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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO PERRA (por Roald Dahl)
Hasta el momento he dado a publicar un solo episodio de los diarios del tío Oswald. Trataba, como probablemente recordarán algunos de ustedes, del encuentro carnal entre mi tío y una leprosa siria en el desierto del Sinaí. Seis años han pasado ya desde su publicación y aún no se ha presentado nadie a causar problemas. En vista de ello, me veo con ánimos de publicar un segundo episodio de estas curiosas páginas. Mi abogado me ha aconsejado que no lo haga. Dice que algunas de las personas interesadas todavía viven y son fácilmente reconocibles. Dice que me demandarán sin contemplaciones. Bueno, pues que me demanden. Me siento orgulloso de mi tío. Sabía cómo hay que vivir. En el prefacio al primer episodio dije que las Memorias de Casanova parecen una hoja parroquial al lado de los diarios del tío Oswald y que el propio Casanova, aquel gran amante, parece un hombre de escasos apetitos sexuales si se le compara con mi tío. Me mantengo en lo que dije entonces y, andando el tiempo, lo demostraré ante el mundo. He aquí, pues, un pequeño episodio entresacado del Volumen XXIII, exactamente igual que lo escribió Oswald:
«PARÍS Miércoles
Desayuno a las diez. Probé la miel. La entregaron ayer en un sucrier de Sèvres que tenía un encantador fondo color canario que llaman jonquille. «De Suzie», decía la nota, «y gracias». Es agradable ver que se te aprecia. Y la miel valía la pena. Entre otras cosas, Suzie Jolibois tenía una pequeña granja al sur de Casablanca y era aficionada a las abejas. Sus colmenas estaban instaladas en medio de una plantación de cannabis indica y las abejas extraían su néctar exclusivamente de esa fuente. Vivían, aquellas abejas, en un estado de euforia perpetua y eran poco inclinadas a trabajar. Por consiguiente, la miel era muy escasa. Unté una tercera tostada. La miel era casi negra. Tenía un aroma penetrante. Sonó el teléfono. Me llevé el aparato a la oreja y esperé. Nunca soy el primero en hablar cuando me llaman. Después de todo, no soy yo quien les telefonea a ellos. Ellos me telefonean a mí.
—¡Oswald! ¿Está ahí? Reconocí la voz.
—Sí, Henri —dije—. Buenos días.
—¡Escúcheme! —dijo él; hablaba de prisa y parecía excitado—. ¡Me parece que ya lo tengo! ¡Estoy casi seguro de haberlo conseguido! Perdone que le hable a trompicones, pero acabo de vivir una experiencia fantástica. Ahora ya ha pasado. Todo está bien. ¿Quiere venir a casa?
—Sí —dije—. Iré.
Colgué el teléfono y me serví otra taza de café. ¿Sería verdad que Henri lo había conseguido por fin? Si así era, quería estar presente para compartir la diversión.
Al llegar aquí, debo hacer una pausa para explicarles cómo conocí a Henri Biotte. Hará unos tres años cogí el coche y me fui a Provenza para pasar un fin de semana veraniego con una dama que me interesaba, sencillamente porque poseía un músculo extraordinariamente poderoso en una región donde otras mujeres no tienen ningún músculo en absoluto. Una hora después de mi llegada me encontraba paseando a solas por la hierba de la orilla del río cuando se me acercó un hombre bajito y moreno. Tenía el dorso de las manos cubierto de vello negro, hizo una ligera reverencia y dijo:
—Henri Biotte, también invitado.
—Oswald Cornelius —dije.
Henri Biotte era peludo como una cabra. Su mentón y sus mejillas aparecían cubiertas de pelo negro y enmarañado y unos mechones espesos le salían por los orificios de la nariz.
—¿Me permite que le acompañe? —dijo, colocándose a mi lado y empezando a hablar inmediatamente.
¡Y qué hablador era! ¡Qué gálico, qué excitable! Caminaba dando unos extraños sal titos y sus dedos volaban como si quisiese esparcirlos a los cuatro vientos y sus palabras estallaban como triquitraques de tan aprisa como las pronunciaba. Dijo que era belga y químico y que trabajaba en París. Era químico olfatorio. Había consagrado su vida al estudio de la olfacción.
—¿Se refiere al olfato? —dije.
—¡Sí, sí! —exclamó—. ¡Exactamente! Soy experto en olores. ¡Sé más sobre olores que cualquier otra persona del mundo!
—¿Buenos o malos olores? —pregunté, tratando de frenarlo un poco.
—¡Buenos olores, olores encantadores, olores gloriosos! —dijo—. ¡Los fabrico! ¡Puedo fabricar cualquier olor que usted desee!
Seguidamente me dijo que era el principal mezclador de perfumes de una de las grandes modistas de la ciudad. Y, poniéndose un dedo en la punta de su peluda probóscide, dijo que, probablemente, su nariz se parecía a cualquier otra nariz, ¿no? Me dieron ganas de decirle que por sus orificios salía más pelo que trigo crece en las praderas y de preguntarle por qué no le decía al barbero que se lo recortase, pero en vez de ello le confesé cortés-mente que no veía nada extraño en ella.
—En efecto —dijo—. Pero en realidad es un órgano olfatorio de sensibilidad fenomenal. Husmeando un par de veces soy capaz de detectar la presencia de una sola gota de almizcle macrólico en varios litros de aceite de geranio.
—Extraordinario —-dije.
—En los Champs Elysées —prosiguió—, que son, sin embargo, una vía ancha, mi nariz es capaz de identificar el perfume exacto que lleva una mujer que se pasee por la otra acera.
—¿Incluso con tráfico?
—Incluso con mucho tráfico —dijo.
Seguidamente mencionó dos de los perfumes más famosos del mundo, ambos fabricados por la casa de modas para la que trabajaba.
—Son creaciones personales mías —dijo modestamente—. Yo mismo hice la mezcla. Le han proporcionado una fortuna a la célebre bruja que dirige el negocio.
—¿Pero no a usted?
—¡A mí! Yo no soy más que un pobre e infeliz empleado que trabaja a sueldo —dijo, extendiendo las manos y encogiendo los hombros hasta que casi le rozaron los lóbulos de las orejas—. Pero algún día me independizaré y me consagraré a mi sueño.
—¿Tiene un sueño?
—¡Tengo un sueño glorioso, tremendo, excitante, mi querido señor!
—Si es así, ¿por qué no se dedica a él?
—Porque primero tengo que encontrar un hombre lo bastante clarividente y rico como para respaldarme. «¡Aja! —pensé—. Conque se trata de eso».
—Con una reputación como la suya —dije— no creo que eso le resulte difícil.
—Los hombres ricos como el que yo busco son difíciles de encontrar —dijo—. Tiene que ser aficionado a correr riesgos y con pasión por lo estrafalario.
«¡Ese soy yo, pequeño bribón!» —pensé.
—¿En qué consiste ese sueño suyo? —pregunté—. ¿Se trata de fabricar perfumes?
—¡Mi querido amigo! —exclamó—. ¡Cualquiera puede fabricar perfumes] ¡Le estoy hablando del perfume de los perfumes! ¡Del único que cuenta!
—¿Cuál es?
—¿Cuál va a ser? ¡El peligroso, por supuesto! ¡Y, cuando lo haya fabricado, dominaré el mundo!
—¡Muy bien! —dije.
—No bromeo, monsieur Cornelius. ¿Me permitirá que le explique adonde quiero ir a parar?
—Adelante.
—Perdóneme si me siento —dijo, dirigiéndose hacia un banco—. El pasado mes de abril sufrí un ataque cardíaco y debo andar con cuidado.
—Lo lamento.
—Oh, no lo lamente. No hay peligro mientras no me pase de la raya.
La tarde era deliciosa y el banco estaba situado en el césped cerca de la orilla del río. Nos sentamos en él. A nuestro lado el río discurría lentamente, suavemente, profundamente, y pequeñas nubes de insectos acuáticos revoloteaban sobre la superficie. La otra orilla estaba llena de sauces y, más allá de éstos, había un prado verde esmeralda, amarillo de tantos ranúnculos como en él crecían, donde pacía una vaca solitaria. La vaca era marrón y blanca.
—Le contaré qué clase de perfume deseo fabricar —dijo—. Pero es esencial que le explique algunas cositas más o no lo entenderá del todo. Así que le ruego que tenga un poco de paciencia conmigo.
Una de sus manos reposaba fláccidamente sobre su regazo, con la parte peluda hacia arriba. Parecía una rata negra. Se la acariciaba suavemente con los dedos de la otra mano.
—Consideremos primeramente —dijo— el fenómeno que tiene lugar cuando un perro encuentra a una perra en celo. El impulso sexual del perro es tremendo. Todo su autodominio desaparece. En su cabeza hay un solo pensamiento, que es el de fornicar allí mismo, y, a menos que se le impida por la fuerza, así lo hará. Pero, ¿sabe usted qué causa este tremendo impulso sexual en el perro?
—El olor —dije.
—Exactamente, monsieur Cornelius. Unas moléculas odorantes de conformación especial penetran por el hocico del perro y estimulan sus nervios olfatorios. Eso hace que se envíen unas señales urgentes al bulbo olfatorio y de allí a los centros superiores del cerebro. Todo lo hace el olor. Si secciona usted el nervio olfatorio de un perro, el animal perderá todo interés por el sexo. Lo mismo les ocurre a muchos otros mamíferos, mas no al hombre. El olor no tiene nada que ver con el apetito sexual del macho de la especie humana. A éste lo que le estimula es la vista, el tacto y su viva imaginación. Jamás el olor.
—¿Qué me dice del perfume? —pregunté.
—¡Todo son tonterías! —contestó—. Todas las esencias caras que se venden en frasquitos, las que yo fabrico, no tienen ningún efecto afrodisíaco en el hombre. El perfume nunca se hizo para tal fin. En la antigüedad las mujeres lo utilizaban para ocultar el hecho de que olían mal. Hoy día, que ya no apestan, lo utilizan por razones puramente narcisistas. Les gusta ponérselos y oler los agradables aromas que exhalan sus propios cuerpos. Los hombres apenas se fijan en ello. Se lo prometo.
—Yo sí me fijo —dije.
—¿Y le estimula físicamente?
—No, físicamente no. Pero sí estéticamente.
—Le gusta el olor. A mí también. Pero hay muchos otros olores que me gustan más: el bouquet de un buen Lafitte, el aroma de una pera fresca o el olor del aire que llega del mar en la costa de Bretaña.
Una trucha dio un salto en mitad del río y la luz del sol arrancó destellos de su cuerpo.
—Tiene que olvidar —dijo monsieur Biotte— todas las tonterías que le habrán dicho sobre el almizcle y el ámbar gris y las secreciones testiculares de la civeta. Actualmente nuestros perfumes los hacemos a base de productos químicos. Si lo que busco es un olor a almizcle, utilizaré sebacato de etileno. El ácido fenilacético me dará civeta y el benzaldehído me proporcionará el olor a almendras. No, señor, ya no me interesa mezclar productos químicos para obtener olores agradables.
Desde hacía unos minutos la nariz le goteaba ligeramente, mojándole los pelos negros que le salían por los orificios. Al darse cuenta de ello, sacó un pañuelo, se sonó y después se secó la nariz.
—Lo que tengo intención de hacer —dijo— es producir un perfume que ejerza en el hombre el mismo efecto electrizante que el olor de una perra en celo ejerce sobre un perro. ¡Una vaharada bastará! El hombre perderá por completo el control de sí mismo. ¡Se arrancará los pantalones y violará a la dama allí mismo!
—Eso podría resultar divertido —dije.
—¡Seríamos los dueños del mundo! —exclamó.
—Sí, pero acaba de decirme que el olor no tiene nada que ver con el apetito sexual del macho humano.
—Y no lo tiene —dije—. Pero lo tenía. Tengo pruebas de que en la era postglacial, cuando el hombre primitivo estaba mucho más cerca del mono que el hombre actual, conservaba aún la característica simiesca de saltar sobre cualquier hembra que se cruzase en su camino y que oliese de una manera determinada. Y, más adelante, en el paleolítico y en el neolítico, siguió reaccionando sexual-mente al olor, aunque en grado cada vez menor. Cuando aparecieron las civilizaciones superiores en Egipto y China, alrededor de diez mil años antes de Jesucristo, la evolución ya había jugado su papel y suprimido por completo la capacidad del hombre para ser estimulado sexual-mente por el olor. ¿Le estoy aburriendo?
—Nada de eso. Pero dígame, ¿quiere eso decir que ha tenido lugar un cambio físico real en el aparato olfatorio del hombre?
—Rotundamente no —dijo—. De haber sido así, nada podríamos hacer en ese sentido. El pequeño mecanismo que permitía a nuestros antepasados captar aquellos olores sutiles sigue estando en su sitio. Da la casualidad de que me consta que así es. Escúcheme, habrá visto usted que algunas personas son capaces de mover un poco las orejas, ¿no?
—Yo soy una de ellas —dije, moviéndolas.
—¿Lo ve? —dijo—. El músculo que mueve la oreja sigue en su sitio. Es un residuo del tiempo en que el hombre podía mover las orejas hacia adelante para oír mejor, como hacen los perros. Esa capacidad la perdió hace más de cien mil años, pero el músculo no desapareció. Y lo mismo ocurre en el caso de nuestro aparato olfatorio. El mecanismo para captar aquellos olores secretos sigue existiendo, pero hemos perdido la capacidad de utilizarlo.
—¿Cómo puede estar tan seguro de que todavía existe? —pregunté.
—¿Sabe usted cómo funciona nuestro sistema olfatorio? —dijo.
—No, la verdad...
—Entonces se lo explicaré; de lo contrario no podría contestar a su pregunta. Escúcheme atentamente, por favor. El aire es absorbido por los orificios de la nariz y pasa por tres huesos espirales en forma de pantalla situados en la parte superior de la nariz. Allí es calentado y filtrado. Luego este aire caliente sube y pasa por dos hendiduras que contienen los órganos olfatorios. Estos órganos consisten en unos retazos de tejido amarillento, cada uno de los cuales mide alrededor de seis centímetros cuadrados. En este tejido se hallan incrustadas las fibras y los extremos del nervio olfatorio. Cada extremo de nervio consiste en una célula olfatoria que soporta un racimo de filamentos diminutos parecidos a cabellos. Estos filamentos actúan como receptores. Y, cuando son estimulados o excitados por las moléculas odoranntes, los receptores envían señales al cerebro. Si, al bajar usted por la mañana, su nariz percibe las moléculas odorantes del tocino que se está friendo en la sartén, estas moléculas estimularán sus receptores, los receptores enviarán una señal al cerebro por medio del nervio olfatorio y el cerebro la interpretará según el carácter y la intensidad del olor. Y es entonces cuando usted exclama «¡Ah, tocino para desayunar!»
—Nunca como tocino para desayunar —dije. Hizo caso omiso de mi comentario.
—Estos receptores —prosiguió—, estos filamentos diminutos, finísimos, son lo que nos interesa. Y ahora usted me preguntará cómo diablos pueden distinguir la diferencia entre una molécula odorante y otra, entre, por ejemplo, la menta y el alcanfor.
—¿Cómo la distinguen? —pregunté. El tema me interesaba.
—Le ruego que ahora preste más atención que nunca —dijo—. En el extremo de cada receptor hay una muesca, una especie de cavidad, sólo que no es redonda. Se trata del «asiento receptor». Imagínese millares de estos filamentos finísimos con cavidades diminutas en sus extremos, todos agitándose como los zarcillos de las anémonas de mar y esperando atrapar en sus cavidades cuantas moléculas odorantes pasen junto a ellos. Eso es lo que ocurre en realidad. Cuando usted capta un olor determinado las moléculas odorantes de la sustancia que dan a ésta su olor le entran en tropel por los orificios de la nariz y son atrapadas por las pequeñas cavidades, los asientos receptores. Ahora bien, la cosa más importante que debe recordar es ésta: moléculas las hay de todas las formas y tamaños. También las cavidades o asientos receptores tienen distintas formas. Por consiguiente, las moléculas se alojan exclusivamente en los asientos receptores que se adaptan a ellas. Las moléculas de menta entran solamente en los asientos receptores especiales para la menta. Las moléculas de alcanfor, cuya forma es totalmente distinta, encajan únicamente en asientos receptores especiales para el alcanfor, y así sucesivamente. Viene a ser como esos juguetes para niños que consisten en piezas de distinta forma que deben encajarse unas con otras.
—Veamos si le he entendido —dije—. ¿Me está diciendo que mi cerebro sabrá que se trata de un olor a menta sólo porque la molécula se habrá alojado en un asiento receptor para la menta?
—Exactamente.
—Pero, no irá usted a decirme que hay receptores de distintas formas para todos los olores del mundo, ¿eh?
—No —dijo—. De hecho, el hombre tiene solamente siete receptores distintos.
—¿Por qué sólo siete?
—Porque nuestro sentido del olfato reconoce únicamente siete «olores primarios puros». Todos los demás son «olores complejos» producidos por la mezcla de olores primarios.
—¿Está seguro?
—Completamente. Nuestro sentido del gusto tiene todavía menos. Reconoce únicamente cuatro sabores primarios : dulce, agrio, salado y amargo. Todos los demás sabores son mezclas de los que acabo de citarle.
—¿Cuáles son los siete olores primarios puros? —le pregunté.
—Los nombres no vienen al caso ahora —dijo—. ¿Por qué confundir las cosas?
—Me gustaría saber cuáles son.
—De acuerdo —dijo—. Son los siguientes: alcanforados, picantes, almizclados, etéreos, florales, mentolados y pútridos. No ponga esa cara de escepticismo, por favor. Esto no lo he descubierto yo. Ilustrísimos científicos llevan años trabajando en ello. Y sus conclusiones son de todo punto acertadas, exceptuando un aspecto.
—¿Cuál?
—Hay un octavo olor primario puro que ellos no conocen y un octavo asiento receptor destinado a recibir las moléculas del mismo, unas moléculas que tienen una forma harto curiosa.
—¡Ajajá! —exclamé—. Ya veo adonde quiere ir a parar.
—Sí —dijo—, el octavo olor primario puro es el estimulante sexual que miles de años atrás hacía que el hombre primitivo se comportase como un perro. Tiene una estructura molecular muy peculiar.
—¿Conque sabe cuál es?
—¡Por supuesto que lo sé!
—¿Y sostiene que todavía tenemos los asientos receptores para recibir estas peculiares moléculas?
—Así es.
—Este olor misterioso —dije—, ¿llega alguna vez a nuestras narices actualmente?
—Con frecuencia.
—¿Lo olemos? Es decir: ¿lo percibimos?
—No.
—¿Quiere decir que las moléculas no son atrapadas en los asientos receptores?
—Sí son atrapadas, mi querido amigo, sí lo son. Pero no pasa nada. El cerebro no recibe ninguna señal. El teléfono no funciona. Es igual que ese músculo del oído. El mecanismo sigue ahí, pero hemos perdido la capacidad de utilizarlo como es debido.
—¿Y qué se propone hacer al respecto? —pregunté.
—Reactivarlo —dijo—. Nos estamos ocupando de nervios, no de músculos. Y estos nervios no están muertos ni lesionados: simplemente dormidos. Probablemente incrementaré mil veces la intensidad del olor y añadiré un catalizador.
—Siga, siga —dije.
—Ya es bastante.
—Me gustaría oír más —dije.
—Perdone que se lo diga, monsieur Cornelius, pero me temo que su conocimiento de la propiedad organoléptica no basta para seguir mis explicaciones más allá de este punto. La conferencia ha terminado.
Henri Biotte se quedó sentado en el banco a orillas del río, acariciándose el dorso de una mano con los dedos de la otra. El pelo que le salía por los orificios de la nariz le daba aspecto de duende, pero eso era puro camuflaje. Me parecía un hombrecillo peligroso y refinado, alguien que se escondía detrás de las piedras con los ojos atentos y un aguijón en la cola, esperando que pasase algún viajero solitario. Subrepticiamente le escudriñé el rostro. La boca me interesaba. Los labios tenían un toque color magenta, posiblemente a causa de su enfermedad cardiaca. El labio inferior era caruncular y colgante. Sobresalía por el medio y formaba una especie de bolsita en la que se hubieran podido guardar monedas pequeñas. La piel del labio parecía muy tensa, como hinchada, y estaba siempre húmeda, no porque se pasara la lengua por ella, sino a causa de un exceso de saliva.
Y ahí estaba el tal monsieur Henri Biotte, sonriendo aviesamente y aguardando con paciencia mi reacción. Era un hombre totalmente amoral, eso saltaba a la vista, pero también lo era yo. Era también un hombre perverso y, aunque honradamente no puedo decir que la perversidad sea una de mis virtudes, la encuentro irresistible en los demás. Un hombre perverso tiene un lustre que es muy suyo. Por otra parte, había algo diabólicamente espléndido en una persona que pretendía retrasar en medio millón de años los hábitos sexuales del hombre civilizado.
Sí, me tenía atrapado. Así que allí mismo, sentado a la orilla del río en el jardín de la dama de Provenza, le hice una oferta a Henri. Le sugerí que dejase inmediatamente su empleo y se instalara en un pequeño laboratorio. Yo pagaría las facturas correspondientes a su experimento y le pagaría también un sueldo. El contrato sería para cinco años e iríamos a medias en lo que de él saliese.
Henri se mostró extásico.
—¿De veras? —exclamó—. ¿Lo dice en serio?
Le alargué la mano. La tomó entre las suyas y me la estrechó vigorosamente. Fue como estrechar la mano a una vaca tártara.
—¡Dominaremos a la humanidad! —dijo—. ¡Seremos los dioses de la tierra!
Me rodeó con sus brazos y me besó primero una mejilla y después la otra. ¡Esa condenada manía de los galos! El labio inferior de Henri parecía el vientre mojado de un sapo al rozarme la piel.
—Dejemos las celebraciones para más tarde —dije, secándome con un pañuelo de hilo.
Henri Biotte presentó disculpas y excusas a su anfitriona y aquella misma noche regresó corriendo a París. En el plazo de una semana dejó su empleo y alquiló tres habitaciones para instalar en ellas el laboratorio. Las habitaciones se encontraban en el tercer piso de una casa de la Rive Gauche, en la Rue de la Cassette, a poca distancia del Boulevard Raspail. Se gastó mucho dinero mío en equipar las habitaciones con aparatos complicados e, incluso, instaló una jaula grande en la que encerró a dos monos, macho y hembra. También contrató a un ayudante, una joven inteligente y moderadamente presentable que se llamaba Jeanette. Y, habiendo hecho todo esto, puso manos a la obra.
Deben tener presente que para mí aquella aventurilla no revestía demasiada importancia. Tenía otras muchas cosas para distraerme. Solía visitar a Henri un par de veces al mes para ver qué tal iban las cosas. Aparte de estas visitas, le dejaba totalmente en paz. Mi cerebro lo ocupaban otros asuntos. Me faltaba la paciencia necesaria para las investigaciones de esta índole. Y, al ver que no obtenía resultados rápidos, empecé a perder todo mi interés. Incluso los dos monos, cuyos impulsos sexuales eran notables, dejaron de parecerme divertidos al cabo de un tiempo.
Sólo una vez obtuve cierto placer de mis visitas al laboratorio de Henri. Como sin duda ya habrán notado, raras veces soy capaz de resistir los encantos de una mujer apenas moderadamente presentable. Y, por ello, cierta tarde de un jueves lluvioso, mientras Henri trabajaba en otra habitación, aplicando electrodos a los órganos olfatorios de una rana, yo me encontraba aplicando algo infinitamente más agradable a Jeanette en la otra habitación. Desde luego, no esperaba nada extraordinario de mi pequeña travesura. Actuaba más por hábito que por otra cosa. Pero, ¡santo Dios! ¡Qué sorpresa me llevé! Debajo de su bata blanca, aquella austera investigadora química resultó ser una hembra sinuosa y flexible de inmensa destreza. Los experimentos que llevó a cabo, primero con el oscilador y después con la centrifugadora de gran velocidad, me dejaron absolutamente sin aliento. De hecho, desde la funámbula turca que conocí en Ankara (véase el volumen XXI) no había experimentado nada parecido. Todo lo cual demuestra por milésima vez que las mujeres son tan inescrutables como el océano. Nunca sabes qué tienes bajo la quilla, aguas profundas o bajas, hasta que tiras la sonda.
Después de aquella tarde no volví a tomarme la molestia de visitar nuevamente el laboratorio. Ya conocen mi regla. Jamás vuelvo a una hembra por segunda vez. Conmigo al menos, las mujeres tocan invariablemente todas las notas durante el primer encuentro, por lo que una segunda vez no sería más que tocar la misma melodía con el mismo violín. ¿A quién le interesa algo así? No a mí. Así que, cuando de pronto oí la voz de Henri llamándome urgentemente por teléfono aquella mañana, a la hora del desayuno, casi me había olvidado de su existencia.
Crucé el endiablado tráfico parisiense hacia la Rue de la Cassette. Aparqué el coche y cogí el pequeño ascensor hasta el tercer piso. Henri me abrió la puerta del laboratorio.
—¡No se mueva! —exclamó—. ¡Quédese donde está!
Se alejó rápidamente y a los pocos momentos regresó con una bandeja pequeña en la que había dos objetos de caucho rojo y aspecto grasiento.
—¡Tapones para la nariz! —dijo—. Póngaselos. Igual que yo. Para que no entren las moléculas. Vamos, apriéteselos bien. Tendrá que respirar por la boca, pero da igual.
Los dos tapones tenían un cordelito azul en un extremo, seguramente para quitárselos de la nariz. Vi que los dos cordelitos azules colgaban de la nariz de Henri. Me puse los tapones. Henri los inspeccionó. Los apretó un poco más con el pulgar. Luego volvió a entrar bailando en el laboratorio, agitando sus manos peludas y exclamando:
—¡Entre ahora, mi querido Oswald! ¡Entre, entre! Perdone mi excitación, ¡pero hoy es un gran día para mí!
A causa de los tapones de la nariz, su voz sonaba como si estuviese muy resfriado. Se acercó a un armario y metió la mano dentro. Sacó uno de esos frasquitos cuadrados, hechos de vidrio muy grueso, que suelen contener unos treinta gramos de perfume. Lo llevó hasta donde me encontraba, protegiéndolo con las manos como si se tratase de un pajarillo.
—¡Mire! ¡Aquí lo tiene! ¡El fluido más precioso de todo el mundo!
Esta era la clase de observación estúpida que detesto intensamente.
—¿Así que cree que lo ha conseguido? —dije.
—¡No lo creo, Oswald! ¡Lo sé! ¡Estoy seguro de haberlo conseguido!
—Cuénteme cómo ha sido.
—No es fácil —dijo—. Pero lo intentaré. Colocó cuidadosamente el frasquito en el banco.
—Dejé esta mezcla concreta, la número mil setenta y seis, para que se destilase durante la noche —prosiguió—.
Lo hice porque cada media hora se obtiene una sola gota de líquido destilado. La coloqué de modo que goteasen en el interior de un vaso de precipitación precintado para que no se evaporase. Todos estos líquidos son extremadamente volátiles. De modo que esta mañana, cuando llegué a las ocho y media, abrí la número mil setenta y seis y la olí un poco. Sólo un poquito. Luego volví a cerrarla.
—¿Y después?
—¡Dios mío, Oswald, fue fantástico! ¡Perdí por completo el dominio de mí mismo! ¡Hice cosas que ni en sueños habría hecho en un millón de años!
—¿Por ejemplo?
—Mi querido amigo, ¡me puse como loco! ¡Me comporté como una bestia salvaje, como un verdadero animal! ¡Dejé de ser una persona! ¡Las influencias civilizadoras de siglos y siglos sencillamente se esfumaron! ¡Me convertí en un hombre del Neolítico!
—¿Qué hizo?
—No recuerdo muy claramente lo que hice a continuación. Fue todo tan rápido y violento. Pero me vi dominado por la sensación de lujuria más aterradora que uno pueda imaginarse. Todo lo demás se borró de mi mente. Lo único que deseaba era una mujer. Pensé que si no encontraba una mujer en seguida, estallaría.
—Afortunada Jeanette —dije, mirando hacia la habitación contigua—. ¿Cómo está ahora?
—Jeannette me dejó hace más de un año —dijo—. La reemplacé por una química joven y brillante que se llama Simone Gautier.
—Afortunada Simone, pues.
—¡No, no! —exclamó Henri—. ¡Eso fue lo malo! ¡Simone no había llegado aún! Hoy, precisamente hoy, ¡tenía que llegar tarde al trabajo! Empecé a enloquecer. Salí corriendo al pasillo y luego bajé la escalera. Era como un animal peligroso. Buscaba a una mujer, cualquier mujer, ¡y que el cielo la amparase cuando la encontrara!
—¿Y a quién encontró?
—A nadie, gracias a Dios. Porque de repente recobré el juicio. El efecto había pasado. Fue muy rápido, cuando me encontraba en el descansillo del segundo piso, a solas. Sentí frío. Pero en seguida supe exactamente qué había pasado. Regresé corriendo y volví a entrar en esta habitación apretándome fuertemente la nariz con el índice y el pulgar. Me dirigí inmediatamente al cajón donde guardo los tapones para la nariz. Desde que empecé a trabajar en este proyecto tengo un surtido de tapones para la nariz a mano, por si se presenta la ocasión de utilizarlos. Me los puse y quedé libre de peligro.
—¿Las moléculas no pueden llegar a la nariz pasando por la boca? —pregunté.
—No pueden llegar a los receptores —dijo—. Por eso no puede oler a través de la boca. De modo que me acerqué al aparato y corté el calor. Luego transvasé el precioso líquido del vaso de precipitación a esta botella herméticamente cerrada que ve usted aquí. Contiene exactamente once centímetros cúbicos de la mezcla número mil setenta y seis.
—Y luego me telefoneó.
—No inmediatamente, no. Porque en aquel momento llegó Simone. En cuanto me vio entró corriendo en la habitación contigua, chillando como una loca.
—¿Por qué hizo tal cosa?
—¡Dios mío, Oswald! ¡Porque me encontró en cueros! ¡Y yo sin enterarme! ¡Seguramente me había arrancado la ropa!
—¿Y luego... qué?
—Volví a vestirme. Después fui y le conté a Simone todo lo que había ocurrido. Al oír la verdad, se excitó tanto como yo. No olvide que llevamos más de un año trabajando juntos en esto.
—¿Simone está aquí todavía?
—Sí. Está en la habitación de al lado, en el otro laboratorio.
Menuda historia me acababa de contar Henri. Levanté el frasquito y lo examiné al trasluz. A través del vidrio grueso pude ver unos siete u ocho milímetros de líquido pálido y color gris tirando a rosa, como el jugo de un membrillo maduro.
—Que no se le caiga —dijo Henri—. Será mejor que lo deje —lo dejé—. El siguiente paso —prosiguió— consistirá en hacer una prueba científica. Para ello, primero tendré que echar una cantidad determinada sobre una mujer y luego hacer que un hombre se le acerque. Será necesario que yo observe la operación desde poca distancia.
—Es usted un viejo verde —dije.
—Soy un químico olfatorio —dijo con afectación.
—¿Por qué no salgo a la calle con los tapones de la nariz puestos —dije—, y echo un poco sobre la primera mujer que pase por mi lado? Usted puede observar desde la ventana. Seguramente sería divertido.
—Desde luego —dijo Henri—. Pero no muy científico. La prueba he de hacerla a puerta cerrada y en condiciones controladas.
—Y yo interpretaré el personaje masculino —dije.
—No, Oswald.
—¿Cómo que no? Insisto.
—Ahora escúcheme —dijo Henri—. Todavía no hemos averiguado qué ocurrirá cuando una mujer esté presente. Este líquido es muy poderoso. De eso estoy seguro. Y usted, mi querido señor, no es precisamente un jovenzuelo. Podría resultar peligrosísimo. Podría llevarle más allá de su capacidad de resistencia.
Me sentí picado.
—Mi resistencia no conoce límites —dije.
—Bobadas —dijo Henri—. Me niego a correr riesgos. Por esto he contratado al joven más capacitado y fuerte que he podido encontrar.
—¿Quiere decir que ya lo ha contratado?
—Por supuesto —dijo Henri—. Me siento excitado e impaciente. Tengo ganas de seguir con el experimento. El muchacho llegará dentro de un momento.
—¿Quién es?
—Un boxeador profesional.
—¡Santo Dios!
—Se llama Pierre Lacaille. Le pagaré mil francos por su trabajo.
—¿Cómo dio con él?
—Conozco a mucha más gente de lo que usted cree, Oswald. No soy un ermitaño.
—¿Sabe el joven en cuestión lo que le espera?
—Le he dicho que va a participar en un experimento científico relacionado con la psicología del sexo. Cuanto menos sepa, mejor.
—¿Y la mujer? ¿Quién será ella?
—Simone, desde luego —contestó Henri—. Es científica y, por consiguiente, podrá observar las reacciones del macho aún mejor que yo.
—De eso no hay duda —dije—. ¿Ella se da cuenta de lo que podría pasarle?
—Perfectamente. Y me costó muchísimo persuadirla. Tuve que insistir en que participaría en una demostración que pasará a la historia. Se hablará del asunto durante centenares de años.
—Tonterías —dije.
—Mi querido señor, en el transcurso de los siglos hay ciertos momentos épicos, grandes descubrimientos científicos, que jamás caen en el olvido. Como aquella vez en que el doctor Horace Wells de Hartford, Connecticut, se hizo extraer una muela en 1844.
—¿Qué tuvo eso de histórico?
—El doctor Wells era un dentista que llevaba un tiempo jugueteando con el gas de óxido nitroso. Cierto día le dio un terrible dolor de muelas. Le constaba que tendrían que sacarle la muela, de modo que llamó a otro dentista para que se encargase de ello. Pero primero persuadió a su colega de que se pusiera una mascarilla y le aplicase óxido nitroso. Quedó inconsciente, la muela fue extraída y despertó fresco como una rosa. Pues bien, Oswald, esa fue la primera operación del mundo que se llevó a cabo bajo anestesia general. Fue el comienzo de algo grande. Nosotros haremos lo mismo.
En aquel momento sonó el timbre de la puerta. Henri cogió un par de tapones para la nariz y fue a abrirla. Y allí estaba Pierre, el boxeador. Pero Henri no le permitió entrar hasta que se hubo introducido los tapones en la nariz. Creo que el muchacho entró convencido de que iba a actuar en una película pornográfica, pero el asunto de los tapones seguramente le quitó la ilusión en el acto. Pierre Lacaille era un peso gallo, bajito, musculoso y nervudo. Tenía la cara aplastada y la nariz torcida. Contaría unos veintidós años y parecía algo obtuso.
Henri nos presentó y seguidamente nos hizo pasar al laboratorio contiguo, donde Simone se encontraba trabajando. Llevaba puesta una bata blanca y estaba de pie ante el banco de trabajo, escribiendo algo en una libreta. Al entrar, alzó la cabeza y nos miró a través de los gruesos cristales de sus gafas. La montura de las gafas era de plástico blanco.
—Simone —dijo Henri—, le presento a Pierre Lacaille.
Simone miró al boxeador, pero no dijo nada. Henri no se tomó la molestia de presentarme.
Simone era una mujer delgada, de unos treinta años y cara agradablemente limpia. Llevaba el pelo hacia atrás y recogido en un moño. Esto, unido a las gafas blancas, la bata blanca y la piel blanca de su cara, le daba un curioso aspecto antiséptico. Daba la impresión de que la hubiesen esterilizado durante treinta minutos en un autoclave y de que hubiera que cogerla con guantes de goma. Miró fijamente al boxeador con sus ojos grandes y castaños.
—Manos a la obra —dijo Henri—. ¿Preparado?
—No sé qué va a pasar —dijo el boxeador—. Pero estoy preparado.
Dio unos pasitos de baile sobre la punta de los pies. También Henri estaba preparado. Era evidente que lo había ensayado todo antes de mi llegada.
—Simone se sentará en esa silla —dijo, señalando una sencilla silla de madera que había en medio del laboratorio—. Y usted, Fierre, se colocará en la señal de los seis metros sin quitarse los tapones de la nariz.
En el suelo había líneas trazadas con tiza que indicaban diversas distancias respecto de la silla, de medio metro a seis metros.
—Empezaré rociando el cuello de la señora con una pequeña cantidad de líquido —prosiguió Henri, dirigiéndose al boxeador—. Entonces se quitará usted los tapones y empezará a caminar despacio hacia ella —se volvió hacia mí y dijo—: Ante todo quiero descubrir el alcance eficaz, la distancia exacta en que se encuentre del objetivo cuando las moléculas surtan su efecto.
—¿Empezará con la ropa puesta? —pregunté.
—Exactamente tal como está ahora.
—¿Y qué se espera de la señora, que coopere o se resista?
—Ni una cosa ni otra. Debe ser un instrumento puramente pasivo en sus manos.
Simone seguía mirando al boxeador. Vi que sacaba un poco la lengua y se humedecía los labios.
—Este perfume —le dije a Henri—, ¿tiene algún efecto sobre las mujeres?
—Absolutamente ninguno —dijo—. Por esto haré que Simone salga y vaya a preparar el pulverizador.
La muchacha entró en el laboratorio principal y cerró la puerta tras de sí.
—Así que usted echa algo sobre la chica y yo me acerco a ella —dijo el boxeador—. ¿Qué ocurre entonces?
—Tendremos que esperar a verlo —dijo Henri—. No estará preocupado, ¿verdad?
—¿Preocupado yo? —dijo el boxeador—. ¿A causa de una mujer?
—Buen chico —dijo Henri, que se estaba excitando mucho. Daba rápidos paseos de un lado a otro de la habitación, comprobando una y otra vez la posición de la silla sobre la señal de tiza y trasladando todos los objetos rompibles, tales como probetas, botellas y tubo de ensayo, del banco de trabajo a una estantería alta—. Este no es el lugar ideal —dijo—, pero tendremos que sacarle el máximo partido.
Se cubrió la parte inferior del rostro con una mascarilla de cirujano y después me entregó otra a mí.
—¿No se fía de los tapones para la nariz?
—Es sólo una precaución extra —dijo—. Póngasela.
La muchacha regresó con un pequeño pulverizador de acero inoxidable y se lo dio a Henri, que se sacó un cronógrafo del bolsillo.
—Prepárense, por favor —dijo Henri—. Usted, Pierre, colóquese en la señal de los seis metros —Pierre obedeció. La muchacha se sentó en la silla. Era una silla sin brazos. Se sentó muy erguida y pulcra con su inmaculada bata blanca y las manos sobre el regazo, juntas las rodillas. Henri se apostó detrás de la muchacha y yo me coloqué a un lado—. ¿Preparados? —exclamó Henri.
—Espere —dijo la muchacha.
Era la primera palabra que decía desde mi llegada. Se levantó, se quitó las gafas, las colocó en una estantería alta y luego volvió a sentarse. Se alisó la bata a lo largo de los muslos, juntó las manos y volvió a apoyarlas en el regazo.
—¿Preparados ahora? —preguntó Henri.
—Adelante —dije—. Dispare.
Henri apuntó con el pulverizador una zona de piel desnuda debajo de la oreja de Simone y apretó el gatillo. El pulverizador emitió un silbido apagado y una fina llovizna surgió por la boquilla.
—¡Quítese los tapones! —exclamó Henri, dirigiéndose al boxeador al mismo tiempo que se apartaba rápidamente de Simone y se colocaba a mi lado. El boxeador cogió los cordoncitos que le salían de la nariz y tiró de ellos. Los tapones embadurnados con vaselina salieron sin dificultad.
—¡Vamos, vamos! —gritó Henri—. ¡Muévase! ¡Deje caer los tapones al suelo y avance lentamente! —el boxeador dio un paso al frente—. ¡No tan aprisa! —exclamó Henri—. ¡Despacito! ¡Así está mejor! ¡No se detenga! ¡No se detenga!
Estaba loco de excitación y debo reconocer que yo mismo empezaba a sentirme alterado. Miré a la muchacha. Se hallaba agazapada en la silla, a sólo unos metros del boxeador, tensa, inmóvil, observando cada uno de los movimientos del hombre, y me encontré pensando en una rata blanca que en cierta ocasión había visto en la jaula de una enorme serpiente pitón. La serpiente iba a zamparse a la rata y ésta lo sabía y se agachaba y permanecía inmóvil, hipnotizada, totalmente paralizada y fascinada por la serpiente que avanzaba lentamente hacia ella.
El boxeador avanzaba paso a paso.
Al pasar por la señal de los cinco metros, la muchacha abrió las manos y las apoyó sobre los muslos con las palmas hacia abajo. Luego cambió de parecer y las colocó más o menos debajo de las nalgas, sujetando el asiento de la silla por ambos lados, preparándose para resistir el asalto, por así decirlo.
El boxeador acababa de pasar la señal de los dos metros cuando el olor le dio en las narices. Se detuvo en seco. Los ojos se le pusieron vidriosos y se tambaleó, como si acabaran de descargarle un mazazo en la cabeza. Creí que iba a desplomarse cuán largo era, pero no fue así. Se quedó de pie, tambaleándose levemente como un borracho. De pronto empezó a hacer ruidos con la nariz, unos resoplidos y gruñidos sordos, extraños, que me hicieron pensar en un cerdo husmeando su comedero. Entonces, sin advertencia previa, saltó sobre la muchacha.
Le arrancó la bata blanca, el vestido y la ropa interior. Después de eso, el infierno se desató en la habitación.
De poco sirve describir exactamente lo que pasó durante los minutos siguientes. La mayor parte ya se la pueden imaginar. Tengo que reconocer, no obstante, que Henri probablemente había acertado al escoger a un joven excepcionalmente capacitado y sano. Detesto tener que decirlo, pero dudo que mi cuerpo maduro hubiese podido resistir aquella gimnasia increíblemente violenta que el boxeador se sintió obligado a hacer. No soy ningún mirón. Odio esta clase de cosas. Pero, en este caso, me quedé allí de pie, absolutamente paralizado. La ferocidad puramente animal de aquel hombre daba miedo. Era como una bestia salvaje. Y justo a la mitad de todo ello, Henri hizo una cosa interesante. Sacó un revólver, se acercó corriendo al boxeador y gritó:
—¡Apártate de esa chica! ¡Déjala en paz o te pego un tiro! —el boxeador no le hizo el menor caso, de modo que Henri apuntó algo más arriba de su cabeza e hizo fuego al mismo tiempo que gritaba—: ¡Lo digo en serio, Pierre! ¡Te mataré si no te detienes! —el boxeador ni siquiera levantó los ojos.
Henri daba saltos y bailaba alrededor de la habitación, gritando:
—¡Es fantástico! ¡Es magnífico! ¡Increíble! ¡Funciona! ¡Funciona! ¡Lo hemos logrado, mi querido Oswald! ¡Lo hemos logrado!
La acción se detuvo tan rápidamente como empezara. De pronto el boxeador soltó a la muchacha, se levantó, parpadeó varias veces y luego dijo:
—¿Dónde demonios estoy? ¿Qué ha ocurrido?
Simone, que parecía haber salido del trance sin ningún hueso roto, se levantó de un salto, cogió su ropa y entró corriendo en la habitación contigua.
—Gracias, mademoiselle —dijo Henri cuando pasó volando por su lado.
Lo más interesante de todo era que el aturdido boxeador no tenía la menor idea de lo que acababa de hacer. Se quedó de pie, desnudo y empapado en sudor, recorriendo la habitación con los ojos y tratando de adivinar cómo diablos se había quedado en aquel estado.
—¿Qué he hecho? —preguntó—. ¿Dónde está la chica?
—¡Has estado tremendo! —gritó Henri, echándole una toalla—. ¡No te preocupes por nada! ¡Los mil francos son tuyos!
Justo en aquel instante la puerta se abrió violentamente y Simone, todavía desnuda, entró corriendo en el laboratorio.
—¡Vuelva a rociarme! —exclamó—. ¡Oh, monsieur Henri, rocíeme una vez más, sólo una!
Tenía la cara encendida y los ojos relucientes.
—El experimento ha concluido —dijo Henri—. Vaya a vestirse.
Le sujetó los hombros con firmeza y la obligó a entrar en la habitación de al lado. Luego cerró la puerta con llave.
Media hora más tarde Henri y yo celebrábamos nuestro éxito en un cafetín de la misma Rué de la Cassette. Bebíamos café y coñac.
—¿Cuánto tiempo ha durado? —pregunté.
—Seis minutos y treinta y dos segundos —contestó Henri.
Bebí un sorbo de coñac y contemplé la gente que pasaba por la calle.
—¿Cuál es el siguiente paso?
—Primero he de poner mis notas al día —dijo Henri—. Luego hablaremos del futuro.
—¿Alguien más conoce la fórmula?
—Nadie.
—¿Qué me dice de Simone?
—No la conoce.
—¿La ha escrito en alguna parte?
—No de manera que alguien pudiera entenderla. Lo haré mañana.
—Hágalo antes que nada —dije—. Quiero una copia para mí. ¿Cómo llamaremos al líquido? Necesitamos un nombre.
—¿Qué sugiere usted?
—Perra —dije—. Llamémoslo Perra —Henri sonrió y asintió lentamente con la cabeza. Pedí más coñac—. Sería un producto estupendo para dispersar alborotadores —dije—. Mucho mejor que el gas lacrimógeno. Imagínese la escena si rociara una chusma enfurecida.
—Bonita —dijo Henri—. Muy bonita.
—Otra cosa que podríamos hacer —dije— es venderlo por un precio fantástico a mujeres muy gordas y muy ricas.
—Sí podríamos hacerlo —contestó Henri.
—¿Cree que curaría la pérdida de la virilidad en los hombres? —le pregunté.
—Desde luego —dijo Henri—. La impotencia se iría a paseo.
—¿Qué me dice de los octogenarios?
—También a ellos —dijo—, aunque también los mataría.
—¿Y los matrimonios fracasados?
—Mi querido amigo —dijo Henri—. Las posibilidades son infinitas.
En aquel preciso momento la semilla de una idea penetró poco a poco en mi cerebro. Como ustedes saben, me apasiona la política. Y, aunque soy inglés, la política que más me apasiona es la de los Estados Unidos de América. Siempre he creído que es allá abajo, en aquella nación poderosa y revuelta, donde, sin duda, se prepara el destino de la humanidad. Y justo en aquel momento ocupaba la presidencia un individuo al que no podía tragar. Era un hombre malo que seguía una política igualmente mala. Peor que eso, era un ser sin humor ni atractivo. De manera que, ¿por qué yo, Oswald Cornelius, no lo forzaba a renunciar a su cargo?
La idea me atrajo.
—¿Cuánto Perra tiene en el laboratorio en este momento? —pregunté.
—Exactamente diez centímetros cúbicos —dijo Henri.
—¿Y cuántos se necesitan para una dosis?
—Hemos utilizado un centímetro cúbico para el experimento.
—Entonces eso es todo lo que necesito —dije—. Un centímetro cúbico. Me lo llevaré a casa hoy mismo. Y un juego de tapones para la nariz.
—No —dijo Henri—. No debemos jugar con el líquido en esta fase. Resulta demasiado peligroso.
—Es propiedad mía —dije—. La mitad de él es mía. No se olvide de nuestro acuerdo.
Al final tuvo que ceder. Pero lo hizo de muy mala gana. Regresamos al laboratorio, nos pusimos los tapones y Henri midió exactamente un centímetro cúbico de Perra en un frasquito de esencia. Selló el tapón con cera y me dio el frasquito.
—Le imploro que sea discreto —dijo—. Probablemente se trata del descubrimiento científico más importante del siglo y no debe tratarse a la ligera.
Del laboratorio de Henri me fui directamente al taller de un viejo amigo mío, Marcel Brossollet. Marcel era inventor y fabricante de artilugios científicos de precisión. Trabajaba mucho para los cirujanos, creando nuevos tipos de válvulas para el corazón y marcapasos, así como esas válvulas pequeñas de circuito único que reducen la presión intercraneal en los hidrocéfalos.
—Quiero que me fabriques una cápsula —le dije a Marcel— que tenga cabida para exactamente un centímetro cúbico de líquido. Esta valvulita debe llevar un mecanismo de sincronización que la parta y haga que el líquido salga en un momento fijado de antemano. En conjunto la cápsula no debe medir más de ocho milímetros de largo y otros ocho de grueso. Cuanto más pequeña sea, mejor. ¿Podrás hacerla?
—Muy fácilmente —contestó Marcel—. Una cápsula de plástico delgado, un trocito microscópico de hoja de afeitar para partirla, un muelle que ponga en marcha la hoja de afeitar y el habitual sistema de activación en un relojito de señora. ¿Es necesario que la cápsula pueda llenarse?
—Sí. Hazla de manera que yo mismo pueda llenarla y sellarla después. ¿Tendrás lista dentro de una semana?
—¿Por qué no? —dijo Marcel—. Es muy sencillo.
Al día siguiente recibí noticias desagradables. Aquella perra lasciva de Simone, al parecer, se había echado por encima todo el líquido que le quedaba a Henri, más de nueve centímetros cúbicos, en cuanto llegó al laboratorio. Luego se había acercado a Henri por detrás, en el momento en que él se disponía a poner sus notas al día.
No hace falta que les diga qué ocurrió a continuación. Y lo peor de todo: a la muy estúpida se le había olvidado que Henri padecía una grave dolencia cardiaca. ¡Maldita sea! ¡Pero si ni siquiera le dejaban subir un tramo de escalones! De modo que, cuando las moléculas le dieron en la .nariz, al pobre no le quedó ni una oportunidad. Murió en menos de un minuto, murió en combate, como dicen en el ejército, y se acabó lo que se daba.
Aquella mujer infernal al menos hubiese podido esperar que terminase de anotar la fórmula. Pero no fue así y Henri no dejó ni una sola nota. Registré el laboratorio después de que se llevasen el cadáver, pero no encontré nada. Así que ahora más que nunca estaba decidido a aprovechar el último centímetro cúbico de Perra que quedaba en el mundo.
Una semana después recogí un bello artilugio en el taller de Marcel Brossollet. El mecanismo de sincronización consistía en el reloj más diminuto que he visto en mi vida y que, junto con la cápsula y todas las demás piezas, iba unido a una diminuta plaquita de aluminio. Marcel me mostró qué había que hacer para llenar la cápsula, cerrarla y fijar el mecanismo de sincronización. Le di las gracias y pagué la factura.
A la primera ocasión que se me presentó volé a Nueva York. Me alojé en el Plaza Hotel de Manhattan. Llegué allí alrededor de las tres de la tarde. Me bañé y afeité y pedí al servicio de restaurante que me enviasen una botella de Glenlivet y un poco de hielo. Sintiéndome limpio y cómodo enfundado en mi bata, me preparé un buen vaso del delicioso whisky de malta y, después, me acomodé en una butaca con un ejemplar del New York Times de aquella mañana. Mi suite daba al Central Park y por la ventana abierta llegaba hasta mí el zumbido del tráfico y los bocinazos de los taxis en Central Park South. De pronto, uno de los titulares más pequeños de la primera página me llamó la atención. Decía: «EL PRESIDENTE SALDRÁ POR TELEVISIÓN ESTA NOCHE». Seguí leyendo: Se espera que el presidente haga una importante declaración sobre política exterior esta noche en la cena que las Hijas de la Revolución Americana darán en su honor en el salón de baile del Waldorf Astoria...
¡Dios mío, qué golpe de suerte!
Estaba dispuesto a pasar muchas semanas en Nueva York esperando una oportunidad parecida. No es frecuente que el presidente de los Estados Unidos aparezca en compañía de un hatajo de mujeres en la televisión. Y así era exactamente tal como yo lo necesitaba. Era un sujeto extraordinariamente escurridizo. Había caído en más de una cloaca y siempre había salido apestando a mierda. A pesar de ello, en cada una de tales ocasiones se las había arreglado para convencer a la nación de que el mal olor procedía de otra persona y no de él. De modo que mi plan era el siguiente: un hombre que viola a una mujer ante los ojos de veinte millones de telespectadores pasaría bastantes apuros para negar lo ocurrido.
Seguí leyendo. El presidente hablará durante veinte minutos aproximadamente, comenzando a las nueve de la noche, y las principales cadenas de televisión transmitirán su discurso. Será presentado por mistress Elvira Ponsonby, la actual presidenta de las Hijas de la Revolución Americana. Al ser entrevistada en su suite del Waldorf Towers, mistress Ponsonby dijo...
¡Era perfecto! Mistress Ponsonby se sentaría a la diestra del presidente. A las nueve y diez en punto, cuando el presidente tuviera muy avanzado su discurso y la mitad de la población de los Estados Unidos se encontrase sentada ante sus televisores, una capsulita escondida en el seno de mistress Ponsonby sería perforada y medio centímetro cúbico de Perra iría a parar a su vestido de baile de lamé de plata. El presidente levantaría la cabeza, olfatearía el aire una y otra vez, los ojos se le saldrían de las órbitas, las aletas de la nariz se le dilatarían y empezaría a resoplar como un caballo semental. Luego, de repente, se volvería hacia mistress Ponsonby y la sujetaría. La mujer se vería lanzada sobre la mesa y el presidente se arrojaría sobre ella mientras el pastel à la mode y la tarta de fresas volarían en todas direcciones.
Me arrellané en la butaca y cerré los ojos, saboreando la deliciosa escena. Vi los titulares de la prensa de la mañana siguiente:

«LA MEJOR ACTUACIÓN DEL PRESIDENTE HASTA LA FECHA» «SECRETOS PRESIDENCIALES REVELADOS A LA NACIÓN» «EL PRESIDENTE INAUGURA LA TELEVISIÓN PORNOGRÁFICA»
y así sucesivamente.
El primer mandatario sería desposeído de su cargo al día siguiente y yo saldría tranquilamente de Nueva York y volvería a París. ¡Súbitamente me di cuenta de que me iría a la mañana siguiente!
Comprobé la hora. Eran casi las cuatro. Me vestí sin prisas. Luego bajé en ascensor al vestíbulo principal y salí a pasear por Madison Avenue. Cerca de la calle 62 encontré una buena floristería. En ella compré un ramillete para llevar en el pecho formado por tres enormes orquídeas. Eran unas orquídeas con manchas blancas y malva y resultaban especialmente vulgares. Igual que mistress Elvira Ponsonby, indudablemente. Ordené que las metiesen en un estuche elegante atado con cordón dorado. Luego regresé al Plaza con el estuche bajo el brazo y subí a mi suite.
Cerré con llave todas las puertas que daban al pasillo, no fuera el caso que entrara alguna doncella para prepararme la cama. Saqué los tapones para la nariz y con mucho cuidado los unté de vaselina. Después me los metí en la nariz, empujándolos fuertemente hacia arriba. A modo de precaución extra, me cubrí la parte inferior del rostro con una mascarilla de cirujano, como Henri hiciera en su laboratorio. Ya estaba preparado para el siguiente paso.
Utilizando un cuentagotas corriente, trasvasé mi precioso centímetro cubito de Perra del frasquito de esencia a la capsulita. La mano que sujetaba el cuentagotas me tembló un poco durante la operación, pero todo fue bien. Sellé la capsulita. Después di cuerda al relojito y lo puse a la hora correcta. Eran las cinco y tres minutos. Finalmente ajusté el sincronizador para que se disparase y partiera la capsulita a las nueve y diez minutos.
Para atar unos con otros los tallos de las tres enormes orquídeas, la florista había utilizado una cinta blanca de unos dos o tres centímetros de ancho y poco trabajo me costó desatarla y esconder la capsulita y el sincronizador entre los tallos, atando ambos objetos con hilo de algodón. Una vez hecho esto, volví a colocar la cinta alrededor de los tallos, ocultando el artilugio. Luego volví a hacer el lazo. Quedó muy bonito.
Seguidamente telefoneé al Waldorf y me dijeron que la cena empezaría a las ocho, pero que los invitados debían reunirse en el salón de baile a las siete y media, antes de que llegase el presidente.
A las siete menos diez minutos despedí al taxi delante de Waldorf Towers y entré en el edificio. Crucé el pequeño vestíbulo y coloqué el estuche de las orquídeas sobre el mostrador de recepción. Me incliné sobre el mostrador, acercándome todo lo posible al empleado.
—Tengo que entregar este paquete a mistress Elvira Ponsonby —susurré, utilizando un leve acento americano—. Es un regalo de parte del presidente.
El empleado me miró con suspicacia.
—Mistress Ponsonby tiene que presentar al presidente antes de que dirija la palabra a los comensales en el salón de baile esta noche —añadí—. El presidente desea que este ramillete le sea entregado ahora mismo.
—Déjelo aquí y haré que se lo suban a su suite —dijo el empleado.
—No, nada de eso —dije—. Tengo órdenes de entregarlo en mano. ¿Cuál es el número de su suite? El hombre quedó impresionado.
—Mistress Ponsonby está en la quinientas una —dijo.
Le di las gracias y me metí en el ascensor. Cuando salí del ascensor en el quinto piso y eché a andar por el pasillo el ascensorista se quedó mirándome. Llamé al timbre de la suite quinientas una.
Me abrió la puerta la hembra más enorme que jamás había visto. He visto mujeres gigantescas en el circo. He visto mujeres luchadoras y levantadoras de pesos. He visto a las corpulentas mujeres masai en las llanuras que se extienden a los pies del Kilimanjaro. Pero nunca había visto una mujer tan alta, tan ancha y tan gruesa como aquélla. Ni tan absolutamente repugnante. Iba peinada y vestida para la mayor ocasión de su vida y, en los dos segundos que transcurrieron antes de que uno de los dos dijese algo, tuve tiempo de observarlo todo: el pelo gris y azulado, metálico, cuidadosamente fijado hasta el último cabello, la nariz larga y puntiaguda olfateando en busca de camorra, los ojillos castaños, de cerdito, los labios encogidos, la mandíbula prognata, los polvos, el rimel, el lápiz de labios escarlata y, lo más horrible de todo, el pecho inmenso y empujado hacia arriba por el sujetador, proyectándose hacia adelante como si fuera un balcón. Le sobresalía tanto que era un milagro que su peso no la hiciera caer de narices. Y allí estaba aquella giganta neumática, envuelta del cuello a los tobillos en las barras y estrellas de la bandera americana.
—¿Mistress Elvira Ponsonby? —musité.
—Yo soy mistress Ponsonby —dijo con voz atronadora—. ¿Qué quiere? Estoy ocupadísima.
—Mistress Ponsonby —dije—. El presidente me ha ordenado que le entregara esto personalmente. Se derritió en el acto.
—¡Qué detalle! —gritó—. ¡Qué detalle más hermoso! Dos manos inmensas se adelantaron para coger el estuche. Las dejé hacer.
—Tengo instrucciones de asegurarme de que abra usted el estuche antes de acudir al banquete —dije.
—Por supuesto que lo abriré —dijo—. ¿Tengo que hacerlo delante de usted?
—Si no le importa.
—De acuerdo. Pase. Pero no dispongo de mucho tiempo.
La seguí hasta la salita de la suite.
—He de decirle —dije— que se lo entrego con los mejores deseos de un presidente a otro.
—¡Ja! —rugió—. ¡Eso me ha gustado! ¡Qué hombre más atento es el presidente! —deshizo el nudo del cordón de oro y levantó la tapa del estuche—. ¡Me lo figuraba! —gritó—. ¡Orquídeas! ¡Qué espléndido! ¡Son mucho más vistosas que esta cosita miserable que llevo puesta!
La galaxia de estrellas que adornaba su busto me había deslumbrado hasta el punto de impedir que me fijase en la orquídea solitaria que llevaba prendida a la izquierda.
—Tengo que cambiarlas en seguida —dijo—. El presidente esperará que luzca su obsequio.
—Desde luego —dije.
Para darles una idea de hasta qué punto sobresalía su pecho, les diré que, al alargar las manos para quitarse la orquídea solitaria, sólo pudo rozarla con la punta de los dedos, pese a que extendió los brazos al máximo. Se pasó varios segundos manoseando el prendedor, pero, como no podía ver lo que hacía, no consiguió desprenderlo.
—Me da miedo rasgarme esta túnica tan preciosa —dijo—. Ande, hágalo usted —dio media vuelta y me dio en el rostro con su pecho de mamut. Titubeé—. ¡Vamos! —rugió—. ¡No dispongo de toda la noche!
Puse manos a la obra y, finalmente, conseguí quitarle el prendedor del vestido.
—Ahora vamos a prender las otras —dijo. Dejé la orquídea solitaria sobre la mesa y con sumo cuidado extraje las mías del estuche.
—¿Tienen prendedor? —preguntó.
—No creo —dije. Eso era algo que se me había olvidado.
—No importa —dijo—. Utilizaremos el otro. Desprendió el imperdible de la primera orquídea y entonces, antes de que pudiera impedírselo, cogió las tres orquídeas de mi mano y clavó con fuerza la aguja en la cinta blanca que rodeaba los tallos. La clavó casi exactamente en el punto donde yo había ocultado la capsulita de Perra. La aguja chocó con algo duro y no pasó más allá. Volvió a clavarla con fuerza. De nuevo chocó con algo metálico—. ¿Qué diablos hay aquí debajo? —dijo, resoplando.
—¡Deje que lo haga yo! —exclamé, pero ya era demasiado tarde: la mancha húmeda de Perra empezaba a extenderse por la cinta blanca y al cabo de una centésima fracción de segundo el olor llegó a mi nariz. Me dio de lleno en el olfato y en realidad no se parecía nada a un olor, porque un olor es algo intangible. No se puede palpar un olor. Pero aquel líquido era palpable. Era sólido. Sentí como si alguna especie de líquido de fuego entrara a gran presión por los orificios de mi nariz. Resultaba incomodísimo. Lo sentía subir más y más, dejando atrás los pasajes de la nariz, penetrando por detrás de la frente y buscando el cerebro. De pronto las barras y estrellas del vestido de mistress Ponsonby empezaron a bailar y luego toda la habitación empezó a dar vueltas y sentí cómo el corazón me golpeaba el interior de la cabeza. Tenía la sensación de que me estaban anestesiando.
En aquel punto debí de perder por completo el conocimiento, aunque sólo fuera durante un par de segundos.
Cuando volví en mí, me encontré desnudo en una habitación rosa y noté una sensación extraña en las ingles. Bajé los ojos y vi que mi querido órgano sexual tenía metro y medio de longitud y un grosor proporcional. Y seguía creciendo. Se alargaba e hinchaba a un ritmo tremendo. Al mismo tiempo, mi cuerpo se encogía. Cada vez se hacía más y más pequeño. Y mi órgano iba haciéndose más y más grande y siguió creciendo, ¡vive Dios!, hasta que envolvió todo mi cuerpo y lo absorbió dentro de sí mismo. Me encontré transformado en un pene gigantesco y perpendicular, de más de dos metros de alto y todo lo bonito que se pueda pedir.
Di unos pasitos de baile por la habitación para celebrar mi nueva y espléndida condición. Por el camino me encontré con una doncella que llevaba un vestido con barras y estrellas. Era muy grande para ser una doncella. Me erguí en toda mi longitud y con voz fuerte declamé:

«La flor veraniega es dulce para el verano,
florece a pesar del intenso calor, 3 cua.
pero dime la verdad, ¿has visto alguna vez
un órgano sexual tan espléndido como yo?»

La doncella dio un salto y me rodeó hasta donde sus brazos se lo permitieron. Luego exclamó:

«¿Debo compararte con un día de verano?
¿Debo...? Oh, cariño, no sé qué decir.
Pero toda la vida he deseado besar
a un hombre capaz de erguirse así.»
Momentos después los dos estábamos a millones de kilómetros en el espacio exterior, volando a través del universo en medio de un diluvio de meteoritos rojos y dorados. La montaba a pelo, agachándome hacia adelante y sujetándola con fuerza entre mis muslos.
—¡Más aprisa! —grité, clavando las largas espuelas en sus flancos—. ¡Más aprisa!
Más aprisa y más aún voló, brincando y girando alrededor del borde del firmamento, con las crines bañadas por el sol y la nieve surgiendo de su cola. La sensación de poder que me embargaba era abrumadora. Yo era invencible, supremo. Era el Señor del Universo, esparciendo los planetas, recogiendo las estrellas en la palma de la mano y arrojándolas a lo lejos, como si fueran pelotas de ping-pong.
¡Oh, éxtasis y embeleso! ¡Oh, Jericó y Tiro y Sidón! Las murallas se vinieron abajo y se desintegró el firmamento y, saliendo del humo y el fuego de la explosión, la sala de estar de Waldorf Towers regresó lentamente a mi conciencia brumosa como un día de lluvia. El lugar era todo escombros. Un tornado hubiera causado menos desperfectos. Mi ropa estaba en el suelo. Empecé a vestirme muy deprisa. Lo hice en unos treinta segundos escasos. Y, al correr hacia la puerta, oí una voz que parecía salir de detrás de una mesa volcada en el rincón más alejado de la sala.
—No sé quién es usted, joven —dijo la voz—. Pero ciertamente ha hecho que me sienta muchísimo mejor.

*Cuento de su libro “El gran cambiazo” (Switch Bitch, 1974)


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