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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO MUSCADINE (por Ron Goulart)
¿Qué ocurriría si se construyera un robot capaz de escribir un best-seller por año?
¿Una idea descabellada? En absoluto: en una época en que la cultura se ha convertido en una industria más, donde muchas obras de éxito son elaboradas y lanzadas al mercado ateniéndose casi exclusivamente a una serie de fórmulas comerciales preestablecidas. El hacer que una máquina se haga cargo de un proceso que de por sí tiene ya mucho de mecánico es algo perfectamente verosímil. Tan verosímil que queda preguntarse si más de una gran empresa editorial no tendrá ya su Muscadine...


Al sentir que su pie había desparramado los pequeños tornillos por el piso del oscuro cuarto del hotel, Norm Gilroy se detuvo murmurando:
—El muy simplón y crédulo. Otra vez se ha desenroscado una de las manos y seguro que ha corrido a enviársela a alguna tonta.
Encendió la luz. Vio que el cuarto estaba vacío y tomó el teléfono. Mientras sostenía el receptor entre el hombro y la cabeza, esperando que le respondieran desde la conserjería, se arrodilló y hurgó en la alfombra. Halló una lente de contacto que había perdido durante el fin de semana, y luego encontró los tornillos de la mano de Muscadine. Los miró de cerca con los ojos bizcos y el ceño fruncido y después los dejó caer en el bolsillo de su pijama.
—Parece que esta vez se trata de su mano izquierda. Al menos todavía podrá firmar autógrafos.
—Hotel Santo Tomás —dijo el conserje nocturno.
Gilroy hizo uso de su voz para relaciones públicas.
—Soy Norm Gilroy. ¿Ha visto usted al señor Muscadine?
Debía haberse levantado de su silla mientras Gilroy tomaba su ducha.
—Señor Gilroy, el señor Muscadine se fue en un taxi hace unos diez o quince minutos.
—¡Ah! ¿Se fijó si llevaba la mano izquierda en el bolsillo de su chaqueta?
—En realidad, señor Gilroy, el señor Muscadine parecía no tener mano izquierda. Se detuvo aquí a preguntarme desde dónde podría enviar un paquete postal a esta hora.
—¿Qué le dijo usted?
—Le sugerí que buscara un buzón —contestó el conserje—. ¿La mano del señor Muscadine ha sido dañada por alguna negligencia del hotel?
—No —dijo Gilroy—, hay una historia bastante trágica detrás de todo esto, pero estoy seguro que el señor Muscadine preferirá que ésta permanezca en secreto.
Gilroy comenzaba a recuperar la calma. Había trabajado diez años en relaciones públicas y seis con Muscadine.
—Gracias —dijo y colgó el receptor—. Ese tonto ha ido a enviar su mano por correo a esa muchacha pacifista.
Mientras se quitaba el pijama, Gilroy dijo:
—No es lógico dejarse deslumbrar por una pacifista que toca la cítara electrónica durante una sesión de autógrafos en The Emporium.
Además estaban quedándose sin recambios. La semana anterior Muscadine había enviado otra mano, por vía aérea, a la chica que había obtenido el tercer puesto en el concurso de Miss Wyoming. Ya era la sexta o la séptima vez. Dacoit & Sons, que mantenía aún su casa central en Boston, era una editorial conservadora en muchos aspectos. No estaría de acuerdo con aquel alboroto de las manos que viajaban por correo. Gilroy no les había dicho nada aún. Primero averiguaría un par de cosas en la zona de la bahía y luego haría frente a Dacoit & Sons.
Apretó su ancho rostro donde creía que estaría su sinusitis, aspiró profundamente, abotonó su elegante traje negro y bajó al salón de entrada.
La voz del boticario de la farmacia vecina lo detuvo al cruzar la entrada:
—Señor Gilroy, ya lo tengo.
—¿La mano de Muscadine?
—¿Qué?
El farmacéutico era pequeño; en su cabello cano quedaban algunas hebras rubias.
—La medicina para curar su «garganta de San Francisco».
—¿Ha visto pasar a Muscadine?
—Hace quince minutos. En un taxi que iba hacia Nob Hill. Parecía faltarle la mano izquierda. ¿Está enfermo acaso?
—No, es sólo el exceso de trabajo.
—Con un best-seller por año, me lo imagino. Dígale que me ha encantado el asunto de la góndola en Ten en cuenta este Granito de Polvo. En general no me interesa por la flagelación, pero aquí estaba magníficamente elaborada —tomó un pequeño motor eléctrico y lo puso sobre el mostrador—. Esto es para su garganta.
—¿Cómo?
—Lo he inventado yo mismo. Está construido con un pulverizador de pintura que no podía vender, combinado con un rociador para insectos. Hágase aplicaciones en la garganta tres veces por día.
—Es que ahora es la nariz lo que me molesta —dijo Gilroy, dispuesto a marcharse.
—Claro, ha pescado «nariz de San Francisco». Es un efecto secundario de la «garganta de San Francisco». La gente que viene de Nueva York, especialmente los que vienen de los alrededores de las calles Sesenta y Cinco y Setenta Oeste, suelen pescar «garganta de San Francisco» seguida de «nariz de San Francisco».
—Debo ir a buscar a Muscadine —dijo Gilroy. Pero se volvió hacia el mostrador—. ¿Sabe? Efectivamente, tengo un apartamento en la Setenta y Uno Oeste de Nueva York.
—Pues no hacía falta que me lo dijera. Con esos síntomas...
Una lluvia brumosa caía sobre Union Square. Gilroy dio cinco dólares al portero del Santo Tomás.
—¿Sabe dónde ha ido Muscadine?
—No dio ninguna dirección precisa al conductor —dijo el hombre del uniforme abultado—. Francamente, no fue amable al hablarme; me dijo que la chaqueta de mi uniforme no era del mismo color que el pantalón. Lo que pasa es que llevo los pantalones al tinte los lunes. Desde luego, he leído su novela ¡Largo de Aquí, Alegrías Fútiles y Engañosas!, y después de leer entre líneas no me sorprende que Muscadine beba como un descosido.
—No, es sólo que se pone un poco quisquilloso cuando trabaja con prisas.
—Yo no llevaría prisa si pudiera vender un millón de libros al año —comentó el portero, entrecerrando un ojo—. Para mí que se ha ido de juerga a algún lugar de esos que no cierran en toda la noche, porque dijo que quería farrear hasta el amanecer.
—Gracias.
Gilroy vio que por la calle mojada se deslizaba un taxi. Lo detuvo y se metió en él.
—¿Sabe de algún club nocturno que cierre muy tarde? —preguntó al conductor.
—Sí, conozco montones de ellos, como el de Freddir Gibirini.
—El nombre parece un poco pasado de moda.
—Allí suele ir la gente más nostálgica y conservadora.
—Podemos comenzar por ahí —dijo Gilroy.
Acarició su nariz mientras contemplaba la lluvia cada vez más intensa.

Al alba, Gilroy estaba trepando a través de una maraña de arbustos en las colinas de la bahía de Berkeley. Dacoit & Sons le había advertido que no se acercara al doctor Pragnell en los viajes que hiciera a la costa oeste. Pero no había podido dar con Muscadine pese a haber seguido sus pasos durante toda la noche. Al mediodía debían ir a firmar autógrafos a la librería de Paul Elder, y a la hora de la cena tenían una entrevista. Gilroy esperaba que el doctor Pragnell pudiera darle alguna pista.
El hotelito de Pragnell no era muy alto. Estaba techado con maderos sin pulir, entre los que florecía una parra. Gilroy llamó golpeando con la leonina cabeza de bronce.
La puerta se abrió hacia dentro con agudos chirridos.
—Tu casa se está hundiendo, ¿no te habías dado cuenta? —dijo Gilroy, mientras entraba en el vestíbulo. Sobre la pared de la izquierda había apiladas unas doce sillas de mimbre, y sobre la última se había apoltronado un gato.
—¿Ha ocurrido alguna desgracia? —preguntó el doctor Pragnell.
—¿Dónde está tu altavoz ahora? Lo tenías colocado en aquel perchero, bajo el águila.
—Ven a la biblioteca. ¿Cuál es tu tragedia?
—Se ha ido. ¿Puedes decirme cómo encontrarlo?
Tras un nuevo quejido, la puerta de la biblioteca se abrió.
—¿No está aquí? ¿No ha venido a su casa natal en busca de su padre?
—Tonterías —dijo el doctor Pragnell; hundido en su sillón de mimbre parecía Abraham Lincoln.
El cuarto estaba atestado de pilas de revistas, periódicos, libros, discos, abrigos, camisas y cientos de cosas impensables.
—No voy a comunicar esta visita a Dacoit & Sons —dijo Gilroy—. Les he hecho llegar un par de indirectas en el tono más jovial que pude sobre el estado de Muscadine. ¿Has oído decir algo tú?
El doctor Pragnell se encogió de hombros.
—Muscadine es una máquina sensible, Norm. Mucho más compleja que tu televisor, por ejemplo, y piensa en las veces que tendrás problemas con él.
—Nunca. En cambio al «Mercedes» tengo que llevarlo al taller cada dos por tres.
Se sentó sobre una sólida pila de Mecánica Popular.
—Muscadine ha enviado su mano izquierda a una pacifista que vive en Big Sur.
—Está construido de un modo muy especial, Norm; todas esas extravagancias están ligadas a su creatividad. Si tú llegaras al corazón de la gente como lo hace Muscadine, también tendrías esos arranques. En esto se han quedado atrás los muchachos de la Rand y la IBM: se negaron a programar los caprichos. Así es que, hasta el momento, soy la única persona que ha construido un robot funcional que puede escribir best-sellers.
—¿Ah, sí? Creíamos que Little & Brown había fabricado uno o dos.
—No pueden hacerlo. Tal vez en 1986, de aquí a cinco años, puedan conseguirlo.
—Habíamos oído decir que Little & Brown tenía una prolífica novelista androide y una cuentista de acero —dijo Gilroy—. ¿Recuerdas aquella vieja escritora inglesa de las novelas policíacas? La que ganó el año pasado el Edgar de la Sociedad Norteamericana de Escritores de Misterio. Pues murió hace dos años, pero en Simon & Schuster no se lo comunicaron a nadie. Todo lo que hicieron fue sustituirla por un androide.
—Te aseguro que sólo yo he tenido éxito en esto. Y bien, ¿qué es lo que te preocupa?
—La zona de la bahía siempre irrita un poco a Muscadine; supongo que porque tú estás cerca. En este viaje ha estado peor que nunca; ha hecho de las suyas en todas partes.
—¿Qué ha hecho?
—En Detroit le dio por tomar cuarenta tazas de café al día, vagando por las aceras móviles y viviendo de específicos farmacéuticos. Trató de alistarse en la marina mercante, marchar en una manifestación de protesta por la guerra en Formosa y emplearse como cocinero. Estuvo a punto de casarse con la heredera de un magnate de la industria automotriz, y luego la arrojó desde el segundo piso de un motel, en Hamtramck —Gilroy se restregaba la nariz mientras hablaba—. Afortunadamente conseguí que nada de eso trascendiera. En Chicago salía sólo por las noches. Ordenó que tapizaran con corcho la suite del hotel, tuvo un romance con una actriz de diecinueve años, tocó los tambores en la banda de Muddy Waters, se dio de puñetazos con un reportero del Sun-Times, y se hizo fotografiar abrazado al capo mafioso.
—Sí, todo eso está programado dentro de él —dijo el doctor—. Algunas veces creerá que es un hombre maduro y decadente y otras veces que es un borracho incurable. Todo basado en mecanismos microelectrónicos.
El gato había entrado maullando en el cuarto, y se encaramó de un salto sobre la espalda de Gilroy, que continuaba hablando.
—Estando en Los Ángeles se fue hasta Tijuana, y allí peleó contra dos toros, haciéndose llamar Papá Muscadine. También alquiló un Cesna y voló hasta Las Vegas, llevando consigo a la columnista más chismosa de todo Los Ángeles. Más tarde la arrojó desde otro segundo piso. La persuadí para que no lo demandara, pero tiemblo al pensar en lo que escribirá en su columna. En San Diego, desafió a un brujo del Ku-klux-klan, se presentó por el partido Conservador como candidato a gobernador, organizó un safari para cazar leones en África, se fue a una francachela que duró tres días, envió un telegrama proponiendo matrimonio a una muchacha de diecisiete años, hija de un senador, y casi lo arrestan por una discusión sobre linajes con una actriz de revistas que hace strip-tease bajo el nombre de Columbia, la perla del Océano.
—Es todo normal —dijo el doctor Pragnell—. Cuando programé en él todos esos toques de talento creativo e instinto para el best-sellerismo, también incluí los rasgos impulsivos y salvajes que han caracterizado a los grandes hombres de letras de todos los tiempos.
—Pero es que cada vez está peor —observó Gilroy, echando de un manotazo al gato—. Pude transformar sus primeros disparates en buena publicidad, pero ahora... La ha emprendido contra sí mismo: no deja de desmontarse partes del cuerpo y enviarlas a las chicas que le interesan. Y lo que es más alarmante, Muscadine habla cada vez más seriamente del modo en que está traicionando su talento y de poner fin a toda esta payasada con el suicidio.
—Yo creí —dijo Pragnell—, que el éxito de sus libros Bellos Narcisos, ¡Lloramos! y Nuestras Trompetas Llaman a Tregua, alegraría su espíritu.
—Sus dos últimas novelas no fueron gran cosa —observó Gilroy—. Pensé que Jocelyn, la muchacha de Dacoit & Sons, te mandaría los comprobantes de tus derechos. Nuestras Trompetas no llegó a las cien mil copias. No cerramos trato con ningún club de libros ni nos propusieron filmar la obra, y aquello del serial para la televisión tampoco se concretó. Muscadine se está viniendo abajo.
—No es posible; es una máquina. Durará siempre.
—Ningún autor dura siempre —dijo Gilroy—. Muscadine me dice constantemente que todos los grandes escritores están acabados a los cuarenta, y se le ha ocurrido que ésa es su edad. Suele cantar una tonadilla irlandesa diciendo que la Dama del Lago se lo llevará, víctima de un corazón débil.
—Tú tampoco estás muy bien.
—Debe ser por la contaminación que hay en San Francisco. Oye, ¿dónde crees que pueda estar Muscadine?
—Supongo que para cuando vuelvas a San Francisco ya habrá regresado al hotel —repuso Pragnell—. Dentro tiene un mecanismo que lo hace regresar siempre. Antes de volverte a Nueva York, tráeme a Muscadine para hacerle algún pequeño ajuste.
—¿Sabes? Si continúa quitándose piezas, terminarán por darse cuenta que es un robot. A los de la Liga de Autores no les haría ninguna gracia.
—Muscadine es la primera muestra de lo que será el futuro.
—De aquí a diez años, tal vez. Pero ahora, una mala publicidad, podría arruinar a Dacoit & Sons.
—Deja que le haga un par de retoques, Norm. No te preocupes.
—Precisaré un recambio de mano izquierda.
Pragnell fue hasta un anaquel, tomó una bolsa de papel y la meneó diciendo:
—Aquí tienes un par de algunos tornillos extra.
Gilroy apartó el gato de su paso y salió. Estornudó durante todo el camino de regreso.

El cantante de blues, corpulento y con gafas oscuras, estaba sentado sobre su cama. La esbelta rubia, de no más de veinte años, estaba sobre el estante del equipaje. En el suelo estaba Muscadine con la mano apoyada en su cabeza de apretados rizos oscuros.
Gilroy cerró suavemente la puerta del cuarto del hotel y dijo:
—¿Quién está sobre mi cama? ¿Un cantante de blues?
—Una de estas mañanas —cantaba el negro, acompañándose con su guitarra— esa carroza negra vendrá a buscarme. Uh uuh.
—Ése —señaló Muscadine— es nada menos que el mismísimo Blind Sunflower Slim.
Gilroy lo miró, frunciendo el ceño.
—Oh, diablos, ¿dónde está tu ojo derecho?
—Sepultado en el pasado —contestó Muscadine, sentándose.
—Lo perdió en el club Ni Muy Ni Tan —dijo la rubia—. Soy Jean Pinajian, del periódico Post-Enquirer. Yo estaba allí con un amigo; reconocí al señor Muscadine tocando la armónica electrónica y le propuse hacerle una entrevista exclusiva.
—He visto que tenían una bandeja llena de ojos de vidrio donde compré mis nuevos lentes de contacto —dijo Gilroy—. Ya conseguiremos uno, señorita Pinajian, tendremos muchísimo gusto en concederle una entrevista exclusiva mañana a primera hora. Creo que en este momento, el señor Muscadine debería descansar.
En realidad, el androide no necesitaba descansar. Bastaba con que se sentara en una silla mientras Gilroy dormía, aunque últimamente no lo hacía muy a menudo.
La muchacha asintió.
—Está tan atormentado... Vamos, Slim.
El cantante de blues se levantó de la cama, abrió la puerta para dejar pasar a la periodista y salió tras ella.
Gilroy buscó dentro de la bolsa de papel que había traído consigo.
—Te conseguí una mano nueva —dijo—. No vayas a enviársela a la primera amante de la paz que encuentres.
—Paz —dijo Muscadine, tomando la mano y atornillándola distraídamente a su muñeca—. Pronto la conoceré. El río del olvido fluye hacia el mar; el fatigado Leteo vuelve a casa a reposar.
—¿Me prometes quedarte aquí mientras corro a comprarte un ojo?
La mano de Muscadine jugueteaba en sus cabellos.
—Todo ha fracasado, Norm. El viejo esplendor ha pasado, también el nuevo. Una vez esperé que se me permitiera decir lo que yo creía que debía decir sin verme obligado a repetir lo que la gente quiere que le digan. Fui feliz siendo niño en Gales, Baltimore o no importa dónde. Cuando tenía aquella bicicleta y ayudaba a recoger la cosecha, y cuando tuve que matar a mi caballo porque se había caído en el desfiladero, cuando caminaba por las calles en octubre, aspirando el aire del año que moría y me sentaba en el tranvía que circulaba por el Mississippi. El pasado se ha ido, se lo ha llevado el viento; está muerto como lo estaré yo pronto.
—Cálmate —dijo Gilroy—. Siéntate en una de las camas; te pondremos ropas frescas e iremos a la librería.
—Esta mañana he sentido que la carroza negra venía a buscarme —cantaba Muscadine.
Gilroy seguía escuchándolo, mientras esperaban el ascensor.

La Torre Sin Fin quedaba en el piso octavo de un edificio en North Beach. En el amplio salón comedor había siete personas cenando y cinco camareras desnudas. Un hombre delgado y harapiento llamado Cullen Frimmer, dirigía su programa de radio desde una cabina telefónica, situada al fondo del salón.
Gilroy y Muscadine aguardaban junto a él. Al terminar los ensordecedores anuncios publicitarios, Frimmer tomó el micrófono y dijo:
—Estábamos charlando, antes de esta molesta interrupción, con Neil Muscadine, autor de Ten en cuenta este Granito de Polvo y otros embustes por el estilo. Le comentaba al señor Muscadine que su obra me parecía una bazofia. Ahora esperamos las llamadas de quienes quieran hablar con Muscadine.
Muscadine bebía un cóctel tras otro. El doctor Pragnell lo había construido de modo que pudiera comer y beber y demostrar los efectos que esto le producía.
El empresario de La Torre, un hombre gordo que llevaba un smoking, apareció repentinamente y entregó una nota a Gilroy. La nota decía: «Dígale al oído que no suelte una patraña. Recuerde el código de censura».
Muscadine leyó la nota al mismo tiempo que Gilroy.
—Recuerde el código de censura —dijo.
Frimmer bebía vermouth dulce.
—El código de censura es un fastidio —dijo, tomando el teléfono que zumbaba a su izquierda.
—Habla la vieja dama de Presidio Hills.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Ese Muscadine, Dios lo bendiga, conozco su voz. Pregúntele si muchos años atrás lo dejaron abandonado en las gradas de una iglesia de Youngstown.
—¿Qué clase de cuento es éste? —preguntó Frimmer.
El empresario lo aferró de un brazo.
—Cerdo, le dije que no fastidiara por radio desde mi salón «Del vino y los candelabros».
Muscadine tomó el receptor.
—Efectivamente, yo era ese niño abandonado, señora. Yo soy tu amado hijo, mamá.
—¡Pillo escurridizo! —exclamó la mujer—. ¡Después de cuarenta años de no verte!
Frimmer inclinó el candelabro de mesa, intentando quemar el smoking del empresario que, al verlo, le dio un golpe en la oreja y en un aparte dijo a Gilroy:
—Lamento haber enredado al señor Muscadine en todo esto.
—Te enviaré algo, mamá —decía al teléfono Muscadine, mientras utilizaba un cuchillo de la mesa para desenroscar los tornillos de su mano izquierda y algo más.
Gilroy no podía detenerle porque la mesa le bloqueaba el paso.
—Tranquilízate —le dijo—. Háblale de la novela.
Muscadine se quitó el pie derecho y lo puso sobre la mesa.
—¿Dónde estás ahora, mamá?
—En la calle Clay, cerca del campo de juegos infantiles. ¿Vendrás a verme a casa?
—No, me voy a una casa mejor de las que este mundo puede soñar. Por una causa y otra, ya no puedo más.
Dio el primer salto.
—Me voy del programa... Adiós, adiós...
Tambaleante y desequilibrado, salió corriendo del salón.
Gilroy colgó el receptor y comenzó a perseguirlo.
Abajo, en la calle, la caza continuó en los taxis a través de las nebulosas colinas y del puente Golden Gate. Por fin, Muscadine se detuvo más allá de la ciudad de Sausalito, cerca de una arboleda deshabitada, que descendía hasta la oscura bahía. Dejó el taxi y se fue corriendo por entre los árboles.
Gilroy pagó el taxi y lo despidió. No quería más testigos de los arrebatos de Muscadine. El otro coche ya se dirigía hacia la ciudad. Gilroy se lanzó colina abajo, cruzando el bosque.
Muscadine estaba desparramado a lo largo de toda la playa. Los brazos, el otro pie, las piernas, un embrollo de mecanismos en miniatura: todo esparcido sobre la húmeda arena gris.
Su cabeza rizada yacía a la orilla del agua.
—La playa del olvido —dijo en un susurro de voz.
—Tonto. ¿Cómo has logrado desparramarte con tanta rapidez?
—Me han fallado las fuerzas. Soy una decepción para mi madre, la dama de Presidio Hills. Todo ha terminado.
La cabeza dio un brinco hacia el agua.
Cuando Gilroy pudo tomarla, ya había comenzado a hundirse, produciendo chispas y ruidos extraños.

Gilroy dejó las dos cajas de cartón junto al gato del doctor Pragnell. Las había encontrado en un supermercado de Sausalito.
—No me he molestado en volver al programa a buscar el pie y la mano que faltan —dijo.
—He estropeado una entrevista por radio —manifestó el doctor—. Tal vez me haya excedido al programar a Muscadine. Cuando volvamos a armarlo, lo afinaré para contenerlo un poco.
—Tú eres doctor en medicina, ¿no es así?
—Claro.
—Puedes firmar un certificado de defunción.
—¿De quién?
Gilroy señaló con el pie hacia las dos cajas de cartón. En una de ellas decía Vino Gallo en letras rojas.
—Él ya ha puesto casi todas sus buenas ideas en los seis best-sellers que tenemos —dijo, tosiendo—. Su popularidad ha decrecido notablemente este año. Hemos tenido que hacer esta gira intensiva para promocionar su último libro.
—Son pequeños defectos que pueden subsanarse.
—Tú obtienes el cinco por ciento de las ganancias de Muscadine —observó Gilroy—. ¿Podrías construir una máquina, no un androide, una que sólo se siente a escribir lo que nosotros queramos? Una máquina que haga un par de libros para repartir a medias entre tú y yo. Los de Dacoit & Sons se volverán locos, pero no podrán hacer nada sin admitir que Muscadine era un robot. Y después de esto, podrás volver a hacer un androide cuando quieras.
—¿Para qué quieres la máquina escritora, Norm?
—Hay mucha gente que me asocia con Muscadine. Especialmente los críticos y los cronistas —explicó Gilroy—. Primero firma el certificado de su muerte. Anuncia que murió repentinamente, dejando entrever un alcoholismo agudo con complicaciones.
—¿Y después?
—Después escribimos Mis Años Junto a Muscadine, seguido de El Día Que Murió Muscadine, y por último La Cinematográfica Vida de Muscadine.
El doctor Pragnell tomó su gato y lo acarició.
—Podría ser —dijo.
Gilroy volvió su mirada a las cajas.
—Si es que voy a quedarme más tiempo en California, alguien tendrá que procurarme una medicina para mis problemas respiratorios.
—Podría ser —repitió el doctor Pragnell.


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