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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO MáS APRISA, POR FAVOR (por William Tenn)
(Una cuidadosa lectura de esta narración convencerá a los lectores de que su autor no oculta algunas sospechas con relación al nivel del cociente de inteligencia social de la raza humana. Esta opinión será probablemente correcta ya que él nos coloca en una situación tan deprimente como se pueda imaginar).


Ésta es una buena historia, lo sé. Es casi demasiado buena. Pero, maldita sea, debiera avergonzarme el relatarla.
Si Barbas tenía razón en lo concerniente a nosotros, mi idealismo absurdo ha sido un obstáculo para alcanzar la mayor fama y fortuna a que puede aspirar un pobre escritor. Si él tenía razón los otros no se han callado la boca. Mientras tanto, yo, prácticamente me muero de hambre...

Además, he visto una vaca pastando en los prados de la Casa Blanca...
En el pasado mes de agosto, para ser exacto, me encontraba meditando frente a mi máquina de escribir, cuando sonó el timbre de la puerta.
Levanté la vista y grité:
—¡Pase! ¡La puerta está abierta!
Las bisagras rechinaron un poco, cual es su costumbre. Escuché las pisadas a lo largo del profundo corredor que hace que la renta de mi departamento sea un poco más baja que la de los demás del edificio. No pude reconocer las pisadas como pertenecientes a nadie que conociera, por lo que esperé con un codo descansando sobre la máquina de escribir en la que pretendía iniciar un artículo, y el rostro vuelto hacia la entrada del estudio.
Después de algunos momentos, los pasos llegaron a la puerta. Un hombrecillo cuya altura no era mayor de dos pies, vestido con una túnica verde que le llegaba a las rodillas, entró. Su cabeza era muy grande. Tenía una corta y puntiaguda barba roja y un alargado y puntiagudo gorro verde, y hablaba consigo mismo. En su mano derecha llevaba un objeto dorado, semejante a un lápiz; en su izquierda, una tira enrollada, de lo que parecía ser un pergamino.

Nos miramos durante algunos momentos, en el curso de los cuales la quijada se me cayó como si quisiera separarse para siempre del resto de mi cara.
—Oye, tú —dijo con acento gutural, apuntando en mi dirección tanto con la barba como con el objeto parecido a un lápiz—, tú debes ser un escritor.
Cerré la boca con cuidado y asentí lentamente.
—Bien —hizo un arabesco con el lápiz, al final de una línea que aparecía en el pergamino—. Eso completa la lista. Ven conmigo, por favor.
Me tomó del brazo con una fuerza que tenía la consistencia de un grillete de acero, y sonriendo con benevolencia retrocedió hasta la entrada. Y a cada paso ascendía en el aire. Después, como si notara su error, nuevamente descendió al piso, con suavidad.
—Qué... quién... —tartamudeé al ser atraído irresistiblemente—. Espere, ¿quién... quién...?
—Por favor, no repitas esos ruidos —me reprendió—. Se supone que eres una criatura civilizada. Haz preguntas inteligentes, si lo deseas, pero solamente cuando estén adecuadamente organizadas.
Medité en eso mientras él cerraba la puerta de mi apartamiento y me arrastraba escaleras arriba. Calculé que su fuerza era igual a la de diez hombres. Me sentí como una bandera flameando al extremo de mi propio brazo.
—¿Vamos arriba? —indagué.
—Naturalmente. Al techo. Ahí aterrizamos.
—¿Aterrizaron ha dicho? —Pensé en un helicóptero y después en una escoba. Estas cosas no pueden ocurrirle a un buen chico, me dije. Al menos, a un buen chico como yo. No en una vecindad de segundo orden como la mía. Tal vez en sitios como Hollywood, Washington o París...
La señora Flugelman, quien vive en el piso de arriba, salió de su departamento con una lata de basura. Abrió la puerta del depósito de desperdicios y principió a hacerme un gesto de saludo. Se detuvo cuando vio a mi amigo.
—Eso dije: aterrizamos. Lo que ustedes llaman un plato volador. —Notó a la señora Flugelman mirándolo y la señaló agresivamente con su barba, mientras pasamos frente a ella. ¡Si, dije platillo volador! —y escupió en el piso.
La señora Flugelman regresó a su departamento llevando consigo su lata de basura y cerró la puerta quedamente.
Quizá la clase de cosas que escribo para ganarme la vida me ha preparado para tales experiencias, pues lo cierto es que tan pronto mencionó eso me sentí mejor. Hombrecillos y platillos voladores siempre van juntos.
Cuando llegamos al techo me arrepentí de no estar más abrigado. Evidentemente, el tiempo enfriaba.
El platillo tenia unos treinta pies de diámetro y, al con¬trario de lo supuesto por las revistas sensacionalistas, su uso abarcaba algo más que la simple observación del paisaje. En el centro, donde era más profundo, tenía una pila de cajas de empaque atadas con un enjambre de hilos relucientes. Aquí y allá aparecían piezas de maquinaria totalmente extraña.
Aún usando mi brazo como traílla, el hombrecillo saltó elevándose en el aire unos veinte pies, llevándome hasta lo alto de la pila. Un instante antes de caer encima, una maraña de hilos dorados acolchonaron mi caída, como una red elástica que me inmovilizó totalmente.
Mi acompañante miró los techos que se extendían a sus pies.
—¡Irngl! —gritó con voz de sirena de barco—. ¡Irngl! ¡Bordge Modgunk!
Se escuchó un repiqueteo de pies en el techo y apareció una réplica, de ocho pulgadas de altura, de mi vigoroso guía. Decidí que se trataba del joven Irngl, bordge modgunkeando.
Su pariente lo miró suspicazmente y se encaminó en la dirección de la que provino el joven. Se detuvo y agitó un dedo amenazador, en dirección de Irngl. Éste se escondió detrás de mí.
Atrás de la chimenea estaba un grupo de antenas de televisión. Pero los brazos de las antenas ya no eran paralelos: alguien los ató delicadamente formando lazos perfectos; otros aparecían retorcidos como sacacorchos. Gruñendo con ferocidad, el viejo desató los lazos y enderezó los brazos de las antenas, mientras movía la cabeza haciendo que su barba adquiriera un movimiento de metrónomo. Después dobló ligeramente sus nudosas piernas y llevó a cabo uno de los saltos más espectaculares de todos los tiempos.
Y en el momento de tocar el piso del platillo, despegamos directamente hacia arriba.
Cuando pude recobrar el aliento noté que el viejo Barbarroja controlaba el movimiento del platillo mediante un trozo de metal en forma de huevo, que mantenía en su mano derecha. Después de haber subido un buen trecho, apuntó el huevo hacia el sur y nos dirigimos en esa direc¬ción.
Me pregunté si se trataba de poder radiante. No se me había dado ninguna información. Por supuesto, recapacité súbitamente: ¡yo no hice ninguna pregunta! Arrancado de mi máquina de escribir a media mañana, por un enano de gran cerebro y musculatura prodigiosa, no se me podía culpar. Pocos hombres en mi posición hubieran sido capaces de poner el dedo en el meollo del problema y hacer las preguntas adecuadas. Ahora, sin embargo...
—Mientras hay un respiro —empecé—, y siendo usted capaz de hablar inglés, me gustaría aclarar algunos puntos dudosos. Por ejemplo...
—Responderemos a tus preguntas más tarde. Mientras tanto, cállate. —Los hilos dorados llenaron mi boca y me encontré incapaz de hablar. Barbarroja me miró mientras yo gruñía impotente—. ¡Cuán odiosos son los humanos! —exclamó.
¡Y es una suerte que sean tan odiosos!
El resto del viaje transcurrió sin incidentes, a excepción de algunos momentos en los cuales el avión de Miami se cruzó con nosotros. Los pasajeros nos señalaron con excita¬ción, parecieron gritar, y un hombre extremadamente gordo levantó una costosa cámara y tomó seis fotografías con gran rapidez. Por desgracia, según noté, se le olvidó quitar la tapa del lente.
El capitán del platillo sacudió su ovoide de metal, se sintió momentáneamente la aceleración, y en un instante la aeronave se convirtió en un punto que desaparecía rápida¬mente a nuestras espaldas. Irngl subió encima de lo que parecía una gigantesca batidora de leche y me sacó la lengua.
Me di cuenta entonces de que la maliciosa virtud del pe¬queño se asemejaba poderosamente a la de un elfo. Y su papá —el parentesco era ya innegable— no era otra cosa que un nomo del folklore germano. Por tanto, esos hechos significaban nada menos que... que... que...
Mi cerebro trabajó durante diez minutos, antes de darse por vencido. Bueno, a veces ese método da resultado: razo¬nar por un impulso autohipnótico, así lo llamo yo.
Tenía frío; pero, por otra parte, me agradaba la aven¬tura y esperaba el desenlace con interés. Fui elegido, único entre los de mi especie, por esa raza de seres extraños, para algún propósito significativo.
No pude dejar de tener la esperanza, desde luego, de que tal propósito no fuera una vivisección.
Llegamos, después de un buen rato, a algo voluminoso: otro vehículo, bastante parecido al nuestro, pero mucho más grande (lo que podríamos llamar un platón o una sopera voladora), posado sobre un pilar de fuerza invisible, de muchas millas de altura. Sospeché que a buena distancia bajo nuestros pies, bajo las nubes, se encontraba el Estado de Carolina del Sur. También sospeché que las nubes eran artificiales.
Nuestra nave entró, por una enorme escotilla, hasta el fondo del gigantesco vehículo.
Ya que la sopera voladora tenía una tapa, por decirlo así, nos encontramos en un disco hueco, de cerca de un cuarto de milla de diámetro. Entre grandes masas de maquinaria reluciente, se encontraban desperdigados muchos platillos voladores cargados con mercancías y pasajeros.
Evidentemente me equivoqué acerca de ser el único ejemplar representativo. Estábamos muchos de nosotros, hombres y mujeres, en aquel sitio. Uno por cada platillo volador. Esto sería una reunión formal entre los representantes de las dos grandes razas, decidí.
¿Por qué no fueron nuestros amigos a las Naciones Unidas? Recordé entonces los comentarios de Barbarroja acerca de la humanidad...
A mi derecha, un coronel del Ejército, con una cara como un barril de mantequilla, masticaba un lápiz con el cual había estado tomando breves notas. A mi izquierda, un hombre alto, con un traje gris de elegante corte, miraba su reloj de pulsera con gesto de impaciencia. Más allá, dos mujeres hablaban inclinadas sobre los bordes de sus respectivos platillos, gesticulando con vehemencia.
Cada uno de los platillos tenia también su equivalente de mi barbudo piloto.
Abruptamente, la imagen de un hombrecillo apareció en el techo. Su barba era rosada y se bifurcaba. Tiró de los extremos de su apéndice capilar y nos sonrió.
—Para corregir las impresiones mentales de muchos de ustedes —explicó con una risita benevolente—, haré una paráfrasis de su gran poeta Shakespeare: Estoy aquí para enterrar a la humanidad, no para ensalzarla.
Un murmullo de asombro se dejó escuchar.
—Marte —apuntó el coronel—, apuesto a que son de Marte. H. G. Wells lo predijo. Pequeños, sucios y rojos marcianos. ¡Que se atrevan!
—Rojos —musitó el hombre del traje gris, mirándolo ansiosamente—. ¿Rojos?
—Acaso usted... —empezó a protestar una de las mu¬jeres—. ¿Es ésa una manera de empezar? ¡Qué falta de modales! Un auténtico extranjero.
—Sin embargo —continuó Barba Bifurcada, impertur¬bable—, para enterrar apropiadamente .a la humanidad, necesito de su ayuda. No sólo de ustedes, sino de otros como ustedes que, en este momento, están escuchando esta plática en naves semejantes a ésta y en docenas de idiomas en todo el mundo. Necesitamos su ayuda... y, conociendo muy bien sus peculiares talentos, ¡estamos convencidos de obte¬nerla!
Esperó hasta que la siguiente oleada de imprecaciones surtidas y puños que se agitaban amenazadoramente se hubo calmado; esperó hasta que los antinegros, antisemitas, anticatólicos, antiprotestantes, anglófobos, rusófobos, vege¬tarianos fundamentalistas y todos los representantes de ideas políticas y filosóficas lo hubiesen identificado con sus pin¬torescos conceptos de la oposición.
Una vez que una relativa quietud se hubo conseguido, escucharon su informe, expresado despreciativamente.
Existía una enorme y compleja civilización galáxica ro¬deando nuestro insignificante sistema de nueve planetas. Esta civilización, compuesta de las diversas especies inte¬ligentes que habitaban la galaxia, estaba organizada en una federación pacífica para el comercio y la ayuda mutua.
Una oficina especial de la Federación Galáxica estaba a cargo de los nuevos arribos a la escena intelectual. Así, unos cuantos milenios atrás, la oficina visitó la Tierra para investigar los informes de algunos turistas que hablaban de un animal notablemente ingenioso, que últimamente se observó deambulando y manejando sus asuntos con una cantidad definida de conciencia propia. El animal fue cali¬ficado como inteligente y poseedor de un alto potencial cultural. La Tierra estaba cerrada al tránsito turístico, y los sociólogos iniciaron la acostumbrada investigación, más de¬tallada.
—Y como resultado de ese examen —sonrió el hombre¬cillo de la barba color de rosa—, los especialistas descubrie¬ron que lo que ustedes llaman la raza humana, no es viable. Es decir, mientras los individuos que la componen han desarrollado un fuerte instinto de conservación, la especie, como un todo, es suicida.
—¡Suicida! —aullé, junto con los demás.
—Así es. Puede haber ciertas discusiones al respecto, entre los más honestos de ustedes. La alta civilización es un producto de la vida comunal, y el hombre, en grupos, ha tendido siempre a borrarse del mapa. De hecho, un factor importante en el crecimiento de la poca civilización que poseen, se debe a los logros derivados del desarrollo, en gran escala, de armas destructivas.
Hemos tenido periodos de paz y hermandad —gritó una voz ronca, en el lado opuesto de la nave.
La gran cabeza se movió lentamente de un lado a otro.
—No es verdad. Ocasionalmente han desarrollado una isla de cultura aquí, un oasis de cooperación allá, pero han sido inevitablemente desintegradas al contacto de los verdaderos portadores de las normas de la especie; las razas guerreras. Y cuando, como ha ocurrido fortuitamente, las razas guerreras son derrotadas, los conquistadores en turno se convierten en guerreros, de tal modo que el impulso suicida se ve de nuevo gratificado y se hace más dominante. Su pasado es la acusación, y su presente... su presente está a punto de ser su sentencia ejecutada. Pero basta de esta tontería... permítanme retornar a la Historia viva.
Continuó explicando cómo la Federación sentía que las especies suicidas deben ser dejadas para que cumplan con su destino, sin ninguna interferencia. De hecho, aunque se evitaba llegar a la comisión de actos demasiado abiertos, era permisible, en grado sumo, ayudar a dichas criaturas a llegar a la destrucción deseada.
Después de que los sociólogos de la Federación calcularon la fecha probable en que se esperaba que la humanidad se extinguiera a sí misma, el planeta fue asignado a los habi¬tantes de un mundo semejante a la Tierra, para ser usado como espacio vital. Éstos eran los barbarrojas.
—Enviamos representantes aquí, para servir como cuida¬dores, por decirlo así, de nuestra futura propiedad. Pero hace unos novecientos años, cuando su mundo aún tenía seis mil años de vida por delante, decidimos acelerar un poco el proceso, ya que experimentamos un aumento del índice de población en nuestro propio planeta. Recibimos plena autorización de la Federación Galáxica para estimular su desarrollo técnico hacia un suicido más anticipado. La Federación estipuló, sin embargo, que cada avance fuera de la responsabilidad moral de un adecuado representante de su raza, al que se le informara de la verdad de la situación Así lo hicimos; seleccionamos a un individuo para ser el receptor de alguna técnica revolucionaria o de un principio científico; entonces, le explicábamos tanto el valor de la técnica como las consecuencias para su especie, en términos de una destrucción masiva acelerada.
"En todos los casos, tarde o temprano, el individuo anunció el descubrimiento como suyo propio, dándolo a sus semejantes y obteniendo ganancias sustanciales. En unos cuantos casos crearon grandes fundaciones que darían premios a aquellos que trabajaran por la causa de la paz o de la hermandad de los hombres. El resultado no fue más allá de un incremento en la cantidad de dinero en circulación.
Encontramos que los individuos siempre escogen la opor¬tunidad de beneficiarse, a expensas de la vida de su propia raza.
¡Nomos, elfos, kobolds! No los espíritus malévolos, sino los ansiosos ayudantes del hombre, enseñándole a fundir los metales y a construir máquinas, mostrándole cómo derivar el teorema del binomio, en una parte del mundo, y cómo arar un campo con más eficiencia, en otra.
A fin de que la humanidad desapareciera de la Tierra... un poco más pronto.
Por desgracia... ha surgido un problema.
Todos contemplamos esa última frase, como una esperan¬za. Todos nosotros, amas de casa y jornaleros, soldados y hombres de negocios, predicadores y artistas, sentimos rena¬cer la esperanza.
Al aproximarse el día del suicidio, aquellos duendes que intentaban emigrar llenaron sus platillos voladores con sus familias y sus posesiones. Cruzaron el espacio en una gran nave, tal como la que nos aloja, y tomaron posiciones en la estratósfera, esperando apoderarse del planeta tan pronto como sus presentes ocupantes usaran su último descubrimien¬to, la energía nuclear, como usaron previamente la balística y la aeronáutica.
Los más impacientes descendieron a poca altura, para localizar sitios adecuados para sus futuros hogares. Con dis¬gusto encontraron que un desagradable error aparecía en las nítidas matemáticas de la predicción de la sociología. La humanidad debió haber desaparecido poco después de adquirir el poder atómico. Pero, quizá como resultado del estímulo científico que recibimos recientemente, nuestro impulso tecnológico nos llevó más allá del uranio, plutonio y hasta la llamada bomba de hidrógeno.
Mientras que un cataclismo de bombas de uranio dis¬pondría de nosotros de un modo bastante satisfactorio e higiénico, la explosión de varias bombas de hidrógeno daría como resultado la completa esterilización del planeta, como producto de una reacción subsidiaria actualmente descono¬cida. Si íbamos a la guerra con este refinamiento atómico, no sólo serían eliminadas de la Tierra todas las formas de vida presentes, sino que también seria inhabitable durante algunos millones de años.
Naturalmente, los duendes contemplaban esta situación con bastante angustia De acuerdo con las leyes galáxicas no podían intervenir activamente para salvaguardar su patri¬monio.
Por tanto, les gustaría hacer una proposición...
Toda nación que garantizara no fabricar bombas de hi¬drógeno y eliminar las ya existentes, sería recompensada, por los hombrecillos, con una magnífica arma asesina. Ésta es extremadamente simple en su manejo y está calibrada de tal modo, que puede ajustarse para matar, sin dolor y simultáneamente, a cualquier cantidad de gente, hasta un millón de personas.
—La ventaja militar del establecimiento terrestre de tal arma, sobre la inestable bomba de hidrógeno, que no sola¬mente es muy cara y poco acertada en sus efectos, sino que también debe ser transportada físicamente hasta su objetivo, deberá ser obvia para todos ustedes. Y, hasta donde nos concierne, cualquier cosa que pueda disponer de los seres humanos en gran escala, sin dañar...
En este momento, el ruido era tan grande que no pude escuchar ni una palabra de lo que decía. Yo mismo estaba gritando como un condenado.
—...Además de lastimar a formas de vida útiles y compatibles...
—¿Por qué no se van por donde vinieron? —propuso un hombre robusto, vestido con pantalones de baño y una camisa floreada.
—¡Sí! —agregó alguien, con ira—. ¿No se dan cuenta de que no son bien venidos? ¡Cállense, cállense!
—Asesinos —acusó una de las mujeres—, eso es lo que son ustedes, asesinos tratando de matar a gente inofensiva que no trata de hacerles daño.
El coronel estaba de pie levantando un dedo amenazador hacia el techo.
—Lo estamos haciendo muy bien —gritó enardecido. Se detuvo un momento para descongestionarse un poco—. Lo estamos haciendo bastante bien sin... sin...
El hombrecillo esperó hasta que el tumulto perdió ím¬petu, y continuó:
—Mírenlo de esta manera. Ustedes van a exterminarse a sí mismos, ustedes lo saben, nosotros lo sabemos, así como todos en la galaxia. ¿Qué diferencia hay en que lo hagan de un modo o de otro? Al menos, con nuestro método el daño se limita a ustedes mismos. No dañan la valiosa propiedad, es decir la Tierra, que será nuestra después de que hayan dejado de usarla. Y se destruirán con una arma mucho más digna de su instinto destructivo que cualquier cosa que hayan usado hasta ahora, incluyendo la bomba atómica.
Hizo una pausa y extendió sus nudosas manos con un ademán casi de súplica.
—Piénsenlo bien: ¡Un millón de muertes con sólo empujar una palanca! ¿Qué arma puede ofrecer otro tanto?


Regresando hacia el norte con Barbarroja y su hijo, señalé hacia los platillos voladores que se esparcían en todas direc¬ciones.
—Esas gentes son todos ciudadanos responsables. Es una tontería esperar que divulgen un medio más efectivo de hacerse cortar el pescuezo.
El hombrecillo se encogió de hombros.
—Con cualquier otra especie lo sería, pero no con uste¬des. La Federación Galáxica insiste en que la revelación del arma sea hecha a la humanidad por un representante inteligente de su propia especie, en plena posesión de los hechos y después de que él o ella tengan un periodo adecua¬do para reflexionar en las consecuencias de la exposición del secreto.
—Y ustedes creen que lo haremos, ¿eh? ¿A pesar de todo?
—¡Oh, sí! —afirmó el hombrecillo, con aire de suficien¬cia—. Todos ustedes han sido seleccionados tomando en cuenta las ventajas personales que cada cual obtendría con la revelación. Tarde o temprano, uno de ustedes encontrará tan tentadoras dichas ventajas, que desaparecerán todos sus escrúpulos. Eventualmente, todos ustedes llegarán a dar ese paso. Como Shulmr señaló, todos los miembros de una raza suicida contribuyen a la destrucción del total, aun cuando su intención sea la de salvaguardar su propia existencia. Criaturas desagradables; pero, por fortuna, de vida bastante breve.
—De eso se desprende que más de una nación tiene la bomba de hidrógeno.
—Correcto. Ustedes son una raza ingeniosa. Ahora, si no te molesta, pasa al techo de tu casa. Tenemos un poco de prisa y hay que desinfectar la nave... Gracias.
Los miré desaparecer entre un banco de nubes, y bajé a mi habitación.
Durante algún tiempo permanecí bastante enojado. Des¬pués me entristecí. Luego, me enojé de nueva cuenta. He pensado mucho desde el pasado agosto.
He leído nuevos artículos acerca de los platillos voladores, pero ni una palabra sobre la superarma que obtendremos si desmantelamos las bombas de hidrógeno. El único proble¬ma es, ¿si alguien ha soltado la lengua, cómo voy a sa¬berlo?
Ése es justamente el punto. Yo soy escritor de ficción científica, con uno de los chismes más gordos desde que Noé puso el primer clavo en el arca. Además, y no del todo incidentalmente, es una historia bastante vendible.
Bien, sucede que estoy necesitado de dinero; y, además, ocurre que no tengo ninguna idea original. ¿Cuánto tiempo se supone que voy a aguantarme como un tonto?
Alguien debe de haber hablado ya. Si no en este país, en cualquiera de los demás. Yo soy un escritor y tengo que ganarme la vida. Si es ficción, ¿quién los obliga a creerlo?
Sólo... sólo que intentaba no mencionar la señal. Si la señal, esto es mediante la cual un gobierno puede ponerse en contacto con los duendes, para hacerles saber que se interesan en el negocio y desean el arma mencionada. Yo pretendía no mencionar la señal...
Pero no tengo un final satisfactorio para este cuento. Necesita una especie de etiqueta. Y la señal es perfecta para ello. Bueno, me parece que si ya he hablado tanto, y probablemente, de cualquier modo...
La señal es la contraseña entre los hombres y los nomos: dejar un tazón de leche fuera de la Casa Blanca.


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