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CUENTOS MIEDO Y TERROR
CUENTO VIEJAS FANTASMAGORíAS (por Richard Matheson e hijo)
Su primer propósito había sido pasar la única noche en la ciudad en el hotel Tiger. Pero se le había ocurrido que quizá su vieja habitación pudiera servir. Era verano, y lo más probable es que no viviera allí ningún estudiante. Verdaderamente valía la pena intentarlo. No podía pensar en nada más agradable que dormir en su vieja habitación, en su vieja cama.

La casa era la misma. Subió los escalones de cemento, sonriendo ante los bordes todavía desportillados. Los mismos viejos escalones, pensó. Como la misma era la combada puerta de tela metálica del portal y el timbre que había que pulsar en un ángulo para que se estableciera la conexión. Sacudió la cabeza, sonriendo, y se preguntó si la señorita Smith viviría aún.

No fue la señorita Smith la que respondió al timbre. El corazón le dio un vuelco cuando, en lugar de la vieja figura tambaleante de aquélla, acudió a la puerta una robusta mujer de mediana edad.
-¿Sí? -inquirió ella con voz áspera, inhóspita.
-¿Está todavía aquí la señorita Smith?
-No, la señorita Ada murió hace años.

Fue como una bofetada en pleno rostro. Se sintió momentáneamente aturdido mientras asentía con la cabeza.
-Comprendo –dijo luego-. Comprendo. Verá, yo solía alojarme aquí cuando estudiaba, y pensé...

La señorita Smith, muerta.
-¿Va usted a la universidad? -preguntó la mujer.

No supo si tomarlo como un insulto o como un elogio.
-No, no -dijo- Sólo estoy de paso, camino de Chicago. Me licencié hace muchos años. Me pregunté si viviría alguien en mi vieja habitación.
-¿Se refiere usted a la habitación que hay a la entrada? -preguntó la mujer, mirándole cínicamente.
-Justo.
-Hasta el otoño, no.
-¿Podría... verla?
-Bueno, yo...
-Pensé que podría pasar la noche en ella -dijo él apresuradamente-; es decir, si
-Oh claro -la mujer templó su tono-. Si es que lo desea.
-Me gustaría -dijo él-. En cierto modo, se trata de renovar viejas relaciones, ya sabe.

Sonrió tímidamente, deseando no haberlo dicho.
-¿Cuánto estaría dispuesto a pagar? -preguntó ella más preocupada por el dinero que por los recuerdos.
-Bueno, le diré -dijo él impulsivamente-, yo solía pagar veinte dólares al mes. Suponga que le pago eso.
-¿Por una noche?

Se sintió ridículo. Pero ya no podía volverse atrás, aunque se dio cuenta de que su ofrecimiento había sido Una nostálgica metedura de pata. Ninguna habitación vale veinte dólares la noche.

Se absolvió a sí mismo. ¿Por qué andarse con sutilezas? Valía la pena revivir viejos recuerdos. Después de todo, veinte dólares no eran nada para él. Era el pasado.
-Los pagaré con mucho gusto -dijo-. Vale la pena para mí.

Con dedos torpes sacó los billetes de la cartera y se los entregó a la mujer.

Cuando pasaron por el pasillo poco iluminado, miró al cuarto de baño. La visión familiar le hizo sonreír. Había algo maravilloso en el retorno.
-Pues sí, la señorita Ada murió hace cerca de cinco años.

La sonrisa de él se apagó.

Cuando la mujer abrió la puerta de la habitación, deseó quedarse allí un largo rato, mirándola, antes de entrar una vez más, pero le pareció ridículo decirle a ella que esperara, así que suspiró profundamente y entró.

Viaje a través del tiempo. La frase cruzó su mente al entrar en la habitación. Porque parecía como si hubiera vuelto atrás de repente; el nuevo estudiante entrando en la habitación por primera vez, maleta en mano, al comienzo de una nueva aventura.

Se quedó allí silenciosamente, mirando alrededor de la habitación, dominado por una sensación de inexplicable miedo. La habitación parecía volver a traerlo todo. Todo. Mary y Norman y Spencer y David, y las clases, los conciertos, las reuniones, los partidos de fútbol, las juergas a base de cerveza, las charlas que se prolongaban toda la noche, y todo. Los recuerdos se agolparon hasta que pareció que iban a aplastarlo.
-Hay un poco de polvo, pero lo limpiaré cuando salga usted a comer -dijo la mujer-. Le traeré sábanas.

No oyó las palabras de la mujer ni sus pasos alejándose. Permaneció allí, poseído por el pasado.

No supo qué era lo que le hizo estremecerse y mirar alrededor de repente. No era ningún ruido, ni que viera nada, sino una impresión en su cuerpo y su mente; una sensación de irracional presentimiento. Saltó con un grito de asombro cuando la puerta se cerró de golpe violentamente.
-Es el viento -dijo la mujer, que volvía con sábanas para su vieja cama.

Broadway. El semáforo se puso rojo, y frenó. Recorrió con la mirada las fachadas de las tiendas.

Allí estaba la farmacia, todavía igual. Cerca de ella, la zapatería de señoras. Sus ojos atravesaron la calle. Los grandes almacenes continuaban allí. La tienda de confecciones también.

Algo en su mente parecía suelto, y se dio cuenta de que había tenido miedo de encontrar la ciudad cambiada. Pero cuando dobló la esquina y vio que la librería de la señora Sloane y el colegio Grille habían desaparecido, tuvo casi una sensación de traición. La ciudad que recordaba existía intacta en su mente y se sentía a disgusto al verla parcialmente cambiada. Era como encontrar un viejo amigo y descubrir, con asombro, que le faltaba una pierna.

Pero como bastantes cosas seguían siendo las mismas, la solemne sonrisa volvió a sus labios.

El teatro al que él y sus amigos iban las noches de los sábados después de una cita o de largas horas de estudio. La bolera. La sala de billar, arriba.

Y abajo...

Condujo el coche hasta la curva, en un impulso, y paró el motor. Permaneció allí sentado, mirando, durante un momento, la entrada a Golden Campus. Luego se deslizó rápidamente fuera del coche.

El mismo viejo toldo colgaba sobre la puerta, con sus colores chillones. Avanzó, con una sonrisa en los labios.

Luego le invadió un sentimiento de abrumadora depresión cuando se quedó mirando la escalera, inclinada y estrecha. Se agarró a la barandilla y, tras una duda, comenzó a bajar lentamente. No recordaba que la escalera fuese tan estrecha.

Cerca del final, un ruido vibrante hirió sus oídos. Alguien estaba encerando la pequeña pista de baile con un cepillo rotatorio. Bajó el último peldaño y vio al pequeño negro siguiendo alrededor del suelo a la máquina que daba suaves sacudidas. Vio y oyó el morro metálico de la enceradora chocando contra una de las columnas que señalaban los límites de la pista de baile.

Otra arruga cruzó su rostro. El lugar era pequeño y sucio. Seguramente la memoria no se había equivocado mucho. No. Lo que ocurría -se explicó a sí mismo- era que el lugar estaba vacío y no había luces. Lo que ocurría era que la máquina de discos no borboteaba con burbujas de colores, y que no había parejas bailando.

Inconscientemente, deslizó las manos en los bolsillos del pantalón, en un postura que no había adoptado más que una o dos veces desde que abandonó la universidad, hacía dieciocho años. Se acercó más a la pista de baile, saludando con la cabeza hacia el estrado de la orquesta, como si saludara a un viejo conocido.

Se quedó de pie junto al borde de la pista y pensó en Mary.

¿Cuántas veces habían recorrido este pequeño espacio, moviéndose a los ritmos que latían desde la máquina de discos, bailando lentamente, los cuerpos en íntima proximidad, la mano cálida de Mary rozando distraídamente la parte posterior de su cuello? ¿Cuántas veces? Algo se tensó en su estómago. Casi podía ver la cara de Mary de nuevo. Se apartó con rapidez de la pista y observó los oscuros palcos de madera.

Una forzada sonrisa surgió en sus labios. ¿Estarían todavía allí? Rodeó una columna y empezó por la parte posterior.
-¿Busca a alguien? -preguntó el negro.
-No, no -dijo él-. Sólo quiero mirar algo.

Recorrió la fila de palcos, intentando ignorar la sensación de desasosiego. Se preguntó cuál sería. No podía acordarse; todos parecían el mismo. Se detuvo, las manos en las caderas, y miró todos los palcos, sacudiendo la cabeza lentamente. En la pista de baile el negro acabó de encerar, desconectó el enchufe y sacó la pesada máquina. El lugar quedó en un silencio sepulcral.

Las halló en el tercer palco. Desgastadas, las letras casi tan oscuras como la madera, pero allí estaban. Se introdujo en el fondo y las miró.

B. J. Bill Johnson. Y, bajo las iniciales, el año: 1939.

Pensó en todas las noches en que él y Spencer y Dave y Norm se habían sentado en ese palco, disecando el universo con los hábiles, precisos escalpelos de estudiantes universitarios del último curso.
-Creíamos que lo teníamos todo -murmuró.

Se quitó el sombrero lentamente y se sentó en la mesa. Lo que más deseaba ahora era un vaso de aquella vieja cerveza, de aquella espesa infusión malteada que les llenaba las venas y les alegraba el corazón, como Spencer solía decir.

Asintió con la cabeza en señal de reconocimiento, ofreciendo un silencioso brindis.
-Por ti -murmuró- El invencible pasado.

Mientras decía estas palabras, miró desde la mesa y vio un joven que se hallaba en el extremo opuesto de la sala, en la base sombría de la escalera. Johnson le miró, pero no podía verle claramente sin las gafas.

Un momento después, el joven se volvió y subió las escaleras. Johnson sonrió para sus adentros. Vuelve a las seis, pensé. La sala no abrirá hasta las seis.

Esto le hizo pensar de nuevo en todas las noches que había pasado aquí abajo, en la húmeda oscuridad, bebiendo cerveza, charlando, bailando, gastando su juventud con la despreocupada imprevisión de un millonario.

Se sentó, silencioso, en la semioscuridad, mientras los recuerdos daban vueltas a su alrededor como una marea incansable, chocando contra su mente, obligándole a mantener los labios apretados porque sabía que todo se había ido para siempre.

En medio de esto, el recuerdo de Mary volvió de nuevo. Pensó en Mary, y se preguntó qué habría sido de ella.

El sentimiento comenzó otra vez cuando pasaba por debajo del arco que conducía al campus universitario. Un sentimiento molesto, en el que se mezclaban el pasado y el presente, en el que él andaba Por la cuerda floja entre los dos, al borde de caer a uno u otro lado.

El sentimiento le persiguió, enfriando la sensación de regocijo que había experimentado al volver.

Miró hacia un edificio, pensando en las clases que había recibido allí, en la gente que allí había conocido. Luego, casi en el mismo momento, vio su vida presente, los tristes y vacíos viajes como vendedor. Los meses y años conduciendo solitariamente por el país, para acabar con el regreso a una casa que no le gustaba, junto a una mujer a la que no amaba.

Siguió pensando en Mary. ¡Qué estúpido había sido dejándola marchar! Había creído, con la insensata seguridad de la juventud, que el mundo estaba repleto de interminables oportunidades. Había creído que era un error elegir tan pronto en la vida y aprovechar el bien presente. Había considerado que tenía capacidad suficiente para esperar pastos más verdes. Y se mantuvo esperando hasta que todos sus pastos se agostaron con el tiempo.

El sentimiento de nuevo: una combinación de sensaciones. Una progresiva insatisfacción que le roía y le asfixiaba. Y una ineludible urgencia de mirar por encima del hombro y ver quién le estaba siguiendo. No podía desecharla, y esto le fastidiaba y le irritaba.

Ahora caminaba por el lado este del campus, la chaqueta en el brazo derecho, el sombrero echado hacia atrás sobre la calva cabeza. Mientras andaba, sentía pequeñas gotas de sudor recorriéndole la espalda.

Se preguntó si debería detenerse y sentarse un rato en el campus. Había algunos estudiantes dispersos bajo los árboles, riendo y charlando.

Pero se sentía receloso a hablar con los estudiantes ya. Precisamente antes de entrar en el campus se había parado .en el café para tomar un vaso de té con hielo. Se había sentado al lado de un estudiante y había intentado iniciar una conversación.

El joven le había tratado con insufrible deferencia. No dijo nada, por supuesto, pero fue altamente ofensivo.

Algo más había ocurrido también. Mientras se dirigía la caja, un joven pasó por fuera. Johnson creyó que le conocía y levantó el brazo para llamar la atención del estudiante. se dio cuenta de que era imposible que conociera a ningún estudiante de hoy, y bajó el brazo un sentimiento de culpabilidad. Pagó su cuenta, sintiéndose muy deprimido.

Todavía le duraba la depresión cuando subió las escaleras del edificio de Artes Liberales.

Se volvió desde lo alto de la escalera y miró al campus. A pesar de su bajo estado de ánimo, le consoló comprobar que el recinto seguía siendo el mismo. El campus, por lo menos, no había cambiado, y había sentido de continuidad en el mundo.

Sonrió y se volvió, y luego se volvió de nuevo. ¿Estaba siguiéndole alguien? La sensación de que alguien le seguía era, ciertamente, bastante fuerte. Su preocupada mirada recorrió el campus sin advertir nada inusual. Entró en el edificio encogiéndose de hombros, irritado.

Estaba igual que antes, y se sintió a gusto paseando de nuevo por los oscuros suelos de baldosas, bajo los techos decorados, subiendo las escaleras de mármol, atravesando las salas insonorizadas y climatizadas.

No reparó en el rostro del estudiante que pasó junto a él, a pesar de que sus hombros casi se tocaron. Le pareció advertir que el estudiante le miraba. Pero no estaba seguro y, cuando miró por encima del hombro, el estudiante había desaparecido tras una esquina.

La tarde transcurría despacio. Anduvo de un edificio a otro, entrando en cada uno religiosamente, mirando los tablones de anuncios, echando una mirada a las aulas y sonriendo atentamente a todo.

Pero empezaba a sentir el deseo de salir corriendo. Se resintió por el hecho de que nadie le hablara. Pensó en acudir al presidente de la asociación de antiguos alumnos, pero desistió. No quería parecer pretencioso. Sólo era un antiguo estudiante que visitaba tranquilamente los escenarios de sus tiempos universitarios. Eso era todo. No se trataba de hacer de ello una exhibición.

Cuando regresaba a la habitación esa noche después de cenar, tuvo la clara impresión de que alguien le estaba siguiendo.

Sin embargo, cada vez que, frunciendo el ceño con sorpresa, se detuvo y miró hacia atrás, no había nada. Solamente el ruido de coches tocando el claxon Broadway abajo, o las risas de jóvenes en sus habitaciones, arriba.

Un desagradable escalofrío le recorrió la espalda cuando se detuvo en las escaleras del portal de la casa y miró a la calle. Pensó que probablemente había sudado mucho durante la tarde, y que ahora el aire frío le hacía tiritar. Después de todo no era tan joven...

Sacudió la cabeza, intentando apartar la frase de su mente. Se dijo autoritariamente que un hombre es tan joven como se siente, y asintió con la cabeza para dejarlo bien grabado.

La mujer no había cerrado la puerta principal. Cuando entró, la oyó hablando por teléfono en la habitación de la señorita Smith. Johnson movió la cabeza afirmativamente. ¿Cuántas veces había hablado él con Mary por ese viejo teléfono? ¿Qué número era? Ah, sí, el 4458. Sonrió orgulloso al haber sido capaz de recordarlo.

¿Cuántas veces se había sentado allí, en la vieja mecedora negra, para cambiar cortas conversaciones con ella? Puso cara larga. ¿Dónde estaría Mary ahora? ¿Se habría casado y tendría hijos?

Se paró, tenso, cuando una tabla del suelo crujió detrás de él. Aguardó un momento, esperando oír la voz de la mujer. Luego miró hacia atrás rápidamente.

El pasillo estaba vacío. Entró de golpe en la habitación y cerró la puerta con fuerza. Tanteó buscando el conmutador y finalmente lo encontró.

Sonrió de nuevo. Eso estaba mejor. Paseó alrededor de su vieja habitación, pasando una mano por encima de la cómoda, de la mesa de estudio, de la cama. Dejó el sombrero y la chaqueta sobre la mesa y se dejó caer en la cama con un suspiro de cansancio. Una sonrisa iluminó su rostro cuando rechinaron los viejos muelles del somier.

Levantó las piernas y se apoyó en la almohada. Pasó dedos por la colcha, acariciándola con cariño.

La casa estaba completamente silenciosa. Johnson se dio la vuelta sobre el vientre y miró por la ventana. El viejo callejón; el gran roble dominando la casa. Sacudió la cabeza ante la sensación que le causaban los pensamientos del pasado, llenándole el pecho.

Luego se sobresaltó cuando la puerta se movió ligeramente en el marco. Le llegaron las palabras que había dicho la mujer: Es el viento.

Decidió que estaba muy sobreexcitado, pero todas las cosas eran molestas. Bueno, después de todo, resultaba comprensible. El día había sido una experiencia emotiva. Revivir el pasado y lamentar el presente era duro para cualquiera.

Se encontraba amodorrado después de la copiosa cena. Se levantó y se arrastró hasta el conmutador.

La habitación se sumió en la oscuridad, y volvió cautelosamente a la cama, donde se tendió con un gruñido de satisfacción.

La vieja cama era todavía buena. ¿Cuántas veces había dormido en ella, el cerebro hirviendo con el contenido de los libros de estudio? Alargó la mano y se aflojó el cinturón, intentando apartar de sí una punzada de remordimiento por el modo en que su cuerpo, antes ligero, había engordado. Suspiró cuando se alivió la presión sobre su estómago. Luego se volvió de costado en la caliente y mal ventilada habitación, y cerró los ojos.

Permaneció así durante unos instantes, oyendo el ruido de un coche que pasaba por la calle. Luego, con un gruñido, se dio la vuelta sobre la espalda. Estiró las piernas, dejándolas flojas. Después se incorporó, extendió una mano, se desabrochó los zapatos y los tiró al suelo. Se dejó caer sobre la almohada y, con un suspiro, se volvió de nuevo de lado.

Ocurrió lentamente.

Al principio pensó que le molestaba el estómago. Luego se dio cuenta de que no eran sólo los músculos del estómago, sino todos los de su cuerpo. Sentía tensión en los ligamentos y que un estremecimiento le recorría el cuerpo.

Abrió los ojos en la oscuridad. Oh, Dios, ¿qué era o que estaba pasando? Miró hacia la mesa y vio las oscuras siluetas de su sombrero y de su chaqueta. Cerró los ojos de nuevo. Tenía que relajarse. Unos buenos clientes esperaban en Chicago.

«Hace frío», pensó malhumorado, tanteando a un lado y finalmente echándose la colcha por encima. Sintió un hormigueo en la piel. Se sorprendió escuchando, pero no había más ruido que el ronco de su respiración. Se retorció incómodamente, asombrándose de que la habitación se hubiera vuelto tan fría de pronto. Debía de haberse acatarrado.

Se colocó sobre la espalda y abrió los ojos.

En un instante su cuerpo se tensó, y se paralizó todo sonido en su garganta.

Allí, inclinado sobre él, a escasísima distancia, asomaba el rostro más blanco y más odioso que había visto en toda su vida.

Johnson permaneció inmóvil, mirando el rostro, con la boca abierta de horror.
-¡Márchate! -dijo el rostro con malévola voz, ronca y chirriante-. ¡Márchate! No puedes volver. Mucho tiempo después de que el rostro hubiese desaparecido, Johnson proseguía allí, apenas capaz de respirar, las manos pegadas rígidamente a los costados, los ojos muy abiertos y fijos. Intentó pensar, pero el recuerdo de la cara y de las palabras que había dicho petrificaban su mente.

No resistió. Cuando recuperó las fuerzas se levantó Y se deslizó fuera de la casa sin atraer la atención de la mujer. Subió al coche y se lanzó fuera de la ciudad, con la cara pálida, pensando solamente en lo que había visto.

Se había visto a sí mismo.

Su propio rostro cuando estaba en la universidad. Su joven yo odiando al burdo intruso que se entrometía en lo que nunca sería suyo de nuevo. Y el joven de la sala de baile no era sino él mismo, más joven. Y el estudiante que pasó ante el café: él mismo tal como era antes. Y el otro estudiante que encontró en el pasillo, y el que le había seguido, lleno de resentimiento, por el campus universitario, odiándole por haber regresado a meter la zarpa en el pasado... todos eran él mismo.

Johnson no volvió nunca y nunca dijo a nadie lo que había ocurrido. Y cuando, en raros momentos, habló de sus tiempos universitarios, lo hizo siempre encogiéndose de hombros y con una cínica sonrisa, como queriendo demostrar lo poco que habían significado realmente para él.


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