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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO SUCEDIó EN EL SUBTERRáNEO (por Harry Harrison)
—¡Gracias a Dios que terminamos!
La voz de Adriann Dubois rebotó ásperamente en las paredes enladrilladas del subterráneo, puntuada por el repiqueteo de sus altos tacones. Hubo un ruidoso temblor al pasar por la estación un tren expreso, y una ola de aire viciado se deslizó sobre ellos.
—Es más de la una —dijo Chester, bostezando ampliamente y tapándose la boca con el dorso de la mano—. Lo más seguro es que tengamos que estar una hora esperando el próximo tren.
—No seas tan negativo, Chester —dijo ella, y su voz cobró el mismo timbre metálico de su taconeo—. Hemos terminado las copias para la nueva contabilidad, probablemente nos den una bonificación y mañana podemos tomarnos casi todo el día libre. Mira las cosas de esta manera, más positivamente y te aseguro que te sentirás mucho mejor.
En aquel momento, y antes que Chester pudiera pensar en una respuesta adecuada, lo que por otra parte no le resultaba fácil a la una de la madrugada, llegaron a la barrera de entrada. Puso una ficha en la ranura y Adriann entró rápidamente. Al revolver de nuevo en sus bolsillos, comprobó que aquélla había sido su última ficha, y tuvo que retroceder hasta la ventanilla de cambio, murmurando palabrotas.
—¿Cuántos? —gruñó una voz en la oscuridad de la celda enrejada.
—Tres, por favor —puso dos monedas en la ventanilla. No era que le importase pagarle el billete, después de todo se trataba de una mujer; pero no hubiera estado de más que ella diese las gracias o hiciera un simple movimiento de cabeza en señal que ella advertía el hecho que no se entra en las estaciones por arte de magia. Después de todo, ambos trabajaban en la misma casa de locos y ganaban el mismo dinero, y de ahora en adelante ella iba a ganar más. Se le había olvidado por un momento aquel pequeño detalle. La ranura engulló su ficha y pudo pasar.
—Yo subo en el último vagón —dijo Adriann, intentando ver algo por el túnel vacío y oscuro—. Vayamos hasta el final del andén.
—Yo voy en uno de los del centro —dijo Chester, pero tuvo que ir tras ella. Adriann nunca oía lo que no quería oír.
—Hay algo que puedo decirte ahora, Chester —empezó ella, con aquel modo suyo de hablar de hombre a hombre—. No he podido hacerlo antes, puesto que ambos hacíamos el mismo trabajo y, en cierto sentido, competíamos. Pero, puesto que la coronaria de Blaisdell le impedirá trabajar durante unas semanas, yo voy a ascender a jefe de copia, con un poco más de dinero...
—Alguna cotorra me lo dijo. Feli...
—... Así que estoy en condiciones de darte un buen consejo. Debes tener más energía, Chester. Aférrate a las oportunidades cuando éstas se te presenten.
—Por amor de Dios Adriann. Pareces un mal anuncio de radio para coches con problemas de carburación.
—Y esas cosas, también. Chistes. La gente empieza a pensar que no tomas tu trabajo en serio, y eso acarrea una muerte segura en el mundo de la publicidad.
—Por supuesto que no me tomo el trabajo en serio. ¿Qué persona en su sano juicio lo haría? —oyó un ruido y miró, pero el túnel permanecía vacío; un camión allá arriba en la calle, quizá—. ¿Vas a decirme que de verdad te preocupas por escribir esa prosa interminable sobre «los sobacos de la señora olerán bien usando el adecuado Olor-Desaparece»?
—No seas vulgar, Chester. Sabes que puedes ser agradable si te lo propones —dijo ella, aprovechándose de este argumento femenino para ignorar los razonamientos de él y al mismo tiempo introducir una nota de emoción en una charla previamente lógica.
—Tienes mucha razón, puedo ser agradable —dijo él roncamente, sintiéndose por su parte inclinado a la emoción. Con la boca cerrada Adriann resultaba bastante atractiva, en un estilo ya maduro. El vestido de punto hacía maravillas por su parte posterior, y el artificio del sujetador tenía algo que ver con el sorprendente atractivo de su busto, pero apostaba que más en revestir que en rellenar.
Se aproximó un poco más a ella y deslizó una mano alrededor de su cintura, dándole unas palmaditas en la cadera.
—Y puedo recordar un tiempo en el que a ti no te importaba ser agradable también.
—Hace mucho que eso se terminó, muchacho —dijo ella con voz de maestra de escuela, apartándose con expresión de repugnancia.
A Chester se le cayó el periódico de debajo del brazo; se agachó, murmurando, a recogerlo.
Ella guardó silencio un momento, ajustándose la falda y alisándola como si se librase así de la contaminación de aquel contacto. No había ruido alguno allá arriba en la calle, y la sombría estación permanecía tan silenciosa como una cripta funeraria. Estaban solos, con la extraña soledad que experimentan las personas en una gran ciudad, siempre próximas unas a otras y al mismo tiempo tan lejanas. Cansado, súbitamente deprimido, Chester encendió un cigarrillo e inspiró una larga bocanada de humo.
—No está permitido fumar en el subterráneo —dijo Adriann, con distante frialdad.
—No está permitido fumar, ni darte un apretón, ni hacer chistes en la oficina, ni mirar con justificado desprecio a nuestros clientes.
—No, no lo está —respondió ella, levantando hacia él su índice delicado, con la uña pintada de rojo—. Y, puesto que tú lo mencionas, te diré algo más. Otros en la oficina se han dado cuenta también. Lo sé. Llevas en la empresa más tiempo que yo, y pensaron en ti para el puesto de jefe de copia..., y te rechazaron. Y me han dicho confidencialmente que están pensando en que te vayas. ¿Significa esto algo para ti?
—Sí, sí que significa. Significa que he estado amamantando a una víbora. Creo recordar que fui yo quien te consiguió este empleo, y que tuve incluso que convencer a Blaisdell de tu capacidad para hacer el trabajo. Fuiste agradecida conmigo, entonces... ¿Recuerdas aquellas escenas apasionadas en el vestíbulo de tu residencia?
—¡No seas asqueroso!
—Ahora la pasión ha muerto; también cualquier posibilidad de ascenso, y parece que mi trabajo se va a pique también. Con la querida Adriann de amiga, ¿quién necesita un enemigo...?
—¿SABEN?, HAY COSAS QUE VIVEN EN EL SUBTERRÁNEO...
La voz era ronca y temblorosa, sonó de pronto a sus espaldas, en la plataforma que supusieran vacía, sobresaltándoles. Adriann murmuró algo y se volvió rápidamente. Había una zona de total oscuridad junto al cubo de los papeles, y ninguno de los dos había advertido al hombre que estaba sentado junto a la pared. Éste hizo un esfuerzo y se puso en pie.
—¿Cómo se atreve? —dijo Adriann, casi a gritos, furiosa y sobresaltada—. ¡Ahí escondido, interrumpiendo una conversación privada! ¿No hay policía en esta estación?
—Hay cosas, sabe —dijo el hombre, ignorándola y haciendo una mueca a Chester. Su cabeza se inclinó como señalando a alguna parte.
Era un vagabundo, uno de los componentes de aquella horda de desgraciados que había invadido Nueva York cuando el Bowery fue destruido y la luz penetró en aquella calle atestada de desechos humanos. Fotófobos, se fueron tambaleando, en busca de la oscuridad. Para muchos de ellos, las sombrías cavernas de los subterráneos representaron un refugio. Había coches con calefacción para el invierno, lavabos, esquinas silenciosas donde derrumbarse. El que se había dirigido a la pareja llevaba el uniforme de los de su condición: pantalones sucios y sin botones chaqueta arrugada, atada con una cuerda por cuyo cuello asomaban diversas prendas interiores, zapatos cuarteados con las suelas desclavadas, piel oscura y tan arrugada como la de una momia, con una línea de suciedad en cada grieta. Su boca era un negro orificio, con los escasos dientes sobrevivientes plantados como sucias piedras sepulcrales a la memoria de sus hermanos desaparecidos. Examinándolo detalladamente, el hombre tenía un aspecto repugnante; pero era algo tan común en la ciudad como las papeleras o los túneles.
—¿Qué clase de cosas? —preguntó Chester, mientras rebuscaba en los bolsillos una moneda con la cual comprar su libertad. Adriann les dio la espalda.
—Cosas que viven en la tierra —dijo el vagabundo, y sonrió tontamente, llevándose un dedo a los labios—. Los que lo saben no hablan nunca sobre ello. No quieren atemorizar a los turistas, ¡oh no...! Escamas, garras, aquí, en la oscuridad del subterráneo.
—¡Dale dinero..., deshazte de él..., esto es horrible! —dijo Adriann, agudamente.
Chester dejó caer unos peniques en la mano extendida, cuidándose de no tocar aquella piel mugrienta.
—¿Qué hacen esas cosas? —preguntó, no porque le importase realmente, sino para enojar a Adriann. Lo empujaba a hacerlo aquel sadismo suyo, viejo ya.
El vagabundo frotó las monedas una contra otra.
—Viven aquí escondidas, al acecho. Eso es lo que hacen. Es conveniente darles algo cuando uno se encuentra como usted ahora, solo a altas horas de la noche y cerca del final del andén. Peniques, por ejemplo; póngalos aquí, en el borde donde puedan alcanzarlos. Las monedas de diez centavos también sirven, pero no las de cinco, como estas que me ha dado.
—Te estás tragando una buena tontería —dijo Adriann, furiosa ahora que el primer sobresalto había pasado—. Vamos, despégate de ese vago.
—¿Y por qué sólo peniques y monedas de diez centavos? —preguntó Chester, interesado, a pesar de todo. Estaba muy oscuro, al borde del andén. Cualquier cosa podía estar oculta allí.
—Los peniques, porque les gustan los cacahuetes, y con ellos los pueden sacar de las máquinas cuando no hay nadie. Las monedas son para las máquinas de cola; la beben a veces en lugar de agua. Los he visto...
—Voy a buscar a un guardia —resopló Adriann, y taconeó decidida. Pero se detuvo a los pocos metros. Ambos hombres la ignoraron.
—Vamos —dijo Chester al vagabundo, que se pasaba una mano temblorosa por el sucio cabello—, no irá a pensar que me lo creo. Si esas cosas comen tan sólo cacahuetes no hay razón para tenerles miedo.
—Yo no dije que eso era todo lo que comían. —La mano mugrienta se aferró a la manga de Chester antes que éste pudiera evitarlo y tuvo que apartar la cabeza de aquel aliento repugnante cuando el mendigo se inclinó para susurrar—: Lo que en realidad les gusta comer es GENTE, pero no se meterán con usted siempre que les deje algo. ¿Le gustaría ver uno?
—¡Después de esta introducción es lo menos que puedo hacer!
El vagabundo fue tambaleándose hasta el cubo de los papeles, ancho como un tronco, gris verdoso y con dos compuertas semiesféricas en la parte superior.
—Tiene que ser una ojeada rápida, porque no les gusta que los miren —dijo el hombre, y empujó una de las dos compuertas.
Chester retrocedió, atónito. Había sido una visión brevísima... ¿Había, en realidad, visto dos rojas manchas brillantes, separadas un palmo una de otra, semejantes a ojos monstruosos? ¿Era posible que...? No. Todo aquello era demasiado ridículo. Se oyó el distante retumbar de un tren.
—Magnífico, compañero —dijo, y arrojó unos peniques cerca del borde del andén—. Esto les proporcionará cacahuetes por un tiempo. —Se reunió rápidamente con Adriann—. La historia mejoró después que te fuiste, ese pillo asegura que una de las cosas está escondida en el cubo de los papeles. Así que les dejé un regalito..., por si acaso.
—No sé cómo puedes ser tan estúpido.
—Estás cansada, querida. Empiezas a enseñar las uñas. Y también te muestras monótona.
El tren se oía ya más cerca, y empujaba ante sí una nube de aire enrarecido, casi como el olor de un animal... Nunca se le había ocurrido pensarlo.
—Eres estúpido y supersticioso. —Adriann tuvo que alzar la voz sobre el rumor creciente del tren—. Eres la típica persona que toca madera, que nunca pisa las rayas de la calle y que se preocupa cuando se cruza un gato negro.
—Por supuesto. Nada de esto perjudica. Ya hay suficiente mala suerte alrededor de uno para no tener que ir buscando más. Es probable que no haya ninguna COSA en esa papelera..., pero no voy a meter la mano para comprobarlo.
—¡Completamente ridículo!
Era tarde. Chester estaba cansado y con los nervios un poco descompuestos. El tren se detuvo a su espalda con un estremecimiento. Corrió hacia el final del andén rebuscando en el bolsillo y sacando todo el cambio que le quedaba.
—Escucha —gritó, abriendo unos centímetros la compuerta de la gran papelera y arrojando dentro las monedas—. Dinero. Muchos centavos y peniques. Mucha cola y cacahuetes. Pero atrapa y cómete a la primera persona que se acerque.
Detrás de él, Adriann reía. Las puertas del tren susurraron al abrirse y el vagabundo se deslizó dentro.
—Éste es tu tren —dijo Adriann, riendo todavía—. Tómalo antes que las COSAS te atrapen. Yo espero el de circunvalación.
—Toma —dijo él, enojado aún, tendiéndole el periódico—. Eres tan simpática y tan poco supersticiosa. Veamos cómo lo tiras al cubo. —Y saltó dentro del tren, un segundo antes que las puertas se cerrasen.
—Por supuesto, cariño —gritó ella, con la cara roja por la risa—. Y se lo contaré a todos mañana en la oficina. —Las puertas se cerraron cortando el resto de sus palabras.
El tren retembló un poco y empezó a moverse. A través del sucio cristal vio cómo se dirigía al cubo de los papeles. Una columna le impidió ver, y el tren empezó a tomar velocidad.
La vio de nuevo, y ella continuaba con la mano sobre la tapa... ¿O era que había metido el brazo hasta el codo? Era difícil decirlo, con aquel cristal tan sucio. Otra columna. El tren empezaba a ir muy de prisa. Otra ojeada, y con aquel cristal sucio y la poca luz no podía estar seguro, pero parecía que ella se había inclinado y metía la cabeza en el cubo.
Aquella ventana no servía. Corrió a la ventanilla frontal, que tenía el cristal algo más limpio. El tren casi había salido de la estación, balanceándose al tomar velocidad, y él tuvo una última visión, antes que la hilera de columnas se convirtiese en una bruma espesa que impedía por completo la visión.
No podía estar metida hasta la cintura en el cubo. La abertura no era lo suficiente grande como para que una persona cupiese allí. Pero, ¿cómo explicar entonces que todo lo que él había visto era su falda y sus piernas moviéndose frenéticamente en el aire?
Desde luego había sido tan sólo una visión borrosa, y debió confundirse. Se volvió hacia el vagón vacío. No, vacío no. El vagabundo cabeceaba en un asiento, dormido ya.
Aquel andrajoso, sin embargo, levantó la cabeza y le sonrió con una mueca de complicidad, cerrando los ojos de nuevo. Chester fue hasta el otro extremo del vagón y se sentó. Bostezó y se encogió en un rincón.
Podía cabecear una siesta hasta llegar a su estación; siempre se despertaba a tiempo.
Sería estupendo que el puesto de jefe de copia estuviera aún vacante. Tendría dinero extra...


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