariz quedaron pegados algunos guisantes. El señor Bates apoyó la cabeza sobre la mesa de plástico y se quedó mirando a la pared. Una larga grieta se dibujaba en ella y el agua comenzaba a filtrarse a través de la pintura.
—Henry, mira eso. Debes repararlo inmediatamente.
Trabajaba lo mejor que podía. Sus dientes habían adquirido inusitada destreza, hasta el punto que podía manejar con ellos algunas herramientas. Para alisar el yeso se valía incluso de la mejilla. Terminó a las cuatro de la madrugada y se quedó tendido en el suelo de la cocina. Milly lo encontró allí al día siguiente y sufrió un sobresalto.
—¡Henry, si no tienes más que cabeza! ¿Cómo me las voy a arreglar ahora? Contesta.
Él abrió la boca para responder, pero le faltó la voz.
—No creas que puedes eludir tus obligaciones de esta forma. ¡Henry, respóndeme!
Al ver que no respondía, ella recogió la cabeza y la llevó a la alcoba.
—Si tus ojos fueran azules en vez de pardos... ¿Tienes hambre?
Él dijo que no con un movimiento de la boca.
—Henry, he pensado dar la fiesta dentro de una semana. Para ese día, debes haber terminado con la casa. Yo te ayudaré en lo que pueda. Henry, ¿me estás escuchando?
Respondió afirmativamente con un ademán.
A la semana siguiente trabajó mucho, tanto en la oficina como en la casa. Los dos muchachos le llevaban a la ciudad dentro de una bolsa azul de viaje, y se sentaba apuntalado con una pila de libros. Por la noche empapelaba las paredes y se encaramaba a la escalera de mano, valiéndose de los dientes; luego descendía rodando con los ojos cerrados. Trabajó con frenesí y terminó a su debido tiempo.
A mediados del invierno se jubiló, al amparo de las leyes de incapacidad física y pasó los pocos meses siguientes dando retoques adicionales a la casa. Al llegar la primavera no era más que un conjunto de dientes y una masa de cerebro, y Milly le ponía diariamente a cortar el césped. Su faena consistía en ir mordiendo la hierba hasta llenarse la boca y escupirla hacia un lado, como un perfecto aventador. Luego se arrastraba una pulgada más adelante y repetía la operación. En los días soleados encontraba su trabajo muy agradable.
Pero sucedió que una mañana, una gran sombra, la de su hijo, se cernió sobre él, y acto seguido, quedó aplastado por la infantil rodilla. Milly le lloró durante tres días y luego lo arrojó a la basura.
Hizo un poco de ruido, pero nada más.


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