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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO LA MOMIA PúRPURA (por Anatoli Dneprov)
I

Usted conoce lo que uno siente cuando viene a la capital. Es como si uno descendiera a un mundo nuevo. Mientras los helicópteros lo van transfiriendo a uno de una plaza a otra, o mientras uno pasa rozando el tope de enormes palacios en giroplanos que se deslizan silenciosamente a lo largo de cables poderosos, o tan silenciosamente uno desciende a los trenes del subterráneo que pasan dejando un chorro brillante de luz solar cuya fuente es un misterio, parece que todo es sorprendente y único, todo aquello que apunta hacia el futuro está concentrado en esta maravillosa y antigua ciudad de Moscú.
No me considero a mí mismo un patán campesino sin remedio. En el norte donde yo vivo, en la ciudad de Leninsk, tenemos también vías de cables suspendidos, helicópteros y centros de información por televisión en todas las plazas grandes. Sin embargo, cuando estoy en Moscú ando por ella con un ligero sentimiento de confusión y de temor reverente. A menudo me pregunto por qué y al final llego a la conclusión de que se debe al ritmo acelerado. Las pulsaciones de la vida son mucho más rápidas en la capital. Aun las personas, que son muy hospitalarias y cálidas por naturaleza, parecen siempre estar apuradas. No permanecen quietas en las aceras rodantes, sino que hasta llegan a correr mientras éstas las transportan. Parecen estar tratando de mantener las tradiciones de sus antepasados, que solían bajar corriendo las ruidosas escaleras mecánicas del viejo subterráneo de Moscú, hace varias décadas y hasta se las arreglaban para leer al mismo tiempo.

Me detuve en el centro de información de televisión de la Plaza Vostania, la que está suspendida entre los dos enormes edificios del Palacio de los Deportes y el Palacio de las Artes, y en el dial indiqué la dirección del Museo de Cultura Material, lugar hacia el cual quería dirigirme. Las coordenadas necesarias relampaguearon en la pantalla señalando las instrucciones para que pudiera encontrar mi camino hacia el Museo.

Debía descender hasta el parque de más abajo y abordar un vehículo a reactor con alas que me llevaría al Monumento a la Libertad, en el Canal de la Amistad de los Pueblos. Desde allí tenía que trasbordar a un helicóptero y descender en la Vía Azul que lleva directamente hasta el Museo a través del Túnel de Ágata. La pantalla en colores mostró un edificio de treinta pisos con la forma de un paralelepípedo, con incrustaciones de cerámica anaranjada y un bajorrelieve de cincuenta metros de mármol blanco como la nieve que representaba al primer cohete espacial que habíamos lanzado a la Luna. Me puse en marcha de acuerdo con las indicaciones y en menos de ciento treinta segundos había llegado a destino. Durante mi camino utilicé mi radioteléfono automático privado para informar al profesor Sayen sobre mi llegada. Me estaba esperando en la entrada del Museo.
—¡Me alegra mucho verlo, mi joven amigo! —exclamó con su voz melodiosa mientras me daba su bienvenida y apretaba mi mano con las suyas—. ¿Qué lo trae a usted a este tranquilo rincón nuestro en esta ciudad tan plena de bullicio?
Miré con atención los ojos ligeramente burlones de este científico que no era ya más un joven y recordé su apariencia de dos años atrás, cuando yo estaba cumpliendo mi curso de postgraduado en la Universidad de la Revolución, cerca de Moscú. Él no había cambiado.
—Temo haber elegido un momento inoportuno para mi visita —dije—. Las noticias de la radio indican que usted está preparándose para partir hacia Togo...
—¡De ninguna manera, de ninguna manera! —protestó el profesor—. Tengo todavía trece horas a mi disposición. Estoy seguro de que ellas serán más que suficientes para aclarar sus problemas.
—No creo que requieran más de dos o tres horas de su valioso tiempo —le dije—. Tal vez, si a usted no le importa, podemos comenzar de inmediato...
Yo no tenía idea de lo equivocado que estaba.
Entramos en un salón de mármol y un silencioso ascensor nos disparó hasta el piso diecisiete del Museo donde el profesor Sayen tenía su despacho. Mientras subíamos el profesor me contó algo acerca del programa del viaje que realizarían a Togo...
—Necesitamos información adicional sobre la segunda etapa de la lucha por la independencia de la gente de ese distrito. Han pasado muchos años y nadie todavía ha examinado los archivos... es uno de los puntos débiles de nuestro Museo —concluyó amargamente—. Bueno, estoy a su disposición —dijo, sentándose en el sofá.
Me acomodé en un sillón, abrí mi portafolios, extraje una fotografía de Maya, mi esposa, y se la extendí al profesor.
—¿Le es a usted familiar esta cara? —le pregunté, observando atentamente para descubrir el más mínimo movimiento de los músculos de su cara cansada.
El profesor Sayen echó una rápida mirada a la fotografía, frunció sus cejas y volvió sus ojos hacia mí con perplejidad. Parecía estar pensando profundamente, pero sacudió su cabeza. Allá en Leninsk, mientras me despedía de mi esposa, ésta había dicho: «Tú obsérvalo... él hará esto...». Y ella había sacudido su cabeza, fruncido sus cejas e hinchado sus labios como enfurruñada, exactamente como el profesor estaba haciendo en este momento.
—No, no puedo decir que lo es —contestó inquisitivamente, mirándome.
En cierta forma se desconcertó cuando moví la cabeza pon satisfacción y comencé a revolver dentro de mi portafolios. Esta vez saqué la última edición del catálogo del Museo. La impaciencia del profesor creció y se movió más cerca de donde estaba yo sentado.
—¿Puede usted decirme qué es esto? —le pregunté, a la vez que le extendía el catálogo abierto en la página que llevaba intercalada el retrato de la momia púrpura.
Suele suceder que el editor en jefe de una gran publicación no siempre está al tanto de todo lo que en ella se publica. Él es tan humano como cualquier otro hombre y es bastante natural que le preste más atención al material relacionado con su propio campo. Sus ayudantes responden por el resto. Es más que probable que eso haya sucedido en este caso.
El profesor Sayen le echó otra mirada al retrato de la momia y dio vuelta varias páginas del catálogo para estar seguro del título de la nueva muestra del Museo. De repente exclamó:
—¡Pero, es la única y misma cosa!
—¿Qué es? —pregunté yo, anticipando lo que seguía.
—¡El retrato de la momia púrpura y éste! —dijo con asombro.
—Yo sabía que así es como debía ser —le dije, y coloqué el retrato de mi mujer cerca de la intercalada en el catálogo.
—¿Sabe cómo eso es lo que debía ser? —él preguntó con voz confundida.
—Yo sabía que era eso lo que usted iba a decir. Tuve una discusión con Maya. Ella estaba segura de que usted se daría cuenta de la diferencia de inmediato.
El rostro del profesor Sayen adoptó una expresión severa.
—No lo comprendo. ¿De qué está usted hablando? ¿Quién es esta Maya que usted ha mencionado?
—Estaba hablando del parecido de la fotografía. Maya es mi esposa.
—¿Qué tiene que hacer su esposa con esto?
—La fotografía es de mi esposa, y esto —dije, señalando la intercalación— es un retrato de la momia púrpura.
El profesor saltó como un resorte del sofá y me miró de arriba abajo. Me di cuenta que su ceño temblaba ligeramente.
—Espero que usted no haya viajado cinco mil kilómetros por el gusto de una broma —él habló con evidente represión.
Pude ver que él encontraba difícil mantener su voz bajo control.
—En lo más mínimo. En realidad es este parecido lo que me trajo aquí. Usted sabe que soy el director del Museo de Estudios Regionales de Leninsk. Cuando recibí esta edición de su catálogo me sorprendí con el parecido entre mi mujer y la momia púrpura...
Él tomó el catálogo de mis manos y se acercó a la amplia ventana. Era cerca de mediodía y la brillante luz del día penetraba a través del delgado cristal apenas perceptible. Un helicóptero relampagueó cerca, pero el profesor no le prestó la más mínima atención. Estaba preocupado haciendo una detenida comparación de los dos retratos.
Me acordé de las palabras de Maya: «Él dirá que hay una diferencia en la forma del cuello».
—¡Pero, la forma de sus cuellos es diferente! —exclamó el profesor Sayen con alegría.
Fui hacia él y sonreí.
—Eso es verdad. Sus cuellos no son iguales pero sus rostros son copias exactas uno del otro. Por el momento estoy tan sólo interesado en el parecido. Se podrá entrar luego en las diferencias...
Nos sentamos nuevamente donde habíamos estado antes. Yo elegí el sillón y el profesor se sentó en el sofá.
—Cuénteme más acerca de lo que lo trajo aquí —requirió.
Yo estaba un poco nervioso porque el momento más importante había llegado. Debía ser lo más claro que fuera posible. Apreté mis labios y mi mirada vagó incómoda alrededor del amplio estudio procurando encontrar un objeto que me ayudara a comenzar mi historia.
«Mira el busto del académico Philio en el rincón izquierdo detrás de su escritorio» —recordé la admonición de Maya.
Finalmente localicé el busto de Philio y comencé a pasar las hojas del catálogo. Al encontrar la página que buscaba se la mostré al profesor.
—Mire —dije—, ¿sabe usted quién es ése?
—Ese es Philio —contestó el profesor Sayen sin la menor pausa—. Me gustaría saber qué es lo que usted se propone. ¿Qué clase de juego de adivinanzas está usted jugando?
Fue entonces mi turno para demostrar impaciencia. Le eché una mirada al reloj. Nuestra corta conversación ciertamente se estaba convirtiendo en un asunto bastante prolongado. Otro helicóptero relampagueó a través de la ventana. Eso significaba que habían pasado otros cinco minutos.
—Perdóneme, profesor, pero sin duda usted no lee todo el material que fue publicado en su catálogo.
Él apretó sus manos nerviosamente. Parecía que la idea que yo estaba tratando de comunicar había sido justamente interpretada. ¿Por qué el busto de Philio había sido incluido en el catálogo del Museo de la Cultura Material?
Se sonrió confundido y pasó ligeramente su mano por sobre la frente.
—Sabe usted, nunca había notado eso... lo había visto por supuesto, pero no le había prestado ninguna atención especial. Le concierne al Departamento de Información Radio-astronómica y yo supongo...
El profesor Sayen de repente dejó de hablar y palideció. Comenzó a levantarse lentamente del sofá con sus ojos bien abiertos pegados en mi cara.
—¿Qué tiene que ver todo esto con el académico Philio? —La pregunta surgió como un rayo de sus ojos atemorizados.
—Déjeme ver ese catálogo de nuevo —susurró.
Con el catálogo agarrado fuertemente en la mano cruzó el estudio en diagonal, chocando casi con su escritorio y deteniéndose totalmente frente al busto del famoso lingüista.
Un silencio contenido reinó en la habitación durante varios segundos. Luego el profesor apretó el botón del dictáfono.
—Deseo ver a Androv en mi oficina de inmediato...
El timbre de su voz era suave, pero una nota levemente amenazadora lo traicionaba. Levantó el auricular del teléfono y dijo:
—¿Es usted, Aginov? ¿Quién publicó el material de Androv para el último número de nuestro catálogo? ¿Quién lo controló con el original? ¿Está usted seguro? ¿Quién hizo el trabajo de fotografía? Gracias.
El profesor se había olvidado de mi presencia. Se sentó ante su escritorio y cayó en un profundo estudio del retrato del catálogo.
De repente se acordó de mí.
—Déme el retrato de esa chica...
—¿Qué chica?
—Esa que usted me mostró.
—¿Quiere decir Maya?
—No sé cuál es su nombre... Permítamela... rápido.
—Es una fotografía de mi esposa —dije con determinación.
—Eso no tiene importancia... —me cortó instantáneamente.
Miró ambos retratos fijamente durante un largo tiempo con la cabeza entre sus manos.
La puerta se abrió y un hombre alto de edad mediana, vestido con un traje sport amarillo claro, entró. Caminó rápidamente hacia el escritorio del profesor.
—¿Es éste su trabajo? —preguntó el profesor Sayen sin levantar los ojos.
—Sí.
—¿No está avergonzado de usted mismo?
—No comprendo qué quiere usted significar...
—Lo entenderá usted en un momento. ¡Mire!
Sayen tiró casi el retrato de mi esposa en la cara de Androv.
—Ahí está su momia... púrpura. —Entonces, dirigiendo una mirada furiosa hacia mí dijo con ironía mordiente—: Quizás esta chica suya...
—Mi esposa —yo indiqué.
—¿... esta esposa suya es realmente... una momia?
Androv tenía la vista clavada en el retrato de Maya. El profesor lo miró con burla, con el enojo retratado en sus ojos.
—En nuestra época... si una cosa así hubiera sucedido... una impostura como ésta... un fraude como éste...
Finalmente se hizo claro para Androv que yo estaba en conexión directa con todo esto y corrió hacia mí.
—¿Ha hecho usted esta copia exacta de mi momia? —demandó con una voz amenazadora.
Yo sacudí mi cabeza. Entonces, sin decir una palabra, él agarró mi mano y me arrastró fuera de la oficina. El profesor apenas pudo seguirnos. Androv puso en marcha una franja movediza del corredor, salió corriendo hacia la derecha y entonces me empujó dentro de un ascensor. Hicimos un largo descenso, corrimos por otro corredor, chocando casi con el profesor que se dirigía hacia el mismo lugar desde otra dirección y, finalmente, irrumpimos en un gran salón apenas iluminado. En el mismo había sarcófagos de cuarzo alineados en el centro y a lo largo de las paredes. Nos paramos frente a uno de ellos.
—Mire.
Yo miré dentro del sarcófago y rápidamente cerré los ojos. No podía ser. ¡No podía!
—¡Mire, mire! —ordenó Androv con voz estrangulada.
—Estoy mirando... —dije yo, balbuceando.
—¿Qué es lo que usted ve? —preguntó el profesor, escudriñando mi rostro.
—Veo a Maya —susurré, alejando mis ojos de la figura de plástico de una mujer desnuda.
—¿Quién diablos es Maya? —demandó Androv cortante—. ¿Pretende usted decirme que conoce a esta criatura?
A esto siguió un silencio de muerte. Yo fui el primero que encontró su voz.
—Perdóneme, pero ese es un modelo de mi esposa, Maya...
Androv rompió en carcajadas y gritó:
—¡Échele una buena mirada, a lo mejor puede usted encontrar alguna marca de nacimiento en el cuerpo de su esposa!
Él puso un acento ácido en las palabras «su esposa».
Eché otra mirada a la figura de mujer allí acostada con los ojos bien abiertos como si estuviera viva... El material plástico del cual estaba hecha era púrpura. Los pensamientos menos probables corrían por mi cabeza. Pensé que me estaba volviendo loco.
—Todo parece ser lo mismo salvo el color de su cuerpo...
A esto siguió otra explosión de carcajadas burlonas.
—¡Aja! ¡Así que es el color! ¡Así que ella no es idéntica a su esposa!
Había el mismo tono de malicia en las palabras «su esposa»... Yo me sentí sumamente molesto.
Lancé una mirada de ruego en dirección a Androv. Estos hombres tan sabios de la capital a menudo dejan de lado hasta las más elementales normas de etiqueta y no se detienen ante nada para demostrar su opinión.
—Yo no tengo, en realidad, nada en contra de que esto esté aquí —dije—, aunque debe usted comprender... Bueno, es una buena cosa que ustedes tan sólo tengan una foto de la cabeza en su catálogo, y...
—¿Oyó usted lo mismo que oí yo? ¿Ha oído usted lo que él acaba de decir? ¡No tiene nada en contra de que esto esté aquí! ¿Tiene usted alguna idea de lo que esta cosa es? ¡Mi Dios, este es uno de los más grandes descubrimientos que jamás haya sido hecho! ¡Cuatro de los radiotelescopios más poderosos estuvieron en continua operación por más de cuatrocientas horas para no perderse la más pequeña señal! ¡La información recibida fue descifrada simultáneamente tanto en Moscú como en París! ¡Las mejores máquinas que nosotros tenemos fueron utilizadas para retorcer toda esa información y para lograr esto! Y usted dice...
El apasionado desborde de palabras fue interrumpido por el profesor Sayen.
—¿La cabeza del académico Philio también fue retorcida entre Moscú y París? —él introdujo con una voz severa y cortante.
Androv se paró en seco y se quedó helado en su lugar, su boca se abrió.
—¿Qué Philio? —pudo finalmente decir.
—Este.
El profesor nos condujo hasta una capucha de cuarzo que estaba parada en el centro del salón. Yo reconocí una copia del busto que estaba en la oficina del profesor. Esta estaba hecha de material plástico y también era de color púrpura.
Androv movió su cabeza.
—¡Bueno, diga algo! —demandó el profesor.
—Sí... nosotros utilizamos las mismas máquinas para ambas... nosotros...
—¿Qué quiere decir usted con «nosotros»?
—Yo, es decir, todo el Departamento de Cifra de Radio-información del Espacio... sabe usted... detrás del Panteón... más allá cerca de...
Androv se paró de golpe. Con ojos azorados nos miró a ambos.
—¡Usted no me cree! —explotó.
El profesor Sayen encogió sus hombros. Sin razón aparente ondas frías comenzaron a correr de arriba hacia abajo por mi espina dorsal. Un horrible pensamiento daba vueltas por mi cerebro. En ese momento Androv dijo, casi susurrando:
—Estoy diciendo la verdad. Esas dos figuras fueron extraídas retorciendo un impulso de información codificada que recibimos hace tres meses de una parte exterior de la constelación del Cisne. Recibimos la información sobre la cabeza primero... en la banda de veintitrés centímetros... Tres meses más tarde obtuvimos la momia púrpura por medio de la misma banda. Durante la recepción el ruido no excedió 5 decibeles... el término medio de ruido de la señal no fue más que...
De repente comenzó a gritar:
—¡Eso es imposible! ¿Qué está usted tratando de hacer? ¿Quién es esta Maya? ¿Quién diablos es Philio?
El profesor le extendió la fotografía de mi esposa. Él la comparó con la figura que descansaba en el sarcófago contra la pared...
—¿Qué pasa con Philio? ¿Es el mismo hombre que murió hace tres meses? ¿Lo conocía usted personalmente?
El profesor movió la cabeza afirmativamente.
Androv saltó hasta quedarse firme en el medio del salón como si se hubiera vuelto de piedra, y luego hizo una arremetida repentina hacia la puerta y desapareció.
Con cada segundo que pasaba yo iba experimentando un sentimiento de terror. Traté de mantenerme sin mirar la tapa transparente bajo la cual podía ser visto el duplicado púrpura de mi esposa... La puerta se abrió como reventando y Androv retornó, acompañado por una mujer que llevaba un pequeño maletín igual al que los médicos generalmente llevan consigo. Sin decir una palabra corrieron hasta el sarcófago que contenía la momia y comenzaron a sacarle la tapa.
—¿Qué intentan ustedes hacer? —demandó alarmado el profesor Sayen.
—Hacer una disección —susurró Androv, respirando pesadamente— y de inmediato. Si lo que pienso se confirma, entonces...
—¿Qué van a disecar ustedes?
—La momia.
—¿Para qué? —grité. Yo sentía como si le fueran a hacer una disección a mi esposa.
En ese momento la experta tomó un escalpelo y una sierra eléctrica circular de su bolso.
—¡No le permitiré a usted que haga eso! Esta es una valiosa propiedad pública y no tiene usted derecho a destruirla sin haber obtenido permiso del Consejo de Ciencia Internacional —dijo el profesor Sayen en forma categórica—. Además no veo ninguna razón sensata para tratar esta pieza de exhibición, que ha sido obtenida del espacio con tantas dificultades, si en realidad ha sido obtenida del espacio, en la forma que usted propone.
—No deje que eso lo moleste, profesor. Toda la acumulación de información ha sido grabada en un grabador de cilindros eléctricos. Puede reconstruirse en cualquier momento. No tomaría más de un día o dos. Anthonia, póngase a trabajar.
Él extendió sus brazos ampliamente, impidiendo el camino hacia el sarcófago. Escuché el gimiente sonido de la sierra cuando ésta mordía en la momia. Olas frías como el hielo se seguían unas a las otras por mi columna vertebral.
—Haga ahora la disección del pecho —ordenó Androv—. ¡Bendito sea Moisés! ¿No puede usted aserrar más ligero? ¿Ya está listo? Dé vuelta ahora el hueso del pecho. ¿Ha encontrado usted el corazón? ¡Aja! ¿Adónde está el hígado? ¡Está bien! Y el bazo. Eso es todo. Ahora podemos dejar que la vean.
Androv me agarró por el hombro.
—¿De qué tiene usted miedo? Es tan sólo una momia hecha de plástico: El doble de alguien. Una copia exacta. Usted puede ver por sí mismo lo bien que la copia ha sido hecha...
Me acerqué al sarcófago bastante indeciso. Partes del cuerpo de plástico disecado estaban desparramadas en forma simétrica a partir del centro y su estructura interna era claramente visible. Los órganos eran de diferentes colores, pero todos tenían un tinte púrpura... Los ojos de la momia estaban ampliamente abiertos y no expresaban el menor signo de sufrimiento. Me costó un gran esfuerzo mental convencerme a mí mismo que éste no era un organismo con vida, sino una copia magníficamente hecha de un ser humano.
—¿Es esta una copia o no lo es? —requirió Androv mientras agarraba mi hombro y me sacudía. Sus ojos brillaban con alegría mal oculta—. ¡Échele una buena mirada!
Moví mi cabeza acongojado.
—¿Cuál es su opinión, profesor? —preguntó Androv con ansiedad.
Fue contestado por un grito de la mujer que había practicado la disección de la momia.
—¡Todo está puesto al revés!
Clavé la vista en sus ojos bien abiertos, procurando comprender qué era lo que había dicho.
—¿Qué quiere usted decir, Anthonia? —preguntó el profesor con voz gruesa.
—¡Todo! ¡Su corazón, hígado, bazo... están todos puestos al revés!
Al final entendí. El corazón de la momia estaba en el costado derecho y su hígado en el izquierdo, ¡como si estuvieran reflejados en un espejo!
—¡Se da cuenta usted lo que hemos obtenido! Esta es una confirmación colosal de la teoría de los antimundos. ¡Estas son novedades que producen vértigo! Estas...
—¿Por favor, puede usted explicar a qué se está refiriendo? —le demandó el profesor Sayen.
La observación le recordó a Androv que nosotros estábamos allí. Él se alejó de la momia, abrazó al profesor, y dijo solemnemente:
—Al fin tenemos una prueba experimental de que en alguna parte en las profundidades del Universo existe un antimundo que es una copia exacta del nuestro pero compuesto de antimateria. Un mundo como ése puede ser considerado como una imagen invertida del nuestro.

II

Mientras recorría mi camino hacia el Palacio de la Ciencia a lo largo de las plataformas que se movían velozmente y el tránsito de la capital, podía oír por encima del movimiento general el susurro y murmullo de las voces y las palabras: «Momia Púrpura, Momia Púrpura...».
Después que el Consejo Internacional de Científicos hizo un anuncio especial con referencia a las sorprendentes y atrevidas, que es lo menos que se podía decir, de las hipótesis de Androv, se constituyó en el comentario de todo el mundo y no sólo de Moscú. Una nueva copia de la momia se puso en exhibición en el Museo de Cultura Material, ocupando el lugar de la que había sido disecada. El flujo de los visitantes de ciudades de todas partes del mundo se hizo tan grande que debieron realizarse varias copias. Se pusieron en exhibición en las salas públicas más grandes de la capital. Por orden especial del Consejo Supremo el retrato de la momia fue mostrado tres veces al día en la pantalla de televisión estérea a color. Moscú se hacía eco de «la Momia Púrpura». En mi cabeza zumbaba algo muy distinto: «Maya... Maya... ¿Podría existir en alguna parte del universo otra mujer que fuera exacta a mi esposa?»
No lo pude soportar más. En una tranquila esquina del Parque del Kremlin saqué de mi bolsillo mi radioteléfono y llamé a Leninsk. Unos pocos segundos después escuché el sonido de la llamada.
—¿Eres tú, Maya?
—Sí, ¿a qué se debe todo este bochinche con la Momia Púrpura? Creo que invocaré la ley de respeto a la dignidad personal como protesta por haber sido puesta en exhibición a los ojos de todo el mundo.
Esta era mi Maya, una mujercita muy vital y efervescente. De mis hombros sentí que se caía el peso que sostenía mientras escuchaba su voz sonora y cantarina.
—No seas tonta. Deberías sentirte orgullosa —le respondí.
—¡Lo estoy! La prensa, la radio y la televisión están aquí y me hacen bailar una alegre danza. Me he transformado en una figura pública. ¿Sabes que vino aquí desde Moscú, una Comisión para que me examinara? ¡Querían asegurarse de que mi corazón estaba del lado izquierdo!
—Bueno, y ¿qué encontraron?
—Oh, ¡está por supuesto en el lado izquierdo! ¡De modo que saben que no vengo del antimundo! —se rió alegremente—. ¿Qué estás haciendo por allí? —preguntó ella.
—Callándome la boca y tratando de mantenerme en un segundo plano. ¿Te imaginas lo que sucedería si descubrieran que yo soy la copia —terrenal— del marido de la Dama Púrpura?
—¡Te tendrían que teñir con ese color horrible! A propósito, ¿por qué la tiñeron de púrpura?
—Nadie la tiño. Así salió de las máquinas de información. Supongo que esa es la forma en que debería ser de acuerdo con las reglas del antimundo... La mayoría de las personas encuentran que la momia es muy atractiva —le dije bromeando.
—No puedes evitarlo. Pero no estoy de humor para que me hagas cumplidos. ¡Acá me han hecho demasiados! ¿Qué vas a hacer ahora?
Miré mi reloj.
—Dentro de ochenta segundos se supone que debo estar en una conferencia en el gran hall de mármol de la Academia. Debo ir volando.
—Muy bien, querido. Hasta luego. Veré la conferencia en la televisión. Te estaré mirando.
—Hasta luego.
El Salón de Mármol estaba repleto y me resultó difícil encontrar lugar. Por último encontré un asiento en el fondo del hall cerca de la entrada principal. Me puse los audífonos y puse en contacto la pantalla del panel de la muestra de lectura. El académico Jonatov, Presidente de la Academia, habló brevemente subrayando los fines de la conferencia, «analizar la viabilidad científica de las hipótesis de Androv». Se estableció un tiempo límite muy estricto: cada expositor podía hacerlo durante tres minutos en la tribuna y dos minutos en la sección de los asientos. Debían mantenerse estas exposiciones en las salas de la Academia donde se habían instalado potentes grabadores y cualquier delegado podía expresar su opinión y obtener copias o informes sobre lo expuesto por los demás.
Androv se anotó como quinto expositor. Horner, el radio-astrónomo de Chicago, fue el primero en hacerlo. Habló sobre el descubrimiento del significado semántico de las señales de la radio que llegan a nosotros desde el espacio exterior. Una ecuación de la teoría de información que se constituía en la base para descifrar señales de naturaleza física apareció en la pantalla. Horner fue seguido por Solvin, de Moscú, quien describió la capacidad de los aparatos que reciben señales desde las regiones de Alpha Swan. Zuggan, de Bulawayo, habló sobre los principios de grabar y preservar información cósmica radial.
Encontré que el informe puntilloso de Zuzhi, el ingeniero de la radio francesa, fue el más pesado de todos. Llevó a cabo observaciones detalladas sobre la medida espacial de los ultrasonidos de los cuerpos físicos y su involución contraria a los modelos de información material. Dijo que se basaba en el mismo principio de la televisión bidimensional con excepción de que la involución se lograba con una «aguja» de ultrasonido, con un destello de sonido de varios micrones de diámetro. Dijo en conclusión:
—Naturalmente, para obtener información de los organismos es necesario que éstos estén clínicamente muertos, por lo menos, para poder aplicar este método de involución. Los destellos del ultrasonido destruyen las células vivas...
Estos informes preliminares tenían por fin que los delegados tuvieran una cierta información sobre la cualidad de los descubrimientos experimentales.
Por último, Androv ocupó la plataforma.
—No tengo intención de repetir hechos conocidos con relación a partículas y antipartículas elementales del problema. Sólo las voy a enumerar: el electrón y el positrón, el protón y el antiprotón, el neutrón y el antineutrón. El resto de las partículas de corta vida no nos interesan. Los experimentos de Malinovsky y Sague han demostrado que a partir de partículas elementales es posible crear antiátomos estables a partir de cualquier elemento. Esto es suficiente para construir un antimundo. Pero no deseo llamarles la atención sobre este tema. Las antipartículas nacen de a pares. Con un cierto grado de energía cuántica es posible que los átomos nazcan de a pares y, como lo han demostrado nuestros últimos experimentos, pueden tener lugar también estrellas de a pares en todo nuestro sistema planetario, una compuesta de materia y la otra como su antípoda reflejada, de antimateria. Los pares que han nacido son semejantes físicamente con excepción de su carga y de sus características de giro, como lo saben ustedes. Estos últimos son incapaces de influir los procesos biológicos evolutivos que están condicionados por energías bajas y por una acción recíproca débil. Proclamo que nuestro Sol y nuestros planetas tienen sus dobles y su antimateria que han nacido simultáneamente de quantums electromagnéticos de una energía colosal. Estos quantums aparecen de tiempo en tiempo en el Universo como resultado de la fluctuación de radiación de otras estrellas. Si esto es así, existe entonces una antitierra poblada por antigente...
A esto siguió una carcajada que provenía del Salón. El Presidente se levantó y se dirigió a Androv.
—Antigente, antihombre no son expresiones agradables. Llevan consigo implicaciones insultantes.
—Discúlpeme. Me refería a seres humanos compuestos de antimateria.
Las risas se apagaron.
Androv continuó dando una descripción detallada de la estructura del hombre hecho de antimateria. Hizo hincapié en la necesidad de una simetría invertida en relación con la estructura terrestre. Cuando llegó a la Momia Púrpura se alejó mucho del tema y el Presidente le sugirió que dictara el resto de su informe en una de las salas vecinas.
Guton, el próximo expositor, uno de los más grandes expertos en antropología, que provenía de Novosibirsk se opuso a la teoría de Androv. Utilizando números demostró que a menudo se puede encontrar un sorprendente parecido entre personas que viven en diferentes partes de la Tierra. En relación con la situación invertida de los órganos internos de la Momia indicó también ejemplos del mismo fenómeno observados en nuestro planeta.
De pronto, quebrando todas las reglas del decoro, alguien gritó desde el medio del Salón: ¡Sus probabilidades deben ser multiplicadas y entonces disminuirán en un orden de diez!
—¿Por qué? —Guton inmediatamente lanzó esta interjección.
—La Momia Púrpura tiene un parecido exacto con un habitante terrestre. En segundo lugar sus órganos tienen un esquema invertido. En tercer lugar, porque el busto de un hombre que es exacto a Philio, el lingüista, ha sido recibido también del espacio exterior. ¡La coincidencia de tres hechos del mismo tipo, extraordinariamente complicados, es demasiado improbable!
Guton frunció su frente pensativamente y se mantuvo en silencio. Un murmullo de voces corrió por el hall.
—Continúe —anunció el Director.
—No creo que deba hacerlo. El caballero ha demostrado su punto de vista...
Guton descendió de la plataforma y volvió a su asiento.
Yo salí del vestíbulo y me dirigí al electronógrafo que estaba escribiendo los primeros informes de la Conferencia. Los expositores estaban a su alrededor con botas a prueba de sonidos.
Discutían, se oponían, expresaban sus dudas o trataban de refutar las hipótesis de Androv.
Entonces, salí al balcón abierto y llamé a Leninsk. Pasó un cierto tiempo antes de que Maya levantara el receptor.
—¿No estás escuchando la conferencia? —pregunté.
—En este momento, no. Estoy algo cansada. Creo que Guton tiene razón, pero abandonó la plataforma. Creo que el parecido sólo es una coincidencia. Hay muchas coincidencias de ese tipo en nuestro planeta y a lo largo del Universo y en general deben ser inevitables. Hasta luego, querido. Creo que será mejor que vaya y me acueste de nuevo...
Maya colgó el receptor y no me dio la oportunidad de decirle que hubiera preferido que la Momia Púrpura se hubiera parecido a alguna otra persona...

III

Lo peor comenzó cuando la Conferencia hubo llegado a su fin. Los delegados habían ido a sus ciudades respectivas y llegado a la conclusión unánime de que los datos experimentales en que se apoyaban las hipótesis de Androv eran insuficientes. En unas pocas horas el mundo perdió interés en la Momia Púrpura. Sus dobles fueron llevados a los depósitos de los museos y sólo la que Androv había disecado fue llevada al Teatro Anatómico Central.
Ciertos anatomistas, patólogos-anatomistas, fisiólogos y citologistas continuaron trabajando en la momia. Antes de salir para Leninsk decidí ir a ver si se había descubierto algo nuevo y me encontré con Androv en la puerta del Departamento de Disección. Parecía estar extremadamente cansado.
Miré por la puerta entreabierta y vi a varios doctores inclinados sobre los restos informes de la Momia Púrpura.
—¿Cómo andan las cosas? —le pregunté a Androv.
—Bastante bien. Hemos demostrado que no existen dudas sobre la estructura invertida simétrica de los órganos internos...
—¿En ese caso qué están haciendo ahora?
Androv se encogió de hombros displicentemente.
—Están tratando de descubrir la edad de la momia de ese modelo con el fin de compararla con la edad de su esposa.
—Es una lástima que la gente del antimundo no agregara una hoja de papel que contuviera su biografía cuando la enviaron por la radio —bromeé—. Nos hubiéramos arreglado para leer la reflexión invertida de las letras.
—Hay otra cosa que siento. Mis oponentes se hubieran visto en dificultades para demostrar sus puntos de vista si yo hubiera arreglado para recibir el cuerpo completo del profesor Philio y no sólo su cabeza...
Asentí.
—¿Su esposa trabajaba con Philio?
—Sí. Era su ayudante. Bajo su guía estudió los grupos de lenguajes indonesios.
Androv asintió.
—Hay otra forma de probar que mi hipótesis es correcta... pero todo depende de ellos... —señaló en dirección al Departamento de Disección.
—¿La edad de la momia?
—Sí, y muchas otras cosas más...
Androv me tomó del brazo y me llevó por el corredor.
—Por el momento no hay allí nada interesante. ¿No quiere que le muestre cómo trabaja la máquina que extrae los modelos de las reglas simétricas espaciales de los originales?
—Cómo no.
Un ascensor nos llevó hasta el piso superior de la Vía Aérea donde abordamos uno de esos giroplanos silenciosos unidos a cables que nos transfirieron de una a otra punta de Moscú en pocos minutos. El cielo era azul sin nubes y frío. La ciudad una masa verde que parecía cubierta de neblina.
—¿Nació usted aquí? —me preguntó Androv.
—No —respondí.
—Durante los últimos treinta años nuestra ciudad ha visto los cambios más extraordinarios.
—Es cierto —coincidí—. Me pregunto: ¿qué otras cosas además de la edad de la momia pueden ayudarlo a probar su teoría?
Androv continuó apresuradamente, sin tener en cuenta la interrupción, como si deseara evitar responder mi pregunta.
—He vivido aquí desde que nací y la segunda reconstrucción de Moscú tuvo lugar ante mis ojos. Todo sucedió como en un cuento de hadas... estos palacios gigantes y aquellos parques parecieron surgir de la nada. En el lugar del Metro tenemos estas máquinas silenciosas y esos helicópteros que giran sobre la ciudad. Ha desaparecido la red de alambres de los tranvías y de los troleys y tenemos ahora esos puentes suspendidos a cientos de metros de altura y esas torres de metal brillante adonde están adosados los cables de los giroplanos... la vida se ha transformado en algo maravilloso y emocionante. La vida se ha transformado en algo maravilloso... —repitió pensativamente.
Deseaba repetirle mi pregunta, pero en ese momento el giroplano se detuvo frente a una plataforma.
—Bueno, hemos llegado —dijo Androv—. Aquí está nuestro Centro Receptor.
Miré hacia abajo y vi un pequeño edificio con un techo plano cubierto de verde hierba.
La máquina que había creado los modelos plásticos volumétricos en base a su simetría se llamaba repetidora acústica electrónica. Era una estructura grande de acero brillante que no se herrumbraba, y cubierta de un esmalte blanco enceguecedor. Una y otra vez, salía de los canales de enfriamiento una corriente de aire caliente o frío y un zumbido que casi no se percibía provenía de la máquina.
Detrás de una separación de vidrio, al final del hall, había otra máquina más pequeña que la primera.
Una muchacha estaba sentada delante del panel de control. De tiempo en tiempo levantaba sus ojos del libro y miraba el panel. Una luz de neón que estaba frente a ella se prendía y apagaba con pausas irregulares.
—¿Qué tienes en este momento, Galya?
—El modelo de un nuevo reactor atómico. De Roma —respondió levantándose la muchacha.
—¿Por radio o por cable?
—Por línea de radio en retransmisión.
Androv asintió y se dirigió a mí.
—Mire un poco y observe cómo se hace. Aquí es donde recibimos la información en código en que las coordenadas de cada punto del objeto que se envía, se cifra, juntamente con el color del material del que está hecho el objeto, sus detalles de construcción, su largo, etcétera. Desde el amplificador los impulsos entran en el codificador. Después que se los envía por diferentes canales activan el transmisor que opera las partes químicas y mecánicas de la máquina.
Volvimos a la máquina que estaba en el pabellón grande y nos acercamos a un escaparate que parecía de espejos y que se encontraba en el centro. Androv prendió la luz y la cámara interior se iluminó intensamente. Una masa informe se encontraba en la cámara y todos sus costados estaban cubiertos de pequeñas y finas agujas de metal.
—Aquí es donde se reúne la información del modelo del objeto. Estas agujas finas enfriadas por el aire se parecen en algo a las utilizadas en las inyecciones intramusculares. Con intermitencias breves se envía por ellas delgadas corrientes de material plástico. Las agujas están sincronizadas con las agujas de ultrasonido que en este momento están sintiendo el objeto real. Gota a gota, de punta a punta, la corriente delgada de plástico construye el modelo. La escala del modelo puede ser regulada utilizando estas palancas. Puede ser más grande o más pequeño que el objeto real...
—¿Y el color?
—Eso es fácil. En el estado inicial el material carece de color, pero el fotocalorímetro, de acuerdo con la información que recibe sobre color, introduce la necesaria cantidad de tintes indicados...
—¿De modo que aquí nació la Momia Púrpura?
Androv asintió.
—Sin embargo, sigo sin comprender por qué es púrpura. Si todo sucede como usted lo dice debería tener el color de la carne...
—Hubo muchas controversias sobre este tema en la conferencia. Creo que uno de los físicos dio la explicación correcta de este sorprendente fenómeno. ¿Ha oído hablar usted del Efecto Doppler?
—¿No es el que dice que la longitud de la onda de la luz aumenta si la fuente de radiación se aleja del que observa?
—Exactamente. Por ejemplo, usted puede alejarse a una velocidad tan grande que para el observador inmóvil el color de su cuerpo puede parecer rojo. Creo que el color de la momia indica que el antimundo se mueve en dirección opuesta a la de nuestro planeta a una velocidad aterrorizante...
En ese momento la muchacha llamó desde atrás de la separación de vidrio:
—¡Lo llaman por teléfono!
Androv se excusó y me quedé mirando las agujas que exudaban plástico mientras producían la reproducción volumétrica de un objeto que estaba localizado a miles de kilómetros. Traté de imaginarme lo excitados que estarían los científicos mientras observaban que las agujas dibujaban la figura volumétrica de un cuerpo humano que estaba localizado a una distancia tal que excedía nuestra imaginación.
Androv se me acercó apresuradamente y me tomó del hombro.
—¡Venga rápido! ¡Debemos apurarnos!
—¿Adónde? —exclamé sorprendido.
—¡De vuelta al teatro anatómico tan rápido como podamos...!
Sin tener la más mínima idea de lo que sucedía me apresuré tras él. Nos encontramos con la línea de giroplano que al final se detuvo.
—¿Qué ha sucedido? —pregunté.
—¿Cuándo fue la última vez que habló con su mujer?
—¿Qué quiere decir...?
—¿Cuándo fue la última vez que habló con su mujer? —repitió mirándome con sus profundos ojos negros.
El giroplano se detuvo. Androv me hizo entrar y abrió la puerta. Una fuerte corriente de aire sopló.
—Tome su radioteléfono y póngase en contacto inmediatamente con su mujer.
Saqué el aparato de mi bolsillo.
—Déjeme verlo. Dios mío, ¡tiene una antena de ferrite! Eso es malo... bueno, trate de sacarla por el ojo de buey todo lo que pueda y utilice el teléfono. El armazón del giroplano es de metal y lo protegerá de la radioirradiación.
Me apreté todo lo que pude a la puerta y llamé a Leninsk. Mi corazón latía furiosamente. ¿Qué estaba sucediendo?
—¿Y bueno?
—No responden...
—Trate de sacar el aparato un poco más.
Volví a marcar el número.
—No contestan... —dije con voz ronca.
—Démelo a mí... lo sostendré lo más lejos que pueda y usted lo escuchará.
Androv tomó el radioteléfono y sacó su brazo por la tronera hasta el codo. En ese momento aumentó de pronto la velocidad del giroplano en descenso, algo se sacudió y el teléfono se salió de mi mano.
—¡Diablos, ahora no podremos hacer nada!
A mi aparato lo había volado una poderosa corriente de aire. Androv se había golpeado el brazo contra la tronera y sangraba por debajo del codo.
Durante un rato nos miramos en silencio. En sus ojos había una mirada de horror.
—¿Qué le ha sucedido a mi esposa? —pude balbucear por último en un susurro.
—No lo sé... lo sabremos inmediatamente... trate de recordar con exactitud cuántos días de vida tiene su mujer y exactamente cuánto tiempo ha pasado desde que murió Philio.
Mi cerebro era una confusión total... no hubiera podido resolver ni la más simple suma aritmética. Además, no me daba cuenta de lo que quería y porqué. Por último, pude balbucear:
—Mi mujer tiene veintitrés años, tres meses y seis días... Philio murió hace tres meses y tres días... ¡y ha incluido los años bisiestos!
—¿Ha incluido los años bisiestos?
—No.
—No importa. Yo lo haré. Déme el día, el mes y el año... no, será mejor que sólo me diga la fecha de la muerte de Philio...
El giroplano se detuvo suavemente. Androv me tomó de la mano y me llevó hacia la salida, murmurando algo entre dientes mientras corríamos.
No volvimos a hablar mientras íbamos al teatro anatómico. No podía recordar nada. Me había olvidado la fecha en que Maya nació. No recordaba cuándo había muerto Philio.
En el vestíbulo nos encontramos con un médico que se sonreía feliz. Sostenía en sus manos un gran trozo de plástico naranja púrpura. Androv se colocó un dedo en los labios como signo de que debía callarse, pero el médico no prestó atención.
—¡Casi puedo felicitarlo! —exclamó—. ¡Estoy por felicitarlo!
—¡Lo que necesito ahora es saber de qué murió nuestro habitante terrestre! Sabemos de qué murió la Momia Púrpura. ¡Miren! —le alcanzó a Androv el plástico que sostenía—. ¡Linfosarcoma! ¡Un maravilloso modelo plástico del tumor!
Retrocedí horrorizado.
—¿Qué ha dicho usted? —gritó Androv.
—Nada de importancia. Pero me sorprende que en ese antimundo de ustedes no sepan cómo tratar algo tan simple. ¡Saben cómo enviarnos los cadáveres de su gente por radio, pero no han pensado la forma en que se deben tratar los tumores! ¡Es una vergüenza!
La cara del doctor tomó una expresión desdeñosa mientras se daba vuelta y se dirigía hacia el cuarto de disección en forma lenta y digna. Casi no podía mover mis pies. Mi cerebro era un torbellino tratando de imaginar qué le podía haber sucedido a Maya. Los cinco mil kilómetros a Leninsk tomaron proporciones cósmicas. Mi corazón se contrajo de dolor...
—¿Qué edad tenía cuando murió? Me refiero a la momia —dijo Androv.
—Kugel se lo dirá. Pero no puedo comprender por qué no curaron a esa mujer. Es cierto que a veces el neoplasma no da ninguna indicación de su presencia hasta último momento. El único síntoma es un leve sentimiento de cansancio. Y eso es todo. Sabe cómo son nuestros jóvenes. Ni se les ocurre prestar atención a algo de ese tipo. No le llevan el apunte a la ayuda médica. Y vea lo que sucede...
La voz del médico sonaba con fuerza y con dureza, como si estuviera hablando por un megáfono.
Entramos en el cuarto de disección. Un hombre mayor, que no llevaba túnica, estaba sentado sobre una mesa de mármol y calculaba con una libreta.
—Kugel, ¿cuál es tu estimación del tiempo que ella vivió? —preguntó el doctor señalando la figura plástica mutilada.
—Ocho mil quinientos veintitrés días y medio. No estoy muy seguro del medio día —dijo Kugel, mientras continuaba calculando.
—Doctor —dijo Androv—, este es su marido... —me hizo un pequeño gesto en dirección al médico.
—¿Cuál marido? ¿Su marido? —preguntó indicando los pedazos de plástico cocidos.
—Espléndido, podrá decirnos el día exacto en que murió su mujer. ¿Lo recuerda?
En ese momento yo pensaba en algo muy distinto. Recordaba el informe que dio en la Conferencia, Zuzhi el ingeniero francés. Dijo entonces que la involución volumétrica de un organismo sólo es posible después de la muerte. Recuerdo también que hubo un intervalo de tres meses entre la recepción del busto de Philio y de la momia, del espacio exterior. Philio murió hace tres meses... ¿quizás hoy sería el día exacto en que se cumplían los tres meses?
El médico repitió la pregunta con voz más suave, como si le hablara a un paciente. Meneé la cabeza.
—¿No lo recuerda? ¿No recuerda cuándo murió su esposa? —El doctor parecía sorprendido.
Yo había perdido la capacidad de hablar. Androv respondió por mí.
—Es muy posible que ella no haya muerto. Él estuvo hablando con ella por el radioteléfono hace dos horas...
—¿Que no ha muerto? ¡Es imposible! —aseguró el médico categóricamente—. Tengo una confianza infinita en su teoría sobre la existencia de un antimundo, Androv. Por eso es que ella, que es su esposa, debe morir. De otra manera no podemos probar la existencia de un antimundo y de nuestros antidobles allí afuera —dijo levantando sus ojos al techo—, en el Universo...
Casi exploté de rabia. Amenazadoramente me acerqué al médico que estaba lleno de entusiasmo.
—¡Cállese, no me importa un comino su antimundo! Ella no ha muerto. ¡Y si está enferma debe ser tratada inmediatamente!
Androv me contuvo.
—¿Quieres calmarte? Cálmate. En un minuto tendré a Leninsk en el aire. Vamos.
Caminé por esos corredores como en un sueño, crucé las calles, subí los ascensores. Percibí voces hablando.
—¿Qué onda larga utilizabas para establecer contacto con tu esposa? —escuché que me preguntaba una voz.
—No sé.
—¿Cuál es tu número de teléfono?
—No lo recuerdo...
—¿Cómo te llamas?
Sé lo dije.
—Siéntate.
Androv se sentó a mi lado y me tomó las manos.
—La encontrarán inmediatamente. No te preocupes...
Asentí. Un silencio profundo reinaba en el cuarto. Un gran reloj a péndulo se movía frente a mí. Oscuramente percibí una gran palmera en un barril de madera y a la derecha, en la pared, un busto de Lenin. El busto era de mármol rojo. El reloj continuó moviéndose muy lentamente.
Entonces, alguien dijo:
—Vaya a la cabina número 3.
Continué sentado como si estuviera petrificado. No sentía, no pensaba...
—Vaya a la cabina número 3 —repitió la voz.
—Vaya. Tienen a Leninsk —dijo Androv, tirándome de la manga.
Me levanté. Cabina número 3... ahí estaba. Y ahí estaba el teléfono. Levanté el tubo.
Me quedé en silencio.
El operador dijo: Hable.
—Maya —susurré.
—Hola, hola —escuché su voz con tanta claridad como si estuviera junto a mí en la cabina.
—¡Maya! —grité sin reconocer mi propia voz.
—¿Eres tú, Vadin?
—Maya, ¿estás viva?
—¿Qué?
—¿Estás viva?
—¡Deja de gritar! No entiendo nada. ¿Por qué no estás usando tu radioteléfono?
De pronto mi cerebro se aclaró. Supe lo que debía hacerse.
—Maya, escucha con atención —comencé a decir pronunciando las palabras con lentitud—. Estás enferma. Muy enferma. ¿Comprendes? Vé inmediatamente a una clínica y dile al médico que sospechas que tienes linfosarcoma. Vé inmediatamente, querida. ¡Prométeme que lo harás de inmediato!
La alegre y despreocupada risa de mi esposa sonó en el teléfono.
—¡Qué raro! Hemos vivido juntos cuatro años y pensamos lo mismo aunque nos separen cinco mil kilómetros.
—¡Vé y que te vea inmediatamente un médico! —grité.
—Te hablo de lo del médico —gritó a su vez.
Sentí una sensación desagradable en el estómago. Ella continuó hablando con alegre voz.
—Sabes, ayer no me sentía muy bien. Algo cansada y molesta. Hoy vine a la clínica y me han hecho un chequeo general. ¿Y qué crees que pasó? Al hacerme los rayos X el doctor descubrió que las glándulas linfáticas cerca de mi estómago estaban algo hinchadas. El doctor Eitrov me gritó como loco. Debieras haberlo oído. Dijo: «Usted es una mujer educada pero viene rara vez a que la chequeen. Y ahora miré: sus glándulas linfáticas están más grandes que lo normal en un dos por ciento». ¿Qué te parece?
—Me parece bien, Maya —dije—. Continúa...
—Oh, después de eso todo salió muy bien. Me dieron una inyección y me dijeron que regresara dentro de seis meses para que todo siguiera en orden. ¿No te parece interesante?
—Muy interesante —dije.
—¿Qué estás murmurando? ¿Qué le pasó a la Momia Púrpura?
—Murió... quiero decir que la cortaron. Todos los demás dobles están en el depósito.
—¿Qué pasó con la hipótesis de Androv? ¿La pudo probar?
—No... no lo sé... te contaré todo cuando llegue a casa.
—Sí querido. Regresa pronto. Me siento muy sola.
—¡Regresaré mañana!
—Te estaré esperando. Adiós.
Androv sonreía cuando salí de la cabina. Me echó los brazos al cuello y me apretó contra su pecho. Sin ningún motivo estallé en carcajadas.
—¿Qué te ha alegrado tanto? —le pregunté—. Si las glándulas linfáticas de Maya están algo hinchadas eso no te ayuda para que pruebes tu teoría de antimundos y antidobles que viven en la tierra.
—Eso no tiene tanta importancia. Lo principal es que tu mujer está viva y sana. Estaba muy preocupado.
—¿Realmente crees en la existencia de una copia invertida de la Tierra? —le pregunté seriamente.
—Tú también crees en eso —dijo evasivamente—. De otro modo no hubieras tomado tan en serio el destino de la Momia.
Sonreí confundido. Si uno lo piensa, ¿por qué temí tanto por Maya? Mi mujer y la imagen reflejada enviada por el espacio por la radio, ¿qué es lo que tenían en común? Nada, por supuesto.
Si uno cree en la existencia de los antimundos, entonces uno debe descifrar las señales maravillosas que provienen de las profundidades del Universo. Debe continuar haciéndolo. Quizás uno no encuentre exactamente lo que busca, pero todo lo que encuentre puede tener importancia...
—Continuaré investigando —dijo pensativamente Androv—. Así lo harán los demás. Pero me llamó la atención algo que dijo el doctor que disecó a la Momia Púrpura, ¿lo recuerdas?
—¿Qué fue?
—Que aquellas personas que están fuera del Universo saben cómo mandar señales de involución volumétrica, pero no saben curar el linfosarcoma...
—¿Y qué hay con eso?
—Tenemos que enviarles información sobre cómo curar el linfosarcoma. Tenemos que hacerlo. Es muy importante para ellos...
—¿Para quiénes? ¿Y dónde?
—Para la gente que nos mandó por radio a la Momia Púrpura.
—Pero a esas señales les tomó millones de años luz alcanzarnos —protesté.
Androv arrugó su frente y se acarició suavemente la cabeza...

FIN


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