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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO SUEñO PROTECTOR (por Doris Piserchia)
Le habían encerrado en una concavidad de acero sin ventanas, sin barrotes, sin nada que revelara de dónde procedía la opaca claridad. Allí no había nada aparte de su magullado y desconcertado ego. Si la celda hubiese estado acolchada, hubiera sabido que le tomaban por loco. Las paredes eran de liso metal. No, esto era una cárcel, y alguien iba a lamentar lo sucedido antes de que terminara el día.
Escuchó ansiosamente. Lo único que pudo oír fue su propia respiración. Volvió a sentarse en el frío suelo. Lo más sensato era esperar tranquilamente, sin dejar traslucir que estaba asustado. El individuo caradepiedra que le había encerrado allí, evidentemente era un sádico, y le consideraba un don nadie.
Permaneció sentado unos instantes, pensando; luego, se puso en pie y atacó la puerta de acero con sus puños. Al cabo de unos minutos, la puerta se abrió y la figura de Caradepiedra se recortó en el umbral, robusta, impasible y uniformada de azul.
- ¿Qué pasa?
- La ley dice que estoy autorizado a efectuar una llamada telefónica - dijo Duncan, forzando los músculos de su garganta para que las palabras no brotaran como un graznido.
Retrocedió unos pasos para demostrar que no tenía intención de tratar de escapar a través de la puerta. De nada le serviría enemistarse con aquel carcelero.
Se sintió invadido por una repentina confianza. Unos segundos más tarde notó que aquella confianza se deshinchaba como un balón, mientras Caradepiedra fruncía el ceño y decía:
- ¿Qué es la ley?
Supo que su propia expresión reflejaba una estúpida incredulidad.
- No empiece de nuevo con eso - dijo, furiosamente -. No dará resultado. Soy un ciudadano respetuoso con la ley, que ha sido encerrado sin una previa acusación. Esto no puede quedar así. Exijo que se me permita llamar a mi abogado.
- ¿Qué es un abogado? - inquirió Caradepiedra, en tono de curiosidad.
Al ver que Duncan se limitaba a mirarle, sin decir nada, se encogió de hombros y retrocedió un par de pasos. La puerta empezó a cerrarse.
- ¿Cuánto tiempo van a tenerme aquí? - aulló Duncan.
- Hasta que ellos lleguen - dijo Caradepiedra, antes de que el borde de la puerta encajara en el dintel con un chasquido.
Duncan apretó los dientes y fijó la mirada en el suelo. No aullaría más, no les daría la satisfacción de escuchar su miedo, no quería que supieran hasta qué punto tenía desquiciados los nervios.
Se frotó una zona lastimada de su brazo. Hasta que ellos llegaran... «Ellos», murmuró en voz baja. La palabra había sonado extrañamente enfática al ser utilizada por Caradepiedra; como si pronunciara algo definitivo.
«Ellos», repitió Duncan, tratando de dar al vocablo su adecuada inflexión, de descifrar su significado. ¿Quiénes podían ser ellos? ¿Un pelotón de ejecución? ¿Acaso iban a fusilarle porque se había resistido a ser detenido?
No, se dijo a sí mismo; los pelotones de ejecución habían desaparecido con la pena capital. Sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, trató de pensar, pero estaba tan agotado que renunció a la tarea, cerrando los ojos.
Debió quedarse dormido, ya que cuando abrió los ojos la puerta estaba abierta y dos altas sombras avanzaban hacia él. «Ellos» estaban aquí. Luchó contra su deseo de aplastarse contra la pared y obligó violentamente a su cerebro a concentrarse en un solo pensamiento: si trataban de sacarle de allí, lucharía por su vida.
Ninguno de los dos hombres hizo un solo movimiento para tocarle. Se quedaron de pie en el centro de la celda y le contemplaron durante un largo minuto antes de que uno de ellos levantara una mano e hiciera chasquear sus dedos. Una señal para Caradepiedra, evidentemente, ya que no tardó en presentarse con dos sillas plegables.
Los dos hombres se sentaron con lentitud y continuaron mirándole, mientras Duncan se dedicaba por su parte a un suspicaz examen. Iban en mangas de camisa, llevaban unos pantalones de tela basta y calzaban botas altas. Eran de mediana edad, cumplidos los cincuenta, pero tenían un aspecto saludable.
Agarrándose las rodillas con las manos para reprimir su temblor, Duncan dijo:
- ¿Van a fingir ustedes que son tontos, como su guardián? Porque si es así pueden ahorrarse el trabajo. Esperaré el tiempo que sea necesario a que se resuelva esto.
- No vamos a fingir nada - dijo uno de ellos, y los ojos de Duncan se clavaron en su rostro.
El hombre tenía las mejillas rubicundas y sudaba como si acabara de salir de un baño de vapor. La temperatura ambiente debía ser de unos 16 grados, aunque había sido más elevada por la tarde, cuando Caradepiedra se presentó en casa de Duncan y le detuvo.
- ¿Quién es usted? - inquirió, suponiendo que no iba a obtener ninguna respuesta.
- Me llamo Rand. Este es Mr. Deevers.
Duncan los miró con desesperación. No eran más que un par de polizontes, pero el verlos le producía una sensación de malestar, no porque le miraban como si tuviera ocho piernas, sino porque eran libres de entrar y salir, en tanto que él sabía que al menor movimiento que hiciera en dirección a la puerta le matarían.
Deevers era tan cetrino como rubicundo Rand, como si hubiesen extraído todo el color de su piel. Tenía un aire cansado. Los dos. ¿Por qué iban vestidos así? ¿Dónde estaban sus uniformes?
Duncan cruzó los brazos delante del pecho y miró a los dos hombres. Se vería en el infierno antes que preguntarles por qué había sido detenido. Caradepiedra no había contestado a ninguna de sus preguntas, y era más que dudoso que aquellos dos hombres las contestaran.
El llamado Deevers hizo un gesto de impaciencia con la cabeza y Rand habló de nuevo.
- Queremos formularle un par de preguntas, y luego tal vez podamos contestar alguna de las suyas.
Rand sonreía, pero saltaba a la vista que se trataba de una sonrisa forzada. Era más que evidente que se sentía incómodo.
De todos modos, la sonrisa le reveló a Duncan que, si planeaban matarle, no pensaban hacerlo inmediatamente.
- Adelante. Pregunte lo que quiera - dijo.
- ¿Cuándo se dio cuenta por primera vez de que su chapa de identificación había desaparecido?
Duncan apretó fuertemente su espalda contra la pared. No quería volver a oír hablar de lo de la tarjeta de identidad. Era absurdo continuar discutiéndolo. Pensar en ello le hizo sentirse enfermo, y súbitamente experimentó la necesidad de dormir, un apremiante deseo de tenderse en el suelo y cerrar los ojos.
- No lo sé - dijo.
- Trate de recordarlo, por favor.
- No era una chapa. Era una tarjeta de identidad. Yo estaba buscando algo en mi cartera, y la tarjeta cayó. A una alcantarilla.
Inclinándose hacia adelante en su silla, Rand dijo:
- ¿Dónde estaba usted cuando ocurrió eso?
- Acababa de terminar mi trabajo y me dirigía a mi casa.
- ¿En qué ciudad? - dijo Deevers rápidamente.
- ¡Váyase al cuerno!
Deevers se volvió hacia Rand.
- Estamos perdiendo el tiempo - dijo.
Duncan notó el gusto a sudor en su labio superior.
- Si se trata de un caso de identificación, tengo pruebas más que suficientes de quién soy. Mi certificado de nacimiento.
Le miraron como si acabara de decir algo asombroso. La expresión de Rand recobró rápidamente su impasibilidad, pero Deevers dejó de parecer sorprendido y empezó a enfurruñarse.
- ¿Dónde está? - dijo Rand.
- Lo tiene Caradepiedra. El guardián.
Rand se volvió hacia Deevers:
- Vaya a buscarlo.
Sin dejar de refunfuñar, Deevers se puso en pie.
- Sigo diciendo que deberíamos acabar con esto ahora mismo.
No recibió ninguna respuesta a su observación, de modo que salió de la celda. Al cabo de unos instantes regresó con un papel que entregó a Rand.
- ¿Dónde cree que ha encontrado esto? - dijo Rand, tras echar una rápida ojeada al papel.
- Hay muchos desperdicios por estos alrededores. Esto parece formar parte de una factura de...
- No podía saber dónde buscar. ¿Qué puede haberle hecho pensar en buscar?
- ¿Cómo sabe lo que estaba haciendo antes de que le trajeran aquí? - dijo Deevers -. Ha estado vagabundeando por todo el lugar.
Duncan apretó fuertemente sus rodillas. ¿Por qué hablaban como si él no estuviera sentado delante de ellos, escuchándoles? El certificado de nacimiento no significaba para ellos más de lo que había significado para Caradepiedra. La escena con el guardián no había sido agradable, precisamente.
- Un momento - había dicho Duncan, ofendido pero seguro de sí mismo -. Puedo haber perdido mi tarjeta de identidad, pero eso no significa que haya dejado de existir. ¿Qué clase de tontería es ésta? Tengo aún algunos derechos.
Y Caradepiedra había dicho:
- ¿Qué son derechos?
Sí, aquellas habían sido sus palabras. Duncan había sacado el certificado de nacimiento de su cartera y lo había agitado ante la cara del loco, convencido de que si aquello no le satisfacía nada podría satisfacerle. Bueno, había estado en lo cierto al pensarlo.
Después de leer los datos en voz alta, Caradepiedra había dicho:
- ¿Qué es padre? ¿Qué es madre? ¿Qué es nacimiento?
Duncan observó a Rand. El hombre empezó a arrugar el certificado de nacimiento, como si se dispusiera a hacer una pelota con él; luego cambió de idea y se lo guardó en el bolsillo. Era evidente que aquellos dos hombres le confundían con otra persona. Alguien había hecho algo, y Deevers y Rand creían que él era el culpable. Si no se apresuraba a poner en claro la situación, las cosas podían complicarse peligrosamente para él, si es que no lo estaban ya.
- Yo no he hecho nada - dijo -. Se han equivocado ustedes de hombre.
- ¿Qué aspecto tenía su tarjeta de identidad? - inquirió Rand súbitamente.
Las cosas no podían seguir como hasta entonces, pensó Duncan. Tenía que imponerse el sentido común. Sabía que no se hacía ningún bien temblando y vacilando como lo hacía, y una vocecilla interior no cesaba de advertirle que, si no lograba dominarse, terminaría el día tan loco como aquella pareja.
- Era blanca, de un tamaño de tres pulgadas por dos y media, aproximadamente - dijo - Figuraban en ella mi nombre, dirección, señas personales y estado civil.
- ¿Y era blanca?
- Ya he dicho que era blanca.
Deevers le estaba mirando con silenciosa hostilidad. ¿Por qué? No existía ningún motivo para que aquel hombre le odiara. Era la primera vez que le veía.
Rand apoyó una bota sobre una rodilla y rascó la suciedad de la suela con una uña.
- ¿Qué aspecto tenía después de caer de su cartera?
¿Qué aspecto tenía? Duncan había quedado anonadado al ver cómo la tarjeta blanca desaparecía a través de la reja de la alcantarilla, para ser arrastrada por el agua fangosa entre unas hojas secas. Se recordó a sí mismo arrodillándose junto a la reja, y recordó su sorpresa al descubrir que temblaba como un azogado. Por un instante le pareció que la tarjeta blanca cambiaba de color y de forma en el momento de caer. Le había parecido extrañamente metálica y esférica, verde y completamente desconocida.
- Parecía verde - dijo, y rectificó inmediatamente -: No, era blanca. Ya le he dicho que era blanca.
Los dedos de Rand se habían detenido en su bota, y miró a Deevers con una leve sonrisa en los labios.
Deevers frunció el ceño y sacudió la cabeza.
- Eso no significa nada.
- Sabe muy bien que sí.
Duncan estaba cada vez más desconcertado. Lo único que había hecho era dejar caer de su cartera su tarjeta de identidad. Algo que podía ocurrirle a cualquiera, y que sucedía con frecuencia. Desde luego, podía obtener otra; incluso podía hacer una él mismo. Una tarjeta de identidad era un objeto insignificante, no era ningún símbolo. Un trozo de papel no podía representar nunca la suma total de un ser humano.
- No creo que importe el color - dijo, y miró a Deevers.
Rand replicó:
- Es muy importante.
- No lo entiendo. Si quieren saber quién soy, no creo que les resulte tan difícil de averiguar.
- Sabemos ya quién es usted - dijo Deevers.
Evidentemente, sabía el efecto que sus palabras producirían en Duncan, y sus ojos revelaron que lo sabía. Eran pequeños, redondos y oscuros, y no había risa en ellos, pero no obstante reflejaban una maligna alegría y Duncan la captó al mirarlos.
- Entonces, ¿por qué no me dejan salir de aquí? - Tuvo que repetirlo, porque la primera vez su voz había sonado demasiado ronca -. Al menos, permítanme que llame a mi abogado.
- Temo que no puede usted llamarle - dijo Rand, apartando la mirada.
- ¿Por qué no?
- Tarifas de larga distancia - dijo Deevers, y sus oscuros ojos chispearon maliciosamente.
Rand le dirigió una mirada de enojo.
- Cállese de una vez.
- Estamos perdiendo el tiempo.
- No puede esperar resolver esto en una hora.
- No espero resolverlo en absoluto - dijo Deevers -. Es un roñoso punto cero cero dos por ciento. Lo mejor sería registrarle a él y a los otros como él como una pérdida anual y olvidar el asunto.
- No.
- Hemos pasado por esta rutina una docena de veces, y no hemos aclarado nada.
Duncan les miró, asombrado, y luego no pudo soportarlo por más tiempo y apoyó las manos en el suelo. El miedo le había robado su fuerza. Lentamente, trabajosamente, empezó a ponerse en pie.
El rostro de Deevers adquirió una expresión de alarma.
- Salgamos de aquí - dijo.
- ¡Esperen! - gritó Duncan, haciendo un esfuerzo desesperado.
Pero, cuando logró incorporarse del todo, los dos hombres habían salido de la celda y la puerta se estaba cerrando. Sólo quedó una abertura de un pie, aproximadamente, a través de la cual Rand le miró.
- No vuelva a hacer eso - dijo.
- Hacer ¿qué? - Furioso y desesperado, Duncan gritó - ¡Déjenme salir! ¡No pueden dejarme aquí!
A través de la abertura pudo ver la danza de los ojos de Deevers. Aquel hombre le sacaba de quicio.
- Yo no he hecho nada. Si creen ustedes que he cometido algún delito, al menos díganme de qué delito se trata.
Sacudiendo la cabeza, Rand dijo:
- No ha cometido usted ningún delito.
- De acuerdo, me portaré bien, no lucharé con ustedes. Soy un gusano y ustedes son el Dios Todopoderoso, pero déjenme salir de aquí.
- No puedo.
- Dígame el motivo.
- Porque está usted loco.
Duncan retrocedió ante el impacto de aquellas palabras, hasta chocar con la pared, lastimándose la cabeza y la espalda. Por unos instantes miró salvajemente en torno suyo, y luego volvió a acercarse a la puerta.
- No le creo a usted - dijo, y alargó la mano a través de la abertura para agarrar la camisa de Rand, que ya había retrocedido -. Esto no es un manicomio. ¿Dónde están los médicos y las enfermeras? ¿Qué es este lugar?
- Es un almacén, el único lugar de que disponemos para encerrarle. No imagine cosas raras, porque sólo se hará daño a usted mismo.
Luego, las dos figuras desaparecieron de delante de la abertura.
Duncan empezó a andar de un extremo a otro, y cuando se paró estaba seguro de haber trazado un surco en el suelo. Examinó las paredes de la celda. Nunca había puesto las manos en un acero tan liso como aquel. Parecía cristal al tacto, y las redondeadas esquinas eran tan lisas como el resto.
Gradualmente, recuperó la confianza. No le habían hecho ningún daño y las perspectivas eran de que no se lo causarían más tarde. Por algún motivo ignorado, Rand y Deevers trataban de obnubilar su mente y hacerle dudar de sí mismo, y se habían tomado un montón de molestias para lograr que todo pareciera correcto. Pero esto no era la celda de una cárcel. El uniforme de Caradepiedra le había engañado, pero ahora sabía que no era auténtico y esto significaba que la comisaría de policía del exterior también era falsa. En cuanto a la celda, debía ser lo que Rand había dicho, un almacén, aunque no se pareciera a ninguno de los que Duncan había visto hasta entonces. Un bulldozer se hubiera encontrado con dificultades para abrirse paso a través de la recia puerta.
Finalmente se tendió sobre el duro suelo y apoyó la cabeza sobre sus brazos. Tarde o temprano se aclararía el lío, y Rand y Deevers irían a parar a la cárcel, que era el lugar que les correspondía.
Estaba todavía en el suelo cuando Rand regresó. No se molestó en levantarse, ya que pudo darse cuenta de que el otro hombre no tenía la menor intención de abrir la puerta. Apoyando su barbilla en una mano, observó cómo Rand atisbaba a través de la estrecha abertura y finalmente le localizaba.
- Tenemos que hablar algo más.
- Acerca de la tarjeta, naturalmente - dijo Duncan.
Rand sonrió débilmente.
- En realidad, sí. Es muy importante, ¿sabe?
- Lo único que sé es que usted parece una persona normal, y no un raptor. ¿Acaso trabaja usted para alguna organización de espionaje? Está perdiendo el tiempo. No tengo ningún secreto.
Suspirando, Rand se apoyó contra la jamba de la puerta.
- Concentrémonos en la chapa. Quiero decir la tarjeta. ¿Cómo se sintió al verla desaparecer por la alcantarilla?
- No puedo recordarlo.
- Inténtelo.
- No sentí nada. ¿Por qué tenía que sentir algo especial?
- Creo que está mintiendo.
Duncan irguió la cabeza.
- Hágame un favor: márchese.
- Créame, esto es importante.
- ¿Que le crea a usted? ¡Esta sí que es buena!
- ¿Se sintió furioso? - insistió Rand.
- No.
- ¿Triste?
- Desde luego que no.
- ¿Feliz?
- Déjeme en paz.
- ¿Acaso experimentó usted una sensación de anonadamiento?
Duncan volvió la cabeza.
- ¡Nan! - aulló.
El sorprendido rostro de Rand asomó a través de la abertura.
- ¿Quién es Nan?
- Mi esposa, estúpido.
- ¿Su esposa?
Su encantadora esposa. Ella había dicho: «¿Qué ha pasado? ¿Has sufrido un accidente? ¿Te has caído?»
El se había limitado a entrar en la casa... cansado, hambriento y furioso al ver que la mesa no estaba puesta. Nan siguió importunándole, interrogándole, hasta que él perdió la paciencia y la envió al diablo. Pero inmediatamente se arrepintió de su arrebato e intentó besar a Nan. Ella le mantuvo a distancia, mientras contemplaba su pecho con una horrorizada expresión en el rostro. Luego se dirigió al teléfono y llamó a la policía.
- Nan está enferma - dijo Duncan, dirigiéndose a Rand -. ¿Comprende por qué tengo que salir de aquí? Usted puede ayudarme. Lo único que tiene que hacer es abrir la puerta lo suficiente para que yo pueda pasar.
No dio resultado. Rand se limitó a mirarle fijamente, y no dio resultado. Estaba diciendo la verdad, pero no importaba.
- ¿Cuándo va usted a acabar con esto? - inquirió furiosamente.
- No puedo acabar con ello - dijo Rand.
Muy bien. Era el final. No podía confiar en más ayuda que en la que él mismo pudiera proporcionarse.
- Al menos, tráiganme un catre para tumbarme - dijo -. ¿Le gustaría a usted dormir sobre este suelo?
- Lo siento mucho - dijo Rand -. Olvidé que podía resultar incómodo.
- ¿Bien?
- Le enviaré un catre con N... con Caradepiedra.
Cuando el rostro de Rand desapareció de la abertura Duncan sonrió y se puso en pie. Tenía que salir de un modo u otro, y si ellos insistían en conducir el juego a su manera, él actuaría a su propio modo.
Estaba en el rincón, al lado de la puerta, cuando Caradepiedra la abrió y entró cargado con un catre plegable. Estaba completamente desprevenido. En el momento en que dejaba el catre en el suelo los dos puños de Duncan se abatieron sobre su nuca.
Las diferencias se hicieron evidentes en cuanto salió de la celda. Alguien se había llevado la comisaría de policía. Ahora se encontraba en un recinto muy pequeño, todo él de brillante acero, con una pequeña puerta al lado de su calabozo y otra a diez pies de distancia.
Se acercó a la primera de ellas y la entreabrió, apenas una pulgada. Conteniendo la respiración, se inmovilizó al oír hablar a Rand y a Deevers.
- La conciencia es una función de la inteligencia - estaba diciendo Rand, en tono furioso -. ¿Dónde está la suya? Siempre habla usted de su cociente intelectual...
- No quiero despilfarrarla - dijo Deevers.
- Nosotros somos responsables. Se lo hicimos a él, usted y yo.
- No voy a negarlo. Pero usted tiene más sentido comercial que yo para sugerir lo que hay que hacer. No creo que esté interesado en poner obstáculos.
- ¡Maldita sea! No tardará en ir a parar al Atomizador.
Duncan abrió la puerta lo suficiente para entrar. Cuando estuvo en el interior de la habitación, cerró de nuevo la puerta y fue a ocultarse detrás de una hilera de grandes cajas de cartón. Desde allí no podía ver a los dos hombres, de modo que avanzó silenciosamente, guiado por el sonido de sus voces.
- Ocurrió porque perdió su chapa de identificación - dijo Rand.
Hablaba en tono cansado, como si estuviera repitiendo lo que había dicho muchas veces.
- Eso es absurdo.
- Lo que es absurdo es la unidad de crecimiento.
El tono de Deevers se hizo helado.
- ¿Qué es lo que está sugiriendo?
- No se preocupe, podemos interrumpir esto sin que usted pierda dinero. No quiero que pierda un solo dólar.
- ¿Qué le hace pensar que ha dado con la solución?
- Cuando perdió su chapa de identidad, cayó en un estado de shock - dijo Rand -. Súbitamente, no era nadie. No podía soportarlo, e inmediatamente recurrió a su subconsciente. No se burle, maldita sea. Es evidente que tenía uno. ¿De qué otra parte podía extraer sus recuerdos? ¿No se da cuenta? No podía soportar el carecer de una identidad...
Lo que Deevers vio no tenía ninguna relación con lo que Rand estaba diciendo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y su rostro palideció mientras contemplaba a Duncan, de pie detrás de las cajas de cartón. La taza de café que sostenía en la mano se estrelló contra el suelo.
Una súbita contracción de la espalda de Rand fue el único síntoma de que también él se había dado cuenta de que sucedía algo anormal.
- Soy más joven y más fuerte que ustedes dos, y estoy desesperado - dijo Duncan -. No cometan ninguna estupidez.
- No se acerque más - dijo Deevers. Se protegió la cara con las manos y pareció encogerse en su asiento -. ¿Dónde está el guardián? - inquirió, a través de sus manos.
- Le he dejado sin sentido. No se preocupe. No le he causado ningún daño.
- ¡Oh, Dios mío! - suspiró Deevers, y sus ojos fulminaron a Rand -. ¡Usted y su maldita psicología!
Rand se volvió lentamente. Su rostro estaba pálido, pero parecía tranquilo.
- No es peligroso - dijo.
Duncan salió de detrás de las cajas y avanzó hacia ellos. Mientras andaba miró a su alrededor. Los dos hombres habían estado bebiendo café. La mesa estaba llena de colillas de cigarrillos. Había dos literas adosadas a la pared, y una vieja lámpara de petróleo mantenía caliente una cafetera. Las cajas llevaban etiquetas de productos alimenticios. Un armario abierto contenía prendas de vestir - abrigos, chaquetas, botas -, y un par de extraños equipos que parecían trajes de goma de pesca submarina colgados de una percha.
No vio ninguna arma hasta que se encaró con el revólver con el que le apuntaba Deevers.
Rand también lo vio y le gritó a su compañero:
- ¡Guárdese eso!
El revólver osciló entre los dedos de Deevers.
- ¿Qué es lo que va a hacer?
Las manos de Duncan se convirtieron en puños.
- No tiene usted derecho a matarme. Yo no he hecho nada. Soy inocente.
- Tiene razón - dijo Rand -. Suelte eso.
Deevers vaciló, indeciso. Súbitamente tiró el revólver al suelo y contempló cómo se deslizaba hasta los pies de Duncan.
- Vamos - dijo -. Cójalo. Es usted el jefe aquí.
- No quiero el revólver. Sólo quiero marcharme.
- No hay ningún lugar adonde ir - dijo Rand con una extraña voz.
- Quiero ir a casa.
- Esto no es...
- Cállese de una vez y deje que se marche - gruñó Deevers entre sus apretados dientes.
- ¿Acaso no es usted capaz de comprender que está sufriendo?
- Vamos - dijo Deevers, dirigiéndose a Duncan, con una mueca que quería ser una sonrisa -. Está usted libre. No le escuche. Está más loco que usted.
Sobre unas piernas rígidas, Duncan echó a andar hacia la puerta. Casi había llegado a ella cuando Rand le llamó.
- Cuando salga, asegúrese de que todas las puertas quedan cerradas detrás de usted. Y haga lo mismo cuando regrese.
- No voy a regresar.
Rand se sentó en el borde de su silla con la cabeza hundida entre sus rodillas, y no alzó la mirada al replicar:
- Lo hará. La ilusión empezó a desintegrarse en el momento en que usted dijo que la chapa era verde. Recuerde lo que estoy diciendo. Nuestras vidas dependen de ello. - Uniendo sus manos y llevándolas a su frente, Rand añadió -: No nos lo reproche demasiado. No era eso lo que pretendíamos hacer.
Duncan permaneció inmóvil con la mano extendida hacia la puerta, mientras se sentía recorrido por un escalofrío. El hombre parecía sincero, pero sus palabras carecían de significado. ¿Qué intentaba hacer? ¿Era otro truco para retenerle aquí hasta que ellos hubiesen terminado lo que se traían entre manos? Al diablo con Rand, y también con Deevers. No necesitaba quedarse aquí y escuchar, no podían retenerle, porque eran débiles: había sido su prisionero, y no habían tenido arrestos para utilizar el revólver contra él. Estaba libre, ¿no es cierto?
Nunca había sabido que la libertad era tan estimulante. Corrió hacia el mundo exterior como si faltase de él desde hacía una eternidad, y sus pies producían un sonido tintineante sobre el suelo de acero mientras cruzaba una puerta tras otra y las cerraba apresuradamente detrás de él. Había un largo túnel dividido en tres cortos compartimientos que contenían canastos y piezas de maquinaria, pero no les prestó la menor atención.
Al fin salió de aquella especie de panteón. La luz natural hirió su rostro, un sonido entrecortado brotó de su garganta, su mano cerró maquinalmente la última puerta y Duncan giró sobre sí mismo y se dispuso a saludar al mundo. Se quedó con la boca abierta. Se había equivocado de camino, seguramente, y esto explicaba lo que se extendía a su alrededor en todas direcciones...
Todo era normal cuando se presentaron en su casa y le sacaron de ella, y todo era normal cuando le encerraron en un oscuro agujero y le dejaron allí para que sufriera. Incluso era todo normal cuando se llevaron la comisaría de policía y pusieron cavernas de acero en su lugar, pero, por el amor de Dios, a esto no había derecho: no tenían derecho a llevarse el mundo de debajo de sus pies.
El cielo era una llama blanca dominada por un sol que azotaba el suelo con una sólida lámina de luz. Se amontonaban nubes en todas partes, pero aún así el vasto cielo era un espejo cegador. Debajo de él, el suelo era un inmenso erial, una interminable llanura polvorienta. Unas rocas puntiagudas se erguían aquí y allá, algunas tan altas como edificios, otras tan pequeñas que podía andar sobre ellas. Olas de calor distorsionaban el espacio delante de él.
Algo se movió a lo lejos, unas manchas diminutas se recortaron contra el feo horizonte, y Duncan avanzó en aquella dirección mientras su corazón rebotaba contra sus costillas. Mientras andaba rezó por que fuese la Tierra lo que le rodeaba, algún desierto inexplorado donde las leyes de la naturaleza eran distintas, pero sabía que este lugar no tenía nada que ver con su país natal. Era la agrietada superficie de otro mundo, algún otro planeta del cosmos, lo cual significaba que la realidad le había abandonado porque el hombre ni siquiera sabía cómo llegar a la luna.
Ahora vio figuras moviéndose delante de él y apresuró el paso. La esperanza renació y aventó su temor a encontrarse solo en un planeta desconocido, con dos dementes.
Un gran valle había sido excavado en el cuerpo del planeta y en sus profundidades yacía un vasto complejo mecánico. La larga ladera del valle estaba terraplenada en forma de escalera que descendía hasta un pozo. Las palas mecánicas cargaban toneladas de roca en unas grandes vagonetas que discurrían sobre raíles hasta el extremo más angosto del valle.
En aquel complejo trabajaban varios equipos en diversas labores de minería. Aquellas eran las figuras que Duncan había visto desde lejos, y mientras corría hacia ellas empezó a gritar un saludo. Se encontraba a veinte pies de distancia de la más próxima cuando se paró en seco y se quedó mirando con aire de incredulidad al hombre que no era un hombre.
Ninguna de las figuras era humana. Eran insectos: grandes animales que recordaban a las hormigas. Se movían con mucha más rapidez que los humanos y tenían la fuerza necesaria para levantar y manejar unos cubos que debían contener un cuarto de tonelada de mineral.
Trabajaban con silenciosa precisión, y mientras Duncan avanzaba con paso vacilante hacia ellos, se volvieron a mirarle y luego continuaron con su trabajo. Sus cuerpos eran una serie de peludas ampollas de color pardo brillante, capa sobre capa formando dos patas, un torso, dos brazos con tres dedos flexibles por manos y una nudosa cabeza. Tenían dos ojos protuberantes que brillaban como líquido oscuro. Un pequeño agujero del tamaño de una moneda de veinticinco centavos estaba situado entre los ojos.
Duncan no vio a un solo ser humano. Todos los equipos que trabajaban en el valle estaban formados exclusivamente por hormigas.
Durante un largo espacio de tiempo Duncan dejó que aquel hecho fuese asimilado por su cerebro. Un nuevo temor se instaló en su mente, un miedo indecible que la empapó como agua fría.
Echó a andar hacia dos animales que estaban contemplando una corriente de agua sucia que discurría por una acequia. Su temor había entorpecido sus movimientos, y no vio el montón de mineral hasta que hubo caído sobre él. Uno de los insectos se acercó.
- Has caído - le dijo, en tono monótono -. Te ayudaré a levantarte y te revisaremos cuidadosamente por si has sufrido algún daño.
Las manos que le cogieron y le levantaron eran duras y poderosas. Una chapa redonda de color verde estaba incrustada en el centro del recio tórax de la hormiga. Llevaba grabadas las letras ABT. Los protuberantes ojos se clavaron en las piernas de Duncan y luego ascendieron lentamente hasta su pecho.
- Tu chapa de identificación ha desaparecido - dijo la hormiga.
Dando un tirón para librarse de las manos del animal, Duncan empezó a retroceder.
- Eres un insecto - susurró -. Tú no sabes nada. - Y de pronto se encontró gritando -: ¡Eres un estúpido animal y no sabes nada!
- ¿Estás realmente ahí? - dijo la hormiga.
- ¡Un estúpido conjunto de instintos! - gritó Duncan. Continuó retrocediendo y resbaló por el suelo rocoso. La hormiga se acercó a él y Duncan aulló -: ¡Apártate de mi lado!
- No tienes ninguna identidad - dijo el animal -. No es posible que exista un ser sin identidad. Algo funciona mal. Hay que informar a un hombre.
- Yo soy un hombre - gimoteó Duncan.
- Tú no eres nada. Trato de comprender, pero no puedo. ¿Cómo es que te encuentras aquí?
De pronto, una segunda hormiga surgió delante de ellos. Sus ojos examinaron a ABT y luego giraron a la derecha y enfocaron a Duncan. La chapa que llevaba en el pecho tenía grabadas las letras NN.
Uno de sus dedos señaló el pecho de Duncan.
- Este es uno de los perdidos. Déjale en paz. No le mires. No pienses en él. Está perdido. Sólo será reconocido por el hombre, ya que sólo el hombre puede concebir abstracciones.
ABT asintió lentamente.
- Ahora comprendo. Tienes razón. Está perdido. No está ahí para ti ni para mí, pero está ahí para el hombre.
Duncan se alejó con paso tambaleante y se ocultó detrás de un montón de rocas. Las dos hormigas le contemplaron por unos instantes y luego volvieron a su tarea como si le hubiesen olvidado.
Duncan se dejó caer de espaldas. En el cielo no había nada, aparte del blanco resplandor que parecía estar en todas partes. Incluso alcanzaba a su cerebro. Y entonces se dio cuenta de que el sol tenía aquel aspecto debido a que la atmósfera era distinta a la de la Tierra.
Su pecho se movió acompasadamente mientras sorbía grandes bocanadas de aire fresco. No. Aquello era parte del sueño y no realidad. El era el sueño. Todo era realidad, menos él.
Deseó creerlo, lo deseó desesperadamente, pero casi inmediatamente renunció a aquella mentira. El era real, lo mismo que el planeta en el cual yacía, y aquellos dos hechos sumados significaban que, o bien era capaz de respirar donde no había ningún oxígeno que respirar, o bien estaba consumiendo substancias que eran venenosas para los seres humanos.
Pero él pertenecía a la Tierra. Era un terráqueo y poseía una casa blanca y una esposa llamada Nan. Ella tenía los ojos oscuros y el pelo castaño. Sus hijos se parecerían a ella cuando nacieran. ¿O habían nacido ya? El sol quemaba su cerebro y no pudo recordarlo. Inclinó la cabeza hacia el estéril suelo y cerró los ojos.
Tardó largo rato en desandar el camino hasta el túnel. Se tambaleaba como si estuviera ciego y a cada paso tropezaba en las rocas.
Cerró todas las puertas detrás de él.
Rand y Deevers habían sacado a Caradepiedra de la celda y le habían tendido en un rincón de su alojamiento. Duncan se detuvo y contempló lo que había creído que era un ser humano. Pensó que estaba golpeando a un hombre. Y lo que había hecho era destruir a una hormiga gigante. Sus puños habían aplastado el ahusado cuello y casi seccionado la cabeza. Una maraña de rizos ensangrentados y de reluciente tejido blanco brotaba de la herida. La chapa verde con las letras NN yacía en el suelo como un ojo que se burlara de él.
Deevers había retrocedido apresuradamente al verle entrar, para instalarse en el extremo más apartado de la mesa. Se sentó, con una dura expresión en los ojos.
Rand estaba de pie en el centro de la habitación, con las manos detrás de la espalda. Miraba fijamente al suelo, como si no deseara mirar a ningún otro sitio.
Con paso lento, Duncan avanzó hasta situarse directamente en frente de Rand. Trató de mantener la firmeza de su mirada, pero cuando Rand alzó la cabeza Duncan inclinó la suya hasta que su barbilla tocó su pecho. Notó el sudor que se formaba en su espalda, y su mente se obnubiló mientras esperaba las palabras que le condenarían a una demencial inexistencia.
Todavía no estaba preparado para ellas cuando llegaron. Fueron látigos que azotaron su cuerpo con puntas de acero. Le sumieron en una negra caverna de horror. No miró a Rand, pero buscó la mentira en el tono del hombre, trató de captar el sutil disimulo que demostrara que todo aquello era un fraude, una tentativa de destruir su realidad con algún oscuro propósito.
No hubo disimulo en la voz de Rand ni cualquier otra evidencia de fraude. Habló llanamente y sin emoción, sincera y cruelmente, y sólo los frunces alrededor de sus ojos traicionaron su conciencia del dolor que estaba causando.
- Deevers y yo pertenecemos a una compañía terráquea llamada Laboratorios DNA. Fabricamos organismos vivientes para trabajar en planetas hostiles a los hombres. Nuestra producción más importante afecta a un gran animal insectoide cuya tarea es la de extraer minerales que no pueden obtenerse en la Tierra.
«Los elementos en todos los organismos son los mismos; sólo varían las proporciones. Un organismo crece si la materia nueva se acumula a un ritmo superior al del desgaste de la materia vieja. La madurez se alcanza cuando la formación de materia alcanza el nivel de la desintegración de la materia vieja. Lo que hacemos nosotros es mantener en funcionamiento este último proceso hasta que nuestros productos alcanzan un tamaño satisfactorio.
»Nuestros «insectos» están clasificados en tres tipos, condicionados y adiestrados para tres tareas específicas. Los tipos DKN y ABT excavan los pozos y galerías y lavan el mineral. Nuestros dos tipos NN están programados para controlar a los otros y cuidar de que todo funcione normalmente. Hace dos años, uno de los ABT enloqueció. Creyó que era un hombre. Deevers y yo hemos pasado dos años tratando de descubrir lo que había enloquecido a aquél y a otros varios insectos. Ahora lo sabemos, gracias a usted.
»Nuestros animales crecen a partir de una porción de materia vital, y el desarrollo es manipulado de modo que el sistema nervioso y las unidades musculares sean compatibles con el cerebro, el cual es construido por separado. A medida que el insecto crece, es condicionado para sobrevivir en diversos entornos. Los hidratos de carbono, las grasas y las proteínas que constituyen el cerebro son diseñadas de modo que reproduzcan un cerebro humano, no una simple copia, sino un duplicado exacto del cerebro de un hombre que gozó de vida. La personalidad del hombre cuyo cerebro utilizamos como modelo no importa. Lo que importa es que hemos creado algo que no comprendemos.
»Deevers y yo necesitábamos tiempo para someter a prueba nuestros nuevos productos antes de traerlos aquí, pero el gobierno necesitaba mineral y nos presionó para que renunciásemos a aquella parte de nuestro programa. Accedimos a ello, porque no teníamos ningún motivo para sospechar que nuestros insectos supieran algo más que lo que les había sido enseñado. Lo raro es que estamos casi seguros de que los seres que están trabajando ahí fuera no saben nada más.
»Pero usted y otros como usted lo han sabido. Hace unas horas perdió usted su chapa de identificación. Tal vez fue arrancada por alguno de los garfios que arrastran los cubos hasta el lavadero. Lo cierto es que, al perderlo, se encontró usted sin una identidad. Su cerebro rechazó el concepto de inexistencia y modeló para usted un nuevo ego. No sabemos por qué ni cómo ocurrió. No sabemos cómo pudo adquirir usted recuerdos de la Tierra y de vida humana y de cultura terráquea cuando nadie se los había enseñado, pero sabemos que usted los posee.
»Me gustaría acabar con todo esto ahora mismo. Necesito tiempo para estudiar mis productos, reunir todos los datos psicológicos y saber con exactitud qué es lo que he hecho. ¿He construido un ser satisfecho con la realización de su tarea, como pretendía, o un monstruo condenado al infortunio? Pero no me conceden ese tiempo. El gobierno dice que no. Los insectos serán utilizados para producir lo que la Tierra necesita. De modo que sólo puedo hacer una cosa, y espero que sea la cosa correcta y no una simple interferencia que empeore la situación. A partir de ahora, los obreros serán fabricados sin ninguna identidad real. No serán adiestrados para que adquieran conciencia de sí mismos. Las letras que señalan sus tipos irán colocadas en un lugar de su cuerpo desconocido de ellos. Espero que dé resultado. Espero que, si no tienen una identidad, si no se les enseña que existe algo llamado ego, no podrán perderlos.
»Es lo único que puedo hacer. En este momento no se me ocurre nada más».
Rand dejó de hablar. Levantó sus manos y pasó sus dedos salvajemente a través de sus cabellos. Sus hombros se hundieron y cerró los ojos.
Duncan levantó una de sus propias manos y la miró. Pudo ver los surcos en la palma, el oscuro vello encima de los nudillos, en el dorso. Sintió a su corazón bombeando sangre a través de su cuerpo. El sueño - si la irrealidad en la cual su mente se había sumergido podía ser llamada un sueño - no se había desvanecido.
Finalmente, irguió la cabeza.
- ¿Qué pasó con los otros?
- Quisieron morir.
Una voz susurró:
- También yo lo deseo...
Y Duncan se dio cuenta de que era la suya.
- Tenemos un Atomizador en el valle - dijo Rand -. Lo utilizamos para destruir los residuos de rocas acumulados en las últimas fases de la obtención del mineral.
¿Residuos de rocas? Morir de aquel modo significaría que no había vivido, lo cual no era cierto. Durante las últimas horas había sido real. Su muerte podía estar justificada. Pero, ¿qué justificación tendría para él?
Rebuscó en sus recuerdos y se aferró a uno. En otra época los hombres eran condenados a muerte por haber cometido crímenes, y él era culpable del crimen de decepción. Había pretendido ser humano. Mentira. Su nacimiento había sido fruto de una producción en cadena, había sido concebido en un laboratorio. Había pretendido que la Tierra era su hogar. También esto era mentira. El no tenía hogar. El vocablo significaba un lugar de crecimiento, de calor y de compasión, no una isla extraña llamada Venus donde lo único que crecía era el tiempo, donde el calor era medido en el holocausto de los hornos de fundición y donde la compasión no tenía cabida.
Era culpable. Su sentencia era la muerte.
- Estoy preparado - dijo.
- Quiero ir con usted - dijo Rand. Y cuando Duncan vaciló, añadió -: Sé que está todavía en el sueño. No puede ir solo.
Duncan trató de hablar, pero lo único que pudo hacer fue asentir con la cabeza.
Rand cogió uno de los trajes de goma colgados en la percha y empezó a ponérselo.
Deevers no se movió. Ahora estaba relajado y contemplaba una voluta de humo de su cigarrillo remontándose hacia el techo. Cuando Duncan le miró, apartó la cabeza a un lado y sus ojos se fruncieron.
- Usted y yo tenemos algo en común - dijo Duncan -. Los dos carecemos de humanidad.
Deevers apretó los labios y su rostro palideció. Empezó a decir algo, pero súbitamente cambió de idea y se limitó a inclinar la cabeza.
Rand inició la marcha hacia el segundo compartimiento, y una vez allí sacó al pasillo un pequeño vehículo abierto. Duncan y él montaron. Detrás del volante, Rand condujo el vehículo por el pasillo hasta que la última puerta se cerró detrás de ellos.
El vehículo avanzó a través de hondonadas y entre rocas, transportándoles hacia el valle. El sol era implacable. Para Duncan, era una órbita amarilla que le hacía parpadear. El suelo era áspero y poroso, pero Duncan imaginó que veía hierba meciéndose al viento. Vio a un conejo que salía de su madriguera, olfateaba el aire un momento y desaparecía velozmente en una espesura.
Rand le llevó a un edificio situado más allá de los ardientes hornos que Duncan no recordaba, a lo largo de un pasillo con muchas revueltas que desembocaba en una habitación en cuyo centro se erguía el Atomizador.
El Atomizador era más alto que un hombre y dos veces más ancho. Era una caja de metal con una puerta transparente. Cuando Duncan miró a su interior vio que el aire rielaba como riela el aire del desierto bajo el sol.
Rand le llevaba cogido del brazo.
- ¿Puede oírme? - inquirió. Su rostro estaba pálido detrás del visor y su mano temblaba sobre el brazo de Duncan -. Lo único que tiene que hacer es entrar y cerrar la puerta.
Duncan avanzó hacia la caja.
Rand le retuvo un instante.
- Deje que el sueño se desvanezca. ¿Qué bien le ha hecho a usted? No puede afrontarlo así...
Duncan sabía que si fuera un hombre condenado a muerte en la Tierra, las cosas se desarrollarían más o menos del mismo modo. Un sacerdote acompañándole con sus oraciones, un médico ofreciéndole un anestésico, algo para eliminar el terror. La ley lo permitía. Matar a un hombre era suficiente, y no había necesidad de hacerle sufrir en el proceso.
Pero ésa no era la clase de muerte que él deseaba.
Cerró la puerta con mano firme.
Vio los labios de Rand formando las inaudibles palabras:
- Adiós, DKN.
El sueño le protegió, instalado entre él y el espectro de un insecto. Mentalmente, gritó «¡Soy un hombre!», y su realidad triunfó sobre la otra realidad. Las fuerzas destructoras que discurrieron a través de los átomos de su cuerpo penetraron la sensible ductilidad de un ser humano, y sus últimos instantes fueron dolorosos y terribles.
Tal como él deseaba.

FIN


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