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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO MáS PROFUNDO QUE LA OBSCURIDAD (por Gregory Benford)
He aquí un relato extraño y aterrador, en él que una humanidad futura y evolucionada se ve enfrentada con sus miedos más ancestrales, tras la lucha tenida con unos rivales extraterrestres que han comprendido que el mayor enemigo del hombre son sus mitos y sus miedos irracionales; por ello, tienen el acierto estratégico de dirigir su ataque contra este secular talón de Aquiles.

Faltaba una hora para el turno de la mañana. Yo estaba planeando el trabajo de costumbre que podría llevar a cabo en la pantalla, a fin de que no se interpusiera con la rutina de comer, con el empleo de la pantalla por parte de los niños en las horas de estudio, y con las mejores horas para dar un paseo por los tubos.
Los niños fruncían el ceño por algún motivo, y a mí me costaba concentrarme en los cambios efectuados en los esquemas de producción desde el día anterior. Si aquéllos no se anotan por la mañana, uno continúa enviando nuevos productos a los almacenes que ya no se ocupan de ellos y las pérdidas pueden devorar la comisión de todo el día como encargado, antes de que las quejas le lleguen a uno por el canal de realimentación.
Iba a efectuar esas anotaciones cuando sonó la hora de la primera lectura de los niños, y tuve que abandonar la pantalla. Me instalé, pues, en la mesa de comedor para revisar mis notas, pero no habían transcurrido ni diez minutos cuando empezaron a gruñir.
—Papá, ¿por qué tenemos que mirar algo tan anticuado? —se quejó Romana, irguiendo la barbilla—. Ninguno de los otros cubos de este bloque tienen ya el canal escolar.
—¡Hum! —gruñó Chark—. Es muy aburrido. Todo el mundo sabe que es imposible aprender de prisa sin cintas. Nos convertiremos en rene.
—¿Rene?
—Renegados —aclaró Angela, desde la enclaustrada cocina—. Es la nueva jerga. Tendrías que contemplar más a menudo el canal de espectáculos.
Las palabras eran normales, pero el tono no tanto. Aquella mañana había probado el manual del desayuno y no le había salido bien, pero desayunar —¿o también resultaba un término caduco?— era uno de nuestros puntos flacos. Angela estaba en el umbral y me miraba con la boca apretada.
—¿No crees que ya es hora de que empieces a escuchar lo que piensan los demás, Sanjen?
—No. —Desvié la mirada y comencé a subrayar parte de mis notas.
Chark bajó el volumen de la pantalla, y el cuarto quedó en silencio. Pero no iba a salir tan fácilmente de la discusión.
—Papá… Si leyeses algunos de los artículos que te di —empezó a decir Chark, con tono mesurado y razonable—, y hablases con un consejero del centro, comprenderías por qué necesitamos las cintas. Tú mismo estuviste allí, papá, y…
—Sí —asentí—, estuve allí. Y en cambio, no estuvisteis vosotros. Creéis que todo lo que la Asamblea dice es bueno para la defensa común, pero no esperéis que yo…
Callé. No serviría de nada. No podía contarles la entraña de lo que sucedía allí…, de lo que estaba encerrado en un archivador, con las marcas coloradas de «alto secreto» en la carpeta. Y, por supuesto, hasta que arrancasen dichas marcas de lacre yo no revelaría nada.
Angela rompió su rígido silencio, y por la forma en que habló comprendí que llevaba largo tiempo deseando decirlo.
—¿Por qué les hablas así? Aún te respetarán menos si quieres convertir en un gran misterio lo que hiciste allí. Tú eras sólo un simple capitán en un convoy de rescate enviado para recoger a los supervivientes de Regeln, después de ser atacado por los quarm. Y ni siquiera conseguiste rescatar a muchos.
—Ocurrió algo. Sí, de veras, ocurrió algo…
Los niños estaban callados y quietos, como suelen hacer cuando comprenden que los mayores se han olvidado de su presencia, y quizá esté a punto de estallar una riña. Angela y yo lo notamos al mismo tiempo.
—Está bien. Hablaremos de ello más tarde —accedí.
Los niños volvieron a su lectura, gruñendo entre sí, y Angela pasó al dormitorio, probablemente con un berrinche. Era otra mella en un matrimonio ya sumamente erosionado. Hablaríamos más tarde y habría acusaciones y quejas, y yo no podría solucionar nada, ni explicar la verdad.
Pero ocurrió. Me atrapó una oleada de dureza, una amenaza, sutil y sin rostro, y la oleada me arrojó a esta playa de esterilidad espiritual. Para esperar y, mientras esperaba, para morir.

Ocurrió durante el rápido vuelo hacia el sistema de Regeln, para recoger cuanto allí quedaba antes de que volviesen los quarm.
La tripulación no se lo tomó bien. La Armada nos envió en un vuelo de rutina y equipó las naves con bastantes extras, a fin de situar al convoy en el nivel inferior de la clase de naves bélicas. Pero los hombres tardaron en reajustarse. La mayoría aún seguía inquieta respecto a los cambios introducidos. De repente, se tornaron oraku, o sea, una condición guerrera. Y no les gustaba, ni a mí tampoco, pero no podíamos protestar. Se trataba de una emergencia.
Los mantuve a todos fuera de babor, completamente ocupados, dándoles a las naves ese olor a metal de cañones, y esto los tuvo absortos por algún tiempo. Pero no tardaron en hallar tiempo suficiente para volver a estar nerviosos, dudando de todo. Al cabo de unos cuantos días, empezaron a presentarse los síntomas de costumbre: ansiedades, sentimientos de exclusión y pérdida de peso.
—Ya les dije a los de la Armada que ocurriría esto —manifesté a Tonji, mi ejecutivo—. Esos hombres no son capaces de resistir un cambio tan súbito de condiciones.
Quité el sujetador que sostenía el informe diario y lo dejé caer sobre la superficie de la mesa con un lento movimiento. Tonji parpadeó con sus ojos de simio, lánguida, pensativamente.
—Creo que reaccionan excesivamente ante el supuesto peligro. Ninguno de ellos firmó para esto. Hay que darles tiempo.
—¿Tiempo? ¿Adónde voy a llevarles? Estamos sólo a unas semanas de Regeln. Y hay un grupo inmenso, diseminado por todo el convoy. Tendremos que convencerles rápidamente.
Inconscientemente puso los labios rígidos, gesto que probablemente asociaba con la obstinación.
—Será un gran esfuerzo, cierto. Pero supongo que usted comprende que no hay otra opción.
¿Había cierta nota de reto en su voz, junto con su condescendencia habitual? Callé unos instantes antes de replicar:
—Entonces, será preciso que los oficiales superiores también asistan.
—¿Cree que será suficiente, señor?
—¡Claro que sí! No tengo todas las respuestas en mi bolsillo. Durante años, este convoy sólo ha realizado vuelos de cabotaje.
—Pero ahora nos han destinado a…
—Cambiando las normas de una nave no se cambia a los tripulantes de la misma. Y los hombres no saben qué hacer. En el grupo no reina la confianza, porque todos intuyen la incertidumbre. Nadie sabe qué le espera en Regeln. Un tripulante no sería humano si no estuviese preocupado por ello.
Miré hacia el altar kensdai de mi camarote. Sabía que perdía a menudo el dominio de mis nervios y que no dirigía la conversación en la forma necesaria. Me concentré en el acabado de la madera que enmarcaba el altar, sintiéndome como fundido con la familiaridad de la misma. Me concentré en la parte externa, no en la central, del altar.
Tonji me obsequió con una mirada de apreciación.
—Los quarm fueron detenidos en Regeln. Por eso vamos hacia allí.
—Volverán. La colonia los ahuyentó, pero les costó muchas pérdidas. Y han transcurrido ya veinticuatro días desde que se marcharon los quarm. Ya has oído las señales de superficie, las únicas que hemos captado desde que quedó destruido su satélite de enlace. La agrupación de la clave es correcta, pero la fuerza de las señales ha disminuido y la transmisión apenas existe. Eso indica que las señales son lanzadas en malas condiciones, o quienes se cuidan de ello no saben manejar los aparatos… o ambas cosas a la vez.
—¿No piensa la Armada que pueda ser una trampa? —insinuó Tonji.
Sus rasgos mongoles, amarillentos a la luz difusa de mi camarote, adquirieron una expresión fría, malévola.
—No sé… ni ellos tampoco. Pero necesitamos información respecto al equipo y las tácticas de los quarm. Se trata de una raza de ascetas individualistas, y sin que sepamos cómo, se han puesto de acuerdo para colaborar contra nosotros. Y necesitamos saber cómo.
—Los primeros incidentes…
—Exacto: sólo fueron incidentes. Ataques sueltos. La Armada nunca consiguió una información coherente en las cintas que llegaron a su poder. No hubo supervivientes.
—Pero esta vez, los colonos resistieron un ataque concentrado.
—Sí. Y tal vez haya ahora buenos informes en Regeln.
Tonji asintió, sonriente, y salió del camarote tras las debidas ceremonias. Estaba seguro de que ya estaba al corriente de lo que le había contado, mas parecía querer extraerme todos los detalles y saborearlos.
Lo cierto es que cuanto mejor resultado obtuviese la misión, cuanto mejores fueran los informes, mejor sería el futuro de Tonji. Una guerra… la primera en más de un siglo, y la primera en el espacio profundo, tiene siempre el efecto de abrir el camino que conduce a la cima. Aleja la necesidad, para un joven oficial, de que tenga que ascender por grados jerárquicos.
Cogí una carta estelar de las proximidades de Regeln para estudiarla. Los quarm habían sido como un insecto que zumbaba más allá del alcance auditivo. Esto sucedió durante muchas décadas. Sólo hubo rumores ocasionales, contactos, anécdotas. Y después, la guerra.
¿Cómo? La Seguridad no se molestó en dar explicaciones a los obscuros capitanes de convoyes, y probablemente sólo estaban enterados del asunto unos centenares de hombres. Pero hubo un boletín cuidadosamente redactado respecto a ciertas negociaciones en los mundos patrios de los quarm poco antes de empezar la guerra. El Consejo trató de establecer una relación comunal con algún fragmento de la sociedad quarmita. Tal método ya había dado excelentes resultados anteriormente con la Falange y los angras.
Sabía que en los círculos intelectuales ello era como un dogma sagrado. El sentimiento de la comunidad era el aglutinador de la cultura. Con el tiempo, la fase correcta uniría incluso a las sociedades más diferentes entre sí. En dos casos, esto ya había dado buen resultado. Y ello nos forjaba un universo. Un mundo de suaves disonancias trocadas en armonías, en tranquilos rumores de manantiales de aguas confundidas.
Ante esto, los quarm eran como un violento latigazo de rarezas. Semejantes a eremitas, ofrecían poco y aceptaban menos. La intimidad, para ellos, se extendía a todo, y nosotros todavía no poseíamos una idea clara de su aspecto físico. Sus reuniones con nosotros habían tenido lugar con muy pocos negociadores.
Y el Consejo había actuado sobre esta leve base. Tal yez se había ignorado una prohibición, o se había pasado por alto una nimiedad. Pero la equivocación fue demasiado grande para que los quarm la perdonasen; y llegaron atacando hasta el borde de la comunidad humana. Regeln fue uno de sus primeros objetivos.
—Primera llamada a sabal —sonó la voz de Tonji por el altavoz—. Me pidió que se lo recordara, señor.
Era irónico que Tonji, con todos sus antepasados del antiguo Japón, convocase una partida de sabal, dirigida por mí, un caucasiano mestizo… y yo estaba seguro de que él se daba cuenta de tal cosa. Mi madre fue una polinesia, y mi padre un espécimen realmente raro: uno de los últimos americanos puros, nacido de los descendientes de los escasos supervivientes de la Guerra del Tumulto. Lo cual me situaba por debajo de muchas castas, incluso las australianas.
Al llegar a la adolescencia, todavía nos estaba permitido socialmente llamarnos ofkaipan, término casi análogo al de negroide en los primeros tiempos de la República Americana. Pero desde entonces se habían dictado ya los edictos de armonía. Supongo que tales edictos todavía son ignorados en las islas exteriores, pero con mi condición profesional resultaría un grave quebranto del protocolo que tal palabra llegara a mis oídos. A menudo, la he visto murmurada por los labios de algún ordenanza castigado, o por un oficial incapaz de olvidarse del color de mi piel. Pero nunca en voz alta.
Suspiré y me puse de pie, casi deseando que a bordo hubiera otro de nosotros, a fin de no sufrir momentos de completa soledad como éstos. Pero mi raza es escasa en la Armada, y se halla casi extinguida en la Tierra. Saqué mis vestiduras formales para el sabal y admiré su delicado lustre antes de ponérmelas. Los sutiles rojos y violetas absorbían la atención y gastaban bromas a la vista. Estaban tejidas con el poliéster habitual, libre de lino, a fin de no arrojar al aire de la nave finas partículas de hilaza; pero habían hecho todo lo posible para darle al tejido un espesor extraordinario. Formaban parte del espectáculo, como los bailes y los cánticos. Mientras me vestía, ejecuté los pases de ritual, en tanto mis manos pasaban diagonalmente por delante de mi cuerpo, a fin de lograr emociones de totalidad, de paz. Los vagos temores que había permitido mezclarse a mis pensamientos también los sufriría la tripulación.
Cuando aparecí, cesaron los murmullos del salón de reuniones; saludé a la concurrencia y me acomodé en el exágono de hombres. Di principio a los ejercicios abdominales, sentándome muy erguido. Respiraba profunda y lentamente, en tanto ejecutaba movimientos con las manos. En lo alto del último arco conseguí ya todo el poder y, exhalando el aire fuera, descendí al foco, sintiéndome externo, kodakani.
Disminuí los juegos de las bolas, intuyendo el humor del exágono. Las bolas y las cuentas de vidrio reflejaban la luz en sus contracadencias, poniendo tonos rojizos y azulados en los muros. El familiar baile nos calmaba, por lo que movimos nuestras piernas para la contraposición, a fin de meditar. Mi cántico rítmico se debilitó lentamente en la acústica suave de la habitación. Y empezó el juego.
La primera tirada fue a través de una figura, un tripulante jugueteando con sus hojas de sabal. Escogió un párrafo de la Quest y lo presentó como apertura: Era un comienzo complicado: el Correo estaba dotado de sutilezas de carácter. El juego continuó. La silueta de nuestro problema fue trazada por los demás, mientras leían sus propias anotaciones en las hojas de la estructura del juego.
El Correo Real descendió por las colinas, y como tenia sed, hambre y fatiga, solicitó ayuda en el poblado. Era tal su misión, que la opinión que le merecieron los habitantes del pueblo, por sus costumbres, su honradez y su justicia ―no sólo hacia él sino consigo mismos― fue trasladada a la Presencia Real. Y desde allí, según se dice, al Cielo. Después fue de casa en casa…
Tras haber efectuado casi todas las anotaciones, el intrincado problema establecido mostró subtonos obscuros de miedo y temor, como era de esperar.
Repetí el rito de las cuentas de vidrio. Y dejándolas resbalar lentamente por entre mis dedos, comenzó la segunda parte del sabal: la propuesta de la solución. De nuevo el dibujo danzó entre los jugadores.
Los jugadores son dos. Y sólo es posible efectuar dos elecciones: rojo o negro. Mientras el otro jugador está escondido, al primero sólo le transmiten sus decisiones. Si ambos eligen el rojo, los dos ganan un punto; si escogen el negro, lo pierden. Mas si uno escoge el rojo y el contrario elige el negro, éste gana dos puntos y el primero pierde dos.
Gana el que colabora en espíritu, el que presiente el Total.
El sabal es infinitamente más complicado, pero contiene los mismos elementos. El problema establecido por los hombres resulta obscurecido por sutiles corrientes de angustia e inseguridad.
Pero ahora el juego volvía a mí. Contemplé la solución que se formaba en torno al exágono. Gozaba en la armonía del espíritu, indicando un leve descontento al intentar modas divergentes, rechazando la victoria personal y acercándome más a mis hombres.
—Libraos de todas las ataduras —entoné—, y llevad al descanso las diez mil cosas. El camino está despejado, pero lo buscamos muy lejos.
El talante de los ánimos cambió muy lentamente al principio, y la incertidumbre predominaba aún, pero con el ritmo de la repetición se llegó a un compromiso. La ansiedad comenzó a desaparecer. Y se debilitaron las imágenes conflictivas del juego.
Capté la elevación de los ánimos hasta su auge, salmodiando alegremente, al tiempo que dejaba el juego en reposo. Impuse el destello soñador de las bolas y las cuentas de vidrio, sintonizando gradualmente las visiones hasta vernos envueltos por la obscuridad. Luego, reinó el silencio, la quietud.
El fuego ardía y la perola de hierro cantaba en el hogar. El exágono se deshizo y salimos de allí, moviéndonos concertadamente.
El juego de nuestra nave capitana se contaba entre los mejores, pero no era suficiente para toda la misión. Ordené el sabal lo más a menudo que pude en todas las naves, esperando que nos mantuviera en la fase correcta. Yo no tenía tiempo de asistir a todos los juegos, porque nos estábamos acercando al objetivo y no se habían planeado todavía todos los detalles.
En la hora que precedió al salto, me aseguré de ser visto desde todas las partes de la nave, moviéndome confiadamente entre los tripulantes. El número de naves perdidas en un salto siempre es pequeño, pero se eleva peligrosamente en un caso como aquél, y todos lo sabían.
Terminé en el puente central para observar el proceso, aunque era virtualmente automático. Los especialistas y los tripulantes se movían con rapidez a la luz tristemente rojiza que simulaba el crepúsculo. A las veintidós horas y quince minutos antes de que las calculadoras nos dieran la señal de la caída, di la orden tradicional de continuar. Era una pura formalidad, pero en teoría la sincronización podría verse detenida incluso en el último momento. En este caso, los requerimientos de calcular el tiempo demorarían el salto en varias semanas. Las calculadoras eran la clave.
Y así fue. Convertir una nave en taquiones en el espacio real en el tiempo de un nanosegundo es un proceso increíblemente complicado. Los hombres lo inventaron, pero nunca podrían controlarlo sin la coordinación perfecta de la microelectrónica.
Contemplé los rostros inescrutables y competentes que me rodeaban en el puente. Faltaba algo más de un minuto para el salto. Todos los semblantes mostraban la tensión del momento, aunque algunos intentaban ocultarla. El proceso no era perfecto y lo sabían.
Nada se había dicho al respecto a nivel de la Armada, pero la maquinaria microelectrónica se había ido desgastando con los años. Las técnicas se perdieron gradualmente; cada vez eran más raras las naves construidas manualmente y se utilizaban semimedidas. Ello formaba parte de la lenta declinación que nuestra sociedad sufría desde mediados de siglo. Era casi de esperar.
Pero aquellos hombres apostaban sus vidas en el salto, y sabían que éste podía fallar.
Las campanillas resonaron en los corredores, indicando la proximidad del salto. Sentía a los hombres que me rodeaban en las cubiertas, casi en tinieblas, encima de las colchonetas de tatami. Aguardaban.
Hubo una cuenta audible, un momento de tensión, y cerré los ojos en el último instante.
Un arco brillante destelló delante de mis párpados, mostrando en evidencia los vasos sanguíneos, y escuché el sonido susurrante y obscuro del vacío. Se abrió un pozo ante mí y comencé a experimentar la sensación de la caída.
Luego, los fluorescentes zumbaron de nuevo y todo fue normal; se aliviaron las tensiones y los hombres sonrieron.
Observé por la mampara de proa y vi el tembloroso halo de gas que rodeaba la estrella de Regeln. A nuestra velocidad atravesaríamos aquella distancia en un día, y el pozo potencial nos conduciría directamente al sol. No había mucho tiempo que perder.
Teníamos que actuar de prisa, cortando el reborde de plasma en torno a la estrella de Regeln para disimular nuestra presencia. Si caíamos con aquel disco al rojo vivo a nuestras espaldas, gozaríamos de un buen margen de tiempo sobre cualquier sistema detector que nos estuviese buscando.
Regeln es como cualquier mundo con vida: infinitamente variado, monótonamente triste, con grandes contrastes por doquier, .indescriptible. Alberga cinturones de jungla, masas grises de montañas, ríos serpenteantes y heladas llanuras azuladas. El aire está lleno del zumbido de los insectos, el pataleo de los herbívoros, el suave chasquido de los dientes al encontrarse. Y hay vientos que ensordecen, océanos que ríen y tranquilidad al lado de la violencia. Es como cualquier otro mundo que valga el tiempo del hombre.
Pero su corteza contiene muy pocos de los elementos pesados necesarios para la construcción de una estación de caída o una base de reparaciones. Por eso quedó bajo el dominio de la sección colonizadora de la Armada. Se trasladaron todos allí rápidamente, con xenobiólogos para realizar los milagros de costumbre, a fin de tornar la atmósfera respirable.
La vida salvaje creó algunos problemas, pero durante los más de veinte años que estuvieron recreando la atmósfera, despejaron un continente, librándolo de las especies más malignas. Había, entre otros animales, un escorpión de cuatro metros que corría como una gacela. Lo vi en el zoo de la Tierra, y me estremecí.
La hora de caída nos cogió con sólo los rudimentos de una red defensiva. No había tiempo para adiestrar a los hombres, y constantemente echábamos de menos el equipo necesario. En tanto nos deslizábamos hacia el sistema de Regeln, deseé mil veces una maquinaria de vigilancia mucho mejor a la nuestra.
Pero las naves quarm no se presentaron a la vista, y ningún cohete se elevó a nuestro encuentro. Tonji quería salir de aquel sitio lo antes posible. Yo me opuse y entramos en una órbita monociclo «tajada de naranja», con el fin de echar una ojeada antes de descender, pero resultó que no había nada que ver.
Nuestra base estaba totalmente cerrada. Ningún vehículo se movía en las carreteras, ni había aparatos de vigilancia, los llamados zánganos. Yo tenía fotocopias de las defensas de la base, incluso de los agujeros de los periscopios, pero cuando la registramos no hallamos señal de que hubiera nada abierto. Esparcidas por encima de las granjas y los campos de cereales se veían unas nubes azuladas, pero nada se movía en la superficie del planeta.
No había tiempo para meditar, hacer descender sondas o jugar al gato y el ratón. Coloqué un conjunto de zánganos en el perímetro del sistema defensivo, allí donde la radiación de la estrella no ocultaría la luz de ninguna nave quarmita, aunque no podía confiar completamente en ello.
—Los patines listos, señor —me anunció Tonji.
—Bien. Que bajen los tres inmediatamente.
Los patines eran rápidos y podían manejarse usualmente en torno a las defensas manuales. Aterrizaron fácilmente y formaron una defensa triangular en el valle donde estaba instalado el cuartel general de la colonia, enterrado bajo una montaña. Cuando los patines se hubieron enfriado hasta el punto mínimo de seguridad, los patinadores sacaron los deslizadores y se alejaron, registrando las entradas disimuladas. Ninguna señal salía de la montaña. No había destellos, marcas ni signo alguno de armas.
Un piloto aterrizó cerca de la entrada principal, dispuso su equipo de radiación a más velocidad y probó las alarmas manuales montadas con propósito de emergencia cerca de la puerta abovedada. Nada.
Lo vi todo por televisión, junto con una serie de datos procedentes de las demás naves diseminadas en órbita en torno a Regeln. El piloto pidió más instrucciones desde tierra. Por el sonido de su voz comprendí que la orden que esperaba era la de volver a subir, lo antes posible, aunque no confiaba en recibirla.
Y no se la di. No podía dársela. No es posible marcharse de una colonia que está en apuros, aunque parezca una trampa.
—Que utilice sus zapadores —exclamé—. Que se acerquen todos los otros y que, no obstante, sigan vigilando todas las entradas desde las órbitas. Tardaremos bastante en abrir, pero tenemos que echar un vistazo dentro. ―Tonji asintió y empezó a dar las órdenes por código―. Añade que yo también bajaré.
Me miró sorprendido por primera vez desde que le conocía. Llamé a Matsuda y le entregué el mando temporal del convoy en órbita.
—Tonji bajará conmigo. Si los quarm se dejan ver, danos una hora para subir de nuevo. Si no volvemos, que todos abandonen el sistema. Que no se quede por aquí ninguna nave. Los aparatos valen más que nosotros.
Miré a Tonji, quien sonrió.

El descenso fue lento, puesto que estaba destinado a empujar atrás y delante de la órbita a unos terrestres. No tuve tiempo de gozar con el trayecto porque estaba escuchando los esfuerzos de la gente de tierra, empeñada en hacer volar la portalada de la base. El cielo de Regeln desaparecía con rapidez ―una mezcla cremosa de rojos y azules, como una alocada bebida tropical― y al fin llegamos al suelo.
El piloto del deslizador que me condujo a la base estaba nervioso, pero llegamos allí más de prisa de lo que creía posible. Estuve fuera de la escotilla antes de que colocaran los frenos bajo las ruedas, y el teniente a cargo del equipo se acercó a mí.
—Tuvimos que taladrar, señor —me informó, saludando—. Estamos listos para volarla.
Asentí y nos refugiamos detrás de una loma en la base de la montaña, a unos cien metros del portal. Todo estaba quieto por el momento, y pensé por primera vez que el suelo era extraño, un planeta nuevo. Con las prisas, casi había pensado que estaba en la Tierra.
La explosión fue muy violenta y los destrozos se mostraban por todas partes. Al cabo de un momento estaba ya ascendiendo con el principal equipo de hombres, antes de que se hubiera aclarado el polvo. El portal sólo estaba abierto en parte, como un reconocimiento para el ingeniero del refugio, pero conseguimos entrar.
Primero penetraron tres exploradores con linternas, que regresaron a los pocos minutos.
—Desierto en los primeros corredores —anunció uno—. Necesitamos más hombres para mantener comunicaciones de enlace.
Tonji condujo la siguiente brigada. La mayoría de los hombres de la tripulación estaba dentro antes de que advirtiesen que habían hallado a alguien. Entré entonces con tres guardias y varias lámparas. Las luces de los corredores del refugio no funcionaban, pues habían destrozado las bombillas.
Los hombres estaban apiñados a un extremo del corredor del segundo piso, y sus voces resonaban nerviosamente por aquella construcción de cemento.
—¿Encontraste algo, Tonji? —pregunté.
Se apartó de la puerta, donde había estado hablando con un hombre cuyo uniforme estaba lleno de tierra. Parecía inseguro.
—Creo que sí, señor. Según los mapas de la base que poseemos, esta puerta conduce a un gran auditorio. Pero unos cuantos metros más adentro… Bien, mire.
Crucé el umbral y me detuve. Unos pasos más allá terminaba el pasadizo y un bloque —tierra en su mayor parte, con fragmentos de muebles, tabiques destrozados y restos sin identificar— se elevaba hasta el techo.
Miré inquisitivamente a Tonji.
—Por ahí se inicia una rampa descendente. Todo el auditorio está lleno de eso… Hemos registrado los pisos inferiores, pero las puertas que dan a los corredores no se abren.
—¿Cómo llegó eso hasta aquí?
—Los pisos que rodean el auditorio están desnudos y arrancaron casi toda la estructura de los muros, hasta el lecho rocoso sobre el que construyeron la base. Alguien trajo muchas toneladas de tierra y la amontonó aquí.
Me miró por el rabillo del ojo.
—¿Qué es esto? —señalé una depresión negra y ovalada en la masa de tierra gris, a unos dos metros del suelo.
—Un agujero, evidentemente un túnel. Estuvo tapado con una manta hasta que Nathran lo descubrió. ―Señaló al individuo del uniforme manchado de tierra.
—Y pasó al interior, ¿eh? ¿Qué hay?
Tonji se pellizcó un labio con un pulgar y un índice bien manicurados.
—Un hombre. Según Nathran, muy lejos. Esto es lo único que he podido sacarle… Está aturdido. El hombre de ahí dentro sufre un ataque de histeria. No creo que podamos sacarle de ese maldito agujero. Es demasiado estrecho.
—¿Nada más? ¿Un solo hombre?
—Podría haber mucha gente ahí dentro. He oído ruidos procedentes de varios agujeros. Creo que todo este montón de tierra que llena el auditorio está agujereado con túneles. Desde la balconada he visto la entrada a varios más.
Comprobé la hora.
—Bien, vamos.
Tonji dio media vuelta en dirección a la puerta.
—No, Tonji. Por ahí.
Durante un segundo no dio crédito a mis palabras, y al fin una mirada vidriosa e impersonal modificó su expresión.
—¿Hemos de arrastrarnos los dos por ahí dentro, señor?
—Exacto. Es la única forma de averiguar algo que nos conduzca a una decisión.
Asintió y pasamos varios minutos disponiendo los detalles y estableciendo los horarios. Intenté hablar con Nathran mientras me ponía un suéter de trabajo muy ceñido. No pudo contarme gran cosa. Pareció reticente y ofuscado. Algo le había trastornado.
—Ven inmediatamente detrás de mí, Tonji.
Vaciamos cuidadosamente nuestros bolsillos, pues el pasadizo era tan estrecho que no podíamos pasar con nada que abultase. Tonji llevaba una luz. Trepé sobre el leve reborde situado delante del óvalo.
Los hombres se agrupaban en el umbral del amontonamiento. Agité una mano con falso optimismo y empecé a meter mis piernas en el agujero. Y así descendí directamente a una pesadilla.
Los muslos y los hombros me frenaban el descenso, en tanto que la fuerza de la gravedad me obligaba a bajar. Mantenía los brazos encima de mi cabeza, muy juntos, porque no tenía espacio a los costados.
Al cabo de un momento, mis pies rozaron y al fin se asentaron sobre algo sólido. Palpé a mi alrededor con las botas y por un instante pensé que estábamos en un callejón sin salida. Pero había otro agujero a un lado, casi en ángulo recto. Lentamente me retorcí hasta que logré hundirme en él hasta las rodillas. Miré hacia arriba. Sólo se hallaba a tres metros de la boca del primer agujero, aunque me parecía que había tardado largo tiempo en llegar hasta allí. Pude divisar a Tonji deslizándose lentamente detrás de mí, llevando la luz encima de su cabeza.
Me adentré por el túnel lateral, gruñendo y empezando ya a darme asco el hedor a tierra apretada y a basura. Al cabo de muy poco tiempo estuve tendido de espaldas, abriéndome paso con los tacones y avanzando con los empujones dados por las palmas de mis manos contra las paredes.
El techo del túnel me rozaba el rostro en medio de las tinieblas. Sentía que la tierra apretujada me oprimía todo el cuerpo. Mi propia respiración parecía atrapada delante de mi rostro, y oía mis jadeos amplificados.
—¿Tonji?
Oí una especie de resoplido por respuesta. Un rastro de luz iluminaba el túnel por delante, y observé una enorme roca encajada a un lado. El auditorio, probablemente, estaba lleno con una armazón de piedras que mantenía apretada la tierra.
Llegué a un espacio más ancho y pude dar la vuelta para penetrar en el siguiente agujero de cabeza. La entrada era amplia, pero el túnel se estrechaba rápidamente, y sentí que apretaba barro entre mis dedos. Las paredes me oprimían. Parte de la arcilla se había convertido en barro.
Mientras avanzaba, el frío se apoderó de mis piernas y brazos. El camino resultaba más fácil porque el pasadizo estaba ligeramente inclinado hacia abajo, pero el hedor seguía molestándome.
Me pregunté cómo era posible que un hombre entrase allí… o saliese. A cada avance, me arañaba el pecho contra los costados del túnel, despellejándome y obstaculizando mi respiración. Apenas parecía posible continuar.
Tonji gritó y le contesté. La respuesta quedó ahogada por el muro y pensé que tal vez no me hubiera oído. Podía sentir los golpes irregulares de mis manos en las paredes, y los utilizaba para medir el progreso efectuado.
Lo medía en centímetros, tal vez menos. Mis antebrazos empezaban a entumecerse por el esfuerzo.
Un dedo mío tocó la pared sin hallar nada. Tanteé cautelosamente y descubrí un súbito ensanchamiento del túnel. En el mismo instante, hubo un sonido como de roce en la noche que se abría ante mí, el sonido tal vez de algo que se arrastrara por el suelo. Se alejaba de mí. Me así firmemente de la abertura, tiré y pasé a través de ella. Rodé a un costado y me mantuve cerca de la pared. Los destellos de luz de la lámpara de Tonji mostraron un espacio pequeño y rectangular, pero completamente vacío. En el muro opuesto había una hilera de agujeros negruzcos.
Tonji pasó por la abertura, respirando trabajosamente. La luz que llevaba casi resultaba cegadora, a pesar de estar graduada en forma mortecina.
Descubrí que podía ponerme de rodillas sin chocar con la cabeza en el techo. Extendí mis entumecidas piernas y las froté para devolverles la circulación.
—Aquí no hay nada —susurró Tonji.
—Tal vez. Ilumina esos agujeros.
Jugó con la luz en la pared de enfrente.
—¡Ayyyyyy!
El alarido pareció llenar todo el espacio y logré distinguir una cabeza de cabellos sucios y enmarañados que retrocedía dentro del agujero superior.
Avancé hacia allí a gatas, pero me detuve casi inmediatamente. El suelo que se hallaba debajo de los agujeros estaba alfombrado con excrementos y broza. Tonji tragó saliva. Parecía mareado.
Al cabo de un momento volví a avanzar y mi pie hizo sonar una lata de conserva. Apenas podía divisar al hombre, muy escondido en el agujero.
—Salga… ¿Qué ha pasado?
El hombre se apretó más hacia atrás al verme avanzar. Susurró algo, gimió y apartó el rostro de la luz.
—No quiere contestar —musitó Tonji.
—Eso supongo.
Me detuve y miré a otros agujeros. El olor en aquel lado de la bóveda era intolerable. Yo no lo había observado en el túnel porque había una corriente de aire frío que soplaba desde uno de los agujeros del muro. Dicha corriente hacía circular el aire por el túnel.
—Ilumina por aquí —ordené.
Una mano humana colgaba fuera de uno de los agujeros. Habían amontonado ropas y palos en la abertura para impedir la entrada de aquella peste.
Había otros agujeros semejantes. Algunos estaban tapiados con comida, aunque parcialmente.
—¿Podemos regresar, por favor? —pidió Tonji.
Le ignoré y me acerqué más a una abertura mayor que las otras. Aquel agujero succionaba el aire. En medio del tremendo silencio, pude escuchar los débiles ecos de unos sollozos y jadeos en el interior. Se mezclaban con un zumbido monótono de desesperación.
—Trae la luz —ordené de nuevo.
Tonji vaciló un instante y luego se acercó.
—Creo que aquí hace más frío, señor.
El hombre seguía quejándose dentro de su agujero. Apreté las mandíbulas en un involuntario impulso de repulsión y mediante un gran esfuerzo de voluntad alargué la mano y le toqué. El hombre se encogió y se alejó, sollozando de miedo.
En el brazo le quedaba parte de una manga…, que mostraba el tejido azul de la Armada. Miré hacia el túnel por el que habíamos venido y calculé la dificultad de obligar a un hombre a pasar por allí.
—No podremos sacarlos de aquí —murmuré.
El frío se estaba pegando a mis miembros, y no obstante, Tonji sudaba. Contemplaba nerviosamente los agujeros, como esperando un ataque. El silencio era opresivo, pero yo oía con más claridad los sollozos que surgían de aquel amontonamiento de tierra.
Le hice una señal a Tonji y regresamos al túnel. Retrocedí a la mayor velocidad posible, con Tonji pegado a mis talones.
Aquel peso muerto de la tierra nos apretujaba con sus rígidas mandíbulas. Traté de distinguir marcas a los lados, con el fin de medir la distancia que habíamos bajado, pero empezaba a sentirme confuso y desorientado.
Tardé unos momentos en comprender que el aire empeoraba. Se agarraba a mi garganta y no absorbía bastante. Mi pecho estaba como apretado por el tornillo del túnel y mis pulmones no acababan de llenarse y saciarse de aire.
Mientras ascendía, me detuve a escuchar los sonidos de los hombres que estaban en la entrada. Nada. El largo túnel me oprimía, en tanto ejecutaba una serie de empujones rítmicos e interminables, avanzando lentamente contra la fuerza de la gravedad y los arañazos de las paredes.
La linterna de Tonji arrojaba leves destellos de luz contra los muros. Observé que éstos eran completamente lisos. ¿Cuántas personas los habían alisado? ¿Cuántas había allí dentro? Y, Dios mío, ¿por qué?
El túnel empezó a estrecharse. Sólo conseguí pasar por la abertura exhalando todo el aire de los pulmones y empujando fuertemente con los tacones. Bajar no había sido tan duro.
Llegamos a un espacio abierto que temporalmente alivió la opresión, y al frente volví a ver que los muros se estrechaban de nuevo. Empujé, di vueltas, y arañé la tierra de las paredes con todas mis energías. Sobre mi hombro se reflejó una luz y vi que el pasadizo aún se estrechaba más.
Imposible. Una mano maciza me apretujaba para aniquilarme y mi cerebro luchó frenéticamente para encontrar una escapatoria. El aire estaba positivamente viciado. Tanteé al frente y gruñí debido al esfuerzo. Las paredes se aproximaban más entre sí. Comprendí que no podía pasar.
Mi mano tocó algo, pero estaba demasiado entumecido por el frío para saber qué era.
—Luz… —conseguí susurrar.
Oí cómo Tonji daba media vuelta, respirando agitadamente, y al cabo de un momento la luz fue más brillante.
Era el pie de un hombre.
Retrocedí. Por un momento fui incapaz de pensar, con la mente llena de un terrible horror.
—Atrás —jadeé—. No podemos avanzar por aquí.
—Es por aquí… por donde… bajamos.
—No.
De repente, el aire resultó demasiado espeso para respirar. Comencé a deslizarme hacia atrás.
—¡Vamos!
Golpeé con las botas a Tonji.
—¡Atrás, Tonji! —ordené.
Aguardé y la tierra me oprimió, aprisionándome por todas partes. Sólo era barro. Pero ¿y si se producía un alud?
Tonji callaba y al cabo de un instante le oí retroceder. Desde que mi mano rozó algo había contenido la respiración, y de pronto exhalé el aire de mis pulmones, al resbalar hacia abajo. Aquel hombre no llevaba allí mucho tiempo, pero ya era bastante. El aire estaba lleno de su hedor.
Observé que estaba sudando a pesar del frío. ¿Debíamos ir por el agujero de la derecha tras dejar a aquel hombre? Tal vez de este modo penetraríamos más en el montón de tierra en lugar de salir de él.
¿Por cuánto tiempo podría seguir respirando? Sabía que Tonji se hallaba ya al borde del colapso. ¿Habíamos pasado por alto una curva, siguiendo un camino equivocado? Era difícil saber nada en aquellas espesas tinieblas.
Tenía las costillas en carne viva y me aguijoneaban cada vez que me movía. El peso de la tierra me oprimía por todas partes. Retrocedí lentamente, tratando de ordenar mis ideas. Me movía automáticamente.
Al cabo de unos momentos, mi mano izquierda dejó de tocar algo. Me detuve, pero Tonji continuó bajando, como trastornado. Escuché sus movimientos que se alejaban, parpadeando incomprensiblemente ante el agujero de mi izquierda, e intenté pensar.
—¡Espera! ¡Ya lo tengo!
Los dos, sin saber cómo, habíamos pasado por alto la curva. El aire había embotado nuestros cerebros hasta el punto de no poder fijarnos en nada sin un gran esfuerzo.
Me abrí paso por la abertura. Tonji regresó junto a mí y dirigió la luz de la linterna al frente. Gimió algo que no comprendí.
El pasadizo se ensanchó gradualmente y divisé destellos de luz al frente. Al cabo de un momento estuve de pie en el pozo vertical, y un hombre me envió una cuerda. Mis manos resbalaron varias veces por ella mientras me izaban.
Durante unos minutos estuve sentado en la entrada del túnel, aniquilado por la fatiga. Los hombres se agruparon a nuestro alrededor, y yo les miraba como si fueran unos desconocidos. Poco después, distinguí a un teniente.
—Traigan… a Jobstranikan aquí.
Jobstranikan poseía adiestramiento psicoterapéutico y, obviamente, allí tenía trabajo que hacer. Poco después me levanté y me puse el uniforme.
Fuera de la portalada aguardaba un enlace, con la nariz arrugada ante el hedor que yo ya no notaba.
—Señor, los informes de los pisos inferiores dicen que hay más agujeros. Y que en ellos también hay gente, al parecer. No ha sido tocado el centro de coordinación, ni sus cinco pisos inferiores. Creo que tienen algunas cintas dispuestas para pasar.
Me volví hacia Tonji.
—Que intenten sacar a ese hombre de ahí. Como puedan, pero sin perder tiempo. Yo estaré en el centro.

La marcha a través de los dos pisos siguientes fue como un viaje por el infierno. El hedor a residuos humanos era insoportable, aunque el sistema de ventilación funcionaba a pleno rendimiento. Las lámparas que habíamos bajado arrojaban unas luces distorsionadas en blanco y azul contra los muros manchados de sangre, comida y excrementos.
Los ecos de un sollozo insostenible resonaban por los planos inferiores, procedentes de lugares ocultos. Se habían escondido dentro de las paredes, aunque casi todas las bocas del túnel tenían montones monstruosos como el de arriba. No se ocultaban sólo de nosotros, ya que sus conejeras estaban rodeadas por pilas de detritos. Llevaban allí varias semanas.
Jobstranikan llegó hasta nosotros antes de haber llegado al centro.
—Es difícil, señor —observó—. Es como en las leyendas…, como el país de la locura, poseído por los diablos y los monstruos.
—¿Qué les ocurrió?
—Todo. Al principio, creí que temían todo lo que podían sentir… la luz, el movimiento, el ruido. Pero no es así. Hablan entre sí de forma incoherente. No permiten que les toquemos y lloran, gritan y luchan cuando lo intentamos.
—¿No ha podido Tonji sacar a ninguno?
—Sólo dejando a uno inconsciente de un golpe. Uno de sus hombres fue atrozmente mordido cuando trataban de extraer a rastras a aquel hombre indicado por usted. Poner algo en claro de todo esto resultará sumamente difícil.
Había un guardia fuera del centro. Por el corredor se veían fragmentos de muebles y aparatos electrónicos, pero dentro todo estaba en orden.
—La escotilla estaba cerrada electrónicamente con clave, señor —me explicó el oficial que estaba dentro—. Pero trajimos los trazadores y la abrimos. Alguien debió darse cuenta de lo que sucedía y quiso asegurarse de que nadie podría entrar aquí antes de nuestra llegada.
Me acerqué al cuadro de mandos principal. Los técnicos estaban tomando las lecturas que necesitábamos de las calculadoras del centro, trabajando con prisa febril. Le indiqué a Jobstranikan que retornara a su obligación y me volví al oficial de servicio.
—¿Han hallado algunos resultados preliminares? ¿Existe algún diario oral donde esté anotado el ataque de los quarm?
—Oral, no. Pero poseemos un escudriñador por radar —insertó un rollo en el proyector del cuadro de mandos—. Lo preparé para empezar con la primera incursión de los quarm a este sistema.
Disminuyó las luces de aquella sección del centro. Las localizaciones relativas de los demás planetas del sistema de Regeln se veían claramente. Eran, en su mayor parte, fragmentos rocosos, y era visible un pequeño punto ―una nave quarmita― en el perímetro de la pantalla, brillando con una luz roja, muy suave.
—Por lo visto, tardaron bastante en llegar hasta aquí.
El índice de proyección aumentaba. Otros puntos se juntaron al primero, formando un dibujo en cuña. Se destacó una línea azul del centro de la pantalla y se movió hacia delante, encogiéndose en un punto dado: un movimiento defensivo de Regeln.
—Por lo visto, dispararon todos los cohetes disponibles. Los quarm fueron alcanzados varias veces, pero consiguieron esquivarlos casi todos. Temo que los lanzaron demasiado pronto, y cuando nuestros exploradores estuvieron a distancia de tiro, su reserva de combustible no les permitió eludir debidamente a los quarm.
Los puntos rojizos se movían con rapidez, de manera errante, en una danza con los defensores azules. La distancia entre ambos nunca era bastante corta para permitir una probable matanza con una carga nuclear, y eventualmente los puntos azules fueron quedando atrás hasta perderse de vista. Centellearon trémulamente cuando su masa de reacción quedó agotada.
—Salvo por las naves atmosféricas, habían terminado sus defensas. Esta colonia no estaba preparada para sostener una guerra. Pero, no obstante, sucedió algo raro.
Las naves quarmitas derivaron hacia el centro de la pantalla a un paso bastante lento. Destelló un pequeño cohete, que entró en órbita en torno a Regeln, desapareciendo luego.
—Ese era el satélite de enlace. Lo cogieron y luego…
—Luego se marcharon —terminé.
Los puntos rojos retrocedían. Gradualmente adquirieron velocidad, se reagruparon y al cabo de unos minutos abandonaron la cuadrícula. La pantalla se tornó negra.
—Esto es todo cuanto tenemos. Este recorte abarca unos ocho días, aunque no podemos saber si alguien vigiló la última parte de la guerra, porque el mecanismo de grabación era automático y se detuvo al agotarse la cinta. Este centro pudo ser sellado en cualquier momento después de haber lanzado los cohetes.
—Pero nada de esto explica qué sucedió aquí. Los quarm no llegaron a Regeln, y no obstante este refugio está lleno de locos. Algo obligó a los quarm a suspender su ataque y largarse.
Miré a mi alrededor, examinando las consolas y cuadros de mando. Sentía que en algún lugar se estaba forjando una tirantez. Y la vieja sensación de cordura, de certeza de la situación, empezaba a desaparecer.
—Consiga cuantos datos y anotaciones pueda, a ser posible en cintas duplicadas —ordené, tratando de ahuyentar de mí aquella malsana sensación.
El oficial saludó y yo retrocedí por los corredores, acompañado de varios guardias. Tomé nota de bajar al centro los tubos de respiración cuanto antes y mientras tanto, contuve la mía el mayor tiempo posible entre cada inspiración.
Tomamos una ruta de regreso distinta, aunque no menos horrible. Diversos cuerpos yacían entre los escombros, la mayoría en avanzado estado de descomposición. Dos de los guardias vomitaron a causa del ambiente pútrido de los corredores. Avanzamos con la mayor rapidez posible, evitando las puertas semiabiertas por las que surgían los débiles gritos de los locos. La mayoría de los cuerpos habían sido apuñalados o golpeados bárbaramente, siendo luego abandonados a la muerte. Muchos cadáveres eran de mujeres. En ningún enfrentamiento de fuerza habrían durado mucho, ni habrían recibido ninguna consideración especial.
Cuando llegamos al perímetro, Tonji ya estaba restablecido y el aire había mejorado. Los hombres se movían por los corredores en grupos, rociando las paredes con una solución jabonosa.
—Los sistemas de conducción y drenaje de aguas siguen funcionando, de modo que decidí utilizarlos —me explicó Tonji; parecía haberse recobrado de su colapso en el túnel—. Cuando podemos, sellamos esos lugares donde viven, y lo más que pretendemos es que se conserven limpios los pasillos.
Jobstranikan llegó por un portal cercano que hacía muy poco habíamos volado.
—¿Alguna idea?
—Aún no.
Movió la cabeza y sus largos mechones mongoles se entrelazaron en su nuca. Llevaba el cabello a la moda tradicional, como la mayoría de mis oficiales. Era muy negro, como el de los soldados del Khan y el Patriarca, formando trenzas atrás, sujetas por correas. Aquella moda era vieja como las grandes llanuras del centro de Asia.
—No hallo ningún sentido en este asunto. Creo que al principio pelearon entre sí, ya que los cadáveres encontrados tienen al menos varias semanas de antigüedad. Desde entonces, se refugiaron en los agujeros construidos por ellos mismos, alimentándose con las reservas de comida que tenían a mano. Pero no quieren salir. Todos los que he visto desean hacer el menor bulto posible y quedarse en sus agujeros. Los hemos encontrado incluso dentro de alacenas, en los pozos de ventilación, hasta en…
—¿Algún mensaje para mí? —le pregunté al tripulante a cargo de las comunicaciones.
Habíamos llegado a un lugar provisional de comunicaciones. Me entregó un receptor y me puse los auriculares. Si se trataba de lo que suponía, no deseaba que nadie lo supiera hasta que yo informase. Era Matsuda.
—Nuestro zángano registra la aproximación de naves extrasolares. La trayectoria preliminar las sitúa en la órbita de Regeln.
Respiró hondamente. En cierto modo, lo estaba esperando.
—¿Cuál es su derivación Doppler? —indagué.
Calló un instante y al final respondió:
—No es suficiente para que puedan frenar en el salto a una estrella. El pectroscopio indica que van a toda velocidad. Sin embargo, no puede hacer mucho rato que han acelerado.
—Dicho de otro modo, se trata del mismo grupo que ya atacó… o no atacó Regeln la primera vez. ¿Cuánto tiempo podemos permanecer aún en la superficie de este planeta?
—Señor, las lecturas afirman que pueden ustedes estar ahí unas cinco horas, sin incurrir en más de un cinco por ciento de peligro para el convoy. ¿Pueden llevar a cabo su misión en ese tiempo?
—Lo intentaremos —respondí, y volví junto a Tonji.

Era imposible. A pesar de todos los patinadores y demás hombres, sólo salvamos a unos tres mil, o sea, solamente una pequeña fracción de la colonia. No pudimos llegar a las zonas más internas del refugio.
Pese a ello nos retrasamos bastante, y un interceptor quarmita casi nos pilló. Una explosión de fusión amarilla nos rozó cuando nos alejábamos, de forma que no pudimos ver qué hicieron los quarm en Regeln, ni supongo que lo vea ya nunca nadie, ya que el planeta se halla ahora en el centro de su territorio conquistado.
Tras varios intentos infructuosos, decidí dejar de tratar de comunicar con los nativos de Regeln, con aquellos seres enloquecidos, que se hallaban repartidos por las naves del convoy. Jobstranikan quería probar un tratamiento en ellos, mas los médicos padecían demasiado ya con su tarea de curar y remediar las heridas e infecciones, y tratar la desnutrición.
Los quarm no intentaron seguirnos fuera del sistema. Eso me pareció raro, y así se lo dije a Tonji.
—No tiene sentido —convino—. No sabemos gran cosa respecto a su sistema de vuelo, pero tenían muchas probabilidades de atraparnos. Ciertamente, hubiese valido la pena probarlo. Cuando se dispone una trampa, ¿por qué no servirse de ella por completo?
—Tal vez no se trate de esa clase de trampa —reflexioné en voz alta.
—¿Quiere decir que pueden estar esperándonos durante la travesía? —Tonji frunció el ceño—. Por el momento, estamos ya fuera del alcance detector de las naves quarmitas, y a punto de dar el salto a nuestro sistema. Y en tal caso, ya no podrán encontrarnos.
—No, no es eso. Fue… sólo una idea.
No era una idea definida. Y no obstante, algo me inquietaba. Aquella idea no cedió cuando Tonji me comunicó los resultados de Inteligencia.
—El análisis de los resultados del radar de la colonia ha terminado —manifestó—. Sin tener en cuenta lo que le ocurrió a la colonia en sí, las calculadoras poseen una opinión muy pobre de las tácticas de los quarm. Véalo.
Efectuó una proyección sobre la pantalla que se hallaba en mi camarote, y volvió a repetirse el desfile de puntos azules en la cuadrícula del radar.
—Observe esto, poco después del contacto inicial.
Los puntos azules bailaban y jugaban al moverse, efectuando un dibujo complicado de pasos opuestos y mezclados. Las naves rojas quarm retrocedían y se movían con incertidumbre.
—Los quarm poseen superioridad balística y pueden maniobrar sus naves con más ligereza. Pero observe cómo esquivan los cohetes Regeln.
Los puntos rojos retrocedían, moviéndose en forma de media luna, eludiendo de este modo por poco margen las fintas y los ataques de los azules. Se formaba la media luna, retrocedía. Una y otra vez… Los quarm empleaban siempre la misma táctica, confiando en la superioridad de su fuerza para llegar más allá del punto álgido del ataque desde Regeln. Yo no soy táctico, pero comprendí que aquello era una pérdida de tiempo y energías.
Continuaron de esa manera hasta que los interceptores se quedaron sin masa de reacción. De haber luchado contra fuerzas iguales, la batalla no habría durado ni dos minutos.
La pantalla se tornó blanca.
—¿Qué significa esto?
Tonji movió un dedo en el aire.
—Significa que los hemos atrapado. En el último año tuvieron la suerte de atacar planetas fronterizos, que no eran emplazamientos militares. No habíamos estudiado sus técnicas porque no permitieron que nadie huyese de ellos. Pero estas tácticas son como los ejemplos de un libro de texto… Si es lo mejor que saben hacer, ¡los borraremos del universo cuando nuestras flotas quieran!
Se mostró muy entusiasmado, y tenía razón. Nuestras defensas se hallaban sólidamente fundadas en los principios de la Armada, con capas intermedias de directrices tácticas, flotas con centenares de naves y promociones de mandos. Algo muy semejante a los navíos marinos de superficie de que habla la historia de la Tierra. En estas condiciones, los quarm resultaban tremendamente inferiores.
Las noticias dadas por Tonji debían de haber acallado la inquietud que yo experimentaba, y sin embargo, aumentó. Empecé a observar estallidos de rudeza entre la tripulación, signos de preocupación en sus semblantes, así como en los rostros de los oficiales, y quebrantamiento de los ánimos. El tedio de cuidar a los coloniales podía ciertamente ser la causa, en buena parte, de aquello… pues los rescatados se negaban a ser salvados y calmados, y habíamos tenido que impedirles que destrozaran el mobiliario. Lo empleaban para construir la misma clase de agujeros en que los habíamos encontrado.
Pero eso no era todo. La tripulación comenzó a dejar de asistir a las comidas, quedándose en los camarotes, sin hablar con nadie. La nave adoptó un tono tenso, callado. Naturalmente, ordené la reanudación de los juegos al momento.
Casi lo conseguimos.
Hubo charlas divisorias y nerviosismo en lugar de la serena calma de la autocontemplación, antes de que empezase el sabal, pero los ritos de apertura consiguieron suavizar la situación. Me pareció detectar una relajación que corría como una ola a través del exágono. Los músculos perdieron su envaramiento, se aclararon las conciencias y todos jugamos conjuntamente.
En el juego es corriente elegir un tema que empieza con una declaración de la virtud de la comunidad, ensayándola y analizándola, para volver luego a la configuración inicial, la posición de reposo. Anticipaba conflictos, aunque no los suficientes como para efectuar necesariamente un cambio de tema. Este se desarrolló bien al principio, hasta que llegamos al primer punto de resolución.
Uno de los tripulantes de la cubierta inferior, que había estado en las cavernas del refugio desde la primera partida de socorro, fue convocado en el juego para adoptar una decisión. Vaciló, contempló con aspecto de culpabilidad su carta y las cuentas de vidrio, y efectuó una elección que le beneficiaba a él en perjuicio de los demás jugadores.
Todo quedó en suspenso.
Intuí que todo el grupo estaba al borde del colapso nervioso. Los hombres ansiaban hallar el sentido de armonía y trataban de decidir cómo jugar cuando les llegase el turno. No es algo desconocido un mal juego en el sabal, pero en aquel instante podía ser peligroso.
Repetí los rituales de confirmación, esperando que esto les calmara… y también a mí, pero el juego siguiente fue una elección de retirada. Ninguna ganancia individual, pero el grupo tampoco se aprovechaba, y el efecto total fue pésimo. El temor comenzó a filtrarse en los jugadores.
Ahora, los juegos se sucedían rápidamente. Algunos trataban de reforzar su mensaje y arrojaban configuraciones que beneficiaban al grupo. Estaban arruinados, casi todos, y el juego empezó a resquebrajarse.
Utilicé los cánticos. Tranquilidad, separación, las palabras se elevaban y decaían. Interpenetrantes. Interconvertidas. El mosquito mordió la barra de hierro.
Mi tirada mantuvo durante unos instantes cierto respeto hacia mi posición, pero en una rápida sucesión de juegos su ventaja quedaba coartada.
Entonces vino la inundación. Se produjo una docena de tiradas, perdiendo en todas las fases. No se trataba de ganar, sino de apartarse del grupo, y era lo que hacía tan grave cualquier fallo. La retirada azota la propia estructura social.
Tomé el control del juego, destruyendo un subcomplot que nos iba arrastrando más y más. Hice una jugada moral, que había aprendido años atrás y había esperado no tener que utilizar nunca. Desdora la resolución del juego y destaca el objeto de la prueba, sin averiguar si se ha logrado el mismo. Era una pérdida clara, pero no podía hacer nada para remediarlo.
El exágono se disolvió y los hombres prorrumpieron en conversaciones, casi sobrecogidos por el pánico. Luego salieron de la estancia, empujándose entre sí, y al llegar al pasillo se separaron. Algunos me miraron torpemente y se apresuraron a desviar la mirada. Al cabo de un instante, el único sonido reinante era el silbido del sistema de ventilación y el distante taconeo de botas en cubierta.
Tonji se quedó conmigo. Parecía intrigado.
—¿Cuál crees que es el significado de todo esto? —le pregunté.
—Probablemente, esta misión ha sido excesiva para nuestras fuerzas —replicó—. Todos nos encontraremos mejor después del aterrizaje.
—No lo creo. Nuestras partidas siempre habían dado buen resultado, pero ésta se estropeó antes de llegar a la mitad. Un cambio demasiado raro y repentino.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Es algo relacionado con la misión. Dime, ¿qué porcentaje de la tripulación tiene contactos regulares con los supervivientes de Regein?
—Del modo en que se hallan repartidos en las naves nodrizas, diría que un sesenta por ciento. Todo individuo reemplazable por más de una hora en su labor tiene que ayudar a alimentarles y asearles, o prestar su asistencia a los equipos psíquicos que se ocupan del problema.
—De modo que incluso habiendo abandonado el sistema de Regein, la mayoría de nuestros muchachos siguen viéndoles.
—Sí, es inevitable. Nos dieron la orden de llevar a la Tierra a todos los que pudiéramos salvar, y eso hacemos.
—Claro —agité la mano con irritación—. Pero la partida ha fracasado esta noche a causa de esos supervivientes. Estoy seguro de ello, y aunque no pueda demostrarlo es la única explicación razonable. La tensión de colocar a los tripulantes en estado de guerra no ha sido pequeña, pero en nuestro planteamiento nos lo han permitido. Y tal tensión no explica el fracaso de la partida.
Tonji me dirigió una mirada irritada.
—Bien, entonces, ¿qué piensa?
—No lo sé.
Me enojó la pregunta porque yo lo sabía, aunque en un sentido vago, como una sensación intuitiva; y su pregunta descubría mis propios temores.
—La partida del sabal tiene algo que ver con ello. Esto, y la forma en que nuestras naves… diablos, toda nuestra sociedad ha de ser dirigida. Nosotros hacemos hincapié en la colaboración y la fase. Enseñamos que la felicidad del hombre depende del bienestar del grupo, y que ambas cosas son inseparables. Incluso en nuestros contactos con razas extrañas, hasta tropezar con los quarm, propagamos esta filosofía. Tratamos de aproximarnos a unos seres que son fundamentalmente distintos a nosotros.
—Así tiene que estar estructurada toda sociedad avanzada. Lo demás es suicidio a escala racial.
—Seguro, sí, seguro. Pero los quarm no parecen encajar en este molde. Son bastante diferentes. Trabajan casi solos y viven en ciudades, supongo, únicamente debido a causas económicas. Casi todo lo que sabemos de ellos es por deducción, porque no les gusta entrar en comunicación con otras razas, ni siquiera con los miembros de la suya. Tuvimos que extraer los datos que poseemos uno a uno.
Tonji separó las manos.
—Ese es el motivo de esta misión. Los supervivientes de Regein podrán contarnos bastantes cosas respecto a los quarm. Necesitamos tener una noción de cómo piensan.
—Por lo que hemos visto, creo que los supervivientes no podrán prestarnos ninguna clase de ayuda. Se hallan al borde del colapso, y están amenazando la seguridad de todo el convoy.
—¿Amenazando? ¿Con qué?
—Con la sublevación, el motín…, algo, no sé. Lo que sí sé es que cuando empezó el sabal la tripulación estaba en baja forma, pero todavía era fácil llegar hasta ellos. Todavía se mostraban comunicativos. Pero durante el juego la tensión aumentó. No vimos la orientación de sus pensamientos. Pero sus temores aumentaron, como acumulándose uno sobre otro. Lo sentí, como una corriente subterránea, a través de los subcomplots que formaron en una parte de la partida. Algo de lo que hacemos, y la partida es una forma de concentración, aumenta el desequilibrio que observamos en los supervivientes de Regeln.
—Pero… en las partidas nosotros duplicamos nuestra sociedad, nuestra forma de vivir… Y si esto amplía el desequilibrio…
—Exactamente —asentí con desesperación—, exactamente.
Dormí con esa idea en la cabeza, esperando, mientras dormía, que algo desenredase aquel ovillo de desesperación. Después de un desayuno solitario en mi camarote, reviví la conversación mantenida con Tonji y traté de comprender adonde me conducía mi lógica.
¿Cómo puede un hombre salir de su propia cáscara y adivinar las reacciones de unos extraños totalmente diferentes a él? Intentaba encontrar la clave al enigma de Regeln analizando todos los elementos que conocía.
Experimenté una sensación extraña en el estómago, como si se retorciera, convirtiéndose en plomo el arroz y el caldo de cultivos marinos.
Algo iba cobrando forma. Dejé que mis sentidos vagaran por la nave, entrando en contacto con los ritmos usuales de la vida, en busca de… lo otro. Había algo extraño. Y yo sabía, con una nueva certidumbre, de qué se trataba.
Cogí mi taza de té y me encaré con el altar kensdai. Su fuerte color caoba me infundió confianza. Desde el centro de mi cuerpo surgieron el poder y la resolución. Equilibré la taza en mi mano.
Y la estrellé. El salto estaba al llegar. Y yo tenía que impedir que se llevara a cabo.

Había olvidado que Tonji sería el oficial del puente durante el salto.
El joven se hallaba realizando las comprobaciones de rutina en su cuarto de vigilancia, apenas iluminado. Los hombres se movían a su alrededor de manera experta, con un quedo murmullo.
—Mi mejor saludo matutino, señor —me dijo—. Hemos llegado al punto para saltar, con su permiso, capitán.
Entonces ya era tarde, mucho más de lo que yo había calculado. Le miré fijamente.
—Permiso denegado, Tonji. Listo para una transmisión espacial.
Se produjo un silencio general en el puente.
—¿Puedo preguntar, señor, qué dirá la transmisión?
—Será una petición para llevar este convoy hacia otra zona espacial. Deseo descontaminar la expedición hasta que todo esto pueda ser desentrañado y comprendido.
Tonji no se movió.
—Sólo quedan unos instantes para el salto, señor.
—Es una orden, señor Tonji —repliqué con sequedad, otorgándole el tratamiento protocolario.
—Quizá sería preferible que usted explicara sus razones, señor.
Consulté la tablilla de aquella mañana. Mostraba una gran cantidad de enfermos, la mayor parte acompañada por la petición de quedarse en los camarotes. Todas las divisiones se hallaban faltas de hombres.
Esto concordaba con mis ideas. En muy pocos días, no podríamos pilotar las naves.
—Oiga —exclamé con impaciencia—, los quarm le han hecho algo a nuestra gente. Probablemente una psicocinta, pasada de contrabando por un agente en el sistema de comunicaciones. No sé cómo exactamente, pero a esos colonizadores les han hecho sufrir el peor de los traumas conocidos.
—¿Un agente? ¿De nuestra propia raza?
—Ya lo hemos visto en otras ocasiones, a cargo de idealistas y asesinos mercenarios. Pero lo importante es que cuando captamos a las naves quarmitas en nuestras pantallas, no intentaban falsas maniobras para engañar a los detectores ni darnos imágenes falsas. Se trataba de un problema de balística clásica, y lo único que hicimos fue abandonar Regeln. Ellos querían que huyésemos.
—Pero… fíjese en sus maniobras en el primer ataque contra Regeln, que obligó a nuestros colonizadores a refugiarse bajo tierra. Es lo único que debemos tener en cuenta. Ellos son como niños respecto a las tácticas militares. El segundo ataque fue simple, pero probablemente era todo cuanto podían hacer.
—No lo creo. No, si los quarm son la mitad de inteligentes de lo que aseguran los datos que poseemos. De acuerdo, el primer ataque condujo a los colonizadores bajo tierra. Y así tuvieron a toda la población de Regeln en un solo lugar: dentro del refugio, donde sus técnicas pudieran dar buen resultado. Lo que parecía un error fue una estratagema.
»Reflexione. El conocimiento de una especializada adaptación cultural. Por lo que sabemos, eso tal vez no sea muy útil en la clase de guerra interestelar en la que nosotros somos ma


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