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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO LA AGLOMERACIóN (por Kjell Askildsen)
Cuando leo o estoy ocupado resolviendo un problema de ajedrez, suelo sentarme junto a la ventana mirando hacia la calle. Nunca se sabe si va a suceder algo que merezca la pena presenciar, aunque es muy poco probable, la última vez fue hace tres o cuatro años. Pero también puede haber algo de distracción en lo cotidiano, y fuera de la ventana al menos hay algo que se mueve, aquí dentro sólo me muevo yo y la aguja del reloj.
Pero hace tres o cuatro años vi algo extraño, y fue lo último asombroso que he visto, aunque, como ya he dicho, no soy indiferente a las actividades más cotidianas, por ejemplo, personas que se pelean, se pegan y golpean, o personas que se desploman sobre la acera y permanecen allí porque están demasiado borrachas o enfermas para llegar a su casa, si es que la tienen; muchos de ellos no la tienen, supongo, no hay casas suficientes en este mundo.
Pero lo que vi aquella vez fue diferente. Tuvo que ser en Semana Santa o en Pentecostés, porque no era invierno, y recuerdo haber pensado que, lógicamente, esa clase de actividad estaría relacionada con una de las fiestas religiosas.
Mi ventana da a una bocacalle tan corta que puedo divisarla entera sin problemas, tengo buena vista.
Estaba mirando dos moscas apareándose en el alféizar de la ventana, lo más probable es que fuera en Pentecostés, me servía de distracción observarlas, aunque prácticamente no se movían. No me excité mirándolas, pero recuerdo bien que sí me pasaba cuando joven.
Como ya he dicho, estaba mirando las dos moscas, y acababa de tocar con mucho cuidado el ala de la hembra y luego el ala del macho sin que se dieran cuenta, lo cual me pareció extraño, pues el macho llevaba ya al menos diez minutos sentado sobre la hembra, no exagero, debería haber empleado más tiempo de mi vida en estudiar los insectos, aunque en realidad, ¿por qué? Bueno, en ese momento avisté a un hombre en la parte más lejana de la calle, un hombre que se comportaba de un modo muy chocante. Era como si estuviera batiendo los brazos, y luego gritó algo, algo que al principio no capté. De alguna manera, era un hombre sistemático, con un especial sentido geográfico del orden, porque correteaba desde la primera ventana del lado derecho de la calle hasta la primera ventana del lado izquierdo y luego continuaba hasta la segunda ventana del lado derecho y desde allí a la segunda ventana del lado izquierdo, etcétera, y llamaba a
todas las ventanas gritando algo. Era inusual y extraño, y abrí la ventana, fue antes de que se estropearan las bisagras, y le oí gritar: «Jesús ha llegado». Pero también gritaba otra cosa, algo parecido a «Yo he llegado». Y cuando se acercó más, pude oír que efectivamente era eso lo que gritaba: «Jesús ha llegado, yo he llegado». Y no paraba de corretear de un lado a otro de la calle, llamando a las ventanas que alcanzaba con la mano. Era un espectáculo indignante, la locura religiosa es indignante. La primera reacción fue tan sorprendente como adecuada: de un quinto piso, salió zumbando un taburete más o menos hacia la mitad de la calle. No alcanzó al hombre, lo cual, espero, no era la intención, pero se rompió, claro. Fue un esfuerzo inútil, pues el hombre aún se hizo notar más, tal vez le hiciera falta
esa confirmación de que estaba llevando a cabo una importante misión.
La siguiente reacción estaba emparentada con la primera, pero fue menos tajante, y no del todo carente de comicidad. Se abrió de golpe una ventana, y. una voz enfurecida gritó: «¡Está usted loco, hombre!». Fue en ese momento cuando me di cuenta de que el hombre de la calle era de hecho peligroso y despertaba instintos latentes en el prójimo. Pensé: ¿No hay por aquí una persona sensata a la que no le fallen las piernas y pueda bajar a poner fin a todo esto? Poco a poco se habían ido asomando bastantes cabezas por las ventanas que daban a la calle, pero abajo, el loco, completamente solo, seguía dominando la situación.
Yo me sentía fascinado, he de admitirlo, pero, conforme pasaba el tiempo, más por el espectáculo en la calle que por el protagonista. La gente había empezado a manifestarse, se reían y se gritaban por encima de la cabeza del pobre hombre; yo nunca había visto nada parecido en cuanto a repentino contacto social, incluso se asomó un hombre en la casa vecina que me gritó algo. Sólo capté la última palabra, «blasfemia», y, por supuesto, no contesté. Si al menos hubiera dicho algo sensato, por ejemplo «urgencias», quién sabe, tal vez hubiéramos podido establecer una especie de relación de saludo de ventana a ventana. Pero no tenía ninguna gana de establecer una relación de saludo con un hombre adulto -tenía años suficientes como para ser el hijo de mi mujer, fallecida ya hace mucho- a quien no se le ocurre nada más sensato que decir «blasfemia», aún no me siento tan solo.
Pero basta con eso. Estaba, como ya he dicho, fascinado por esa bulliciosa vida en las ventanas, me recordaba a mi infancia, entonces era mejor ser viejo, pienso, menos solitario, y, sobre todo, uno moría más o menos a la edad adecuada. En ese instante salió un hombre de un portal. Tenía prisa, y se dirigió directamente al chiflado. Lo agarró por detrás, lo dio vuelta y le pegó en la cara con tanta fuerza que el loco se tambaleó y cayó al suelo. Por un instante se hizo el silencio en la calle, como si todo el mundo estuviera conteniendo la respiración. Luego volvió el ruido, y esta vez el malestar se dirigía sin duda al asaltante. La gente no tardó en salir a la calle, y mientras el causante inmediato de todo el barullo estaba sentado, callado y desconcertado, a unos metros de distancia, se inició una acalorada discusión de la cual resultaba imposible captar los detalles, pero era obvio que también el asaltante tenía sus partidarios,
porque de repente dos jóvenes empezaron a tirarse de los pelos. Ay, fue un día muy negro para la sensatez.
Entretanto, el loco se había levantado, y mientras los jóvenes se peleaban probablemente por él, pero posiblemente por causas muy diferentes, y algunos intentaban mediar entre ellos, él retrocedía, alejándose cada vez más, hasta que llegó a la siguiente esquina. Allí dio la vuelta y echó a correr, fue un alivio, y he de decir que sabía correr.
Cuando el grupo se dio cuenta de que el hombre había desaparecido, se fue calmando lentamente, y se fue cerrando una ventana tras otra. También yo cerré la mía, no era un día caluroso. El mundo está lleno de insensatez y confusión, la falta de libertad tiene profundas raíces, la esperanza de igualdad está disminuyendo, la fuerza superior es demasiado grande, eso parece. Tenemos que estar contentos con lo bien que vivimos, dice la gente, la mayoría vive peor. Y luego toman pastillas contra el insomnio. O contra la depresión. O contra la vida. ¿Cuándo llegará una nueva estirpe que entienda el significado de la palabra igualdad, una estirpe de jardineros e ingenieros forestales que talen los grandes árboles que dan sombra a todos los pequeños, y que quiten los brotes del árbol de la ciencia?


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