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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO LAS MIGAJAS DE TODO UN AñO (por Dylan Thomas )
Suspendido como si estuviera en una hamaca, entre una Navidad para siempre concluida y un Año Nuevo cada vez más cercano y repleto de sorpresas implacables, a mi antojo y con alegría picoteo por encima de esos doce meses ya marchitos y veo tan solo retazos movidos como un vals de los tiempos achispados, destellos de paisajes, brillos de extraños peces, pedazos y cuadrados a vista de bardo.

De lo que traiga el Año Nuevo nada sé, con la salvedad de que todo lo cierto ha de llegar como el trueno o como los cometas, en forma de tréboles de cuatro hojas, y que todos los imprevistos aparecerán con la certeza del sol que cada mañana se despereza en el cielo; de lo pasado, conozco tan solo fragmentos entrevistos de refilón y telas a cuadros con efélides, motas y manchones, chispazos y espuma; un único segundo atrapado en la maldita luz de la ventisca, un instante de alegría o de pesar clavado e inmóvil en la curva de su vuelo, como el ave o la guadaña; las hojas esparcidas como la espuma y el revoloteo de los papeles perdidos, un medio galope, las riñas, las persecuciones de la gente por la calle de cualquiera; de súbito, el modo en que un grotesco golpe de viento azota y hiela en una esquina las ropas de una transeúnte y ella permanece en el recuerdo, fría y quieta hasta que el mundo se apague como la luz de la noche en una guardería; y una pareja que camina como dos patos con sus nimias ocurrencias, más cómicos que los patos que graznan de camino por nuestros días calamitosos; ápices y pizcas y esquirlas.
«Recuerda, recuerda —claman las gruesas voces—, recuerda ese año negro y colosal.» Mientras, resuenan las fanfarrias y las marchas fúnebres.
Tan solo puedo ofreceros unas pobres migajas de todo un año, y la melodía de las flautas.
Para empezar, cualquier recuerdo de este año largo y revuelto tendrá que ser suficiente.
Una tarde de agosto iba caminando por la orilla de un río, e iba dándole vueltas a los mismos pensamientos que suelo tener cuando camino a la orilla de un río en una tarde de agosto. Caminaba e iba pensando: es agosto y camino a la orilla de un río. No creo que estuviera pensando en ninguna otra cosa. Debiera haberme dedicado a pensar en lo que debiera estar haciendo, pero tan solo pensaba en lo que hacía entonces, y no me pareció mal: aquello era bueno, y normal y corriente, y lento, y perezoso, y antiguo, y cierto, y lo que de hecho estaba haciendo podría haberlo hecho mil años antes, caso de haber estado vivo entonces y ser el que soy o cualquier otro hombre.
Cualquiera habría dicho que el río tintineaba: casi se oían las rápidas, verdes campanillas que repicaban dentro, y podría haberse tratado del río Elusina, «que baila al compás de la Música, pues con Música borbotea, baila y se torna arenoso, y así prosigue hasta que cesa la Música...», o podría haber sido aquel río «de Judea que corre veloz los seis días de la semana, y que se remansa y se detiene y descansa cuando llega su Sabbath».
Se mecían los árboles o estaban quietos, crecían, sabedores, y sus nombres yo nunca los llegué a saber. (Conste que con un amigo, una vez, comencé a escribir un poema que decía así: «Todos los árboles son robles, con la sola excepción de los abetos».) Los pájaros andaban atareados o dormidos en pleno vuelo, en el cielo. (Y el poema continuaba así: «Todos los pájaros son petirrojos, con la sola excepción de los cuervos, o los grajos».) Hacía la naturaleza lo que estaba haciendo, y no pensaba más que en eso. Y yo caminaba pensando que caminaba, y que para estar en agosto no hacía mucho frío. Y vi entonces, llevado por la corriente, un trozo de papel, y pensé: Tal vez algo maravilloso esté escrito en ese papel. Estaba a solas en el territorio de las grosellas, solo en tres verdes kilómetros a la redonda, y un mensaje venía flotando hacia mí sobre el agua de color atigrado que corría por en medio de los campos punteados por las bostas de las vacas, campos en que de lejos se oían los mugidos. Era un mensaje llegado desde un lugar ignoto y multitudinario hasta mi solitario ser. Alargué el bastón, prendí el papel y lo acerqué a la orilla. Era una página arrancada de un periódico viejísimo. De eso no me cupo duda. Me incliné y leí, a través del agua, el mensaje que contenía la página ondulante. Con cierta dificultad desentrañé una única frase: conmemoraba el hecho de que cien años atrás, en Worcester, un hombre se había comido de una sentada, por una apuesta, veintiséis kilos de ciruelas.

Y cualquier otro recuerdo de este año largo y en curso tendrá que ser suficiente para continuar.

Me vinieron a las mientes los fulgores y el ataque aéreo pacífico del 5 de noviembre, el Día de Guy Fawkes, los individuos por las calles y las horquetas en el aire, cuando las girándulas y los buscapiés y los petardos estallaban en las zonas más castigadas. Pocos son los cohetes, pero estallan entre los tejados, sobre el muro de la noche sin guerra. «Un penique por Guy.» «No, si ese es mi padre.» El gran chiste revienta y se apaga humeante. Explota Sirio en el patio, junto al cobertizo. Las señoras timoratas se sientan en las salas con el octavo canal puesto a todo volumen. Los hombres, de retirada, bufan bajo las mantas. En los descuidados jardines de los muy adinerados, el segundo mayordomo enciende una bengala. Por la calle de cualquiera los niños intrépidos se ponen a chillar cuando se producen las pequeñas incursiones domésticas. Yo en cambio estaba en la cima de una colina en la que echaban leña al fuego hambriento donde ardía el monigote de Guy: astillas, palos, buscapiés, pero la hoguera de Guy clamaba pidiendo más; en su vientre ardiente restallaban los charcos sulfurosos, y sus cabellos espinosos habían prendido. Se movía de acá para allá, soltaba ruidos de lo más normal. Pasó largo rato muriéndose en la cima de la colina, sobre los campos iluminados por las estrellas, en donde corría el río atigrado sin mensaje alguno, con las campanas y las truchas y las latas y los brazaletes y la literatura y los gatos, todo revuelto en su lecho, camino de un mar que nunca dejabas de oír.
Y en cierta ocasión, en este año largo y en disolución, recuerdo haber tomado un autobús londinense desde un barrio que he olvidado, y en donde, ciertamente, poco o nada bueno podía estar haciendo, para llegar a tiempo a una cita que no deseaba atender.
Era una resplandeciente y verde mañana de primavera, ágil y azafrán, en la que todas las mujeres jóvenes caminaban sobre los tallos desnudos de las flores, los verdecientes céspedes metropolitanos, balanceando sus bolsos como cántaros de leche, gentiles, caprichosas, incitantes, accesibles, dispuestas a perdonar todos los gestos de saludo enérgicamente contenidos antes de ser hechos o incluso imaginados, y asintiendo, mientras caminaban con recato y perdidas en sus ensoñaciones hacia el salón de manicura o la oficina donde trabajaban de mecanógrafas, para reconocer todos los ardientes piropos que no llegaron a barbotar los desconocidos más o menos impresentables, y los guiños y los silbidos de los vendedores de bocadillos con la pezuña hendida. El sol taladraba el aire, los autobuses cabeceaban, los policías y los dientes de león se inclinaban ante una brisa que sabía a mantequilla y a nata. Una algazara delicada salpicaba y se derramaba desde los bares y los cafés que todavía no estaban abiertos. Me sentía como un joven dios. Me desabroché el pasador del cuello y me abrí la camisa. Me eché atrás el pelo. Había una pajarera en mi corazón, solo que sin búhos ni águilas. Me ardían las mejillas, coloradas como las cerezas, y pensé que olía a rosas silvestres. Al son de los madrigales que cantaban sopranos esbeltas en valles con cataratas, en donde era yo el único tenor, subí de un salto al autobús. El autobús iba lleno. Despreocupado, con el cuello desabrochado y los ojos brillantes, las venas rebosantes de primavera, como los zapatos de las bailarinas debieran estar rebosantes de champán, me puse de pie, enamorado, a mis anchas, siempre joven, en el piso inferior, atestado de viajeros. Y un hombre exactamente de mi edad, o puede que algo más mayor, no mucho, se levantó para ofrecerme su asiento. Con voz respetuosa, como si fuese un viejo juez de paz, me dijo: «Por favor, tome mi asiento», y seguidamente añadió: «Señor».
¡Cuántas variedades de incontables derrotas y desilusiones no habré olvidado! ¡Cuántos matices y cuántas formas de la policroma casa de las cebras! ¡Cuántas levitas no se habrán quedado olvidadas en el guardarropa de hombres a lo largo del año!
Y el año de un hombre cualquiera es como el país de una nube, delimitado en el mapa del cielo, que en un visto y no visto se desvanecerá en un despilfarro acuoso pero ordenado, en un torbellino, en esas tinieblas que son la luz. Ahora vuela la nube muy despacio y se pierde, deja de verse, y recuerdo toda esa geografía del viaje donde no hubo colinas matinales con palacios, ni enormes valles mullidos bajo el sol poniente, ni bosques colmados de pájaros bulliciosos, páramos llenos de venados, prados alegres y legendarios, aviones como toros, sino tan solo aquella calle cercana a la estación de Waterloo en donde un chiquillo con pantalones cortos y un casco de acero empujaba un carrito lleno de leña y gritaba con voz desapasionada a todos los transeúntes: «¿Y su cola? ¿Dónde está?».

La charca del estuario bajo el castillo desmoronado, en donde se revolcaban los niños del mes de julio en un fango primigenio, chillando y chapaleando, y la vida inferior, mucho antes de los tritones, bullía en sus manos.
El sendero crujiente que atravesaba el campo cubierto por la nieve de diciembre, en la más profunda oscuridad, por donde caminamos sobre los cristales como fantasmas sobre tostadas secas.

La fila única que corría junto a la orilla del río, verde primaveral, en donde los ratones acuáticos iban en fila india a trabajar, y en donde los ratones de campo más jóvenes e impacientes, con sus chalecos resbaladizos y siempre con prisas, saltaban sobre las espaldas desgastadas de los viejos.

El café de una callejuela marcado a cuchilladas, donde un hombre daba cortes en las mejillas y mordía las orejas con la voz ronca y quejándose furiosamente, sobre un té como el alquitrán, de que el panda recién nacido en el zoo no estuviera bañado de luz.


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