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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO EN EL RUKH (por Joseph Rudyard Kipling )
El Hijo único dormía, soñando que sueña un sueño.

La postrer ceniza cae de la hoguera moribunda con el chasquido que arranca una chispa desprendida; el Hijo único despierta; grita en la noche profunda: “¿Nací de mujer acaso, descansé en pecho de madre?

Soñé en una piel hirsuta que me servía de abrigo.

¿Nací de mujer acaso y jugué de niño a solas?

Soñé en hermanos gemelos que jugando me mordían.

¿No comí pan de cebada, no lo humedecí en el cuenco?

Soñé en tiernos cabritillos que del establo traían,

antes que la luna salga pasarán horas oscuras...

¡Y yo como en pleno día veo aleros y tejados!

Distan leguas y más leguas las cataratas de Lena, donde acuden en rebaños los ciervos y los venados...

¿Cómo oigo yo los balidos del cervato tras la cierva?

Distan leguas y más leguas la cataratas de Lena, donde enlazan la montaña y el llano de tierra buena; ¡pero yo olfateo el viento húmedo y cálido, el viento que susurra en los trigales y aguija mi pensamiento.”
(El Hijo único)

Entre las ruedas de la máquina del servicio público que gira a las órdenes del Gobierno de la India no hay ninguna más importante que la del Departamento de Bosques y Selvas. En sus manos está la repoblación forestal de toda la India, o lo estará cuando el Gobierno disponga de dinero para gastarlo. Los servidores de ese Departamento luchan a brazo partido con los torrentes de arena movediza y con las dunas que cambian de posición: las recubren de zarzas por los flancos, les ponen diques por delante y las sujetan en lo alto por medio de hierbas sufridas y de pinos espigados, de acuerdo con las normas de Nancy. Los hombres de ese Departamento son responsables de toda la madera que producen los bosques que el Estado posee en los Himalaya, los mismo que de las laderas peladas que los monzones barren hasta convertirlas en gargantas secas y en dolientes hondonadas; es decir, en otras tantas bocas que dicen a gritos el daño que puede producir el abandono. Realizan experimentos con batallones de árboles extranjeros y miman a los eucaliptos para que arraiguen y quizá para que acaben con la fiebre del Canal.

Lo más importante de las obligaciones que esos funcionarios tienen en las tierras llanas consiste en cuidar de que los espacios que sirven de cinturones para detener el fuego dentro de las reservas forestales se mantengan limpios, de manera que cuando llegue la sequía y el ganado se muere de hambre sea posible abrir de par en par la reserva a los rebaños de los aldeanos y permitir también que los habitantes mismos puedan recoger leña.

Podan y cortan para los depósitos de combustible del ferrocarril en las líneas que no emplean carbón; calculan el beneficio que producen sus plantaciones con una minuciosidad que llega a los cinco decimales; son los médicos y las parteras de los bosques de tecas colosales de la Alta Birmania, de los árboles gemelos de las junglas orientales y de las agallas del Sur. Pero siempre se encuentran embarazados por la falta de fondos.

Ahora bien: como los asuntos del funcionario de Bosques le obligan a permanecer lejos de los caminos trillados y de los puntos normales, aprende sabiduría en muchas cosas que no se refieren a la ciencia de los bosques: aprende a conocer a los habitantes de la jungla y sus fórmulas de cortesía; a cruzarse con el tigre, el oso, el leopardo, el perro salvaje y con toda la gama de animales cervales; pero no una o dos veces y tras mucho perseguirlos, sino constantemente y en el cumplimiento de sus obligaciones. Se pasa gran parte de su vida a caballo o en tiendas de campaña ––como un amigo de los árboles recién plantados, como compañero de los rústicos guardabosques y de los velludos almadieros––, y llega un día en que los bosques, que muestran el sello de los cuidados que él les dedicó, lo sellan a su vez a él con su marca, y deja de cantar las pícaras canciones francesas que aprendió en Nancy y se torna silencioso, lo mismo que los seres silenciosos del bosque bajo.

Gisborne, funcionario de Bosques y Selvas, llevaba ya cuatro años en este servicio. Al principio lo amaba sin llegar verdaderamente a comprenderlo, tan sólo porque le hacía vivir al aire libre y a caballo, y porque le revestía de autoridad. Luego se apoderó de él un aborrecimiento terrible a aquel servicio, y habría sido capaz de dar la paga de un año por vivir un mes la vida social que la India puede proporcionar. Vencida esta crisis, los bosques volvieron a adueñarse de Gisborne, y se sintió feliz por consagrarles sus servicios, de profundizar y ensanchar las trochas cortafuegos, de contemplar la neblina verde de sus plantaciones nuevas contrastando con el fondo del follaje más viejo, de limpiar el curso cegado de los arroyos y de sostener y reforzar el bosque en su lucha final allí donde retrocedía y sucumbía entre los altos cenizos. Eso cuando no se decidía a prender fuego a esas nieblas y veía cómo centenares de animales que tenían su cobijo entre ellas salían huyendo de las pálidas llamas en pleno día. Después el bosque volvía a reptar hacia adelante en líneas ordenadas de plantones sobre el suelo ennegrecido; y Gisborne, contemplándolo, experimentaba un sentimiento de satisfacción.

El bungalow de Gisborne, casita de muros enjalbegados y techo de bálago, dividida en dos habitaciones, alzábase en una extremidad del gran rukh y dominaba el panorama de éste desde su altura. No manifestaba Gisborne la pretensión de cultivar un jardín, porque el rukh avanzaba hasta su misma puerta, curvándose en forma de bosquecillo de bambúes por encima de la casa, hasta el punto de que cuando montaba a caballo se metía desde su terraza en el corazón del bosque sin necesidad de caminar por una carretera de coches.

Cuando Gisborne estaba en su casa, Abdul Gafur, su gordinflón mayordomo musulmán, se cuidaba de servirle las comidas, y el resto del tiempo se lo pasaba del mayordomo de charla con el pequeño grupo de servidores indígenas que tenían sus chozas en la parte posterior del bungalow. La servidumbre estaba compuesta de dos criados, un cocinero, un aguador y un barrendero, y nadie más. Gisborne limpiaba por sí mismo sus armas de fuego y no tenía perros. Los perros asustaban la casa, y a Gisborne le gustaba poder decir cuáles eran los lugares en que los súbditos de su reino se congregaban para abrevar a la salida de la luna, comer antes que despuntase el día y permanecer tumbados durante las horas de calor. Los batidores y guardabosques vivían muy lejos, dentro del rukh, en chozas, y sólo comparecían ante Gisborne cuando uno de ellos había sido lastimado por algún árbol que se había venido abajo o por algún animal selvático. En resumidas cuentas, Gisborne vivía solitario.

En la primavera, el rukh echaba muy pocas horas nuevas y permanecía seco y sin que el dedo del año le tocase, en espera de la lluvia. Lo único que entonces se advertía era un aumento en las llamadas de los animales y en sus rugidos en la oscuridad de las noches serenas; es decir, el estruendo alborotado de las luchas magníficas entre los tigres en celo, el bramar de los arrogantes ciervos machos o el ardoroso cortar maderas de algún viejo jabalí que aguzaba sus colmillos contra su tronco. Cuando tal cosa ocurría, Gisborne solía abandonar su pequeño y poco usado fusil, porque consideraba entonces pecado el matar. Durante el verano, mientras duraban los tremendos calores de mayo, el rukh se envolvía en neblina, y Gisborne permanecía al acecho para descubrir las primeras volutas de humo que delatarían un incendio en el bosque. Llegaban luego las lluvias con un bramido, y el rukh desaparecía entre las continuas invasiones de la bruma calurosa y las anchas hojas resonaban durante toda la noche bajo el tamborileo de las gruesas gotas de agua; llegaba de todas partes el ruido de las corrientes de agua, y de la jugosa vegetación verde, que crujía allí donde se veía sacudida por el viento, mientras que los relámpagos entretejían luminosidades por detrás del tupido follaje, hasta que el sol quedaba nuevamente libre y el rukh se alzaba con sus cálidos flancos humeantes hacia el firmamento recién lavado. Desde ese momento el calor y el frío seco daban a todas las cosas el color tigresco que antes tenían. Así es como Gisborne aprendió a conocer su rukh, y ese conocimiento le hizo sentirse muy feliz. Llegábale la paga todos los meses, pero era muy escasa la necesidad que él tenía de dinero. Los billetes de Banco se iban amontonando en el cajón donde guardaba las cartas que recibía de Inglaterra y la máquina de recargar cartuchos. Si algún dinero sacaba del cajón era para realizar una compra en el Jardín Botánico de Calcuta o para pagar a la viuda de algún guardabosques alguna cantidad que el Gobierno de la India no habría otorgado de ninguna manera para indemnizarla de la muerte de su marido.

Bueno era recompensar, pero también la venganza era necesaria, y Gisborne se vengaba cuando podía. Una noche ––y como ésta había muchísimas–– llegó jadeante y sin aliento un corredor a llevarle la noticia de que había aparecido el cadáver de un guarda forestal junto al arroyo de Kanve, con la sien destrozada, igual que si su cráneo hubiese sido la cáscara de un huevo. Gisborne se echó al bosque con el alba en busca del asesino. Los grandes cazadores que el mundo conoce son únicamente viajeros y de cuando en cuando soldados jóvenes. Los funcionarios de Bosques aceptan su shikar como parte de su diaria tarea y nadie se entera de ello. Gisborne marchó a pie al lugar del asesinato: la viuda lanzaba gemidos inclinada sobre el cadáver, que estaba tendido en un camastro, mientras dos o tres hombres se afanaban buscando huellas de pies en el suelo húmedo. Uno de los hombres dijo:

–– Ha sido el Rojo. Yo tenía la seguridad de que llegaría un momento en que atacaría al hombre, a pesar de que dispone en la actualidad de caza suficiente, por mucha que sea la que necesite. Esto ha sido un acto de pura maldad.
Gisborne dijo:

–– El Rojo tiene su cubil en las rocas, al otro lado de los árboles de sal.

Gisborne conocía al tigre del que ahora se sospechaba.

–– En la actualidad, no sahib; en la actualidad no. El Rojo irá de un lado para otro, acometido de furia y batiendo el monte. Tenga presente que el primer asesinato se convierte siempre en triple asesinato. Nuestra sangre los enloquece. Quizá, en este mismo instante esté al acecho a espaldas nuestras.

–– Es posible que se haya dirigido a la choza más próxima dijo otro de los hombres––. Está solamente a cuatro koss de aquí. ¡Wallah! ¿Qué es esto?

Gisborne se volvió a mirar como todos los demás. Por el cauce seco de un arroyo avanzaba un hombre sin más ropa que el taparrabos ceñido a la cintura, pero venía coronado con una guirnalda de campanillas de la blanca enredadera llamada convólvulo. Caminaba con tal sigilo sobre los pequeños guijos, que hasta Gisborne se sobresaltó, a pesar de estar habituado al suave caminar de los rastreadores.

–– El tigre que mató ha ido a beber, y en este momento se encuentra dormido al amparo de una roca más allá de esa colina ––dijo el recién llegado, sin saludar siquiera.

Aquella voz era clara y tenía vibraciones de campanilla; es decir, era totalmente distinta del tonillo gimoteante de los indígenas, y también su rostro, cuando lo alzó al calor del sol, hubiera podido tomarse por el de un ángel extraviado entre los bosques. La viuda cesó en sus lamentos sobre el cadáver y miró con sus ojos redondos al desconocido, después de lo cual reanudó con redoblados ímpetus su obligación. El desconocido se limitó a preguntar.

–– ¿Quiere el sahib que yo se lo muestre?

–– Si está seguro... ––empezó a decir Gisborne.

–– Completamente seguro. Sólo hace una hora que lo vi... a ese perro. No le ha llegado todavía la hora de comer carne de hombre, porque le quedan aún doce dientes sanos en su malvada cabeza.

Los hombres que estaban arrodillados examinando las huellas de los pies se escabulleron silenciosamente por temor de que Gisborne les pidiese que le acompañasen, y el joven recién llegado dejó oír una risita entre dientes:

–– Venid, sahib ––exclamó, y giró sobre sus talones, echando a caminar delante de su compañero.

–– No tan rápido. No puedo seguir ese paso –– dijo el hombre blanco––. Detente ahí. Tu cara me es desconocida ––agregó.

–– Es muy posible, porque soy recién llegado a este bosque.

–– ¿De qué aldea procedes?

–– No tengo aldea. Llegué desde aquella dirección ––al decirlo extendió su brazo en dirección al Norte. –– ¿Eres entonces vagabundo?

–– No, sahib. Soy un hombre que no pertenece a ninguna casta, y, a decir verdad, que carece de padre.

–– ¿Cómo te llaman los hombres?

–– Mowgli, sahib... ¿Y cual es el nombre del sahib?

–– Soy el encargado de este rukh... y mi nombre es Gisborne.

–– ¿Cómo es eso? ¿Acaso llevan aquí la cuenta de los árboles y de los tallos de hierba?

–– Así es, en efecto; y lo hacemos para que vagabundos como tú no les prendan fuego.

–– ¡Yo! Por nada del mundo causaría yo ninguna clase de daño a la jungla. Es mi hogar.

Se volvió a mirar a Gisborne con una sonrisa irresistible, y alzó una mano, advertidora.

Ahora, sahib, es preciso que avancemos con un poco de cautela. No hay necesidad de que despertemos a este perro, a pesar de que su sueño es bastante pesado. Quizá sería preferible que yo me adelantase solo y que lo trajese hacia el sahib siguiendo para ello la dirección favorable del viento.

–– ¡Por vida de...! ¿Desde cuándo unos hombres desnudos llevan y traen a los tigres igual que si fuese ganado vacuno? ––preguntó Gisborne, atónito ante la audacia de aquel hombre.

El joven volvió a sonreírse por lo bajo:

–– En ese caso venid a la par mía y matadlo a vuestro modo con el grueso rifle inglés.

Gisborne avanzó en la huella de su guía, se retorció, anduvo a gatas, trepó y se agachó, pasando por todas las angustias de un rastreo en la jungla. Estaba colorado y goteando sudor cuando, por fin, Mowgli le invitó a alzar la cabeza y otear por encima de una roca azulada y recocida que se alzaba en las proximidades de una minúscula charca de un montecito. El tigre estaba tumbado a sus anchas junto a la orilla del agua, limpiándose a lengüetazos su enorme garra y brazuelo delanteros. Era viejo, de dientes amarillos y bastante tiñoso; a pesar de lo cual, y en semejante encuadramiento, a pleno sol, resultaba muy respetable.

Tratándose del devorador de hombres, Gisborne no se dejaba llevar por falsas ideas de deportista. Aquel animal era una plaga y era preciso matarlo cuanto antes. Esperó hasta que se hubo sosegado su respiración, apoyó el rifle encima de la roca y silbó. La bestia giró despacio la cabeza a menos de veinte pies de la boca del rifle y Gisborne le metió dos balas, una en la paletilla y la otra un poco por debajo de un ojo, como quien cumple un menester corriente del oficio. A tan corta distancia los fuertes huesos no constituían defensa suficiente contra las balas desgarradoras.

–– Bien; en todo caso, la piel no tiene valor alguno –– dijo cuando se disipó el humo y la fiera pataleaba en los últimos estertores de la agonía.

–– Una muerte de perro para el que era un perro ––exclamó tranquilamente Mowgli––. La verdad es que no hay en esa carroña nada que merezca aprovecharse.

–– Los bigotes. ¿No quieres llevarte los bigotes? ––preguntó Gisborne, que sabía el valor que los batidores daba a tales cosas.

–– ¿Yo? ¿Soy acaso un piojoso shikarri de la jungla para hacer juegos con el hocico de un tigre? Déjelo estar. Aquí llegan ya sus amigos.

Se oyó por encima de sus cabezas el silbido penetrante de un milano en el momento mismo en que Gisborne hacía saltar fuera del rifle los cartuchos vacíos y se enjugaba el sudor.

–– Pues entonces, si tú no eres un shikarri, ¿dónde aprendiste a conocer a los tigres? ––preguntó el funcionario de Bosques––. Ningún rastreador lo habría hecho mejor que tú.

–– Odio a todos los tigres ––contestó secamente Mowgli––. Deme el sahib su rifle para que yo se lo lleve. ¡Arre, vaya si es magnífico! ¿Adónde se dirige ahora el sahib?

–– A mi casa.

––¿Puedo ir yo también? No he visto nunca por dentro una casa de hombre blanco.

Gisborne regresó a su bungalow; Mowgli caminaba delante de él sin hacer el menor ruido, con su morena piel brillando bajo el calor del sol.

Mowgli se quedó mirando con curiosidad la terraza y las dos sillas que había en ella, palpó con recelo las cortinas de tiras de bambú y entró en la casa mirando siempre hacia atrás. Cayó con estrépito; pero casi antes que tocase en el suelo de la terraza, Mowgli había saltado fuera y permanecía en pie, con el pecho jadeante, al aire libre.

–– Eso es una trampa ––se apresuró a decir.

Gisborne se rió:

–– Los blancos no ponemos trampas para cazar hombres. Por lo que veo, tú perteneces por completo a la jungla.

–– Ahora caigo ––dijo Mowgli––. No tiene ni retén ni caída. Yo..., yo no vi hasta hoy casas como ésta.

Entró de puntillas y miró con ojos atónitos los muebles de las dos habitaciones. Abdul Gafur, que estaba sirviendo el almuerzo, miró a Mowgli con profunda repugnancia.

–– ¡Cuántas molestias para comer y cuántas molestias para tumbarse después de haber comido! ––exclamó con una sonrisa Mowgli––. Nosotros lo hacemos mejor en la selva. Esto es maravilloso. Hay aquí muchas cosas de gran valor... ¿No tiene miedo el sahib de que le roben? En mi vida he visto cosas tan asombrosas.

Al decir eso contemplaba un polvoriento plato de bronce de Benarés colocado sobre una destartalada consola.

–– Sólo un ladrón de los que merodean en la jungla sería capaz de robar aquí ––dijo Abdul Gafur, colocando con estrépito un plato encima de la mesa.

Mowgli abrió ojos de asombro y se quedó mirando fijamente al musulmán de blanca barba. Y le contestó alegremente:

–– En mi país, cuando las cabras balan con demasiada fuerza, les cortamos el cuello. Pero no tengas miedo. Me marcho.

Se dio media vuelta y desapareció en el rukh. Gisborne le siguió con la mirada y rompió a reír con una risa que acabó en un leve suspiro. Pocas eran las cosas que podían despertar el interés del funcionario de Bosques fuera de las tareas normales de su cargo, y aquel hijo del bosque, que parecía conocer a los tigres tan bien como otras gentes conocen a los perros, habría podido ser para él una distracción. Por eso pensó:

“Es un tipo maravilloso; se parece a los grabados del Diccionario Clásico. Me habría gustado tomarlo de portaescopetas mío. No tiene gracia vagabundear solo, y este individuo habría resultado un perfecto shikarri. ¡Qué diablos será!”

Aquel anochecer se sentó Gisborne en la terraza contemplando las estrellas y fumando mientras dejaba vagar sus pensamientos. De la cazoleta de la pipa salió en volutas una vaharada de humo. Cuando éste se disipó, Gisborne vio a Mowgli sentado en el borde de la terraza con los brazos cruzados. Ni un fantasma se habría encaramado más silenciosamente. Gisborne sufrió un sobresalto y dejó caer la pipa.

–– Por allá, en el rukh, no hay ningún hombre con el que uno pueda hablar, y por eso vine ––dijo Mowgli; recogió la pipa del suelo y se la devolvió a Gisborne.

–– ¡Oh! ––exclamó el funcionario de Bosques, y después de una larga pausa agregó––: ¿Qué pasa por el rukh? ¿Encontraste algún otro tigre?

–– Los nilghais, según tienen por costumbre, han cambiado de pastizales con la luna nueva. Los jabalíes pastan ahora cerca del río Kanye, porque no alternan con los nilghais, y una de las jabalinas ha sido muerta por un leopardo entre las hierbas altas del nacimiento del manantial. Eso es todo lo que sé.

–– ¿Y cómo te enteraste de estas cosas? ––le preguntó Gisborne, echándose hacia adelante y clavando la vista en aquellos ojos, que centelleaban a la luz de las estrellas.

–– ¿Cómo me voy a enterar? El nilghai tiene sus uso y hábitos, y cualquier niño sabe que el jabalí no pasta donde pasta aquél.

–– Pues yo no lo sabía ––dijo Gisborne.
–– ¡Vaya, vaya! ¿Y es usted quien está al cuidado de todo este rukh, según me han dicho los hombres que viven en las cabañas?

Mowgli se rió por lo bajo. Gisborne, al que aquella risita había escocido, le replicó:

–– Puedes hablar y contar consejas de muchachos, diciendo que en el rukh ocurre esto o lo otro, porque nadie puede desmentirte.

–– Por lo que se refiere al cadáver de la jabalina, mañana le mostraré los huesos ––contestó Mowgli, imperturbable––. Por lo que hace a los nilghais, si el sahib quiere quedarse donde está, sin hacer el menor ruido, yo haré que venga hasta aquí un nilghai; de ese modo, si el sahib escucha con atención los ruidos, podrá decir desde dónde ha venido el nilghai.

––Mowgli, la selva te ha enloquecido ––dijo Gisborne––. ¿Quién es el hombre capaz de conducir un nilghai a donde él quiere?

–– Quieto y en silencio... Quédese aquí quieto y en silencio. Voy a ello.

––¡Vive Dios que este hombre es un fantasma! ––exclamó Gisborne, porque Mowgli se había esfumado en la oscuridad y no se oía ruido de pisadas.

El rukh se extendía en grandes pliegues aterciopelados bajo el indeciso brillo del polvo de estrellas; era tal el silencio, que las más leves vaharadas de la brisa, al circular entre las copas de los árboles, llegaban al oído igual que Wrespiración sosegada de un niño dormido. Abdul Gafur producía tintineos de vajilla en la casa de la cocina, y Gisborne le gritó:

–– ¡Eh! ¡No hagas ruido!

Luego se dispuso a escuchar como lo hace quien está habituado al silencio del rukh. Gisborne había sabido mantener el respeto de sí mismo dentro de su aislamiento, y todas las noches se vestía de etiqueta para cenar; la blanca pechera almidonada producía un leve crujido rítmico al compás de la respiración, hasta que Gisborne se ladeó un poco. Luego se produjo un runruneo del tabaco de la pipa, que no tiraba del todo bien, y Gisborne la apartó de sí. Desde ese instante, fuera del aliento de la brisa, todo estaba mudo en el rukh.

Desde una lejanía inconcebible, y como arrastrándose por tinieblas sin límites, llegó el eco débil, apagado, del ulular de un lobo. Luego volvió a reinar un silencio que pareció durar horas interminables. Por fin, cuando ya sus piernas habían perdido, de las rodillas para abajo, la sensibilidad, Gisborne oyó lo que podía pasar por el crujido de algo que se abría paso por entre el monte bajo a grandísima distancia. Se quedó dudoso, hasta que volvió a oírlo una y otra vez. Entonces se dijo entre dientes:

–– Viene del Oeste; por ese lado ocurre algo.

El ruido fue aumentando de volumen... Un crujido tras otro, un impulso tras otro hacia adelante..., acompañado del jadeo espeso de un nilghai que se ve perseguido muy de cerca, que huye, presa de pánico espantoso, sin preocuparse de la dirección que lleva.

Un bulto saltó desatinado de entre los troncos de los árboles, se dio media vuelta, volvió a girar en sentido inverso, gruñendo, y después de un pataleo en el suelo desnudo, se irguió casi al alcance de la mano de Gisborne. Era un nilghai macho, que goteaba relente, colgándole de la crucera un tallo de enredadera arrancado en su fuga, con los ojos brillantes reflejando la luz de la casa. El animal se detuvo al ver al hombre, huyó contorneando los bordes del rukh y se fundió en la oscuridad.

La primera idea que acudió a la mente desconcertada de Gisborne fue lo indecoroso de aquella acción de apartar al corpulento macho azul del rukh para someterlo a una inspección..., el hacerle correr en la noche, que le pertenecía por derecho.

Y de pronto, cuando miraba aún con ojos atónitos, una voz dijo con suavidad a su oído:

–– Vino desde el manantial, donde estaba dirigiendo a su manada. Desde el Oeste vino. ¿Me cree el sahib ya, o será preciso que le traiga toda la manada para que la recuente? El sahib es quien tiene a su cuidado el rukh.

Mowgli había vuelto a sentarse en la terraza y respiraba un poco agitadamente. Gisborne se le quedó mirando con la boca abierta y preguntó:

–– ¿Cómo te las arreglaste?

–– Ya lo vio el sahib. El macho se dejó guiar..., se dejó guiar lo mismo que un búfalo... ¡Ajajá!... Cuando se haya vuelto a reunir con su manada tendrá una bonita historia que contar.

–– Ese truco tuyo es nuevo para mí. ¿Eres, pues, capaz de correr tan ligero como un nilghai?

–– Ya lo ha visto, sahib. Si en cualquier momento desea el sahib noticias más concretas de las andanzas de la caza, cuente conmigo, con Mowgli. Este es un buen rukh y pienso quedarme en él.

–– Quédate, pues, y si en cualquier momento te hace falta una comida, mis criados te la servirán.

Mowgli se apresuró a contestar:

Acepto el ofrecimiento, porque me gustan los alimentos cocinados. Nadie puede afirmar que yo no como la carne cocida y la asada tan a gusto como cualquier otro hombre. Vendré por esa comida. Yo, por mi parte, doy seguridad al sahib de que podrá dormir sin riesgo alguno en su casa por la noche y que ningún ladrón la violentará para llevarse sus ricos tesoros.

La conversación se cortó por sí misma con la brusca marcha de Mowgli. Gisborne permaneció largo rato sentado y fumando. El resultado de sus meditaciones fue llegar a la conclusión de que en Mowgli había encontrado, por fin, el batidor y guardabosques ideal que tanto él como el Departamento venían buscando desde siempre...

“Tendré que arreglármelas de un modo u otro para meterlo en la plantilla oficial. El hombre capaz de guiar a un nilghai tiene que saber acerca del rukh más que cincuenta hombres juntos. Ese hombre es un prodigio ––un lusus naturae ^––, y no hay más remedio que hacer de él un guardabosques, si consigo que se asiente en un lugar.”

Eso se dijo Gisboner. La opinión de Abdul Gafur fue menos favorable para Mowgli. Aquella noche, cuando Gisborne se acostaba, Abdul Gafur le confió su creencia de que era más probable que los individuos que venían de Dios sabe dónde fuesen ladrones profesionales, y que a él, personalmente, no le agradaban los individuos descastados y desnudos que no hablaban con el debido respeto a los blancos. Gisborne se echó a reír y le ordenó que se retirase a sus habitaciones, cosa que Abdul Gafur hizo refunfuñando. Avanzada la noche se le ocurrió levantarse de la cama y azotar a su hija, de trece años. Nadie supo la causa de la disputa entre ambos. Pero Gisborne oyó los llantos.

Mowgli fue y vino como una sombra durante los días siguientes. Hablase establecido con sus selváticos elementos caseros cerca del bungalow, aunque en el borde del rukh, en un lugar donde Gisborne, cuando salía a la terraza para respirar un poco de aire fresco, lo veía algunas veces sentado bajo el claror de la luna, con la frente apoyada en las rodillas o tumbado a lo largo de una rama, apretujado contra el arranque de la misma, igual que hacen de noche algunos animales. Mowgli le enviaba desde allí un saludo, deseándole sueño tranquilo, cuando no se dejaba caer a tierra y se acercaba para contarle relatos prodigiosos de las costumbres de los animales del rukh. En cierta ocasión se metió en las cuadras y lo encontraron contemplando los caballos con profundo interés. Esto hizo que Abdul Gafur dijese con mala intencion:

–– He ahí una señal segura de que un día u otro robará un caballo. ¿Por qué, viviendo como vive alrededor de esta casa, no se encarga de una ocupación honrada? En cambio, siempre anda vagabundeando de aquí para allá lo mismo que un camello suelto, trastornando las cabezas de los necios y haciendo que las mandíbulas de los tontos se abran a la estupidez.

Por esa razón Abdul Gafur daba órdenes dura a Mowgli cuando ambos se encontraban, y le mandaba traer agua y quitar las plumas a las gallinas, cosas que Mowgli hacía riéndose despreocupadamente. Abdul Gafur decía:

–– No tiene casta. Es capaz de hacer cualquier cosa Sahib, cuide usted de que no se pase de la raya. La culebra es siempre culebra y un vagabundo de la jungla es ladrón hasta la muerte.

Gisborne le contestó:

–– Cállate entonces. Yo te permito imponer correcciones a los miembros de tu propia casa, siempre que no se arme demasiado barullo, porque conozco tus hábitos y costumbres. Tú no conocer las mías. Sin duda alguna que el hombre está un poco loco.

–– Muy poco loco, desde luego ––dijo Abdul Gafur ––. Pero ya veremos qué sale de todo ello.

Pocos días después Gisborne tuvo que recorrer el rukh por espacio de tres días para ocuparse en cuestiones de su cargo. Abdul Gafur quedó en casa porque era anciano y gordinflón. No estaba conforme con dormir en las chozas de los batidores, y tenía propensión a exigir en nombre de su amo ciertas contribuciones de cereales, aceite y leche a personas para las que semejantes generosidades resultaban gravosas. Gisborne salió a caballo al alborear el día: iba un poco molesto porque el hombre de los bosques no estaba en la terraza para salir en su compañía. Le agradaba el muchacho...; le agradaban su fortaleza, su agilidad, su caminar silencioso y su ancha sonrisa, siempre a mano, y le agradaba su ignorancia de todos los formulismos ceremoniosos y de saludo, lo mismo que las historias infantiles que le contaba (y que Gisborne creía ahora) de lo que los animales selváticos hacían en el rukh. Después de cabalgar una hora por entre el verdor, oyó detrás un pequeño rozamiento, y descubrió a Mowgli, que trotaba junto a su estribo.

–– Tenemos por delante tres días de tarea entre las nuevas plantaciones de árboles dijo Gisborne.

–– Perfectamente ––dijo Mowgli. Siempre es bueno mimar a los árboles jóvenes, porque ofrecen refugio cuando las bestias no los atacan. Es preciso que volvamos a expulsar a los jabalíes.

–– ¿Que volvamos? ¿Cómo se entiende eso? preguntó Gisborne sonriente.

–– Es que la noche pasada andaban hozando y afilando los colmillos entre los sal jóvenes, y yo los arrojé de allí. Por esta razón no acudía esta mañana a la terraza. Habría que impedir que los jabalíes anden por este lado del rukh. Tenemos que obligarlos a que permanezcan debajo del manantial del río Kanye.

–– El hombre capaz de pastorear las nubes podría hacer eso que dices; pero, Mowgli, si eres como dices pastor en el rukh sin buscar ganancia ni paga...

–– Es que este rukh es del sahib ––contestó rápidamente Mowgli, alzando la cabeza para mirarle.

Gisborne se lo agradeció con un movimiento de cabeza, y siguió diciendo:

–– ¿No sería preferible trabajar por una paga del Gobierno? Cuando se sirven muchos años al Gobierno, éste paga una pensión.

–– He pensado en ello ––dijo Mowgli––; pero los guardabosques viven en chozas de puertas cerradas, y todo eso me resulta algo así como una trampa. Sin embargo, yo creo...

–– Piénsalo bien y comunícame más tarde lo que hayas resuelto. Nos detendremos aquí para almorzar.

Gisborne echó pie a tierra, sacó su almuerzo de las alforjas, de fabricación casera, y observó que el día se presentaba caluroso sobre el rukh. Mowgli estaba a su lado tumbado en la hierba y mirando fijamente hacia el firmamento.

De pronto exclamó, en un cuchicheo perezoso:

–– Sahib, ¿habéis dado orden el bungalow de que saquen hoy la yegua blanca?

–– No; está gorda y vieja, y, además, cojea un poco. ¿Por qué lo preguntas?

–– Porque en este momento cabalgan en ella, y a buen paso, por la carretera que conduce a la línea del ferrocarril.

–– ¡Vaya, vaya! Esa carretera dista de aquí un par de koss. El ruido que oyes será de algún pájaro carpintero.

Mowgli alzó el antebrazo derecho para resguardarse del sol y dijo:

–– Esa carretera traza una curva hacia dentro desde su punto de arranque del bungalow. A vuelo de cuervo no está sino a un koss de distancia, a lo sumo, y el sonido vuela como los pájaros. ¿Quiere que lo comprobemos?

–– ¡Qué disparate ! ¡ Correr un trayecto de un koss con este sol para comprobar un ruido que se oye en el bosque!

–– Es que se trata de un caballo del sahib. Yo me proponía únicamente hacer que la yegua viniese hasta aquí. Si no se trata de la del sahib, nada se habrá perdido. Si, en efecto, es la yegua del sahib, que éste haga lo que quiera. Estoy seguro de que en este momento la hacen galopar de firme.

¿Y cómo te las arreglarás para hacerla venir hasta aquí, loco?

–– ¿Es que se ha olvidado el sahib? Vendrá por el camino del nilghai y no por otro.

–– ¡Arriba, pues, y corre, ya que te sientes tan lleno de celo!

–– ¡Oh, yo no necesito correr!

Mowgli extendió la mano como pidiendo silencio, tumbado tal como estaba, de espaldas, lanzó un triple grito de llamada..., un grito profundo y gargarizante, que era nuevo para Gisborne. Después dijo:

–– La yegua vendrá; esperemos a la sombra.

Las largas pestañas descendieron sobre los ojos selváticos y Mowgli empezó a dormitar en medio del silencio de la mañana. Gisborne esperó pacientemente, diciéndose que Mowgli estaba con seguridad loco, pero que como acompañante resultaba todo lo agradable que podía desear un solitario funcionario del Departamento de Bosques.

––¡Ajajá! ––dijo perezosamente Mowgli sin abrir los ojos––. El ha desmontado. Bien; primero llegará la yegua y después el hombre.

Luego Mowgli bostezó cuando el caballo padre de Gisborne relinchó. Tres minutos después irrumpió en el espacio abierto donde ellos estaban sentados la yegua blanca de Gisborne, ensillada, embridada, pero sin jinete, y corrió hacia su compañero.

–– No está muy sudorosa dijo Mowgli––, pero con este calor el sudor se evapora pronto. Dentro de muy poco aparecerá el jinete, porque el hombre camina con mayor lentitud que el caballo..., especialmente si el caminante es gordinflón y viejo.

–– ¡Por vida de..., que esto es cosa del diablo! –– exclamó Gisborne poniéndose en pie de un salto, porque oyó un grito desesperado dentro de la jungla.

–– No se preocupe, sahib. No resultará herido. El también dirá que esto es cosa del demonio. ¡Hola! ¡Escuche! ¿Qué es eso?

Era la voz de Abdul Gafur, que, presa de las angustias del terror más espantoso, hablaba a gritos pidiendo a unos seres conocidos que tuviesen compasión de él y de sus caballos blancos.

–– Ya no puedo dar un paso más ––vociferaba––. Soy viejo y he perdido mi turbante. ¡Arré! ¡Arré! Sin embargo, seguiré caminando. Desde luego me daré prisa. ¡Correré! ¡Oh Demonios del Pozo Profundo, yo soy musulmán !

Se abrieron los arbustos del monte bajo y apareció Abdul Gafur, sin turbante, descalzo, con la faja del pecho desatada, apresando puñados de barro y hierba en sus manos cerradas y con la cara encendida. Vio a Gisborne, lanzó un nuevo grito y cayó hacia delante, agotado y tembloroso, a los pies de su amo. Mowgli lo contemplaba con una dulce sonrisa.

Mowgli, esto no es cosa de juego ––dijo Gisborne con severidad––. Este hombre se va a morir.

–– No se morirá. Lo único que tiene es miedo. Ninguna necesidad tenía de salir a dar un paseo.

Abdul Gafur gimió y se levantó, con todos sus miembros temblando:

–– ¡Fue brujería..., brujería y cosa de los demonios! ––sollozó, buscando algo con su mano en el pecho––. Como castigo de mi pecado, los demonios han venido azotándome por los bosques. Todo se acabó. Me arrepiento. Tómelos usted, sahib.

Extendió la mano ofreciendo a su amo un paquete de papel sucio.
–– ¿Qué significa esto, Abdul Gafur? ––dijo Gisborne comprendiendo ya de qué se trataba.

Hágame encerrar en la cárcel... Aquí están todos los billetes...; pero enciérreme bien para que no puedan entrar los diablos. He pecado contra el sahib y contra la sal suya que yo he comido; si no hubiese sido por estos malditos demonios del bosque, habría podido comprar tierras lejos de aquí y vivir en paz el resto de mi vida.

Se dio de cabezadas contra el suelo entre las angustias de la desesperación y del dolor. Gisborne miro una y otra vez el paquete de billetes del Banco. Aquello representaba el total de las pagas acumuladas en los últimos nueve meses; era el mismo paquete que guardaba dentro del cajón con las cartas de Inglaterra y la máquina de recargar cartuchos. Mowgli contemplaba a Abdul Gafur y se reía silenciosamente para sus adentros.

–– No es preciso que vuelvan a ponerme otra vez a caballo. Regresaré a casa caminando despacio con el sahib, y una vez allí puede enviarme, bajo guardia, a la cárcel. El Gobierno castiga esta culpa con muchos años de cárcel.

Todo eso lo dijo el mayordomo con expresión de tristeza.

La vida solitaria en el rukh influye en infinidad de ideas que tenemos acerca de muchísimas cosas. Gisborne miraba fijamente a Abdul Gafur, y recordaba que era un servidor muy bueno y que el tomar un nuevo mayordomo le obligaría a habituarlo desde el principio a las costumbres de la casa y que, aún saliendo todo bien, siempre sería un rostro nuevo y una lengua nueva. Por eso le dijo:

Escucha, Abdul Gafur. Has cometido una acción muy mala y has perdido por completo tu izzat y tu reputación. Pero yo creo que esta idea se apoderó de ti repentinamente.

–– ¡Por Alá que jamás había yo deseado poseer los billetes! El Maligno me agarró por la garganta cuando los estaba mirando.

–– Eso también puede creerlo. Ea, vuelve a casa, y cuando yo regrese enviaré los billetes por un mensajero al Banco, y ya no se hablará más del asunto. Eres demasiado viejo para ir a la cárcel. Además, tu familia no tiene ninguna culpa.

Abdul Gafur, por toda respuesta, sollozó entre las botas de montar de Gisborne, que eran de cuero de becerro.

–– ¿De modo que no me despide? ––exclamó de pronto.

–– Eso ya lo veremos. Dependerá de tu conducta cuando yo esté de regreso. Monta en la yegua y vuelve a casa cabalgando despacio.

–– ¡Pero... los demonios! El rukh está lleno de demonios.

–– No tengas cuidado, padre mío. Ningún otro daño te harán, a menos que..., a menos que desobedezcas las órdenes del sahib ––le dijo Mowgli––. En ese caso quizá te lleven hasta casa... por el camino del nilghai.

La mandíbula inferior de Abdul Gafur cayó desencajada mientras se ceñía al pecho su faja, y se quedó mirando atónito a Mowgli:

–– ¿Son acaso sus diablos? ¡Los diablos de este hombre! ¡Y yo que había pensado volver a casa y echarle la culpa a este brujo...!

–– Eso estuvo bien pensado, Huzrut; pero antes de preparar una trampa comprobaremos la corpulencia del animal que puede caer dentro. Pues bien, yo no pensé sino que alguien se había llevado uno de los caballos del sahib. Ignoraba tu propósito de hacerme parecer como un ladrón ante el sahib; de haberlo sabido, mis demonios te habrían traído hasta aquí tirando de ti por una pierna. Todavía no es demasiado tarde.

Mowgli dirigió una mirada interrogadora a Gisborne; pero Abdul Gafur corrió, arrastrando los pies, hasta la yegua blanca, trepó dificultosamente hasta colocarse sobre la silla y salió disparado, levantando chasquidos en los senderos y ecos a espaldas suyas. Mowgli dijo:

–– Eso estuvo bien hecho; pero volverá a caerse del caballo si no se agarra a las crines.

–– Ha llegado el momento de que me expliques lo que significan estas cosas ––dijo Gisborne con un poco de severidad––. ¿A qué viene toda esta conversación acerca de demonios? ¿Cómo es posible llevar y traer a los hombres por el rukh como se lleva y trae el ganado? Contéstame.

–– ¿Está enojado el sahib porque he salvado su dinero?

–– No; pero hay en todo esto un truco misterioso que no me agrada.

–– Perfectamente. Pues bien: si yo me levanto y avanzo tres pasos dentro del rukh..., nadie, ni siquiera el sahib, sería capaz de encontrarme mientras a mí no me diese la gana. Y de la misma manera que yo no haría tal cosa por mi gusto, tampoco hablaría por mi gusto. Sahib, tened un poco de paciencia, y día llegará en que yo se lo aclararé todo; porque, si gustáis, algún día llevaremos por donde nos parezca bien al nilghai macho entre los dos. En todo esto no hay obra alguna del demonio. Únicamente... se trata de que yo conozco el rukh lo mismo que un hombre la cocina de su casa.

Mowgli se expresaba como si estuviese hablando con un niño impaciente. Gisborne, intrigado, desconcertado y bastante molesto, no dijo nada, pero clavó su mirada en el suelo y meditó. Cuando alzó la vista, el hombre de los bosques había desaparecido, y desde la espesura dijo una voz sin entonación:

–– No es bueno entre amigos irritarse. Esperad hasta el atardecer, sahib, porque entonces el aire refresca.

Dejado de esta manera a sí mismo, abandonado como quien dice en el corazón del rukh, Gisborne empezó a lanzar tacos, y luego se echó a reír, montó a caballo y siguió cabalgando. Visitó la choza de un guardabosques, examinó un par de plantaciones nuevas, dio determinadas órdenes para que se quemase una mancha de hierba seca y se dirigió a un terreno de su agrado donde acampar; consistía éste en una construcción de piedras sueltas, con un techo primitivo de ramas y hojas, no muy lejos de las orillas del río Kenye. Era ya crepúsculo cuando llegó a la vista de su lugar de descanso, el rukh empezaba a despertar a su vida silenciosa y famélica de la noche.

En la loma brillaba la llama vacilante de un fuego de campamento y se olfateaba en el aire el olorcillo de una cena muy buena. Gisborne dijo para sí:

–– ¡Hum! Esto es en todo caso mejor que la carne fiambre. Ahora bien: sólo hay un hombre que podría encontrarse por estos lugares. Ese hombres e Muller; pero oficialmente debería estar examinando el rukh de Changamanga. Me imagino que por esa razón se encuentra ahora en mis tierras.

El gigantesco alemán que estaba al frente del Departamento de Bosques y Selvas de toda la India, el guardabosques máximo desde Birmania hasta Bombay, acostumbraba escurrirse lo mismo que un murciélago, sin previo aviso, desde un lugar a otro, presentándose precisamente donde menos lo esperaban. Guiábase por la teoría de que las visitas inesperadas, el descubrimiento de las negligencias y las censuras dirigidas de viva voz a un subordinado eran un método infinitamente mejor que el lento ir y venir de cartas, cuyo final podía ser una censura escrita y oficial, es decir, algo que andando el tiempo figuraría como una nota mala en la hoja de servicios de un funcionario de Bosques. Solía decir: “Cuando yo hablo a mis muchachos como si fuese un tío holandés, ellos dicen: “Fue simplemente cosa de ese condenado viejo Muller.” Y en adelante cumplen mejor. Pero si el cabezota de escribiente mío redacta un documento en el que dice que Muller, el inspector general, no se explica semejante cosa y está muy enojado, lo primero que ocurre es que no se remedia nada, porque yo no estoy allí, y lo segundo, que el majadero que habrá de sucederme en el puesto quizá dirá al hablar a mis mejores hombres: “Oiga usted, mi predecesor se vio obligado a vapulearlo.” Créame: el darse tono como alto jefe no hace crecer los árboles.”

En este momento alzábase el vozarrón de Muller desde la oscuridad que reinaba fuera del círculo de luz del fuego:

¡No le eches tanta salsa, hijo de Belia! ––le decía a su cocinero preferido, inclinándose por encima de sus hombros––. La salsa de Worcester es un condimento y no un fluido. ¡Hola, Gisborne! ¡Va usted a cenar malísimamente! ¡Dónde tiene su campamento?

Esto se lo dijo avanzando a su encuentro para darle un apretón de manos.

–– Aquí mismo, señor ––dijo Gisborne––. Ignoraba que anduviese usted por estas tierras.

Muller examinó la figura bien acondicionada del joven y sentenció:

–– ¡Bien! ¡Eso está muy bien! Un caballo y algunos fiambres para comer. Así es como yo solía acampar cuando era joven. Cenará usted conmigo. El mes pasado estuve en mi Jefatura para hacer mi informe. Escribí la mitad... ¡Ajajá!..., y dejé que mi escribiente redactase la otra mitad, y salí a dar un paseo. Es una idiotez que el Gobierno exija esos informes. Así se lo dije en Simia al virrey.

Gisborne gorgoteó de risa acordándose de las muchas anécdotas que se contaban referentes a los choques de Muller con el Gobierno supremo. Era el hombre que tenía libertad para todo en las oficinas del Estado, porque no había otro que le igualase como funcionario de Bosques.

–– Si yo me lo encuentro a usted, Gisborne, sentado en su bungalow y empollando informes dirigidos a mí acerca del estado de las plantaciones, en lugar de recorrerlas a caballo, lo trasladaré al centro del desierto de Bikaneer para que lo repueble de bosques. Estoy harto de informes y de masticar papel; ese tiempo hay que aprovecharlo haciendo obra práctica.

–– No hay mucho peligro de que yo pierda tiempo aquí redactando mis informes anuales. Aborrezco esa tarea tanto como usted, señor.

Desde ese momento la conversación se desvió hacia temas profesionales. Muller hizo preguntas, y Gisborne recibió órdenes e indicaciones hasta que la cena estuvo dispuesta. Fue la de tipo más civilizado que Gisborne había hecho en muchos meses. Al cocinero de Muller no se le toleraba ninguna negligencia en su tarea, por lejana que estuviese la base de suministros; aunque la mesa estaba puesta en un lugar salvaje y deshabitado, la cena empezó con pescaditos de agua dulce en salsa picante y terminó con café y coñac.

–– ¡Ah! ––dijo Muller al final, dejando escapar un suspiro de satisfacción al mismo tiempo que encendía un cigarro y se dejaba caer en su muy gastada silla de campo––. Cuando yo redacto informes me siento librepensador y ateo; pero aquí, en el rukh, soy algo más que cristiano. Soy también pagano.

Hizo girar con delicia debajo de su lengua la extremidad del cigarro, apoyó sus manos en las rodillas y clavó la mirada en el corazón débilmente palpitante del rukh, lleno de ruidos furtivos: ramitas que crujían igual que la hoguera que tenía a sus espaldas; suspiros y susurros de una rama que se retorcía por efecto del calor y que recobraba su posición recta por efecto del frío de la noche; el murmullo incesante del arroyo Kanye, y la nota baja de las muy pobladas hierbas de las tierras altas, que crecían invisibles más allá de una ondulación del monte. Muller despidió una espesa bocanada de humo y empezó a recitar por lo bajo versos de Heine.

–– Sí, eso está muy bien. Muy bien. “Sí, yo hago milagros, y por Dios que también saltan a la vista.” Recuerdo los tiempos en que no existía ningún rukh más alto que sus rodillas desde aquí hasta las tierras cultivadas y que en las épocas de sequía el ganado se alimentaba de los huesos de los animales muertos por todas partes. Ahora están ya los árboles otra vez cubriéndolo todo. Esos árboles los plantó un librepensador, porque sabía que la causa produce el efecto. Pero los árboles se llevan el culto de los antiguos dioses... “Y los dioses cristianos gimen en voz alta.” Ellos no podían vivir en el rukh, Gisborne.

Una sombra se movió en uno de los senderos de brida ... se movió avanzando y salió a la luz de las estrellas.

–– Ya ve usted que lo que decía era verdad. Aquí tenemos a Fauno en persona, que ha venido a saludar al inspector general. ¡Sí, él es el dios! ¡Mírelo!

Era Mowgli, coronado con su guirnalda de flores blancas y llevando de bastón una rama medio pelada... Mowgli, muy receloso de la hoguera y dispuesto a retroceder en su huida hasta la espesura a la menor señal de alarma. Gisborne dijo:

–– Es un amigo mío. Me viene buscando. ¡Eh, Mowgli !

Muller tuvo apenas tiempo para respirar profundamente y ya aquel hombre estaba junto a Gisborne llorando y diciendo:

–– Hice mal en marcharme. Hice mal; pero yo ignoraba entonces que la hembra de aquél que fue muerto cerca de este río estaba despierta y buscándolo a usted. De haberlo sabido no me habría marchado. Sahib, ella le vino siguiendo a usted desde lejos.

–– Está un poco loco ––dijo Gisborne––, y habla de todos los animales que viven por acá como si fuese amigo de ellos.

–– Naturalmente, naturalmente. Si Fauno no los conoce, ¿quién ha de conocerlos? ––dijo con acento serio––. ¿Y qué es lo que habla ahora de tigres este dios que los conoce tan a la perfección?

Gisborne volvió a encender su cigarro, y antes que acabase de contar la historia de Mowgli y de sus hazañas, aquél se había consumido hasta el borde de su bigote. Muller escuchaba sin interrupción. Por último, cuando Gisborne hubo hecho el relato de la manera como fue llevado Abdul Gafur hasta su presencia, dijo:

–– No es locura. Esto no es, en modo alguno, locura.

–– ¿De qué se trata entonces? Esta mañana se apartó de mí con enojo porque le pregunté cómo se las había arreglado para hacer lo que hizo. Tengo para mí que ese mozo es, en cierto modo, un poseso.

–– No; es una cosa asombrosa, pero en la que no entran para nada los espíritus. De ordinario, esta clase de hombres mueren jóvenes. De modo que el criado que le robó a usted no le dijo nada sobre qué era lo que había arrastrado a la yegua... El nilghai, desde luego, no podía hablar.

–– No; pero, por vida de..., que allí no había nada. Yo estuve a la escucha, y, desde luego, tengo el oído muy fino. Tanto el nilghai macho como el criado avanzaron como disparados..., locos de miedo.

Muller, por toda respuesta, examinó a Mowgli de pies a cabeza y de cabeza a pies, y luego le hizo seña de que se acercase. Avanzó de la misma manera que el macho de una manada de gamos avanza sobre una huella con husmillo de peligro. Pero Muller le dijo en idioma indígena:

–– Nada temas. Extiende el brazo.

Muller fue palpando con la mano hasta el codo; oprimió éste e hizo un signo de asentimiento, diciendo:

–– Lo que me imaginé. Ahora la rodilla.

Gisborne le vio palpar la rodilla y sonreírse. En ese instante le llamaron la atención dos o tres cicatrices blancas un poco por encima del tobillo, y preguntó:

–– Estas son de cuando eras muy joven, ¿verdad?

Mowgli contestó sonriéndose:

–– Sí; fueron cariños de los pequeños ––acto continuo miró por encima del hombro a Gisborne y le dijo––: Este sahib lo sabe todo. ¿Quién es?

–– Eso lo sabrás luego, amigo mío. Ahora dime dónde están ellos.

Mowgli trazó con la mano un círculo en el aire alrededor de su cabeza.

–– ¡Claro! ¿De modo que tú eres capaz de llevar hacia donde quieras a los nilghais? ¡Mira! Mi yegua está allí, sujeta al piquete. ¿Puedes hacer que venga hasta aquí sin asustarla?

–– ¡Que si puedo traer la yegua del sahib sin asustarla! repitió Mowgli, alzando un poco el tono normal de su voz––. ¿Qué puede haber más fácil estando sueltos los amarres de las canillas?

–– ¡Suelta las estacas de las patas y de la cabeza! ––gritó Muller a su criado.

Apenas estuvieron arrancadas, cuando la yegua, ejemplar australiano, negro y voluminoso, alzó vivamente la cabeza y enhiestó las orejas.

–– ¡Con cuidado! No quiero que la metas rukh adentro ––dijo Muller.

Mowgli permanecía inmóvil recibiendo el resplandor de la hoguera..., tal y como las noveles describen con tal lujo de detalles al dios griego del que se acababa de hablar. La yegua tuvo un estremecimiento, alzó una de sus patas traseras, descubriendo que las cuerdas estaban sueltas, y marchó rápidamente hacia su amo, bajando la cabeza hasta el pecho de éste, ligeramente sudorosa. Gisborne exclamó:

–– Vino espontáneamente, y lo mismo harían mis caballos.

–– Pálpela para ver si está sudando ––dijo Mowgli.

Gisborne apoyó la mano en un costado del animal, húmedo de sudor.

–– Basta con eso ––dijo Muller.

–– Basta con eso ––repitió Mowgli, y el eco repitió sus palabras desde una roca situada a espaldas suyas.

–– Es una cosa muy misteriosa, ¿verdad? ––dijo Gisborne.
–– No... Admirable nada más, muy admirable. ¿Todavía no comprende, Gisborne?

–– Confieso que no.

–– En ese caso, me callo. Me dice que él le explicará algún día en qué consiste. Sería cruel que se lo dijese yo. Lo que no comprendo es que no haya muerto ya.

Muller se encaró con Mowgli y le habló en idioma vernáculo:

–– Ahora escúchame tú. Yo soy el jefe de todos los ruks en la India y en otro países al otro lado del Agua Oscura. Ni yo mismo sé el número de hombres que tengo bajo mi mando... ¿Cinco mil, diez mil? La tarea tuya será ésta: de hoy en adelante dejarás de vagabundear por el rukh conduciendo de un lado a otro a los animales selváticos por pura diversión; servirás a mis órdenes, porque yo soy el Gobierno en cuestión de bosques y selvas, y vivirás en este rukh como guardia forestal; arrojarás del mismo a las cabras de los aldeanos cuando no se haya dado orden de que entren a pastar en el rukh; dejarás que entren cuando hayas recibido esa orden; te las arreglarás, como tú puedes hacerlo, para que los jabalíes y los nilghais no se multipliquen con exceso; advertirás al sahib las andanzas de los tigres y la clase de animales selváticos que andan por los bosques, y le enviaras aviso inmediato de cualquier incendio que se produzca en el rukh, porque es cosa que tú puedes hacer con mayor rapidez que nadie. A cambio de este trabajo recibirás todos los meses una cantidad de dinero de plata, y al cabo de los años, cuando tengas ya mujer, vacas tuyas, y quizás hijos, una pensión. ¿Qué me contestas?

–– Eso es precisamente lo que yo... ––empezó a decir Gisborne.

–– Mi sahib me habló esta mañana de esa clase de empleo. Me he pasado el día caminando y meditando en el asunto, y tengo ya dispuesta la contestación. Serviré; pero ha de ser en este rukh y no en otro, con el sahib Gisborne y no con otro.

–– Así se hará. Dentro de una semana llegará el documento escrito en que el Gobierno se compromete a pagar la pensión. Cuando llegue establecerás tu casita donde el sahib Gisborne te lo indique.

–– Precisamente quería hablarle a usted hoy de esta cuestión.

–– No me hizo falta; me bastó con verlo. Será un guardabosques como no habrá otro igual. Es una maravilla. Le digo, Gisborne, que llegará día en que lo descubra. Tenga en cuenta que es hermano de sangre de todos los animales del rukh.

Me quedaría más tranquilo si encontrase modo de comprenderlo.

–– A su hora lo comprenderá. Pues bien: yo le digo que en todos los años que llevo en el servicio, sólo una vez, y eso hace treinta años, me encontré con un muchacho que empezó igual que éste. Y murió. De cuando en cuando se cita algún caso de esta clase en el informe sobre el censo, pero todos ellos mueren. Este hombre salió con vida, y es un anacronismo, porque pertenece a la Edad del Hierro y a la Edad de la Piedra. Fíjese: pertenece a los primeros tiempos de la historia del hombre...; es Adán en el Paraíso, y ahora sólo nos falta una Eva. ¡No! Es más viejo aún que esa conseja de niños, de la misma manera que el rukh es más antiguo que sus dioses. Gisborne, desde este momento, y para siempre, me vuelvo pagano.

Durante todo el resto de la larga velada, Muller permaneció fumando un cigarro tras otro, y con las vista clavada en la oscuridad que los rodeaba, mientras salían, una tras otra, de su boca la citas, y se dibujaba el asombro en su cara. Se metió en su tienda de campaña; pero volvió a salir casi en seguida, ataviado con su mayestática ropa de dormir, de un color sonrosado; en medio del silencio profundo de la noche, Gisborne oyó las últimas palabras que dirigió al bosque, y que pronunció con inmenso énfasis:

Nosotros, vestidos con galas, pulcros;
tú, desnudo, sin atavíos, noble;
tú madre fue Libídine; tu padre,
Príapo, que era dios y, además, griego.

Y agregó:

–– Una cosa se ahora, y es que, pagano o cristiano, jamás conoceré la intimidad del rukh.

Una semana después, a medianoche, en el bungalow de Gisborne, Abdul Gafur, lívido de ira, cuchicheaba al pie de la cama de aquél, pidiéndole que se despertase:

–– Levántese, sahib; levántese y salga con su fusil ––decía entre tartamudeos––. Estoy deshonrado. Levántese y mate antes que nadie lo vea.

Tanto había cambiado el rostro del anciano, que Gisborne se le quedó mirando como atontado.

–– De modo que cuando ese piojoso de la selva me ayudaba a limpiar las cuadras del sahib, a sacar agua del pozo y a pelar las gallinas, lo hacía por esto. A pesar de todas mis palizas, se han escapado juntos, y ahora él está sentado entre sus demonios, arrastrando el alma de mi hija al infierno. ¡Levántese, sahib, y venga conmigo!

Metió casi a viva fuerza un rifle en la mano de Gisborne, medio despierto todavía, y lo sacó medio a rastras de la habitación a la terraza.

–– Están allí, en el rukh, a menos de un tiro de fusil desde la casa. Venga conmigo sin hacer ruido.

–– Pero ¿de qué se trata, Abdul? ¿Qué ocurre de malo?

–– Se trata de Mowgli y de sus diablos. Y también de mi propia hija ––contestó Abdul Gafur.

Gisborne silbó y fue siguiendo en su guía. Ahora comprendía que cuando Abdul Gafur había pegado a su hija no lo había hecho a humo de pajas, y tampoco Mowgli había ayudado sin su porqué a un hombre al que los poderes del muchacho, fuesen los que fuesen, habían dejado convicto y confeso del robo. Además, los enamorados obran expeditivamente en la selva.

Se oyeron en el interior del rukh los silbos de una flauta; se hubiera dicho que era la canción de algún dios vagabundo. Cuando llegaron más cerca escucharon un murmullo de voces. El sendero desemboca en un pequeño claro semicircular, cerrado en parte por altas hierbas y en parte por árboles. En el centro estaba Mowgli, sentado en un tronco de árbol caído, vuelto de espaldas a los que le contemplaban y con el brazo alrededor del cuello de la hija de Abdul Gafur; se había coronado de flores recientes y tocaba en una tosca flauta de bambú, y al son de su música bailaban solemnemente sobre sus patas traseras cuatro lobos corpulentos.

–– Ahí están sus demonios ––cuchicheó Abdul Gafur, que llevaba en la mano un paquete de cartuchos.

Las fieras se pusieron a cuatro patas al escuchar una nota larga y temblorosa y permanecieron quietas, mirando fijamente con sus ojos verdes a la muchacha. Mowgli dejó la flauta a un lado y dijo:

–– ¡Fíjate! ¿Qué hay en todo esto como para tener miedo? Te dije, mi pequeña Corazón––valiente, que no había nada que temer, y tú me lo creíste. Tu padre dijo que se trataba de unos demonios, y, por Alá, que es tu dios, no me asombro de que lo creyese... ¡Si hubieras visto a tu padre cuando éstos lo llevaban por el camino del nilghai!

La muchacha dejó escapar una risita cantarina y Gisborne oyó cómo le rechinaban a Abdul los pocos dientes que aún tenía. Aquélla no era, en modo alguno, la niña que Gisborne había visto silenciosa y mirando de soslayo con un solo ojo por entre el doble velo, sino una mujer que había madurado en una sola noche, igual que la orquídea abre toda su flor en una sola hora de cálida humedad. Mowgli prosiguió:

–– Son compañeros míos de juego y hermanos míos, hijos de la madre que me amamantó, como te conté detrás de la casa de la cocina. Hijos del padre que se tumbaba en la boca de la cueva para resguardarme del frío cuando yo era un niño pequeño y desnudo.

Uno de los lobos alzó su morro gris, babeando sobre la rodilla de Mowgli. Este dijo:

–– Fíjate; mi hermano sabe que hablo de ellos. Sí, cuando yo era niño pequeño, él era el cachorrillo que rodaba sobre la arcilla conmigo.

–– Pero tú me has dicho que eres hombre ––dijo con voz de arrullo la muchacha, apretujándose aún más contra el hombro de Mowgli––. Eres ser humano, ¿verdad? ¿No me engañas?

–– ¡Qué cosas! ¡Claro que soy un ser humano! ¡Y sé porque te he dado mi corazón, pequeña!

Ella dejó caer su cabeza bajo la barbilla de Mowgli. Gisborne levantó una mano en señal de advertencia, para contener a Abdul Gafur, al que la maravilla de aquel espectáculo no producía ningún asombro.

¿Quién fue el que te lo ordenó? Esa manera de hablar no es verdaderamente de hombre.

–– Los animales mismos. Tú no acabarás de creerlo, pequeña; pero así fue. Los animales de la jungla me ordenaron que me marchase, pero estos cuatro me siguieron porque son hermanos míos. Después viví entre los hombres como pastor de vacas y aprendí el lenguaje de aquéllos... ¡Ajajá!... Los rebaños pagaban un impuesto a mis hermanos; pero, corazón mío, cierta noche me vio una mujer, una vieja, jugando con mis hermanos entre los campos cultivados. Dijeron entonces que yo estaba en posesión de los demonios y me arrojaron con piedras y palos de la aldea, y estos cuatro me siguieron furtivamente y no a cara descubierta. Para entonces yo había aprendido a comer carne cocinada y a hablar valerosamente. Y así anduve de aldea en aldea, corazón de mi corazón, de pastor del ganado, guarda de búfalos, rastreador de la caza, sin que hubiese hombre que se animase a levantar dos veces un dedo contra mí ––Mowgli se agachó y dio unos golpecitos cariñosos a una de las cabezas––. Hazle tú esto mismo. Estos animales no dañan ni encierran sortilegio alguno. Fíjate, ya te conocen.

–– Los bosques están llenos de toda clase de diablos ––exclamó la muchacha con un estremecimiento.

–– Esto es mentira. Es una mentira de niños ––le contestó Mowgli confidencialmente––. Yo he dormido en medio del rocío, bajo las estrellas y la noche negra, y puedo decirlo. La jungla es mi habitación... ––Puede acaso un hombre sentir miedo de las vigas de su propio techo, o puede una mujer sentir miedo del hogar de su hombre? Inclínate y acarícialos.

–– Son perros, y los perros son inmundos ––murmuró ella, inclinándose hacia adelante, pero apartando la cara.

–– ¡Después de comer el fruto nos acordamos de la ley! ––dijo Abdul Gafur amargamente––. ¿A qué esperar tanto, sahib? ¡Mátalo!

–– Silencio! Veamos lo que ha ocurrido ––dijo Gisborne.

Mowgli, rodeando otra vez con su brazo la cintura de la muchacha, dijo:

–– Esto está bien. Sean o no perros, lo cierto es que me han acompañado por un millar de aldeas.

–– ¡Ay! ¿Y dónde estaba entonces tu corazón? Por un millar de aldeas. Tú has conocido a un millar de doncellas. Yo..., que he dejado..., que he dejado de serlo... ¿soy la dueña de tu corazón?

–– Dime por quién he de jurártelo. ¿Quieres que te lo jure por Alá, ese del que tú me hablas?

–– Júramelo por la vida que hay dentro de ti, y eso me bastará... ¿Dónde estaba tu corazón en aquel entonces?

Mowgli tuvo una risa breve:

–– Mi corazón estaba en mi andorga, porque yo era joven y estaba siempre hambriento. Y por eso aprendí a rastrear y a cazar, llamando a mis hermanos y enviándolos de aquí para allá, igual que un rey a sus ejércitos. Por esa razón pude llevar a donde yo quise al nilghai, a fin de complacer al inocente sahib joven, y a la yegua gordinflona para complacer al sahib grueso, cuando pusieron en tela de juicio mi poder. Con la misma facilidad habría podido arrearlos a ellos de un lado para otro. Ahora mismo ––y al decirlo alzó un poco su voz ––, ahora mismo se que tu padre y el sahib están a mis espaldas... No, no te escapes, porque ni diez hombres se atreverían a dar un paso hacia adelante. A propósito; tu padre te pegó en más de una ocasión. ¿Quieres que en recuerdo de sus palizas le haga correr y vaya trazando círculos por el rukh?

Uno de los lobos se puso en pie y enseñó los dientes. Gisborne sintió que Abdul Gafur temblaba a su lado. Un momento después ya no estaba allí el gordinflón mayordomo, y se escurría alejándose del claro de bosque. Mowgli, sin volverse, siguió diciendo:

–– Ya sólo queda el sahib Gisborne; pero yo he comido el pan del sahib Gisborne y voy a entrar al servicio suyo, y mis hermanos serán servidores suyos para ahuyentar la caza y para llevar las noticias. Ocúltate entre las hierbas.

La muchacha corrió a ocultarse; las altas hierbas se cerraron a espaldas suyas, y Mowgli, dando media vuelta con los tres de su séquito, se enfrentó con Gisborne cuando el funcionario de Bosques fue a su encuentro. Y le dijo, señalando con el dedo a los tres animales:

–– Estos son toda la magia. El sahib grueso sabía que nosotros, los que nos hemos criado entre lobos, corremos sobre nuestros codos y nuestras rodillas durante una estación. Al palparme


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