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CUENTOS JUVENILES
CUENTO EL PERRO LANUDO DE TOM EDISON (por Kurt Vonnegut )
Dos viejos se encontraban sentados una mañana en la banca de un parque, gozando del sol de Tampa, Florida: uno, tratando tenazmente de leer un libro que era obvio disfrutaba, mientras que el otro, un tal Harold K. Bullard, le contaba la historia de su vida en el tono redondo y lleno de un orador ante un equipo de sonido. Echado a sus pies se encontraba el perro de caza labrador de Bullard, que atormentaba aún más al oyente sobándole los tobillos con su gran nariz húmeda.

Bullard, quien antes de su retiro había conocido el éxito en numerosos campos, gozaba revisando su pasado. Pero se enfrentaba al problema que complica la vida de los caníbales, esto es, que no es posible utilizar a la misma víctima una y otra vez. Cualquiera que hubiese pasado un día con él y su perro se negaba a compartir su banca con ellos de nuevo. Así que Bullard y su perro iban a través del parque cada día a la búsqueda de caras nuevas. Habían tenido buena suerte esta mañana, ya que inmediatamente habían encontrado a este desconocido y era claro que se trataba de alguien acabado de llegar a la Florida, aún bien cubierto por un traje de grueso paño, con cuello almidonado y corbata y sin nada mejor que hacer que leer.
- Sí - dijo Bullard, redondeando la primera hora de su conferencia -, en mis tiempos hice y perdí cinco fortunas.
- Eso decía usted - replicó el desconocido, cuyo nombre Bullard se había olvidado de preguntar. Con cuidado, no, no, no - dijo al pe­rro, que se volvía cada vez más agresivo con sus tobillos.
-¿Ah? ¿Ya le conté eso, no? - dijo Bullard.
- Dos veces.
- Dos en bienes raíces, una en fierro viejo, una en petróleo y una en transportes camioneros.
- Eso decía usted.
-¿Ah, sí? Pues sí, me imagino que sí. Dos en bienes raíces, una en fierro viejo, una en petróleo, y una en transportes camioneros. Y no me arrepiento de eso un solo día.
- No, me imagino que no - dijo el desconocido -. Perdóneme, pero ¿no sería posible cambiar a su perro a otro sitio? Me está...
-¿El perro?, - dijo Bullard cordialmente -. Es el perro más amiga­ble de todo el mundo. No debe tenerle miedo.
- No le tengo miedo. Es que me está volviendo loco, olfateando mis tobillos.
- Plástico - dijo Bullard, con una risita. - ¿Cómo?
- Plástico. Debe haber algo de plástico en sus ligas. Caray, le apuesto a que son esos botoncitos. Tan seguro como que estamos sen­tados aquí, esos botones deben ser de plástico. Ese perro se vuelve loco con el plástico. No sé por qué, pero lo huele y lo encuentra, aun­que sea una pizca. Debe ser una de ciencia en su alimentación, aun­que come mejor que yo. Una vez se comió toda una caja de plástico para tabaco, ¿usted cree? Ese es el negocio al que me dedicaría ahora, sí señor, si los matasanos no me hubieran dicho que debía darle un descansito al corazón.
- Podría amarrar al perro a ese árbol - dijo el desconocido.
- ¡Me revientan todos estos jóvenes de ahora! - dijo Bullard­-
Todos suspirando para que no haya fronteras. Jamás ha habido tan­tas Fronteras como ahora. ¿Sabe usted lo que diría hoy Horace Greely?
- Tiene la nariz húmeda - dijo el desconocido, y retiró los tobillos, pero el perro se encorvó en paciente persecución -. Ya, ¡quieto!
- Si tiene la nariz húmeda, quiere decir que está sano - dijo Bu­llard-. Dedícate al plástico, ¡muchacho! Eso diría Greeley. Dedíca­te al átomo ¡muchacho!
El perro había localizado definitivamente los botones de plástico en las ligas del desconocido y movía la cabeza de un lugar a otro cavi­lando en la manera de hincar sus dientes en esa golosina.
-¡Lárgate! - dijo el desconocido.
- ¡Dedícate a la electrónica, muchacho! - dijo Bullard -. No me diga que ya no hay oportunidades. Las oportunidades están tocando en cada puerta del país, tratando de entrar. Cuando yo erajoven, te­nía uno que salir a buscar una oportunidad para luego llevarla de las orejas a casa. Ahora...
- Lo siento - dijo el desconocido simplemente. Cerró el libro, se puso de pie y jaló su tobillo lejos del perro.
- Tengo que irme. Buenos días, señor.
Con paso majestuoso atravesó el parque, encontró otra banca, se sentó dejando escapar un suspiro y comenzó su lectura. Su respira­ción había vuelto a la normalidad cuando sintió de nuevo la esponja húmeda de la nariz del perro sobre sus tobillos.
- ¡Oh, es usted! - dijo Bullard, sentándose a su lado -. El perro lo andaba cazando. Olió algo, y lo dejé que buscara. ¿Qué le dije del plástico? - satisfecho, miró a su alrededor. Hizo bien en buscar otro sitio. Hacía mucho calor allá. Nada de sombra y ninguna señal de brisa.
-¿Se irá el perro si le compro una caja de plástico? - dijo el desco­nocido.
- Esa es una buena broma, una buena broma - dijo Bullard en tono amistoso. Repentinamente, le dio una palmada en la rodilla -. Oiga, ¿qué usted se dedica al plástico? He estado hablando acerca del plástico y a la mejor es a lo que se dedica usted.

-¿A lo que me dedico? dijo el desconocido, vigorosamente, de­jando su libro -. Lo siento, nunca me he dedicado a nada. He anda­do de aquí para allá desde los nueve años, desde que Edison montó su laboratorio junto a mi casa y me mostró el analizador de inteligen­cia.

- ¿Edison? - dijo Bullard -, ¿ Thomas Edison, el inventor?

- Si quiere llamarlo así, hágalo - dijo el desconocido.
-¿Si yo quiero llamarlo así? -Bullard soltó una carcajada -. ¡Pues claro que sí! Es el padre de la bombilla y de no sé qué más co­sas.
- Si usted quiere pensar que él inventó la bombilla, hágalo. No le hace daño a nadie. El desconocido reanudó su lectura.
- Oiga, ¿de qué se trata? - dijo Bullard, desconfiado -. ¿Me está tomando el pelo? ¿Qué es eso de un analizador de inteligencias? Ja­más oí hablar de eso.
- Claro que no - dijo el desconocido -. El señor Edison y yo pro­metimos mantenerlo en secreto. Jamás le he dicho a nadie. El señor Edison rompió su promesa y se lo contó a Henry Ford, pero Ford le hizo prometer que jamás se lo contaría a nadie más, en bien de la hu­manidad.
Bullard se encontraba fascinado. - Uh, este analizador de inteli­gencia - dijo -, analizaba la inteligencia, ¿no es así?
- Era una mantequillera eléctrica - dijo el desconocido.
- Hablo en serio - le instó Bullard.
Quizá sería mejor comentarlo con alguien - dijo el desconocido - ­Es terrible tenerlo guardado después de tantos años. Pero ¿ como puedo estar seguro de que no pasará de aquí?
- Mi palabra de caballero - le aseguró Bullard.

- No creo poder encontrar una mejor garantía, ¿verdad? - dijo el desconocido, juiciosamente.
- No existe mejor garantía - dijo Bullard con orgullo -. ¡Le doy mi palabra, y si no que me parta un rayo!
- Muy bien. El desconocido se inclinó hacia atrás y cerró los ojos. Parecía como si viajara hacia el pasado a través del tiempo. Guardó silencio durante un minuto, mientras Bullard lo miraba con respeto.
- Sucedió en el otoño de mil ochocientos setenta y nueve - dijo el desconocido finalmente, en voz baja -. Allá en el pueblo de Menlo Park, New Jersey. Yo tenía nueve años. Un joven - todos creíamos que era un brujo- había montado un laboratorio junto a mi casa y ahí dentro veíamos destellos de luz y escuchábamos estallidos y su­cedían cosas que nos asustaban. Se advirtió a los niños del vecindario que no se acercaran, que no hicieran ningún ruido que molestara al brujo.
- Yo no conocí a Edison luego luego, pero su perro Sparky y yo lle­gamos a ser buenos amigos. Un perro muy parecido al suyo, así era Sparky, y jugueteábamos por todo el vecindario. Si, señor, su perro es igualito a Sparky.
- No me diga - dijo Bullard, halagado.
- Palabra - dijo el desconocido -. Bueno, pues un día Sparky y yo jugábamos y llegamos hasta la puerta del laboratorio de Edison. An­tes de que me diera cuenta, Sparky me había empujado a través de la puerta, y ¡cataplúm! , me encontré sentado sobre el piso del laborato­rio y frente a mí estaba el señor Edison en persona.
- Le apuesto a que estaba enojado - dijo Bullard, encantado. - Puede usted apostar a que estaba yo muerto de miedo - dijo el desconocido -. Creí encontrarme cara a cara con Satanás. Edison te­nía unos alambres enganchados a sus oídos que terminaban en una cajita negra que tenía en las piernas. Quise salir, pero me agarró del cuello y me obligó a sentarme.
- Muchacho - dijo Edison -, siempre está más oscuro antes del amanecer. Quiero que lo recuerdes.
- Sí, señor - dije yo.
- Durante más de un año, muchacho - me dijo Edison-, he trata­do de encontrar un filamento que dure en una lámpara incandescen­te. Cabello, hilo, astillas, nada funciona. Así que mientras pensaba en alguna otra cosa para experimentar, comencé a darle vueltas a otra idea mía, sólo para dejar que saliera el vapor. Y logré armar esto - me dijo, mostrándome la cajita negra -. Pensé que la inteligencia podría ser sólo un cierto tipo de electricidad, así que hice este anali­zador de inteligencia. ¡Y funciona! Eres el primero en enterarte, mu­chacho. Pero no sé por qué no habías de ser el primero. Será tu gene­ración la que crecerá en la nueva era gloriosa en que la gente será cla­sificada tan fácilmente como naranjas.
-¡No lo creo! - dijo Bullard.
-¡Que me parta un rayo en este momento! - dijo el desconoci­do -. Y es cierto que funcionaba. Edison había probado el analiza­dor con los hombres de su taller, sin decirles de lo que se trataba. Cuanto más inteligente era un hombre, más a la derecha giraba la aguja del indicador en la cajita negra. Dejé que lo probara conmigo, pero la aguja no giró, sólo temblaba. Pero por muy tonto que fuera entonces, es cuando hice mi única contribución al mundo. Como le dije, no he levantado un dedo desde entonces.
-¿Qué hizo usted? - preguntó Bullard con ansiedad.
- Dije: Señor Edison, probemos con el perro. ¡Y me hubiese gus­tado que viera usted lo loco que se puso el perro cuando lo dije! El viejo Sparky ladró y aulló y rascó para poder salirse. Cuando vió que iba en serio, que no iba a poder salir, corrió derechito hacia el anali­zador de inteligencia e hizo que se le cayera a Edison de las manos. Pero lo acorralamos, y Edison lo sujetó mientras yo le colocaba los alambres en las orejas. ¡Y no lo va a creer, pero la aguja giró hacia el otro extremo del cuadrante, mucho más allá de una marca hecha con lápiz rojo en la cara del cuadrante!
- El perro lo rompió - dijo Bullard.
- Señor Edison - dije -, ¿qué quiere decir esa marca roja?
- Muchacho - dijo Edison-, quiere decir que el instrumento se ha roto, porque esa marca roja soy yo.
- Claro que estaba roto - dijo Bullard.
El desconocido dijo gravemente: - Pero no estaba roto. No, señor. Edison examinó todo el aparato y estaba perfectamente en orden. Cuando Edison me dijo eso fue cuando Sparky - loco por salirse- se echó de cabeza.
-¿Cómo? - dijo Bullard, receloso.
- En realidad lo teníamos encerrado. Había tres cerraduras en la puerta: una alcayata, un cerrojo y una perilla con aldaba. El perro se paró, desenganchó la alcayata, jaló el cerrojo y ya tenía la perilla en­tre los dientes cuando Edison lo agarró.
- ¡No! - dijo Bullard.
- ¡Sí! - afirmó el desconocido, los ojos brillantes -. Y fue entonces que Edison me mostró lo grande que era como científico, Estaba dis­puesto a enfrentarse con la verdad, sin importarle lo desagradable que pudiera resultar.
-¡Conque esas tenemos! -le dijo Edison a Sparky -. Conque el mejor amigo del hombre, ¿no? Conque un animal tonto, ¿no? - Ese Sparky era algo serio. Hizo como que no escuchaba. Se rascó y se puso a morder sus pulgas y daba vueltas gruñendo a los agujeros de las ratas: cualquier cosa que le permitiera esquivar la mirada de Edison.
-¿Conque la buena vida, Sparky? dijo Edison -. Dejas que otro se preocupe por traer los alimentos, construir refugios y mantenerte ca­lientito mientras tú duermes frente a la chimenea o persigues a las chicas o jugueteas con los muchachos. Nada de hipotecas, nada de política, nada de guerra, nada de trabajo, nada de preocupaciones. Sólo tienes que mover la vieja cola o lamer una mano, y estás listo.
- Señor Edison - dije yo -, ¿quiere usted decir que los perros son más inteligentes que las personas?
-¿Más inteligentes? - dijo Edison -. ¡Estoy dispuesto a decirlo a todo el mundo! ¿Y qué es lo que he estado haciendo durante todo un año? ¡Trabajando como esclavo para hacer una bombilla que permita a los perros jugar por la noche!
- Mire, señor Edison - dijo Sparky- por qué no... - ¡Un momento! - rugió Bullard.
-¡Silencio! - gritó el desconocido, victorioso -. Mire, señor Edi­son - dijo Sparky -, ¿por qué no guarda silencio acerca de todo esto? Ha venido funcionando a satisfacción de todo el mundo durante cien­tos de miles de años. Deje echados a los perros que duermen. Usted se olvida de todo, destruye el analizador de inteligencia, y yo le digo qué usar como filamento para su lámpara.
-¡Son puras mentiras! - dijo Bullard, la cara amoratada.
- Le doy mi palabra solemne de caballero. Ese perro me premió por mi silencio con un dato confidencial de la bolsa de valores que me hizo acaudalado e independiente por el resto de mis días. Y las últi­mas palabras pronunciadas por Sparky fueron dirigidas a 'Thomas Edison.
- Pruebe un trozo de hilo de algodón carbonizado - dijo -. Más tarde, lo hizo pedazos una jauría de perros que se había reunido afuera de la puerta a escuchar.
El desconocido se quitó las ligas y se las dio al perro de Bullard. - Una pequeña muestra de mi estimación, señor, a nombre de un an­tepasado que murió de tanto hablar. Buenos días - se metió el libro bajo el brazo y se alejó caminando.



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