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CUENTOS ORIENTALES
CUENTO CASTIDAD (por Lin Yutang)
Este relato está desarrollado de una anécdota corta que figura en libros populares de chistes y anécdotas. El cuento de la gallina figura en el original. La anécdota dice de cómo una viuda, en vísperas de recibir un arco conmemorativo, fue tentada por un criado, perdió el arco y se ahorcó.

Más allá de Suchow hay un pueblecito situado entre una cordillera de altas montañas azules, bastante denudadas, y el hermoso lago Weishan, bordeado por terrenos pantanosos. Una hilera de arcos de piedras monta a horcajadas sobre un antiguo camino.
El espectáculo es bastante común en aldeas, pueblos y ciudades chinos. Parecidos a puertas decorativas, son los monumentos de hombres y mujeres del pasado: en memoria de eruditos que alcanzaron altos honores o de mujeres famosas por su virtud. Son los arcos de la castidad, para erigir los cuales se necesita una licencia concedida directamente por el emperador, y celebran a las viudas que, perdiendo a sus esposos en plena juventud, fueron fieles durante toda su vida al recuerdo de éstos. Los hombres admiran tanta constancia, pero esta narración demostrará cuan difícil es poseerla.

- Entra, Meihua - gritó la joven señora Wen a su hija -. Estar todo el tiempo en la puerta de calle no es comportamiento propio de una muchacha crecida, de tu edad.
Meihua entró cabizbaja, avergonzada. Era una muchacha extraordinariamente bella, de alegres labios rojos, blancos dientes parejos y una tez de capullo de duraznero. Franca, independiente y empecinada, pertenecía al tipo que sólo se produce en el campo.
Aunque tenía la cabeza gacha al entrar, y sus pasos eran desganados, el corazón le aleteaba aún.
- Hay otras muchachas que están mirando - dijo a su madre, defendiéndose, y se calló.
Una compañía de soldados pasaba por la calle, compuesta de unos setenta u ochenta hombres. La estrecha calleja resonaba con el ruido de los pies sobre el pavimento de guijarros. Hombres y mujeres hablan salido de sus casas para mirar y preguntarse a dónde se dirigirían. Las mujeres de más edad salían afuera y se apoyaban contra la pared. Pero las más jóvenes se quedaban detrás de las cortinas de las puertas, de varillas de bambú dispuestas en enrejado, magnífico recurso para ver sin ser vistas.
Pero Meihua había salido a la calle y permanecía de pie en el encintado de piedra sobresaliente, frente a su casa, fácilmente visible para todos. El alto capitán que cerraba la marcha, rápido para distinguir una juvenil figura femenina, la vio a doce pasos de distancia. Cuando pasó, la joven de piel color capullo de duraznero le lanzó una lenta sonrisa. Él la miró y siguió marchando, pero no sin volver la cabeza para contemplar por segunda vez el hermoso rostro de la joven.
Su brigada había llegado a Suchow desde unos cincuenta kilómetros más al sur, para expulsar a una pandilla de bandidos que se ocultaban en las montañas azules y efectuaban audaces incursiones en los distritos vecinos. En un pueblecito como Hanchwang las comodidades de alojamiento para los soldados eran limitadas. Había disponibles varios templos, pero los oficiales se albergarían en hogares donde por lo menos pudiesen dormir en camas cómodas.
El capitán estaba pensando en eso, y se le puede perdonar que volviese la cabeza para mirar a la muchacha e identificar la casa. Habiendo alojado a los soldados, apareció esa tarde en la casa de la joven y preguntó si podía abusar de la hospitalidad. Era una casa ocupada por dos viudas, la madre y la abuela de la muchacha, pero él no lo sabía.
Explicó la situación. La campaña podía durar un par de meses, y él estaría ausente la mayor parte del tiempo, pero cuando se encontrase en el pueblo les quedaría sumamente agradecido si le pudieran encontrar un lugar donde dormir. Se dijeron mutuamente los nombres y el capitán descubrió, para su sorpresa, que no había un solo hombre en la casa.
La muchacha que vio esa mañana estaba presente, excitada y esperando que su madre y su abuela dijeran que sí. La abuela era una mujer arrugada, de unos sesenta años de edad, que llevaba una cinta de terciopelo negro en torno de la cabeza. La madre, la señora Wen, era alta y un tanto delgada, todavía bella. Frisaba en los treinta y cinco años, era de nariz extraordinariamente alta y bien conformada y pequeña boca sensible.
Parecía una versión refinada y sazonada de la joven, con la juvenil vivacidad apaciguada y el fuego emocional serenado - pero no sumergido -, y cuidadosamente discreta y educada. Se había cubierto el rostro con un velo de impasibilidad, y si había el estremecimiento de una sonrisa cuando el capitán la miraba, sus labios se tornaban inmediatamente rígidos. Sus rápidos ojos inteligentes dieron al capitán la impresión de un misterio que valía la pena desentrañar.
Para esa familia de tres generaciones de mujeres era una idea levemente novedosa la de aceptar a un hombre desconocido, pero una sola mirada al joven oficial hacía que a cualquier corazón femenino le resultara fácil abrigar la idea. El capitán era alto y esbelto, de anchos hombros, facciones sumamente regulares y una masa de cabellos negros como el azabache. No era el tipo fornido, analfabeto, amigo de lanzar escupitajos, blasfemador y perdonavidas que a menudo se encuentra en el ejército, ni tampoco remilgado y rígido y sostenido por una dignidad artificial, como otros.
Graduado en la Academia Militar de Peiyang, su conversación era culta y sus modales bien educados. Se llamaba Li Sung; Sung era su nombre personal.
- No molestaré a las señoras con las comidas. Lo único que necesito es una cama, un buen lugar para lavarme y, de tanto en tanto, una taza de té.
- Esta no es una casa que le convenga, oficial - dijo la joven señora Wen -. Pero si no le importa, nos alegrará que se hospede con nosotras siempre que esté en el pueblo.
La casa era bastante vieja y un tanto oscura. Los muebles eran elegantes, pero desnudos; la madera estaba descolorida por efecto del excesivo fregado, pero la casa era limpia, ordenada y bien dirigida. Por cierto que podían proporcionarle un catre de bambú en el vestíbulo delantero, y Meihua dormiría en el patio interior con su madre.
La presencia de la abuela sería una garantía contra cualquier murmuración.
Cuando las dos viudas vieron al capitán, su primer pensamiento fue: He aquí un hombre para Meihua, porque ésta había llegado ya a una edad en que debía casarse o comprometerse. La muchacha era de una belleza notable; tenía la nariz bien formada y los ojos vivaces de la madre, pero no el refinamiento de facciones de ésta. Tenía muchos admiradores, y lo sabía. Se la conocía como una joven deseable en edad de matrimonio. Pero había una superstición en cuanto a los desdichados hombres de esa familia Wen. Ya existían dos viudas en la familia, porque tanto el abuelo como el padre murieron poco después del casamiento. Puesto que tal cosa había ocurrido dos veces, podía volver a suceder una tercera, y el hombre que se casara con Meihua estaría prácticamente planeando su suicidio. Como carecían de propiedades, aparte de la casa, la gente no se mostraba interesada. Los jóvenes que se sentían atraídos hacia Meihua eran siempre desalentados por sus padres, cuando se les sugería la cuestión del compromiso con ella. Y de ese modo había crecido hasta convertirse en una alegre muchacha de diecinueve años en cuyo favor nadie había dicho nunca una palabra.
Un gran cambio se produjo en la casa de estas tres mujeres cuando llegó el capitán Li Sung. Éste prestaba suma atención a Meihua y gozaba con la compañía de las mujeres.
Se mostraba cortés y respetuoso con la abuela y caballerescamente encantador con la joven señora Wen. Era un buen conversador, y, en el amor, ruidosamente jovial, divertido y exuberante. Llevó a la casa de las viudas una voz viril y una risa resonante, tales como hacía muchos años que las mujeres no escuchaban. Ciertamente, éstas esperaban que se quedase para siempre.
De regreso del campamento, el capitán encontró a la señora Wen en el vestíbulo interior. Había una pequeña biblioteca en la que se veía un surtido de clásicos y de literatura general. Algunos eran volúmenes grandes, de antiguas ediciones de tipos de madera, y aparente-' mente poco apropiados para ser leídos por mujeres. Había algunas novelitas y dramas baratos, y unos libros infantiles, y la colección era vulgar y nada distinguida. Señalando los volúmenes, dijo a la señora Wen:
- Tiene una buena colección de libros.
- Oh, mírelos, si quiere. Pertenecían a mi esposo.
- ¿Y estos libros infantiles? - Parecía haber más volúmenes de ésos de los que se esperaría encontrar en una casa sin niños.
La viuda se ruborizó levemente.
- En realidad no he tenido mucha educación. Pero doy lecciones a niños pequeños y a muchachas jóvenes.
Era perfectamente evidente. Había un ejemplar de las Analectas para Muchachas, varios del clásico Deberes Femeninos, de la historiadora Pan Chao, del siglo dos, y tres o cuatro de Modelos de Conducta Familiar, de Szema Kwang, el tipo de libros usados en la educación de las jóvenes.
- ¿Así se gana la vida? Es sorprendente. Me preguntaba cómo ustedes, madre y nuera, se mantenían. La señora Wen rió.
- Oh, una se las arregla. Cuando mamá y yo éramos más jóvenes, solíamos hacer bordados. Ahora doy lecciones en casa. Las muchachas vienen y se van. Las lecciones son sumamente irregulares; algunas duran varios meses, otras un año, aproximadamente. Las familias me envían sus hijas porque saben que yo les doy una correcta instrucción moral; precisamente lo que las chicas necesitan para llegar a ser buenas nueras.
El capitán estaba abriendo en ese momento la gran colección Sentencias Reunidas de Chu Ski, un libro favorito de los moralistas confucianos, pero más filosófico que la mayoría, cuando la señora Wen dijo:
- Ése perteneció a mi esposo. No es para nosotros. Ya le dije que no he tenido muy buena educación. Lo único que una mujer necesita, en ese sentido, es un conocimiento de las cosas esenciales: los deberes de una madre, de una esposa, de una hermana, de una hija y de una nuera, y los principios de la piedad filial, de la obediencia, de la castidad y demás.
- Estoy seguro de que sus alumnas deben de estar bien instruidas en tales principios. Su esposo debe de haber sido un confucianista estricto.
El tema parecía ser penoso para la viuda, y no respondió. Su conversación, que era una mezcla de modestia y orgullo, y su aspecto juvenil y fácil amistosidad, habían producido una encantadora impresión en el capitán. Éste estaba enamorado de la hija, pero se daba cuenta de que la madre era más refinada y tenía en sí la fuerza de la paciencia, nacida del dolor, y una verdadera apreciación de las cosas más delicadas, que, por un feliz equilibrio, la hacían sentirse satisfecha con su suerte. No sabía hasta ese momento que las viudas en casa de quienes se hospedaba tenían una posición única en el clan, ni que los miembros de dicho clan habían iniciado un movimiento para obtener para ellas un arco de castidad.
Luego de su regreso de Lincheng, el capitán descubrió que en el fondo de la casa había una huerta a la que se llegaba por la cocina. Una mañana Meihua había salido de compras y el capitán no la vio.
Preguntó dónde estaba la abuela, aunque pensaba en Meihua.
- Creo que está en la huerta. Venga a verla - dijo la señora Wen.
La huerta era sumamente espaciosa en proporción con la casa. Había algunos perales, algunos arbustos de flor e hileras de coles, puerros y otros vegetales. Estaba cercada por los muros de las casas vecinas, pero en el costado del este una puerta lateral comunicaba con una estrecha calleja. Junto a la puerta había una estructura de una sola habitación, que parecía la casa del guarda, y más allá se hallaba el gallinero. La abuela estaba sentada en un viejo sillón de madera, gozando del sol, y la señora Wen, vestida pulcramente de negro, con el cabello retirado de las sienes, a la moda de esos días, se paseó por el jardín con el capitán. En su rostro había una curiosa mezcla de modestia y orgullo que resultaba encantadora, y en su mirada se veía un suave resplandor. El capitán estaba completamente seguro de que la mujer habría podido volver a casarse en cuanto se le ocurriera.
- ¿Y usted sola cuida toda esta huerta?
- No - replicó su anfitriona -. Lo hace el Viejo Chang.
- ¿Quién es el Viejo Chang?

- Nuestro jardinero. A veces, cuando tenemos melones y pepinos y coles para vender, los cambia por buen dinero. Es el hombre más honrado que conozco. - Señalando la habitación de junto a la puertecita, dijo: - Duerme allí.
En ese momento el jardinero apareció por la puerta lateral. Estaba desnudo hasta la cintura, y sus músculos bellamente bronceados relucían al sol. Tenía unos cuarenta años de edad y su coleta estaba enrollada en torno a la cabeza, a la moda campesina. Tenía ese rostro honrado que resulta claramente agradable en cualquier parte que aparezca. Lo que es más, era un rostro libre de preocupaciones, y su piel era fresca y firme.
La señora presentó el Viejo Chang al capitán, pues era el nombre familiar con que se llamaba al jardinero. Yendo hacia el pozo con brocal, el hombre subió un cubo de agua y, tomando una calabaza, bebió un poco, vertiéndose el resto en las manos para lavárselas. Resultaba encantador contemplar la sencillez de sus acciones. Mientras bebía, el sol brillaba sobre sus limpios y hermosos músculos, y el capitán vio que los sensibles labios de la señora Wen se estremecían.
- No sé qué haría sin él - dijo la señora Wen -. No quiere cobrar jornales. No tiene a nadie para mantener, y lo único que necesita son sus comidas y un lugar donde dormir.
Dice que no tiene ninguna necesidad de dinero. Cuando vivía su madre, ella solía alojarse en nuestra casa, y él era un buen hijo. Ahora está completamente solo y sin parientes. Nunca he visto a nadie tan limpio y honrado e industrioso. El año pasado le cosí una chaqueta y tuve que convencerlo para que la aceptara. Hace por la familia más de lo que recibe de nosotros.
Después del almuerzo, cuando el capitán volvió al jardín, el Viejo Chang se encontraba arreglando el gallinero. Li Sung se ofreció a ayudarle. Más tarde le divertía pensar que el gallinero tuviese tanta relación con el futuro de la señora Wen, tan importantes son los pequeños detalles de nuestra vida.
Se puso a hablar con el jardinero acerca de la señora Wen.
- ¡Qué mujer! - exclamó el Viejo Chang, parlanchín -. Si no hubiese sido por ella, mi madre no habría tenido una vejez tan cómoda y dichosa. Se dice que el Tutor Imperial Wen les conseguirá un arco de castidad. La anciana señora Wen perdió a su esposo cuando tenía veinte años; su hijo único se casó con mi señora. Hace ya mucho tiempo, pero me han contado que él se estaba peinando una mañana, y de pronto cayó muerto al suelo. La joven señora Wen se convirtió en una viuda a la edad de dieciocho años, y estaba esperando un hijo. Pero fue una niña. Nadie querría que una mujer tan joven fuese una viuda durante toda su vida. Sería inhumano, a menos de que tuviera un hijo por quien vivir y para quien llevar el apellido de la familia, y a menos de que ella lo quisiese así. Pero ella no quería. La anciana quería adoptar un niño para que su nuera continuase el fuego del altar ancestral, pero usted ya sabe lo que pasa en las familias.
Algunas medran y se multiplican, y tienen seis o siete hijos de un tirón; otras se extinguen. La gente dice que la suerte estaba en contra de los hombres de esta familia, y nadie estaba dispuesto a permitir que su hijo fuese adoptado por ellas. De modo que mi ama se quedó con la niña. He visto a Meihua crecer y transformarse en una joven tan hermosa... Capitán, ¿por qué no se casa con ella? Será una magnífica esposa para cualquier hombre que esté en condiciones de mantenerla.
Li Sung sonrió ante la simplicidad de modales del jardinero. No necesitaba que el jardinero le abriera los ojos en cuanto a los encantos de Meihua.
- ¿Y qué es ese arco de castidad?
- ¿No lo sabe? La familia Hu tiene el único arco de castidad del pueblo, y el clan de Wen se siente un tanto celoso. Escribieron al Tutor Imperial Wen acerca de estas dos viudas de su propio clan. La anciana viuda mantiene su viudez hace ya cuarenta años.

Se dice que el tutor imperial pedirá al emperador que haga erigir un arco de castidad en honor de ellas.
- ¿Es cierto?
- ¿Por qué habría de bromear con usted, capitán? ¿Es esto algo que se preste a bromas?
¿Que una mujer sea honrada por el propio emperador? Dicen que el emperador concede, por lo general, mil taels de plata juntamente con el permiso para levantar el arco. Entonces ella será rica y respetada. Y se lo merece. Mi ama es joven y hermosa, y a muchos hombres les gustaría desposarla. Ha preferido quedarse en la familia Wen por su anciana suegra, para servirla en su vejez, antes que volver a casarse y dejarla sola. Es imposible dejar de admirarla por eso. Ese será el motivo del monumento. Y entonces ella tiene la esperanza de que, cuando se case Meihua, podrán mantener encendido el fuego del altar de los antepasados de su esposo. ¡Qué mujer!
El capitán iba y venía, aunque estaba más interesado en perseguir a Meihua que a los bandidos. Meihua amaba a Sung como si ninguna muchacha antes que ella hubiera amado, y Sung estaba absolutamente cautivado. La muchacha no trataba de ocultar su amor y admiración por él; le decía qué admiraba en él y por qué. Puede que en otras mujeres que el capitán conoció eso fuese artificio, pero uno puede intuir cuándo una mujer es totalmente sincera, y el capitán no podía dejar de sentirse halagado. Meihua era infantil, vivaz y a veces francamente traviesa. Todo eso hacía que resultase sumamente encantadora para el capitán.
El amor de ellos era evidente para sus mayores, por supuesto, gracias a la conducta de la muchacha y a la actitud más contenida pero igualmente palmaria del capitán. Como Li Sung tenía ya veintisiete años y estaba soltero, la abuela se sentía convencida de que esa unión estaba predestinada.
Naturalmente, se tomaron todas las precauciones posibles para impedir cualquier incorrección. La abuela dormía en la habitación occidental, y la señora Wen y su hija lo hacían en la habitación oriental del patio interior. En cuanto terminaba la cena se corría el cerrojo de la puerta del patio interno, y la señora Wen adoptaba además la precaución de correr el de su propia alcoba. Pero la madre se engañaba. Li Sung permanecía a veces en el campamento, a fin de poder encontrarse con la joven afuera. Meihua desaparecía en ocasiones por la tarde y regresaba a deshora para la cena. Tales irregularidades coincidían siempre con los días en que el capitán supuestamente se encontraba fuera de la ciudad.
Una noche llegó a la casa dos horas después de la de la cena, porque corría el mes de julio y los días eran largos. Siguiendo un camino que conducía fuera del pueblo, Sung y Meihua se internaron en una senda umbría que contorneaba un estanque y se dirigía directamente hasta la boscosa falda de una colina. Era una tarde gloriosa, y la mordedura del sol de mediodía se había apaciguado; soplaba una deliciosa brisa en el bosque de abetos, en el que se erguían rocas cubiertas de brillante musgo verde. En la distancia, más allá del estanque y de sus verdes orillas, se extendía el hermoso lago.
Con el capitán a su lado, la vida era completa para Meihua. Ya se habían jurado amor eterno. La muchacha le contó a Sung cuan famosa había sido su madre en la juventud por su belleza, cuántos hombres le habían propuesto matrimonio y recibido una negativa, y luego agregó lo siguiente, que sonó extrañamente en los oídos del capitán:
- Si yo hubiera estado en su lugar, me habría vuelto a casar hace mucho tiempo.
- ¿No estás orgullosa de tu madre?
- Por supuesto que lo estoy. Es que creo que una mujer debe tener un hogar con un hombre, y no vivir como vive ahora. Quizás he oído hablar tanto en casa de las ideas confucianistas, que ya estoy cansada de ellas.

Meihua era joven. Ningún ejemplo establecido por una abuela bienaventurada y por una madre en camino a la bienaventuranza podía aplastar la primavera que bullía en su juvenil corazón.
- Después de todo - dijo Sang - es preciso que una mujer sea virtuosa para hacer lo que ella ha hecho.
- ¿Para qué crees que es una muchacha? - replicó Meihua rápida y vivazmente -. Para casarse y tener un hogar e hijos, ¿no es cierto? A mamá debe de haberle resultado penoso perder a papá cuando ella era tan joven, especialmente teniendo en cuenta que somos tan pobres. No puedo dejar de admirarla por eso. Pero...
- ¿Pero qué?
- No creo en los arcos de castidad. El capitán lanzó un rugido.
- Cuando crecí pensé en eso. Mamá es una mujer ambiciosa y sumamente severa consigo misma. Se consigue una especie de distinción cuando se es una viuda casta, y creo que mamá se envanece de ello. No sé por qué hablo de este modo.
Sung le preguntó a la joven acerca del arco de castidad que el clan estaba esperando para su madre y su abuela.
- Me alegro por mamá - dijo Meihua -. Pero cuando nosotros nos casemos, nos iremos.
Y la salud de la abuela es tan frágil... ¿Qué hará con mil taels, viviendo sola, sin nada que esperar, salvo otros veinte años de soledad gloriosa, hasta que muera y se convierta en un sagrado cadáver?
Li Sung se sintió divertido. ¿Cómo se le puede decir que está equivocada a una joven como Meihua, con su agudo amor a la vida? Ella había compartido y presenciado la vida sin amor de la casa de las dos viudas, y quizá supiese lo que estaba diciendo.
Dándose cuenta de pronto que el sol se ponía detrás de las colinas, Meihua exclamó:
- ¡Oh Sung! Tengo que irme corriendo. ¡No sabía que era tan tarde!
Durante el siguiente período de ausencia del capitán sucedió algo. La señora Wen se había enterado, por información de vecinos, que los enamorados habían sido vistos juntos en el pueblo, y una vez en el camino que llevaba a la colina boscosa del oeste del pueblo. Nada escapaba a la mirada vigilante de la madre. Interrogó a su hija. Llorosa, la hija admitió su culpabilidad y dijo que el capitán le había prometido casarse con ella. La señora Wen fue presa de un espantoso acceso de cólera.
- ¡Jamás pensé que mi propia hija trajese tal deshonra a esta casa! Tu abuela y yo hemos establecido un ejemplo en este pueblo. ¡Y ahora tú has manchado el nombre de la familia Wen.! ¡Cómo se refocilarán los vecinos cuando se enteren de este escándalo!
¡Mi propia hija!
- No estoy avergonzada - dijo Meihua enjugándose las lágrimas -. ¡No, no estoy avergonzada de amarlo! Estoy en edad de casarme. ¡Si él no te gusta, búscame un muchacho bueno, búscamelo! Soy joven y no pienso podrirme en la vida sin amor de esta casa. ¡En cuanto a ti, madre, no veo nada de respetable en la hueca vida que tú llamas tu virtuosa viudez!
La joven señora Wen se quedó muda de asombro y desconcierto.
- ¿Qué estás diciendo, muchacha? - exclamó, tambaleándose ante el inesperado golpe de su hija.
- Sí - dijo Meihua -. Madre, ¿por qué no vuelves a casarte? Aún eres joven.
- ¡Que el rayo te corte la lengua!
Nadie sino un niño habría podido lanzar como una bomba una verdad semejante, en forma tan desnuda y directa. No tenía idea de cómo había herido a su madre, de cuan honda e inesperadamente la habían lastimado sus palabras. Para su madre, el pensamiento de volver a casarse era horrible, escandaloso, impensable.
- Durante todos estos años te he estado enseñando. Muchacha, ¿no tienes el sentido de la vergüenza?
La señora Wen se derrumbó por completo y lloró lastimosamente. Es extraño el efecto que una frase, una simple palabra, puede hacer en ocasiones. Todos los tormentos que había soportado, y que no pudo contar a nadie durante esos largos diecinueve años, salieron ahora a la superficie con las amargas lágrimas salobres. ¿Qué no había soportado? Y ahora su propia hija se reía de ella y se burlaba de sus años de sacrificio y autorrenunciamiento, cuyo precio ella sola conocía. Desde que la señora Wen era una niña no había oído a nadie poner en tela de juicio la virtud de la castidad de una viuda o la validez de sus ideales. Era como interrogar al sol. La idea de volver a casarse no era en verdad impensable, sino que no había surgido en esos largos años. Era una cuestión abandonada desde hacía mucho tiempo. Si alguna vez abrigó la idea de casarse nuevamente, la apartó rígidamente de sus pensamientos. En verdad nunca había pensado en eso - hasta ese momento.
La señora Wen cesó de reñir a su hija. Se había derrumbado en un decaimiento de desdicha. Meihua, asustada, no dijo una palabra más. Pero la madre pareció desgajarse por completo ante la burla de su hija. Lo que Meihua había dicho en cuanto a la vaciedad de la dura vida de una viuda era demasiado cierto. La madre ocultó la cabeza entre las manos, sobre la mesa, y continuó sollozando. Dejó vagar sus pensamientos. La felicidad de Meihua con el capitán era tan real y convincente ... Si ella misma hubiera conocido a un hombre así cuando era joven... ¡Qué confusión...!
La señora Wen decidió que debía esperar a que el capitán regresara a la casa. Era posible que se encontrara en el pueblo, y la joven podía ir a advertirle o incluso a huir con él. Encerró a Meihua en su habitación.
Cuando Sung volvió, tres días después, fue recibido por la señora Wen, un tanto hoscamente.
- ¿Dónde está Meihua?
- Está bien. Está adentro.
- ¿Por qué no sale?
- Estaba esperando esa pregunta - respondió la señora Wen con voz torva y los labios apretados -. Pensé que estaría usted en el pueblo, preguntándose por qué no acudía ella a la cita.
- ¿Qué cita? - preguntó Sung, sorprendido -. Acabo de llegar esta mañana.
- No finja. Lo sé todo.
Su tono estuvo tan próximo de una ira femenina contenida como nunca lo había escuchado Sung de sus labios. Hubo una vez más esa curiosa mezcla de modestia y orgullo que tanto encantaba al capitán.
Éste guardó silencio. Del fondo de la casa llegó la voz de Meihua, gritando frenéticamente:
- ¡Ábranme! ¡Estoy aquí, Sung! ¡Sálvame, Sung! ¡Ábreme - Sus gritos terminaron en un aullido.
- ¿Que es esto? - gritó Sung, y se precipitó hacia el interior. La oye golpeando en la puerta cerrada y llegaron hasta él sus lastimosos gritos.
La joven señora Wen lo había seguido al vestíbulo interior, y la abuela había salido de su habitación. Caminando lentamente hacia el capitán, la anciana dijo, con lágrimas en los ojos:
- Joven, ¿se casará con ella?
Las facciones de Sung reflejaron su sorpresa. Entonces entendió. La muchacha en la habitación continuaba gritando:
- ¡Sung, Sung, ábreme!
- Por supuesto que me casaré con ella. Y ahora, ¿quiere abrir la puerta y dejarme hablar con ella?
La puerta fue abierta y la muchacha salió y cayó en brazos del oficial, gritando:
- ¡Llévame contigo, Sung, llévame contigo!
Entonces le tocó a la madre el turno de llorar. El capitán pidió disculpas una y otra vez, y trató de consolarla, pero aparentemente el llanto de la señora Wen no tenía nada que ver con la cuestión, cosa que el capitán no pudo entender en ese momento.
Sung hablaba como si entendiera claramente su posición. Lamentaba lo que había hecho, pero nunca había pensado en otra cosa que en casarse con Meihua. Se echaba toda la culpa encima. Ansiaba el perdón de las dos mujeres. Pero ahí estaba, dispuesto a casarse con Meihua, y tenía la esperanza de ser un yerno respetuoso. Meihua estaba sentada, escandalizando a sus mayores con su felicidad.
Ahora que la crisis había pasado, la unión, en fin de cuentas, no parecía tan mala. La promesa de matrimonio del capitán hacía que la familia la aceptara. La campaña contra los bandidos terminó muy pronto.
Se hicieron arreglos con la familia del capitán, y Meihua fue casada un tanto apresuradamente en Suchow.
La mente humana es una de las cosas más impredecibles del universo. El corto y más bien tumultuoso romance de Meihua y el capitán había terminado. Pero produjo un extraño efecto en la señora Wen.
Tres meses más tarde murió la abuela. El capitán llegó solo para ayudar en lo referente a las disposiciones funerarias.
La señora Wen informó a Li Sung que el tío abuelo del clan había ido a mostrarle una carta del tutor imperial, en la que decía que haría la recomendación para el arco de castidad. Era una cosa casi segura. La historia había circulado y excitado considerablemente a los demás miembros del clan, y ahora todo el clan parecía tener intereses creados en la castidad de las dos viudas. Ahora, en la familia Wen, las dos viudas, la viva y la muerta, eran llamadas chiehfu - Dama Casta -, un término altamente honorable.
Cosa curiosa, la señora Wen le contó todo eso a su yerno sin mucho entusiasmo e incluso, en ocasiones, con una sombra de duda.
- ¡Pero si es maravilloso - exclamó Li Sung, desbordante -. ¿No se siente excitada?
- No sé. ¿Cómo está Meihua?
Li Sung le dio la noticia de que ya esperaban un hijo. La señora Wen tembló de emoción.
- ¿Por qué esperaste a decírmelo? ¡Esa es una verdadera noticia!
- ¡Oh, no tan importante como el honor del arco que te erigirán, madre! - dijo el capitán.
- ¡El arco! - exclamó la señora Wen despectivamente -. ¡No hablemos de eso!
Li Sung se sintió sorprendido ante la indiferencia que mostraba en relación con un honor tan pocas veces concedido. Recordó lo que había dicho su esposa en cuanto a otros veinte años "de soledad gloriosa". Pero resultaba difícil creer que la propia señora Wen lo contemplase de ese modo.
- ¿Te parece que debo aceptarlo? - preguntó la señora Wen, volviendo bruscamente al tema. ¡Qué pregunta extraña!
- Sería una locura no... - La voz de Li Sung se apagó cuando una duda le penetró en el cerebro. - Naturalmente, después de que el arco sea concedido su viudez será sagrada, por así decirlo, protegida por el emperador.
Cuando terminó el funeral, la señora Wen regresó sola a su casa. Los vestíbulos delantero y trasero estaban aún cubiertos de rollos de pergamino colgantes, de condolencia, y atravesando el centro del vestíbulo había una banda de seda blanca, regalo del propio magistrado, con los cuatro caracteres: "Una puerta, dos castas."
Viviendo a solas en la casa, la señora Wen tenía tiempo de sobra para pensar en su futuro. Cuando miraba hacia adelante se sentía un tanto atemorizada. Hacía apenas pocos meses su suegra, su hija y el capitán llenaban la casa con alegres risas. Muchas cosas habían ocurrido, una detrás de la otra: el cortejo y matrimonio de Meihua, la muerte de la abuela, ese repentino ascenso a una gloriosa pero más bien monótona altura de fama, y el niño no nacido.
El Viejo Chang se portó maravillosamente durante toda la ceremonia del funeral, y ahora, viendo a su ama tan triste, resultó más útil aun. Iba a hacer las compras en lugar de Meihua, relevaba a la señora Wen de todas las preocupaciones de la casa y de todas las cosas que tenían relación con el mundo exterior, y hasta lograba llevar algún dinero, producto de la venta de las hortalizas. Desde la cocina ella observaba al fiel y honesto jardinero y a veces, de tan sola que se sentía, salía a la huerta para conversar con él. El jardín estaba completamente cercado y ningún vecino podía verlos. Surgió una especie de intimidad.
Pero fue a visitarlas el tío abuelo, llevando cien taels, como regalo funeral de parte del tutor imperial. La concesión del monumento y de los mil taels era ahora una cosa segura.
Cuando el tío abuelo se fue, la señora Wen se vio en la necesidad de tomar una difícil decisión, y debía tomarla antes de que fuese demasiado tarde. El Viejo Chang la felicitó con todo su corazón. Estaba orgulloso de su ama, y jamás había dudado de que llegaría a ser una mujer famosa.
La señora Wen estuvo varias veces a punto de iniciar el tema. ¿Pero cómo podía una dama, más, una casta viuda, hacer esa proposición a un hombre? Varias veces fue a la huerta para hablar de él sobre las hortalizas. Pero arriba estaban el cielo azul y el blanco sol, y su modestia y sus largos años de adiestramiento le impedían mencionar lo que rondaba sus pensamientos. No podía hacerlo. Chang era absolutamente honrado, tan completamente leal... Nunca la veía como una mujer. Se sintió absolutamente desesperado cuando eso sucedió.
Cuando a Meihua y el capitán les nació una niñita, acudieron a mostrarle a la señora Wen la nueva nieta. La señora Wen se sintió emocionada cuando tuvo contra su pecho a la hermosa chiquilla, regordeta, blanca y tibia, y cuando pudo canturrearle. Hacía tiempo que no tenía a un niño entre los brazos, y era tan joven para ser abuela, que se sintió dichosa.
- Meihua, me alegro de que seas tan feliz en tu matrimonio. Debes de estar orgullosa de tu hijo y tu esposo.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Meihua. Pensó que su madre se había vuelto más humana y que la había perdonado realmente y por completo. Pero durante el primer día de su visita la vio sentada a solas, silenciosa, y sorprendió en su rostro una expresión de preocupación. Ya no era la mujer aplomada, satisfecha, que Meihua había conocido.
Y entonces el capitán se enteró de las sorprendentes noticias. Al salir a la huerta vio al Viejo Chang removiendo la tierra. Para su sorpresa, el jardinero lo llevó a su habitación.
En el rostro del hombre brillaba una extraña luz de felicidad, excitación y desconcierto.
- Por favor, dígame qué debo hacer, capitán. Soy un hombre inculto.
- ¿De qué se trata?
El Viejo Chang vaciló un segundo.
- Se trata de mi ama.
- ¿Está mi suegra en dificultades?
- No. Pero, capitán, usted es el único que puede aconsejarme. No sé qué hacer.

- ¿Tiene esto también relación contigo?
- Sí.
- Debes decirme qué ocurre. ¿Qué ocurrió entre ustedes dos cuando yo me fui?
El jardinero hablaba con lentitud, no estaba acostumbrado a la conversación delicada.
Mientras narraba el caso, el capitán no pudo dar crédito a sus oídos. El Viejo Chang continuó hablando lenta y solemnemente, y entonces el capitán entendió cómo la correctísima viuda que era su suegra había encarado el problema en la forma más indirecta, para sugerir algo que una joven como Meihua podía hacer con un simple gesto o un beso. Las noches estivales eran calurosas, y el viejo Chang dormía semidesnudo en su estera. Una noche, la semana anterior, despertó y oyó que su ama llamaba "¡Viejo Chang!" La luna estaba hacia el oeste, iluminando directamente su cama, y vio a su ama de pie en la puerta. Se levantó apresuradamente y le preguntó si necesitaba algo.
- No - dijo la señora Wen -. Por cierto que tienes el sueño pesado. Oí cacarear a las gallinas, y me pareció que un gato montes las estaba robando.
A fin de llegar al gallinero tenía que pasar por la habitación del Viejo Chang. Debían de ser las tres de la mañana. La hierba estaba húmeda de rocío.
- Vuelve a acostarte - dijo la viuda -. Puedes resfriarte, si te quedas ahí sin ponerte la chaqueta. - Pero el Viejo Chang insistió en acompañarla hasta la puerta de la cocina.
El Viejo Chang pensó en los pequeños gatos monteses que bajaban de la montaña, de noche, para asaltar los gallineros. Pero nunca oía alborotar a las gallinas. Dormía profundamente.
Al día siguiente la señora Wen le dijo:
- Cierra bien el gallinero y procura que ningún animal pueda entrar.
- No se preocupe - contestó él.
Eso nunca había sucedido antes, pero la tercera noche parece que un gato montes atravesó el alambrado y huyó con una gallina negra. El Viejo Chang despertó cuando sintió que alguien lo cubría con una sábana, y vio que su ama lo sacudía.
- ¿Qué ocurre? - preguntó mientras se incorporaba.
- Vi un gato montes. Saltó por sobre la pared y huyó.
El Viejo Chang se puso precipitadamente una chaqueta. Examinaron el gallinero y encontraron un gran agujero en las mallas del alambrado. Su ama le indicó dónde había visto al gato salvaje. No vieron ninguna huella, pero cuando llegaron al lugar encontraron, en efecto, la gallina negra muerta en un cantero de flores, junto a la pared, con un terrible tajo en el cuello. El Viejo Chang se disculpó por su descuido, pero la viuda fue la bondad personificada y le dijo:
- No se ha perdido nada. Mañana podré cocinar la gallina para la cena.
- ¿Por qué tiene usted un sueño tan liviano? - preguntó el Viejo Chang.
- Oh, a menudo permanezco despierta por la noche. Puedo oír el ruido más leve, incluso cuando duermo - contestó la señora Wen.
Volvieron al cuarto de él, pero su ama se quedó en la puerta. Chang vio manchas de sangre en el vestido y las puntas de los dedos de su señora. Dejando caer en el suelo la gallina muerta, echó un poco de agua para que se lavara las manos. Le pregunto si le agradaría beber una taza de té. Ella se negó al principio, pero pensándolo mejor aceptó.
Estaba ahora completamente despierta y ya no podría conciliar el sueño.
- ¿Lo llevo a la casa? - preguntó Chang.
- No - respondió ella -, se está tan bien aquí...
- No tardaré ni un minuto.
- No hay prisa - dijo la señora Wen.

Se sentó en la cama y palpó la estera y las tablas desnudas y las raídas sábanas que tenía para taparse, y le dijo:
- Viejo Chang, no sabía que no tuvieras una colcha decente. Mañana te daré una. Al día siguiente, cuando la cazuela de gallina fue servida durante la cena, su ama volvió a recordarle la cuestión del gato montes.
- ¿Has arreglado el gallinero?
Él respondió que sí, por supuesto.
- Puede que el mismo vuelva esta noche.
- ¿Cómo lo sabe?
- Porque ayer no se llevó lo que quería. Fue demasiado tímido. Casi consiguió la gallina, pero la dejó caer cuando se asustó. Quiere la gallina y sabe dónde encontrarla.
Por lo tanto, si es un gato sensato, tiene que venir esta noche. ¿No está claro?
- De modo que me sentí decidido - dijo el jardinero continuando con su relato - a quedarme sentado esperando al gato, y le dije a mi señora que no se preocupara. Bajé la mecha de la lámpara y puso un taburete detrás del matorral, y tomé una pesada estaca para aplastarle los sesos a cualquier gato montes que se atreviera a mostrar sus garras en mi huerta. Y la luna subió hasta el cenit y no había señales de gato alguno, y descendió y todavía no se veía ningún gato. Yo estaba sintiendo frío, y decidí acostarme, cuando oí la voz de mi ama que llamaba suavemente: "¡Viejo Chang!" Me volví y vi a mi señora, vestida de blanco, acercándose desde la casa como un Hada Maku. Cuando llegó junto a mí me preguntó en un susurro: "¿No has visto nada?"
- Nada - contesté.
- Esperemos en tu habitación - me dijo. Fue la noche más bella que jamás haya pasado en mi vida. Los dos sentados allí, yo y mi señora, cuando todo el mundo estaba dormido y silencioso en torno nuestro. Esa mañana ella me había dado esa sábana nueva. Era tan blanca y flamante, que yo no tuve valor para sentarme en ella y arrugarla. Acurrucados, contemplábamos los plateados rayos de la luna que entraban por la ventana.
Era como si nos conociéramos desde hacía mucho, mucho tiempo. Conversamos, o más bien mi ama habló la mayor parte del tiempo, de toda clase de cosas: de la huerta, de la vida y el trabajo, y de la pena y la felicidad del corazón. Ella me preguntó cómo había sido mi pasado y por qué no me había casado. Le dije que no podía permitírmelo.
- Si pudieras permitírtelo, ¿te casarías? - le preguntó la señora Wen.
- Por supuesto que sí - contestó el Viejo Chang.
La viuda parecía arrobada y soñadora, y el jardinero la vio irreal, con la luz de la luna cayendo sobre su pálido rostro y los ojos bollándole como joyas. El Viejo Chang estaba casi asustado.
- ¿Es usted real, o es el Hada Maku que sale con un vestido blanco durante la luna del tiempo de cosecha? - preguntó.
- ¡Viejo Chang, no seas tonto! Por supuesto que soy real.
Cuando terminó de decir eso, le pareció a él más irreal, y los ojos de la señora Wen lo miraban y a la vez no lo miraban. El jardinero no podía dejar de contemplarla.
- No me mires de ese modo. Por supuesto que soy una mujer. Tócame.
Extendió el brazo. El Viejo Chang se lo tocó y la señora Wen se estremeció.
- Lo siento. ¿La he asustado? - preguntó el jardinero sintiéndose culpable -. Por un momento pensé que era realmente el Hada Maku que salía en una noche de luna como ésta.
La viuda ahogó una risita y el viejo Chang se sintió aliviado.
- ¿De veras soy tan bella, Chang? - preguntó -. Ojalá siempre fuera así. Díme, ¿crees que el Hada Maku amaría y se casaría como lo hacen los hombres y las mujeres en la tierra?

- ¿Cómo puedo saberlo? - contestó el honrado Chang, todavía sin entender la insinuación -. Nunca la he encontrado.
Y entonces la señora Wen formuló una pregunta que trastornó al jardinero:
- ¿Qué harías si te la encontraras esta noche? ¿Le harías el amor? ¿Prefieres que yo sea una mujer o que sea el Hada Maku?
- Señora, está bromeando. ¿Cómo podría atreverme?
- Hablo en serio. ¿Serías feliz si pudiéramos vivir siempre así (como Meihua y el capitán), como marido y mujer?
- Señora, no le creo. No tengo tanta suerte. ¿Y qué hay del arco de castidad?
- No te preocupes por el arco de castidad. Te quiero a ti. Podemos ser felices y vivir juntos hasta una avanzada edad. No me importa lo que diga la gente. He pasado veinte años de viudez, y eso me basta. Que se queden otras mujeres con eso. - Y lo besó.
- Capitán, ¿qué debo hacer? - exclamó el Viejo Chang con la misma emisión de voz, cuando terminó el relato -. ¿Quién soy yo para interponerme en el camino del emperador? Pero mi señora dice que eso no importa. Me pidió que me casara ahora con ella, porque de lo contrario no podría casarse conmigo después. ¡Imagínese a mi señora diciendo eso! Dijo que sería dichosa conmigo, y que yo podría mantenerla tal como estamos ahora. Capitán, ¿qué debo hacer?
La idea penetró muy lentamente en la cabeza de Li Sung, porque al principio se sintió desconcertado y concentró toda su atención para captar cada una de las sílabas y matices de las palabras del jardinero. Luego de tragar saliva varias veces, exclamó:
- ¿Qué debes hacer? ¡Idiota! ¡Cásate con ella! Inmediatamente llevó la noticia a Meihua.
- ¡Me alegro tanto por mamá...! - dijo Meihua. Y luego agregó, en un susurro - : ¡Ella misma debe de haber matado la gallina negra! Tendría que haber un arco de castidad para hombres como Chang.
Más tarde, esa noche, después de la cena, el capitán dijo a la señora Wen:
- Madre, he estado pensando. Estoy seguro de que esta hijita nuestra ha sido una gran desilusión para ti. No sé cuándo tendremos un hijo que pueda llevar el apellido de los Wen.
La señora Wen levantó la mirada. El capitán continuó con solemnidad, con la vista clavada en el suelo:
- He estado pensando. No te rías de mí, madre. La abuela está muerta, y tú estás viviendo sola. Chang es un hombre honrado. Si me permites que le hable, creo que se sentirá encantado de adoptar el nombre de la familia Wen cuando se case contigo.
La señora Wen se ruborizó. Comenzó a decir "Sí, el nombre de la familia Wen..." y se precipitó a su habitación.
Cuando se llevó a cabo la boda con el jardinero, resultó una cruel desilusión para los miembros del clan Wen.
- Nunca se puede saber qué hará una mujer - dijo el tío abuelo.



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