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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO LA NOCHE REINA (por Luis Pestarini)

"No importa cuánto luchemos a la luz del día,
son los demonios de la oscuridad
los que finalmente vencen.
Hoy, igual que ayer, la noche reina."
Sandernet

El viento arrastraba a la pequeña goleta de dos palos como una hoja seca sobre el agua. Tras su paso se abría una estela que se multiplicaba a cada metro, dividiéndose infinitamente hasta perderse de vista, exangüe. Amenazaba tormenta, pero aspiraba a embarcarme en la fragata antes de que descargara su furor. La Fame estaba a la entrada del puerto de Ensenada, anclada a la espera de que se diera por finalizada la carga de los cueros y el cebo que llevaría hasta Londres. Era parte de un convoy de cuatro naves que tenía planeada la partida para el 25 de enero a media mañana; estábamos a dos horas de ese momento.
Había estado en Buenos Aires durante cinco días, recorriendo las calles polvorientas e invadidas por caballos, perros y vacas, descansando por las noches en la Posada de los Tres Reyes mientras era testigo de la pasividad flemática que despertaba entre políticos y militares el verano porteño. No poco trabajo y dinero me habían llevado conseguir un pasaje a Londres en el Fame; tuve que aducir que mi padre agonizaba en aquella ciudad y no podía esperar el próximo convoy con pasajeros. Más difícil resultó convencer a mis interlocutores que debía ser en el Fame y no en otra de las naves del convoy en la que debía viajar. Para conseguirlo expuse dos buenas razones: una mágica, señalando que en Asunción - de donde supuestamente había llegado - una india me dijo que mi padre sobreviviría sólo si yo lo alcanzaba a través de la gloria, palabras oscuras que develaron su sentido cuando descubrí que aguardaba en el puerto una fragata inglesa de nombre Fame. El segundo motivo, más contundente, fueron quinientos pesos de soborno.
La Fame estaba a la vista. No era una embarcación de gran porte: unos treinta metros de eslora, tres palos aún sin velas y unas escasas baterías de cañones para defenderse de los inusuales ataques que, por motivos más políticos que de piratería, sucedían entonces en los mares. Veinte hombres de tripulación más cuatro pasajeros conformaban lo humano de a bordo.
No resultó fácil trasladar el baúl con mis pertenencias, primero hasta el bote de trasbordo y luego de éste a la fragata, bajo el viento y la lluvia que se acababa de desatar. La capa de poco sirvió ante estas circunstancias; no importaba, ya tendría tiempo de cambiarme en mi camarote. Entre varios marineros subieron el baúl a bordo y lo condujeron a su destino. Me recibió el contramaestre que, en inglés, me dio la bienvenida con fórmulas rutinarias poco acostumbrado a pronunciar. Adiviné curiosidad ante un viajero de tan última hora, un interés que pronto se desvaneció ante los preparativos para la partida. Presenté mis respetos y me indicó que, por la tarde, cuando estuviera libre de sus ocupaciones relativas a la salida, el capitán Stephenson me recibiría.
Ésa fue la primera sorpresa del viaje: no estaba al mando el capitán Henderson, sino alguien cuyo nombre no aparecía en ninguno de los registros que teníamos.

Los camarotes en un buque mercante se parecen más a celdas que a habitaciones de hotel: apenas una mesa, un par de sillas, un rústico armario y un catre se distribuyen apretados en unos pocos metros cúbicos a los cuales no llega nunca la luz del sol. No tardé en sentirme atrapado en esa caja de un metro ochenta de altura, a merced de las olas, y comprendí que el viaje podía transformarse en una experiencia más desagradable de lo esperado. La preparación y los condicionamientos que habían insertado en mi mente apenas amortiguaron el efecto claustrofóbico. La humedad se escondía en cada uno de los rincones del buque, como descubriría más tarde, y el camarote no era una excepción: el paupérrimo colchón de lana y las mantas eran viscosas al tacto. Había manchas verdes - hongos - dispersas a lo largo de la unión del techo con las paredes, y, en menor medida, de estas últimas con el piso.
Una vez terminado el examen del camarote subí al entrepuente, donde descubrí que la tormenta no se había tomado respiro. No obstante, los preparativos para la partida continuaban y se veían movimientos constantes en la cubierta: los paños comenzaban a ser extendidos por los veleros, los gavieros terminaban de bajar la carga y no pasó mucho antes de que el timonel, acompañado por los pilotines, estuvieran en sus lugares. Los cabos de presa se pusieron en movimiento ante un grito del capitán y el ancla abandonó su transitorio descanso en el fondo del río.
El viento frenético nos alejaba de la Ensenada de Barragán hacia alta mar.

Cuando volví a mi compartimiento no pude desprenderme de la impresión de que asistía a una recreación histórica realista. Las fragatas, íntegramente de madera, eran imponentes en su construcción pero, a poco de recorrer sus escasos pasillos y sus dos niveles, se entendía por qué los tripulantes se sentían como ratas en un diminuto laberinto.
Luego de una frugal comida llegó un marino para informarme que el capitán estaba dispuesto a recibirme en su camarote.
Lo seguí a paso vivo.
En unos cuantos segundos estuvimos delante de otra puerta. Tocó y abrió tras una breve respuesta. En el interior, austero pero más amplio que mi camarote, aguardaba el capitán, sentado a una pequeña mesa que nada tenía de escritorio. Se puso de pie cuando ingresé y se dirigió a mí en inglés, como lo había hecho antes el marino guía.
- Señor Azconzábal, es un placer poder contar con su presencia en el Fame, aunque lamento las necesidades de tal viaje - dijo. Era más alto de lo que esperaba, tal vez un metro setenta y cinco, enjuto y de cejas y patillas canosas, y el cabello negro como las sombras. Llevaba con elegancia el sencillo uniforme.
- Capitán Stephenson, mis mayores respetos. El placer es mío tratándose de un buque de Su Majestad - dije, intentando recordar alguna fórmula que me hiciera salir del paso -. Aunque el motivo de mi viaje no sea el placer.
- Puede contar con toda nuestra colaboración, señor Azconzábal, pero sabrá disculpar algunas incomodidades: éste no es un navío acostumbrado a los pasajeros... - Por un instante sentí que su examen atento estaba inspirado en algo más que curiosidad, tal vez desconfianza.
- Eso no será un problema, capitán. Permítame una descortesía: esperaba al capitán Henderson. - Deseaba que esta observación no sonara incorrecta, pero necesitaba saber qué había sucedido con el anterior responsable del Fame.
Stephenson no mostró ninguna señal de perturbación.
- El capitán Henderson tiene un nuevo destino, en la fragata Milestone, un buque considerablemente mayor que éste. El Fame no es mi primer mando en un viaje prolongado, señor Azconzábal, si eso le preocupa.
- No, por favor - me defendí -. Al capitán Henderson lo conocí en otro viaje; preséntele mis saludos si lo ve en el futuro. - Sentía el lento vaivén del piso -. No soy el único pasajero, ¿verdad, capitán? - cambié de tema.
- Nos acompañan tres integrantes de una misión ante Londres del gobierno de Buenos Aires. Pasajeros inusuales todos, verá. Con urgencias. - Continuó mientras recorría lentamente el compartimiento -. Estaremos atentos para abreviar la travesía en la medida que esté a nuestro alcance, pero el tiempo no parece jugar a nuestro favor...
Intercambiamos algunas palabras más sin abandonar una tenue hostilidad que se estableció desde el primer momento. Creo que el capitán estaba fastidiado por tener pasajeros a bordo, quienes, de una forma u otra, perturbarían las rutinas de la navegación. Mientras nos despedíamos cortésmente me preguntaba si sería un error de los registros históricos la mención de Henderson, o si el curso de los hechos se había trastocado por algún suceso misterioso y, fundamentalmente, qué consecuencias podría tener sobre los sucesos por venir.
No le presté más atención a la cuestión y apenas salí del camarote del capitán mis pensamientos se centraron en el objetivo de mi viaje. El primer paso era cómo tomar contacto con Moreno.

El pabellón inglés se agitaba endiablado en la punta de uno de los palos, resistiendo la violencia de las arremetidas del viento. Había parado de llover no hacía más que unos minutos; la cubierta estaba mojada y pequeños hilos de agua se deslizaban por ella hacia el mar, en una carrera eternamente perdida de idas y vueltas por el vaivén del barco sobre las olas.
Moreno había salido por primera vez en dos días. Estaba solo, a babor, junto a uno de los escasos cañones. Me dirigí hacia él sin vacilar.
- ¿Doctor Moreno? - dije cuando estuve a su lado. Se volvió.
- ¿Sí? - se sorprendió.
- Disculpe que lo moleste, pero creo que es oportuno que nos presentemos pues hemos de compartir el viaje. - Su rostro era pálido y frágil, con marcas de viruela apenas disimuladas, su cabello se amotinaba ante el viento, corto y sin patillas. Vestía de la manera simple que se había impuesto tras la Revolución Francesa: casaca blanca y pantalón azul, abandonados los aristocráticos faldones y las levitas -. Mi nombre es Juan Azconzábal, y llevo el mismo destino que usted: Londres.
- Un placer. El capitán me comentó sobre su presencia a bordo, pero he estado casi todo el tiempo en el camarote.
Cruzamos algunos comentarios oportunos, pero mi mente no estaba en las palabras: intentaba retener cada gesto de Moreno, cada detalle del hombre que había hecho de la América Hispana una sola nación, fundando la primera democracia real de la historia moderna. Poco se parecía a los dos daguerrotipos que se conservaban de él, posteriores al año '50, cuando ya era un hombre de más de setenta años, tomados poco antes de morir.
No pasó mucho tiempo antes de que se acercaran los dos compañeros de viaje que cumplían la función de secretarios: su hermano Manuel y Tomás Guido. Éste representaba menos de la edad que tenía: parecía un muchacho jovial y entusiasta.
Comenzó a llover nuevamente y cada uno partió hacia su camarote.

Duró más de una semana la tempestad - tormenta brava la llamaba Moreno -, con treguas en las que, con creciente frecuencia, me encontraba con mis acompañantes. Moreno fue ganando en franqueza y me confió algunos de sus pensamientos sobre lo que sucedía en Buenos Aires. Se sentía deprimido porque creía que la Revolución había fracasado ante el acoso de Saavedra y los defensores de la monarquía.
- El brigadier es un traidor - me dijo una tarde, excepcionalmente irritado -. Espera que el Rey recupere el poder en España para arrodillarse ante él otra vez. - A veces se exaltaba y afirmaba que, una vez que hubieran obtenido apoyo en Londres, regresaría para instalar la república. Yo sabía que esto era lo que iba a suceder. Las circunstancias - algunas fortuitas, otras planificadas - me habían situado en el lugar como testigo de hechos extraordinarios, pero debía evitar al máximo cualquier intervención, aún las accidentales. El viaje era un punto de inflexión en el tiempo que podía ser aprovechado para observar. Más de una vez habíamos estado con Moreno en Buenos Aires, en Chuquisaca, en sus viajes, en Londres, y sólo habíamos intervenido discretamente para convencerlo de que saliera disfrazado de fraile durante las noches posteriores al veinticinco para que no lo reconocieran sus enemigos en las callejas oscuras. Creía que Saavedra lo quería matar.
Cuando le comenté mis dudas acerca del apoyo inglés, Moreno respondió:
- Los ingleses siempre han apostado a dos puntas - dijo -, pero hasta ahora no hemos recibido su colaboración. Sin embargo, saben que, una vez que termine la guerra contra los franceses, lo mejor para ellos será que las colonias sean libres. Quieren evitar que España se fortalezca.
Su rencor por las manipulaciones de Saavedra no tenía límites. Su rostro se ponía púrpura cada vez que recordaba que lo llamaba «Roberspierre porteño», y a sus amigos «sus secuaces». Contraatacaba señalando que hasta el padre de Saavedra presagiaba lo que había engendrado y por eso le había puesto «Judas» como segundo nombre.
Algunas tardes no se lo veía. Sufría de mareos y se quedaba en el camarote, leyendo o traduciendo. A veces, entonces, tenía la oportunidad de conocer un poco más a sus ayudantes: Manuel era altivo y se podía advertir en él los rasgos que, junto con la envidia hacia el éxito y la claridad de ideas de su hermano, lo llevarían más adelante al resentimiento y su trágico fin. Guido, en cambio, era pura pasión y dejaba escapar frases cargadas de ingenuidad. Era evidente que no entendía mucho de asuntos políticos, pero su fidelidad hacia Mariano Moreno era absoluta.

La tormenta había quedado atrás y el mar se unía en un beso con el cielo, olvidando el horizonte. Hacía dos tardes que no veía a Moreno, por lo que pedí permiso a su hermano para visitarlo en su compartimiento.
Lo encontré en la cama, con fiebre, sudoroso y macilento. El sol de febrero y el mar nada habían hecho para cambiar el color de su tez. Me recibió con cortesía y habló con voz débil, contándome más sobre sus proyectos al llegar a Londres; me dijo que había abandonado la idea de bajar en Río para entrevistarse con el superior de la marina inglesa en estas aguas, previendo los peligros que esto involucraba. Me preocupó su estado de salud: sabía de sus sufrimientos durante el viaje, de la inestabilidad de su organismo, pero presenciarlo era más doloroso que el conocimiento indirecto. Aunque su vida no correría riesgos, su aspecto no me tranquilizaba. Decidí mantenerme cerca de él, dispuesto a utilizar cualquiera de los medicamentos que tenía en mi baúl, lo mejor de la farmacología del siglo XXI.

La situación no mejoró en días. Moreno salió en alguna oportunidad a cubierta, pero casi siempre permanecía en su camarote, donde lo visité en varias oportunidades. A veces me recibía trabajando sobre su mesa, traduciendo El joven Anacharsis, o, cuando su indisposición superaba su entusiasmo, recostado sobre el catre.
Una tarde me atendió Guido cuando golpeé a la puerta. Me dijo que Mariano se sentía especialmente mal y que su estado había empeorando. Quise pasar a verlo pero afirmó que dormía después de pasar una mala noche, aunque prometió mantenerme al tanto de su evolución. Le dije que tenía algunos medicamentos conmigo en previsión. Me fui inquieto.
No tuve noticias hasta la mañana siguiente cuando otra vez me atendió Guido, pero ahora Moreno estaba despierto. Pasé.
Estaba echado sobre la cama, cubierto con una manta a pesar de que en el camarote hacía un calor sofocante. Su palidez era cadavérica y la transpiración le daba brillo a su piel. Junto al catre había una vasija para vómitos.
Me acerqué. Moreno orientó los ojos hacia mí.
- Creo que no me encuentro en el mejor estado para recibir a un huésped - dijo cansadamente.
- No se preocupe por mí. Su salud es más importante. ¿Cómo se siente?
Moreno me contó, brevemente y con aportes de Guido, cuál era su estado. Vómitos continuos, diarrea, tenesmo, mareos y otros síntomas se habían sucedido desde la noche anterior. Rápidamente descartamos enfermedades típicas de la navegación prolongada como el escorbuto y la disentería. Tampoco era el reumatismo que sufría desde la adolescencia. Parecía una intoxicación. Así se lo hice saber.
- ¿No ha probado nada especial? ¿Alguna bebida? - pregunté.
- No - dijo -, lo único fuera de las comidas habituales fue un medicamento que me ofreció el capitán la noche pasada.
Tenía que ser eso, pensé.
- ¿No recuerda qué fue lo que le ofreció?
- No - dijo, apenas audible.
Me volví hacia Guido. Él tampoco sabía puesto que no estuvo presente cuando vino el capitán: Moreno había sido visitado cuando estaba con su hermano Manuel, y éste ahora dormía tras pasar la noche junto a Mariano. Lo que estaba sucediendo era anormal: Moreno, hasta donde sabíamos, no había sufrido de ninguna intoxicación. Decidí abandonar la cautela y actuar.
Salí del camarote y me dirigí directamente hacia el del capitán. Golpeé la puerta repetidas veces hasta que me atendió. Su rostro reflejó sorpresa.
- Señor Azconzábal, no lo esperaba. Pase usted - se hizo a un lado -. ¿Qué desea?
- El doctor Moreno está muy mal - dije, apresurado por averiguar qué le había dado para tomar. Dudaba acerca de la honestidad de Stephenson, pero no podía acusarlo de nada -. Me dijo que usted le ofreció una medicina hace un par de noches.
- Así es. Estaba muy congestionado y lo único que pude brindarle fue esto - se dirigió hacia un pequeño armario y lo abrió, tomando una frasquera.
- ¿Qué es? - dije.
- Antimonio tartarizado. Es muy efectivo como calmante. No creí que le pudiera provocar algún problema. - El antimonio tiene un efecto similar al arsénico si se lo suministraba en dosis superiores a las habituales.
Stephenson se mostró muy seguro y su preocupación pareció sincera.
- ¿Cree que esto puede haberlo perjudicado?
- Es muy probable. Disculpe usted - dije, comenzando a retirarme -, veré si es posible hacer algo.
El capitán vaciló, todavía con la frasquera en la mano.
- ¿Puedo ayudar en algo? - dijo.
- Le haré saber si es necesario - me encaminé rápidamente hacia mi camarote. Identificado el origen del envenenamiento no fue difícil suministrar la medicación adecuada.
Cuando volví a mi compartimiento después de horas en el de Moreno, al abrir el baúl para guardar la medicina sobrante descubrí que alguien había revisado mis pertenencias, intentando ocultarlo luego. La cerradura del baúl no estaba rota ni violada, la única llave era la mía, pero estaba seguro de que las cosas no estaban como yo las había dejado.

Al día siguiente Moreno se encontraba casi recuperado. Había salido de la intoxicación sin demasiados trastornos, pero ahora tenía que enfrentar su curiosidad por conocer la naturaleza de un medicamento tan extraordinario como el que le había suministrado la noche anterior. Se quedó conforme cuando le expliqué que se trataba de la combinación de dos frutos secos y molidos del Paraguay, y que su uso era muy común entre los indios. Me dijo que, a su regreso de Londres, propondría que se trajera en cantidades para combatir las frecuentes intoxicaciones en la ciudad, producidas por el agua contaminada, los alimentos en mal estado y otras causas, con lo que estuve de acuerdo.
El sol de los primeros días de marzo no daba tregua. Habían transcurrido casi cuarenta jornadas desde la partida, un período muy prolongado para el escaso recorrido que habíamos hecho: todavía no estábamos ni siquiera a la altura de Río de Janeiro. A este paso, nos tomaría muchos meses llegar a destino. El capitán decía que los vientos no ayudaban y que poco se podía hacer salvo aguardar. Aunque soportaba el viaje a fuerza de voluntad, cada mañana me despertaba pensando en las maravillosas duchas que me esperaban a mi regreso. Pensar en que el viaje podría durar hasta julio o agosto me entristecía y agobiaba. El mismo falso motivo que, para los demás, impulsaba mi visita a Londres me servía para justificar mi inquietud y deseos de pronto arribo.
Había tomado la costumbre de cenar en el compartimiento de Moreno, la mayoría de las veces en compañía de Guido y Manuel, pero otras, escasas, los dos a solas. Una noche, luego de la cena y la charla posterior, regresé a mi camarote a buscar un libro que Moreno me había prestado para devolvérselo. Cuando volví al alojamiento de Moreno entré sin golpear.
En el interior estaba el capitán con una pequeña pistola en la mano derecha. Se volvió sorprendido hacia mi y me apuntó.
- No llega en el mejor momento, Azconzábal - me dijo. Moreno estaba sobre su catre. Un poco de sangre manchaba el pecho de la casaca blanca. Sus ojos estaban abiertos pero sin vida.
- ¡Lo mató! - dije en mi estupor. Jadeé. Quise abalanzarme sobre el capitán. Dio un paso hacia atrás.
- No intente nada. No es necesario que le mate a usted también. - El capitán estaba tranquilo, no parecía un asesino momentos después del crimen.
- ¿Por qué, capitán? ¡No sabe lo que ha hecho! - me acerqué a Moreno. Le revisé la herida, con Stephenson siempre apuntándome. No había nada que hacer -. ¿Por qué? - Sentía que el cuerpo se me volvía gelatina; ya no me importaba mucho si el capitán me mataba o no. Todo mi mundo había desaparecido. Con la muerte de Moreno no habría una nación americana, los saavedristas recuperarían el poder y probablemente Buenos Aires se debatiera en luchas internas durante décadas, desgastada y debilitada, cada vez más lejano el sueño americano. No podía ser, pensaba una y otra vez, el futuro no era así. El capitán no podía saber todo esto. La furia me abandonó, llegó el desánimo. Casi se presentía la oscuridad. - ¿Por qué? ¿Lo sobornó Saavedra, capitán? ¿Su Majestad estaba interesada en que Moreno no llegara a Londres? ¿Qué justificación tiene para este crimen? ¡Maldito hijo de puta, no tiene idea de lo que ha hecho! - grité.
- Más de lo que usted cree, Azconzábal, mucho más. - Bajó el arma pero no dejó de observarme atentamente -. ¿Viene del futuro, Azconzábal? ¿De qué futuro? De uno en el que Moreno sobrevivía a este viaje, ¿verdad? - Estas palabras me sacudieron casi tanto como el descubrimiento del cadáver -. Respondo a mi Rey, por supuesto, pero no es Jorge III, Azconzábal: yo también vengo del mañana, pero de otra línea de tiempo, una que hoy es mucho más sólida que la suya, evidentemente. En mi flujo temporal, Moreno murió durante este viaje en circunstancias un tanto sospechosas, aunque creo que sus contemporáneos no comprenderían cabalmente la situación. Su futuro ya no existe, usted es un anacronismo, podría matarlo y nada cambiaría. Es una paradoja: va a morir antes de nacer, pero preferiría que no sea en este momento porque sería difícil de explicar..
Pudo matarme pero no lo hizo.
- Cuidemos las formas, Azconzábal: Moreno murió por la noche mientras dormía. No hubo crimen. Su corazón apasionado le traicionó.

A la mañana siguiente el cuerpo de Moreno estaba dentro de un rústico cajón sobre el entrepuente, cubierto con una bandera inglesa. Lloviznaba otra vez.
Mil veces busqué explicaciones durante el insomnio de esa noche, para acabar siempre en callejones paradójicos rebeldes a la lógica. El tiempo era una corriente más maleable de lo que creíamos. Dejé que el capitán les comunicara a Guido y a Manuel la amarga noticia: Mariano Moreno había muerto mientras dormía. Stephenson lo había descubierto tarde por la noche cuando, al ir a visitarlo para ver cómo estaba su salud, no encontró respuesta y decidió entrar con su llave. Se había ocupado de cambiar a Moreno y limpiar la herida. Fui el último en enterarme - fingí - y presté consuelo a Manuel y a un desolado Guido. Semanas más tarde, ya cerca de nuestro arribo, Guido se me acercó un día y me dijo que la noche de la muerte de Mariano, él había escuchado mis gritos y comprendió parte de la conversación desde el exterior del camarote. Nada dijo en el momento: el aturdimiento por la muerte y lo inconcebible de las circunstancias sublevaron su mente. Sé que aunque le negué los dichos no me creyó. Pero guardó silencio hasta su muerte sobre lo que sucedió.
Pero aquella tarde estábamos todos en la cubierta: marineros, oficiales y pasajeros. El ataúd había estado a la intemperie durante todo el día y, en algún momento, como un acto de una rebeldía inútil y de justicia simbólica, me arrodillé ante él y, discretamente, corté los lazos que unían la bandera inglesa al cajón.
Al ocaso, hubo una corta ceremonia: palabras del asesino y de Manuel despidieron a Moreno. Sonaron unos cañonazos sordos a toda súplica, y luego cuatro marineros deslizaron el ataúd sobre la borda y lo dejaron caer al mar.
El pabellón inglés se desprendió y se alejó volando, arrebatado por una ráfaga de viento. El ataúd se clavó de punta en el agua y desapareció, pero fue rechazado otra vez hacia la superficie, como si el mar no quisiera recibir en su seno una muerte prematura. Derivó hacia la estela del buque y se hundió lenta, pacíficamente, con dignidad.
La estela del buque se abría en un abanico de múltiples olas a medida que avanzaba. Las ondas en el mar eran como los flujos temporales: se abrían cada vez más desde un punto - la fragata, un momento de inflexión en la historia -, que se iba corriendo, alejando y dejando el lugar a otros. Las olas y las ondas se mezclaban, daban vida a mundos nuevos y eliminaban otros. Había choques. Contradicciones. Paradojas. Pero aún así funcionaba. Eran infinitos y se perdían de vista hacia el horizonte... o en el tiempo.
A bordo del barco, cuando ya el cuerpo de Moreno descansaba en algún banco de arena, meditaba sobre mi futuro. Como en un sueño, había recorrido el tiempo hacia atrás y ahora debía deshacer camino por un sendero que ya no existía.


FIN


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