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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO HUMBERTO COSTANTINI (por Un señor alto, rubio, de bigotes)
I

Es aquí. Pero este ascensor... la portería... yo los conozco, me parece. ¿Cuándo vine yo aquí? ¿Una semana? ¿Un año? No puedo darme una idea. ¡He caminado tanto en este tiempo!

Además todas las oficinas, más o menos... Y los ascensores también. Subo a un ascensor y ya me veo buscando a alguien, preguntando, corriendo de aquí para allá. Sí ha de ser eso.

Y sin embargo... el tablero... las puertas... Yo esto lo conozco. Alguna vez estuve aquí, estoy seguro.

Bueno pero no interesa. ¿Dónde está la tarjeta? Es ésta. Señor García, de parte del señor Perrondo. Séptimo piso, oficina 712.

—¡Al séptimo!

... de esto algo tiene que salir... segundo... tercero... señor García de parte del señor Perrondo. Vamos a ver qué pasa.

... quinto... sexto... García de parte de Perrondo. García de part...

—¡Gracias!

Y este pasillo también... pero ¿cuándo? ¿Cuándo?

Setecientos ocho, diez, doce. Es aquí.

—Buenos días señorita. El señor García por favor...

—Sí, como no señorita.

Los dos sillones, la mesita... el cuadro... el ruido de la máquina... pasos en el corredor...

Sí, yo le digo que soy amigo de Perrondo, ¡total! ... la corbata en su sitio, los puños... ¿Qué hora será? Y este dolor en el pecho que me joroba ahora. Bostezo, me miro las uñas. Espero.

El tiempo. Uno se mete en él como en una carpa. Afuera pasos, voces... el ruido del ascensor... una bocina... ¡Pero todo eso lejísimo!... En otro mundo.

Aquí el tiempo lo cubre completamente a uno. Uno mismo es el tiempo. Creo que hace falta un poco de entrenamiento para sentir esto.

Antes me molestaba esperar. Ahora no. Me meto en la carpa, cierro todas las aberturas y espero. ¿Qué quiere decir “las diez y media”?

Pienso que esperar es una cosa importante. Algo así como una ocupación fundamental. Uno espera y cumple su vida.

¡Estoy macaneando! ¿Qué hora es? Lo que hay que hacer es mostrarse dinámico, optimista. Cara de triunfador. Así se consiguen las cosas. La corbata en su sitio, los puños, caminar erguido. Muy bien.

¡Pucha cómo tarda! ¿Se habrá olvidado de que estoy aquí?

El tiempo... García de parte de Perrondo. Yo lo conozco a Perrondo. Perrondo es amigo mío. ¿Del trabajo? No, de la familia. Amigo de la familia desde hace diez años. Eso es.

¿Se habrá olvidado? Diez minutos más y pregunto.

El tiempo...

—Señorita, ¿el señor García?...

—Ah... perdón, perdón. Pensé que se había ido... los sillones... la mesita... el cuadro...

¿Qué será este dolor? Juego con los dedos en la madera. Espero. No existe el tiempo. Me meto en la carpa...



* * *



—Ah, sí, sí. ¡Gracias señorita!

—El señor García. ¡Encantado! Sciardys, a sus órdenes.

—Bien señor García... el señor Perrondo me indicó... me dijo que usted podría... es decir, me dio esta tarjeta para...



* * *



La calle otra vez. No me gusta caminar por la calle cuando ando así. Sobre todo si uno tiene los zapatos gastados. Uno se mira los zapatos y está listo.

Además las paredes, crecen, crecen hasta el cielo, se amontonan allá arriba y lo aplastan a uno.

Llámeme dentro de dos meses. No, no. ¿Cómo era? Venga a verme de aquí un par de meses. Así me dijo. Y que lo viera al señor Bucini, director de “Radiar”, de parte suya.

Todos los días, después de las catorce y treinta. Lavalle al mil quinientos. Lo veo hoy. ¿Qué hora es? No hay tiempo para volver a casa. Me quedo por aquí entonces. Lavalle al mil quinientos. Señor Bucini de parte del señor García...

Un espejo. ¿Para qué me habré mirado? Yo me imaginaba bien plantado, rozagante. Así como para presentarme y conseguir cualquier cosa. Me vi flaco, desgarbado... ¡y con una cara!... Cara como para que digan que no. Cara que invita a decir que no. ¡Mire señor, usted puede decirme que no, con toda confianza! No hay peligro de que me extrañe o que lo tome a mal. ¡Estoy acostumbrado a que me digan que no! ¡Dígalo señor! ¡Dígalo sin miramientos! ¿No ve que lo estoy invitando con esta cara a que me diga que no?

No, esas son pavadas. Si empiezo a pensar así no voy a ningún lado. Lo que tengo que hacer es componerme un poco antes de entrar. Una cuadra antes empiezo a sonreír. Así, ¿ves? Saco pecho... levanto la cabeza... camino ligero... tra la... la la. Eso.

La cara no quiere decir nada.

Pero este dolor... voy a tener que ir al médico un día de estos.

No, no hay que mirarse los zapatos.

Y las casas que se hacen más altas. Esas ventanas allá arriba que lo miran como despreciando. Como haciéndolo caminar a uno por una zanja.

Y la gente. Toda apurada. Todos haciendo algo... ¡Es horrible caminar así por la calle! ¿Dónde hay un café?

Bucini de parte de García, a las dos y media.

“Radiar” es una casa importante. Yo la conozco. Si este Bucini pudiera hacer algo...

¡Un café con leche, mozo!

Hasta las dos y veinte no salgo. De aquí a Lavalle al mil quinientos son diez minutos. Me quedo en el café. Cualquier cosa antes que andar por la calle haciendo tiempo. Están las paredes. Están los espejos en las vidrieras. Y además me veo los zapatos.

Está la gente. Todos ocupados. Todos aprovechando los minutos. Haciendo cosas importantes. ¿Por qué no podré estar así yo? ¡Ocupado, ocupadísimo! Caminar rápido por el centro, o sentarme frente a un escritorio y hablar por teléfono. Decir por ejemplo: ¡vení a verme a las cinco en punto! Antes no porque estoy ocupado. Tenemos quince minutos justos para charlar. Y ¡plaf!, colgar el tubo. Señor Sciardys, ¿qué hacemos con esto? ¡Páselo a tal lado! ¡Pim! ¡paf! Con seguridad, con firmeza, ocuparme de cosas importantes...

¡Qué sé yo! Estoy cansado de vivir así esperando. Como si en el mundo, o en la vida, o en ese juego misterioso que tiene la gente, no hubiera lugar para mí.

Este dolor debe ser el cigarrillo. Empezó hace una semana y no me deja tranquilo. Cuando me canso un poco me duele más y se extiende hasta el brazo. ¿Justo ahora tiene que venir esto? Me da rabia porque me parece que me quita seguridad, que me deprime, y que todo eso se debe notar.

No, no se puede notar. Son ideas mías. Es cuestión de presentarse bien. De mostrar alegría. Señor Bucini, ¡encantado! Con soltura, con optimismo. Eso es lo principal.

Las dos y cuarto.

—Mozo, ¿cuánto es?

Caminar rápido. No mirar a los costados. No mirar los zapatos. No ponerse a pensar en las paredes. Las paredes lo aplastan a uno. Lo escupen desde las ventanas. Yo también ando apurado. Soy igual que la gente.

Es en esta cuadra. La sonrisa. Así, de oreja a oreja. Después la cara se acostumbra y uno parece sonriente.

“Radiar”...

—El señor Bucini por favor...

—Segundo piso. Gracias.

—El señor Bucini por favor. ¿Mi nombre? Sciardys. Ese, ce, i, a, ere, de, y griega, ese.

—Sí, gracias señorita.

La sonrisa. La corbata en su sitio. Caminar derecho. Espero. Me paseo.

—¿El señor Bucini? Sciardys, ¡encantado!

—Yo estuve recién con el señor García... el señor García me dijo... que viniera a verlo...



* * *



La calle. Las paredes. Estoy cansado.

¿Por qué hay tipos que tienen como una cáscara alrededor? Uno quiere llegar a ellos, acercarse, y es imposible. Pero mejor es que no piense en Bucini. Por aquí no hay nada que hacer. Eso es seguro.

De todas maneras me dio un dato. No creo que lo conozca a este señor Domingo Márquez. Ni siquiera me dijo que fuera de parte suya. Pero es un dato y hay que aprovecharlo. ¿Iré ahora? Sí voy ahora. Quién me dice que a lo mejor...

Además así las paredes no me atrapan. Me muevo, corro. Las agujas del reloj y la tacita de café no van a estar allí, mirándome, estudiándome, sabiendo cada cosa que hago y cada pensamiento que se me cruza. No me van a mirar cómo mato el tiempo.

Señor Domingo Márquez, gerente, Belgrano 774. ¿Qué se toma para ir?

—Señor, ¿para Belgrano al setecientos, por favor?

—Gracias.

No pienso en Bucini. No pienso en nada.

El colectivo. La gente que empuja. ¿Saldrá algo de aquí?

No alcanzo a ver la calle. ¿Dónde estamos?

Tengo que presentarme bien. Con soltura, con alegría, Márquez es un tipo importante...

—¡En la primera chofer!

Belgrano 774. Es allí enfrente. Cruzo la calle. Ahora ¡qué raro! No me duele nada el pecho.

El ascensor otra vez. Otra vez la sensación de estar corriendo, buscando a alguien.

—¡Al cuarto!

Sonrío. Me compongo el saco. ¿No habrá salido este Márquez?

—Sí, Fernando Sciardys. Ese, ce, i, a, ere...

—¿Señor Márquez? ¡Encantado!

—Mire señor Márquez, yo venía porque me enteré... me dijeron que había una posibilidad y entonces yo vine para preguntar, para ver si es posible...



* * *



¡Abajo!

Córdoba 2552. ¡Voy ahora mismo! El señor Otero. Esta vez me lo dijo bien claro. Otero con seguridad tiene algo. Vaya a verlo.

Sí, voy, voy ahora mismo. No quiero perder un minuto. ¡A ver si lo alcanzo! Córdoba al dos mil quinientos. Llego hasta Córdoba y de allí tomo cualquier cosa. ¡Rápido! ¡Rápido!

Señor Otero. Esta vez es seguro. Señor Otero. Córdoba al dos mil quinientos.

¡Ojalá no se haya ido todavía!

¡Quince minutos señor Otero! ¡Quince minutos y estoy allí! ¡Espéreme, por favor!

Se hace tarde. ¡Yo tomo un taxi! ¡Espere quince minutos más, señor Otero, no se vaya!

—¡Taxi!

—A Córdoba al dos mil quinientos, ¡rápido por favor!

Fumo. Miro la calle. Voy más rápido que la gente. Más ocupado. ¡Pucha, el tráfico! ¿Por qué no pasará de una vez?

La corbata en su sitio, los zapatos... no, no hay que mirarse los zapatos.

Otero con seguridad tiene algo. Así me dijo, ¡Gracias señor Márquez! ¡Y yo que casi no pensaba ir! ¡Cómo vienen las cosas, así, de pronto, cuando uno menos las espera!

Ya falta poco. Mil novecientos... dos mil... Llego justo a tiempo. ¿Estará todavía en la oficina? Dos mil doscientos... dos mil trescientos... ¡Ese camión que no deja pasar! Dos mil cuatrocientos... En la otra.

—¡Aquí nomás, cóbrese!

El saco. La corbata. Me arreglo los puños.

—El señor Otero por favor...

—¿Esta escalera? Gracias. ¿Se habrá ido?

—Buenas tardes señorita. ¡El señor Otero por favor!...

—¿Qué?... ¿No está?...

—¿Pero va a venir? Sí, sí, yo lo voy a esperar. ¡Cómo no!

—No, no, prefiero esperarlo aquí.

—Fernando Sciardys. Ese, ce, i, a, ere, de, y griega, ese.

—Sí gracias, señorita. ¿Usted me avisa cuando llega entonces?, porque yo no lo conozco...

—Muy bien, muy bien, espero nomás.

...Espero. No puedo quedarme sentado. Me paseo... las puertas... los sillones... el reloj...

Enciendo un cigarrillo.

Pero al rato me aburro de caminar y me siento. El sillón que se hunde... el techo... el ruido de las máquinas...

El tiempo. Uno se mete en él como en una carpa... Pero el señor Otero vendrá en seguida. No hace falta la carpa.

Espero. Otro cigarrillo.

Me está doliendo el pecho otra vez. ¿Qué será esto?

Señor Otero, usted me va a salvar. Usted es mi esperanza, señor Otero.

El tiempo. Espero. Yo siempre espero a alguien.

Pero esta vez es seguro. Márquez me lo dijo bien claro.

El tiempo. Me meto en la carpa. Cierro todas las aberturas y espero.

El guardapolvo blanco de la empleada... el vidrio de la puerta... los dibujos del parquet...

¡Qué tarde se hizo!

...los ruidos de la calle... un timbre... alguien que tose...

Tengo miedo de que no pase por aquí. O de que la empleada se olvide.

El tiempo.

...El cesto de los papeles... pasos que se alejan...

Espero...



* * *



—Señorita... quería preguntarle..., ¿cómo es el señor Otero? Por si usted se va, ¿sabe? Así yo sé cuando él viene... lo saludo, me presento...

—¿Cómo? ¿Alto, rubio, de bigotes?

—Sí, sí, lo voy a conocer.

—Gracias, gracias.

Alto, rubio, de bigotes. El señor Otero es un señor alto, rubio, de bigotes.

“Con seguridad tiene algo. Vaya a verlo.”

Pero el tiempo me aplasta. Me borra la sonrisa de la cara. Me paseo. No hay que mirar los vidrios. No hay que mirarse los zapatos. La corbata en su sitio. Los puños.

¡Cómo me duele el pecho!

Es tarde. Oigo puertas que se cierran... oigo voces que dicen “hasta mañana”... Han apagado la luz en la otra oficina.

Un señor alto, rubio, de bigotes. Un señor alto, rubio, de bigotes. Yo lo voy a conocer.

Me levanto. Me asomo al corredor. Oigo pasos en la escalera. Sube alguien. Debe ser él. Debe ser el señor Otero. ¡Por fin!

Lleva un traje azul... sombrero claro... lo tengo de espaldas... ahora se da vuelta...

No... no... me había parecido.

Espero. Tiene que venir.

Camino. El corredor... la baranda... Bajo la escalera.

¿Y si subiera en este momento? Me detengo.

Pero es mejor bajar. Es mejor estar abajo para verlo.

Bajo. Salgo a la puerta.

La gente... los autos... Se está haciendo de noche.

...¿eh? ¿Este que viene aquí? Es alto, rubio... ¡viene para este lado!

No... no tiene bigotes. No es el señor Otero.

El señor Otero es un señor alto, rubio, de bigotes. Un señor alto, rubio, de bigotes que me va a salvar. Va a hacer un lugar para mí en el mundo. Me va a quitar todos los problemas. También este dolor al pecho, ¿no es cierto señor Otero?

...un señor alto... tiene un portafolios en la mano...

No, no es.

La gente no entiende nada. No saben que estoy a punto de salvarme. Los pobres no esperan al señor Otero. Me dan lástima. Yo estoy mucho mejor que la gente.

...¿éste? Tampoco. Parecía, pero no es rubio.

Yo espero al señor Otero. Un señor alto, rubio, de bigotes que tiene todo en la mano. Con seguridad tiene algo.

¡Y la gente no se da cuenta! ¡Pasan al lado mío y no entienden nada! Yo quisiera llamarlos, explicarles. ¡Eh!, ¡señor! Yo no estoy aquí haciendo tiempo, ¿me entiende? Antes sí, pero ahora no. Ahora estoy esperando al señor Otero. Un señor alto, rubio, de bigotes, que me va a salvar. ¿Usted no lo conoce? ¿No sabe quién es el señor Otero? ¡Verdaderamente es una lástima! Él podría ayudarlo a usted también! Sí, pero ahora yo lo estoy esperando. Él con seguridad tiene algo y me va a dar un sitio en el mundo, ¿sabe señor? ¡Gracias, gracias señor! No, no me felicite. En realidad es nada más que un poco de suerte. ¡Adiós señor!

¡Cómo tarda!

Los árboles parecen hombres que levantaran los brazos. La luna es un señor rubio que los mira como se agitan y se va acercando lentamente para clamarlos.

¿Por qué tarda tanto, señor Otero?

Yo no levanto los brazos pero también estoy agitado. Me duele el pecho. Quisiera llamarlo, señor Otero. Porque usted no sabe que estoy aquí esperándolo y por eso no se apura en llegar. En traerme la calma que usted tiene con seguridad en la mano.

Es muy tarde. Es de noche y usted no viene.

Pero yo lo voy a esperar. Yo lo voy a conocer en seguida.

...la gente... los negocios que cierran.

¿Qué tengo en el pecho? ¿Por qué me duele más ahora?

Un señor alto, rubio, de bigotes, que me va a quitar este dolor del pecho, que va a llegar lentamente para calmarme.

Los hombres siguen de largo. Ninguno es un señor alto, rubio, de bigotes. Son gente como yo. Andan apurados. También se miran los zapatos. También necesitan de usted señor Otero. ¿Por qué no viene?

Si usted no viene yo me voy a quedar aquí toda la noche, levantando los brazos. Y la gente va a preguntar: ¿qué pasa? Y yo les voy a decir que lo estoy esperando a usted, señor Otero. Y entonces todos van a levantar los brazos, y se van a agitar, y todos lo van a llamar a usted para que venga a calmarlos.

¡No puede ser! ¡No puede ser! ¿No dijo que vendría? Me lo dijo bien claro la empleada.

Los árboles... Los árboles se mueven, levantan los brazos...

¿Eh? Sí, es él. Cruza la calle. Viene para este lado.

Sí, sí, sí, no hay duda. Es el señor Otero. Un señor alto, rubio, de bigotes.

Camina despacio... viene hacia aquí...

—¡Buenas noches señor Otero! Yo lo estaba esperando. Me dijeron que usted tiene algo y yo venía para que usted...

¿Cómo señor Otero? ¿Qué lo acompañe a su oficina? ¡Sí, sí, cómo no señor Otero!

Me pasa la mano por el hombro. Me trata como a un hijo. Me dice que me quede tranquilo...

¿Pero cómo sabe mi nombre señor Otero?

¿Todos los problemas señor Otero? ¿Todos los problemas? ¡Gracias, señor Otero! ¿También este dolor al pecho? ¿Pero usted cómo sabe?

¡Me duele, me duele mucho ahora! No se sonría. Es cierto. Casi no puedo caminar.

¿Qué pronto se me va a pasar todo? ¿Cómo puede usted saberlo señor Otero? ¿Cómo supo que me dolía terriblemente el pecho?

Yo simplemente quería una ocupación. Algo así como un sitio en el mundo.

No, no se sonría. No me mire así. Yo le hablo en serio. Lo que ocurre es que hace mucho tiempo que espero. ¡Siempre corro de aquí para allá! ¡Busco, busco! Y de pronto me lo encuentro a usted.

¿Todos los problemas dice, señor Otero?

¿Por qué se sonríe?

Pero... usted...

No, no, no, no puede ser, no quiero nada. Yo quiero irme.

Y el pecho me duele. Se me cierra.

Las cosas se borran. Se hacen oscuras.

¿Por qué lo veo solamente a usted? Usted que me mira sonriendo, me toma del brazo. Conoce mi nombre.

¡No, no, yo no quiero!

Usted es...

Un señor alto, rubio, de bigotes, que es...

Que me sonríe, que me toma del brazo.

¡No quiero! ¡No no no!

Me falta el aire. ¡Déjeme ir!

¡No, no, no, no quiero! ¡No quiero!...


(De Cuentos completos 1945-1987, Ediciones RyR, Buenos Aires, 2010)


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