Debo decir, señora, que ya es tiempo de cambiarnos el trato.
De rozarnos un poco más al saludarnos, digamos, más de cerca,
ausentes que sus hijos y los míos, esos algo más que indiferentes,
no aprecien ni sospechen que me aferro a su blusa al decir ‘hola’,
y usted sonríe al callar que le ha gustado.
O que aguarda más que una caricia al paso,
al desgaire, ternura pasajera de algún desconocido,
sino un apriete más audaz y sustantivo que le brinde mi mano.
Un toque anunciación,
no que le augure el reino de los cielos; ¿para qué tanto? Pero al menos
le convoque tibieza debajo de su falda en mitad del salón, y sin testigos.
Porque usted y yo, señora, en este instante,
defendemos la vida como pocos, al desprender
botones tras la piel intocada de su torso anhelante,
y sus caricias de camisa abierta al vello de mi pecho.
Sí, lo sabemos, somos grandes si contamos los años y algún nieto,
pero los labios saben recorrer por donde
y diestros son los dedos contra mi cinturón y su corpiño.
Y el clima a desnudez, tan implacable y sin aviso,
ya nos tendió en la cama enteramente.
Si al fin, esto es lo cierto.
Nuestras bocas y manos comprendieron que no existe el ‘demasiado tarde’
ni frases ya escuchadas de remontar pasados ni secretos perpetuos
para siempre y por nada.
La verdad de la especie entró en nosotros en todos
los sentidos a pleno y sudoroso, a culminarnos juntos
hasta el gemido mutuo de este único cuerpo, que es el suyo y el mío
Y acaso sea el momento, mi amor, de empezar a tutearnos…
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Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos