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CUENTOS CLáSICOS
CUENTO TESORO ENTERRADO (por O. Henry)
Hay muchas clases de tontos. De momento, ¿tendrán ustedes a bien permanecer sentados mientras no se les pida de manera expresa que se levanten?
Con excepción de una, yo había pertenecido a todas las clases de tontos. Había consumido mi patrimonio, pretendido casarme, jugado al póquer, al tenis y a la bolsa; había despilfarrado velozmente mi dinero de mil maneras. Pero en el repertorio de los bufones me quedaba un papel por desempeñar: el del buscador del tesoro enterrado. No son muchos los que se ven atacados por ese delicioso furor. Pero entre quienes aspiran a seguir las huellas del rey Midas, nadie ha participado en una caza tan plena de agradables incidencias como la que me tocó a mí.
Aunque apartándome un momento de mi tema —como deben hacerlo las plumas defectuosas—, diré que yo era un tonto del tipo sentimental. Apenas conocí a May Martha Mangum, le entregué mi corazón. Ella tenía dieciocho años y el color de las teclas blancas de un piano nuevo; era hermosa y estaba poseída por la exquisita solemnidad y el hechizo patético de un ángel candido condenado a vivir en un pequeño y aburrido pueblo de la llanura de Texas. Su temperamento y su encanto le hubieran permitido arrancar como frambuesas los diamantes de la corona de Bélgica o cualquier otro reino ostentoso; pero ella lo ignoraba y yo me encargué de no descubrirle esos horizontes
Es que, verán ustedes, yo quería a May Martha para tenerla junto a mí y no soltarla nunca. Quería que permaneciera a mi lado, y que cada día guardara mi pipa y mis zapatillas donde no las pudiera encontrar por la noche.
El padre de May Martha era un hombre que se escondía detrás de gafas y patillas. Vivía para los bichos, las mariposas y toda clase de insectos que volaran, se arrastraran o zumbaran hasta aterrizar sobre la mantequilla o la espalda de uno. Era entomólogo, o como se llame eso. Se pasaba el tiempo cribando el aire en busca de peces voladores del orden de los escarabajos, para después atravesarlos con alfileres y ponerles nombres raros.
Toda la familia consistía en él y May Martha. Él la valoraba como un bello espécimen de la racibus humanus porque veía que ella le servía puntualmente las comidas, le preparaba la ropa y se preocupaba de que no faltara alcohol en las botellas del laboratorio. Dicen que los científicos tienden a la distracción.
Además de mí, había otro que consideraba deseable a May Martha Mangum. Era Goodloe Banks, un joven licenciado universitario. Poseía todos los conocimientos que pueden hallarse en los libros: latín, griego, filosofía y, en especial, las ramas superiores de la lógica y la matemática.
De no haber sido por su hábito de verter esa información e instruir a todo el que se le acercaba, yo le habría apreciado mucho. Pero incluso a pesar de ello se habría dicho que éramos grandes camaradas.
Pasábamos juntos todo el tiempo que podíamos porque cada uno de los dos recurría a cualquier medio para arrancar al otro información sobre cómo soplaban los vientos en el corazón de May Martha Mangum. La metáfora es un poco complicada. Goodloe Banks jamás habría sido capaz de tal cosa. Así son los rivales.
Puede decirse que Goodloe se dedicaba a los libros, la urbanidad, la cultura, el remo, el intelecto y la ropa. En mí se habría visto más un aficionado al béisbol y a los debates de los viernes por la noche —como forma de cultura—, y tal vez un buen jinete.
Pero tanto en nuestras charlas como en nuestras visitas a Martha, ni Goodloe Banks ni yo lográbamos descubrir a cuál de los dos prefería. May Martha era evasiva por naturaleza, y desde la cuna había sabido cómo mantener viva la imaginación de la gente.
Como ya he dicho, el viejo Mangum era distraído. Después de mucho tiempo, un día descubrió —quizá se lo contara alguna mariposa— que había dos jóvenes empeñados en arrojar una red sobre cierta personita, una hija o complemento similar, que velaba por su comodidad.
Yo no sabía que los científicos pudieran hacer frente a tales situaciones. El viejo Mangum, con toda facilidad, nos clasificó y etiquetó verbalmente, a Goodloe y a mí, como parte de los vertebrados más inferiores; y, por si fuera poco, en inglés, sin apelar a más latín que las referencias a Orgetorix, Rex Helvetii —lo cual, por otra parte, era también el límite de mis conocimientos—. Y nos dijo que si alguna vez nos pillaba en la casa, nos incluiría en su colección.
Goodloe Banks y yo nos mantuvimos lejos cinco días, esperando que pasara la tormenta. Cuando nos atrevimos a llamar de nuevo a la puerta, May Martha Mangum y su padre se habían marchado. ¡Se habían marchado! La casa que tenían en alquiler estaba cerrada. Y también había dejado de existir su pequeña tienda de mercancías y enseres.
Y ni una palabra de despedida de May Martha para ninguno de nosotros; ni una nota en papel blanco, flameando clavada en el oxiacanto del jardín, ni una marca con tiza en la verja, ni una tarjeta en el correo para darnos una pista.
Durante dos meses, Goodloe Banks y yo —cada uno por su cuenta— probamos toda clase de planes concebibles para seguir el rastro de los fugitivos. Utilizamos nuestra amistad y nuestra influencia con el agente de viajes, con los hombres de las cocheras, con maquinistas de ferrocarril y con nuestro solitario y desamparado jefe de policía, sin obtener resultado alguno.
Entonces nos hicimos mejores amigos y peores enemigos que nunca. Todas las tardes, después del trabajo, nos reuníamos en la trastienda del saloon de Snyder, jugábamos al dominó y nos tendíamos trampas verbales el uno al otro, por si se había descubierto algo. Así son los rivales.
Ahora bien, Goodloe Banks tenía la costumbre de desplegar sus conocimientos de un modo sarcástico y de situarme entre el público lector de «Pobre Jane Ray, su pájaro ha muerto, no puede jugar». Lo cierto es que a mí Goodloe me caía bastante bien y, aunque despreciara sus aires de sabihondo universitario, siempre pasé por hombre bien educado, así que no perdía la calma. Y como quería averiguar si él sabía algo nuevo de May Martha, soportaba su compañía.
Una tarde, pasando revista al tema, me dijo:
—Supón que la encuentras, Ed; ¿cómo lo aprovecharías? Miss Mangum es inteligente. Quizás aún le falte cultivarse, pero está destinada a cosas más elevadas que las que tú puedes ofrecerle. No conozco a nadie que parezca apreciar mejor el encanto de los antiguos escritores y poetas, y de los maestros modernos que han asimilado y puesto en práctica la filosofía de la vida de aquéllos. ¿No crees que pierdes el tiempo buscándola?
—Mi idea de un hogar feliz —repuse— consiste en una casa de ocho habitaciones en medio de un bosque de robles, junto a un charco de la llanura de Texas. Una pianola en la sala —continué—, tres mil cabezas de ganado marcado, para empezar, una calesa con ponys siempre enganchados para la señora, y May Martha disfrutando los beneficios del rancho como más le plazca y guardando todos los días mis zapatillas y mi pipa en sitios donde no los pueda hallar por la noche. Así ha de ser. Y a ti, a tus currículos, a tus maestros y a tu filosofía, que os den morcilla.
—Ella está destinada a cosas más elevadas —repitió Goodloe Banks.
—No importa a qué esté destinada —respondí—, ahora se ha esfumado. Y yo la encontraré tan pronto como pueda, sin ayuda de universitarios.
—El juego está bloqueado —dijo Goodloe mostrando su última ficha—, y ya nos hemos bebido la cerveza.
Poco después de aquello, un joven granjero que yo conocía me trajo un papel azul doblado. Dijo que su abuelo acababa de morir. Oculté una lágrima, y él añadió que el anciano había conservado celosamente aquel papel durante veinte años. Se lo había legado a la familia como parte de su hacienda, el resto de la cual consistía en dos mulas y una hipotenusa de tierra no arable.
La hoja era de esa clase de viejo papel azul empleado durante la rebelión de los abolicionistas contra los secesionistas. Llevaba fecha del 14 de junio de 1863 y describía el paradero de diez alforjas llenas de monedas de plata y de oro por valor de trescientos mil dólares. El viejo Rundle —abuelo de su nieto Sam— había recibido la información de un cura español, testigo del entierro del tesoro, que había muerto muchos años antes —no: después— en la casa del viejo Rundle. Los datos habían sido dictados.
—¿Por qué no lo buscó tu padre? —le pregunté al joven Rundle.
—Se quedó ciego antes de poder hacerlo —replicó él.
—¿Y por qué no lo has buscado tú? —indagué.
—Bien —dijo él—, sólo hace diez años que sé de ese papel. Primero hubo que arar en primavera, y después hubo que cortar las malezas del maíz; y más tarde vino la siega del forraje, y enseguida nos cayó encima el invierno. Y todos los años parecía pasar lo mismo.
Aquello me pareció muy razonable, de modo que de inmediato me puse de acuerdo con Lee Rundle.
Las instrucciones del papel eran simples. La caravana de burros cargados con el tesoro había partido de una vieja misión española del condado de Dolores. Viajaron hacia el sur, guiados por la brújula, hasta llegar al río Alamito. Lo vadearon y enterraron el tesoro en la cumbre de una colina en forma de albarda que se hallaba entre otras dos más altas. Un montículo de piedras marcaba la exacta ubicación del tesoro. Salvo el cura español, todos los miembros de la partida habían sido liquidados por los indios unos días después. El secreto era un monopolio. Me pareció bien.
Lee Rundle sugirió que improvisáramos un equipo de campaña, contratáramos a un topógrafo para establecer la trayectoria desde la misión española, y después nos gastáramos los trescientos mil dólares contemplando el paisaje de Fort Worth. Pero incluso sin haber recibido educación superior, yo conocía una forma de ahorrar tiempo y dinero.
Fuimos al catastro estatal y encargamos un plano esquemático —que ellos llaman «de trabajo»— de todas las mediciones de terrenos pertenecientes a la vieja misión del río Alamito. Sobre ese mapa tracé una línea en dirección sur, hacia el río. En el mapa constaban detalladamente las líneas de cada medición y las diferentes fincas. De ese modo encontramos el vado y observamos que se hallaba dentro de un importante y preciso rincón de la finca de Los Ánimos, cinco leguas concedidas por el rey Felipe de España.
Mediante este proceso evitamos recurrir a un topógrafo para trazar la línea. Fue un ahorro de tiempo y dinero.
De modo que Lee Rundle y yo pusimos todos los accesorios en una carreta y recorrimos doscientos cuarenta y nueve kilómetros hasta Chico, el pueblo más cercano al punto que queríamos alcanzar. Allí contratamos a un topógrafo oficial. El hombre encontró el rincón de la finca de Los Ánimos, marcó las cinco mil setecientas veinte varas oeste que indicaba nuestro plano, tomó café y tocino y regresó a Chico en el coche de posta.
Yo estaba totalmente seguro de que nos haríamos con los trescientos mil dólares. A Lee Rundle le correspondía sólo la tercera parte, porque yo cargaba con los gastos. Con esos doscientos mil dólares sabía que encontraría a May Martha Mangum, si es que estaba en algún rincón del planeta. Y podría llenar de mariposas el palomar del viejo Mangum. ¡Con sólo encontrar aquel tesoro!
Pero Lee Rundle y yo establecimos nuestro campamento. Al otro lado del río había una docena de montañitas densamente cubiertas de helechos de cedro, aunque ninguna tenía forma de albarda. Eso no nos disuadió. Las apariencias suelen ser engañosas. Las albardas, como la belleza, bien pueden existir sólo en el ojo del observador.
El nieto del tesoro y yo examinamos aquellas colinas cubiertas de cedros con la meticulosidad de una dama en busca de la pulga maligna. Exploramos todas las laderas, cumbres, circunferencias, elevaciones peligrosas, barrancos y concavidades de cada una de ellas a lo largo de cuatro kilómetros de ribera. Aquello nos llevó cuatro días. Finalmente, enganchamos el pardo y el ruano y transportamos los restos del café y el tocino los doscientos cuarenta y nueve kilómetros de regreso a Concho City.
Durante el viaje Lee Rundle masticó demasiado tabaco. Yo estaba ocupado con las riendas, porque tenía prisa.
No bien hube regresado con las manos vacías, me reuní con Goodloe Banks en la trastienda del saloon de Snyder para jugar al dominó y pescar información. Le conté a Goodloe mi expedición en busca del tesoro enterrado.
—Si hubiera encontrado esos trescientos mil dólares —le dije—, habría recorrido y registrado la superficie de la tierra hasta dar con May Martha Mangum.
—Ella está destinada a cosas elevadas —dijo Goodloe—. La encontraré yo. Pero cuéntame cómo fue la búsqueda del sitio donde imprudentemente enterraron esa plusvalía.
Se lo conté hasta en los menores detalles. Le enseñé el plano del delineante con las distancias claramente marcadas. Tras observarlo con gesto magistral, se echó atrás en la silla y descargó sobre mí un estallido de sardónica y altanera risa universitaria.
—Oh, Jim, eres un tonto —dijo cuando recuperó el habla.
—Te toca jugar a ti —repliqué paciente, señalando mi doble seis.
—Veinte —dijo Goodloe, y marcó dos cruces en la mesa con su tiza.
—¿Por qué soy un tonto? —pregunté yo—. No sería la primera vez que alguien encuentra un tesoro enterrado.
—Porque al calcular el punto del río donde debía conducirte la línea, olvidaste tener en cuenta la declinación magnética —dijo—. La declinación podía ser de nueve grados en dirección oeste. Préstame tu lápiz.
Goodloe Banks hizo unos rápidos cálculos en el dorso de un sobre.
—La distancia norte–sur de la línea que nace en la misión española —dijo— es exactamente de treinta y cinco kilómetros. Según dices, fue trazada con una brújula de bolsillo. Considerando la declinación, el sitio del río Alamito donde debiste haber buscado tu tesoro se encuentra a nueve kilómetros y 789 metros de donde fuiste a parar. ¡Oh, Jim, qué tonto eres!
—¿De qué declinación estás hablando? —pregunté—. Creía que los números nunca mienten.
—Hablo de la declinación de la brújula magnética —dijo Goodloe— con respecto al meridiano real.
Me dedicó una de sus sonrisas arrogantes; y entonces vi aparecer en su rostro la codicia singular, anhelante, agotadora del buscador de un tesoro enterrado.
—A veces —continuó con aires de oráculo— estas viejas leyendas que hablan de dinero escondido no carecen de fundamento. ¿Y si me dejaras echar una mirada al papel que indica el emplazamiento? Tal vez juntos podríamos…
El resultado fue que Goodloe Banks y yo, rivales en el amor, nos hicimos socios en la aventura. Viajamos a Chico pasando por Huntersburg, la estación de ferrocarril más cercana. En Chico alquilamos caballos, una carreta cubierta y equipo de acampar. Contratamos al mismo topógrafo para que estableciera el trazado, ahora corregido por Goodloe según la declinación magnética, y después le enviamos de nuevo a su casa.
Cuando llegamos era de noche. Di de comer a los caballos, encendí el fuego cerca de la orilla y preparé la cena. Goodloe habría ayudado, pero su cultura no le hacía apto para las cosas prácticas.
Pero mientras yo trabajaba, él me daba ánimos expresando grandes pensamientos extraídos de los clásicos. Citó algunas traducciones del griego, bastante largas.
—Anacreonte —explicaba—. Este era uno de los pasajes favoritos de miss Mangum cuando yo se lo recitaba.
—Ella está destinada a cosas más elevadas —dije repitiendo su frase.
—¿Acaso existe algo más elevado —preguntó Goodloe— que vivir en compañía de los clásicos, en una atmósfera de conocimiento y cultura? A menudo has despreciado la educación. ¿Qué me dices de los esfuerzos que has malgastado gracias a tu ignorancia de las matemáticas más elementales? ¿Cuánto habrías tardado en encontrar el tesoro si mi sabiduría no te hubiese abierto los ojos?
—Primero echaremos una mirada a las colinas de la otra orilla y veremos qué encontramos —dije—. Aún tengo mis dudas sobre eso de la declinación. Me han enseñado a creer que la aguja siempre señala el norte.
La siguiente fue una brillante mañana de junio. Nos despertamos temprano y desayunamos. Goodloe estaba encantado. Se dedicó a recitar —creo que a Keats y a Kelly o Shelley— mientras yo asaba el tocino. Nos faltaba un rato para cruzar el río, que en ese punto era poco más que un riachuelo decrecido, y explorar las muchas colinas afiladas y cubiertas de cedros que se alzaban al otro lado.
—Mi buen Ulises —dijo Goodloe dándome una palmadita en el hombro mientras yo lavaba los platos de metal—, déjame ver una vez más el fabuloso documento. Creo que ordena escalar una colina en forma de albarda. Yo nunca he visto una albarda. ¿Cómo es, Jim?
—Apunta un tanto contra la cultura —dije—. Ya lo sabré cuando la vea.
Goodloe estaba contemplando el documento del viejo Rundle cuando de pronto soltó una palabrota impropia de un universitario.
—Ven aquí —dijo mientras ponía el panel a contraluz—. Mira esto —añadió señalándolo con el dedo.
En el papel azul, en letras blancas que jamás había notado, vi escritas la palabra y las cifras «Malvern, 1898».
—Es la filigrana —dijo Goodloe—. El papel fue fabricado en 1898. Las instrucciones están fechadas en 1863. Esto es un fraude palpable.
—Oh, no lo sé —objeté—. Los Rundle son campesinos honrados, llanos e incultos. Puede que los fabricantes del papel hayan intentado hacer una estafa.
Entonces Goodloe Banks se enfureció tanto como su educación se lo permitía. Se quitó las gafas y me taladró con la mirada.
—Te he repetido a menudo que eras un tonto —dijo—. Te has dejado engañar por un patán. Y me has engañado a mí.
—¿Cómo? ¿Cómo te he engañado?
—Con tu ignorancia. He descubierto en tus planes dos graves defectos que la más elemental educación habría evitado. Y veo a las claras —continuó— que no merece la pena seguir con esta turbia búsqueda. Estoy harto.
Me puse en pie y empuñé una enorme cuchara de peltre recién lavada.
—Goodloe Banks —dije—, tu cultura me importa un bendito rábano. Nunca la he tolerado más que a duras penas en los demás, y en ti la desprecio. ¿De qué te han servido tus estudios? Son una maldición para ti y un fastidio para tus amigos. ¡Fuera —exclamé—, fuera de aquí con tus filigranas y tus declinaciones! Para mí no significan nada. No me apartarán de mi empeño.
Señalé con la cuchara una pequeña montaña en forma de albarda que se encontraba al otro lado del río.
—Voy a recorrer esa montaña en busca del tesoro —añadí—. Decide ahora si vienes o no. Si una filigrana o una declinación pueden arredrarte, es que no eres un aventurero de verdad. Decídete.
A lo lejos, río abajo, una nube de polvo empezaba a levantarse en el camino. Era el coche de posta que iba de Hesperus a Chico. Goodloe le hizo señas.
—Estoy harto de este timo —dijo ácidamente—. Nadie más que un tonto tomaría en serio ese papel. Pero tú siempre lo fuiste, Jim. Bien, te abandono a tu destino.
Recogió su equipaje, subió al coche, se ajustó nerviosamente las gafas y desapareció en medio de una polvareda.
Después de lavar los cacharros y atar los caballos donde pudieran apacentarse, crucé el riachuelo y, a través de helechos de cedro, llegué a la cumbre de la colina en forma de albarda.
Era un maravilloso día de junio. En toda mi vida había visto tantos pájaros, tantas mariposas, libélulas, cigarras, tantos insectos de tierra y aire, con alas o aguijones.
Investigué la colina en forma de albarda desde la base a la cumbre. Encontré una ausencia total de indicios relacionados con tesoro alguno. No había montículos de piedras ni marcas en los árboles ni rastro alguno de los trescientos mil dólares del documento del viejo Rundle.
Bajé la colina cuando la tarde refrescaba. De repente, al dejar atrás la vegetación, me topé con un hermoso valle verde por el cual corría un arroyo afluente del Alamito.
Y allí me quedé atónito al ver lo que tomé por un salvaje de barba descuidada y pelo hirsuto, que perseguía una enorme mariposa de alas relucientes.
«Tal vez sea un loco que se ha escapado», pensé, y me pregunté cómo había logrado alejarse tanto de la civilización.
Pero enseguida di unos pasos más y divisé, cerca del arroyo, una cabaña cubierta de parras. Y en medio del pequeño claro de verdor vi a May Martha Mangum recogiendo flores silvestres.
Se incorporó y me miró. Por primera vez desde que la conocía, su rostro —del color de las teclas blancas de un piano nuevo— se ruborizó. Me acerqué en silencio. Las flores que ella había recogido cayeron suavemente sobre la hierba.
—Sabía que vendrías, Jim —dijo con voz clara—. Papá no me dejaba escribir, pero yo sabía que vendrías.
Ya imaginaréis lo que siguió… Mis caballos y mi carreta estaban al otro lado del río.
Con frecuencia me he preguntado de qué le sirve la cultura a un hombre incapaz de usarla en provecho propio. Si todos los beneficios van a parar a los demás, ¿a qué tanto esfuerzo?
Pues May Martha Mangum vive conmigo. Hay una casa de ocho habitaciones en un bosque de cedros, y una pianola, y en los corrales ya tenemos buena parte de las tres mil cabezas de ganado.
Y cuando por la noche llego a casa, nunca puedo encontrar mi pipa ni mis zapatillas.
Pero esto, ¿a quién le importa? ¿A quién? ¿A quién?

Fin

Título original:"Buried Treasure"
*O. Henry era el seudónimo del escritor, periodista, farmacéutico y cuentista estadounidense William Sydney Porter (1862 – 1910).


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