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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO LA PEONZA DE TIEMPO (por Vernor Vinge)
(The Whirligig Of Time)

La estación de defensa situada en lo alto de las montañas Laguna había sido alertada desde el amanecer. Pero el curso del día había seguido su trayectoria sin que el menor suceso alterara la normalidad y ahora veíase el negro manto de la noche caer sobre las encrespadas colinas. Un viento fresco y seco corría por entre los árboles, agitando los pinos que rodeaban las blindadas cúpulas de la estación defensiva. Más arriba, entre las oscuras siluetas de los pinos, las estrellas habían aparecido, brillantes y mucho más numerosas de lo que pudiera parecer a simple vista sobre el cielo de una ciudad.

Hacia el oeste, configurando el oscuro Pacífico, una estrecha franja de verdeante amarillo era todo cuanto quedaba del moribundo día, y la ciudad era una minúscula nota de luz ubicada en el océano. Contemplada desde las montañas Laguna, a ochenta kilómetros tierra adentro, la ciudad semejaba un tapete surreal poblado de brillantes gemas, como un precioso tesoro que la estación tuviera que defender.
Este momento de calma y contemplación sería el último instante de tranquilidad que aquella tierra conocería durante muchos, muchos siglos.

La vida en el bosque —los pájaros dormidos en los árboles, las ardillas en sus madrigueras— parecía carente de premonición; pero en el interior de la estación los hombres oteaban el espacio exterior, contemplando las pequeñas manchas que surgían más allá del horizonte polar, prediciendo que el infierno estallaría en aquel aparentemente tranquilo cielo y aquella apacible tierra justamente aquella noche.
Sobre la superficie, las troneras comenzaron a abrirse, mostrando los láseres y ABM rastreando ahora la trayectoria del enemigo procedente del espacio. Los pájaros cantaban con nerviosismo, perturbados quizá por los movimientos suscitados bajo ellos, y una débil luz roja pudo verse emerger desde los agujeros del suelo. Más atrás de la estación, los bosques todavía estarían en calma y la majestuosidad de los pinos no aparecería perturbada.
En el norte, tres nuevas estrellas brillaban en el cielo, tan brillantes que se dijera que un día blanquiazulado comenzaba a amanecer sobre el bosque. El resplandor de las nuevas estrellas comenzó a variar hacia el naranja y el rojo, al tiempo que dejaban tras de sí una estela de pálido verde y púrpura a través del cielo. Aquella suerte de colores al pastel constituían el único signo visible de la inmensa niebla de cargadas partículas que las explosiones habían dejado entre los radares del suelo y los misiles. Los hombres de la estación mantuvieron su fuego. Las explosiones no les habían cegado del todo —aún tenían una incompleta visión de parte de la batalla espacial gracias a un sincronizado satélite—, pero la distancia que los separaba de sus blancos era excesivamente grande.
Hacia la zona del noroeste, nuevos minúsculos astros hicieron aparición, junto con nuevas andanadas de fuegos defensivos. La aurora preternatural se tendía ahora de horizonte a horizonte, y aún las luces de la ciudad brillaban plácidamente con tanta o mayor belleza que antes del comienzo del fin.

Ahora los radares de defensa podían localizar la sección más destacada del enemigo, situada fuera de la niebla ionosférica que la había camuflado. Pero ninguno de los inminentes misiles apuntaba hacia la ciudad del oeste, antes bien lo estaban haciendo contra la estación de defensa y las bases ICBM en el desierto del este. Los defensores notaron esto pero no tenían tiempo para preguntarse por qué. Su propia destrucción sobrevino segundos antes de que la estación pudiera actuar. La mayor estación de láseres estalló en un torbellino de llamas y los pinos y las colinas circundantes reflejaron el caos luminoso. El rayo de diez centímetros era una cinta de fuego de cien kilómetros de longitud que sólo desaparecía en el límite de la atmósfera sensible, donde no había más aire para ser ionizado. Hubo un sonido, y fue el sonido de densas toneladas de aire que estaban siendo convertidas en plasma, produciendo rugidos que retumbaban en las distantes colinas para perderse luego en la lejanía.
Nada había ahora que durmiera en el bosque.
Y cuando el rayo desapareció, una estela de pálido azul quedó en el cielo, desvaneciéndose poco a poco hasta desaparecer.
El primer blanco, cuando menos, había sido destruido; el rayo había sido tan poderoso que había creado su propia aurora en miniatura mientras atravesaba la ionosfera, y el apéndice de su extremo había conformado una vaporizada diana.
Entonces los otros láseres comenzaron a hacer fuego y el cielo viose enrejado por extrañas luminosidades rojas. Las ráfagas de ABM situadas en la falda de la colina contribuyeron con sus estruendos a este parcial apocalipsis. Los delgados proyectiles eran como insectos de metal lanzando estelas de fuego y humo. Su éxito o su fracaso estaban determinados por sus escasos cinco segundos de poderosa luz, cinco segundos que bastaban para proyectarlos a una distancia mayor de treinta kilómetros. El espacio situado sobre las colinas se llenaba con nuevas estrellas brillantes y los más frecuentes —aunque menos espectaculares en su colorido— destellos que indicaban los impactos afortunados de los láseres.
Durante setenta y cinco segundos la batalla espacial sobre la estación de defensa siguió su curso. En ese tiempo los hombres podían hacer poco, pero seguían controlando las máquinas: la defensa exigía reflejos listos al microsegundo y sólo las máquinas podían asegurar tal velocidad. En aquellos setenta y cinco millones de microsegundos la estación destruyó docenas de misiles enemigos. Sólo diez de las bombas arrojadas sobre ella pudieron atravesar la barrera; brillantes relámpagos azules indicaron el fin de las bases de ICBM en la zona este. Incluso aquellas diez bombas hubieran podido ser interceptadas si la estación no hubiera retenido sus defensas en reserva, en espera de que más pronto o más tarde el ataque más intenso cayera sobre la gran ciudad del oeste.
Setenta y cinco segundos... y la ciudad que ellos esperaban proteger permanecía todavía resplandeciente bajo el horizonte verdigualda.
Y entonces, en medio del cálido firmamento que era la ciudad, nació una nueva estrella. En sentido astronómico se trataba de una estrella bastante pequeña; pero para sí misma y para lo que permanecía a su alrededor era un horrible infierno de productos en fisión y fusión, neutrones y rayos X.
En unos segundos la ciudad dejó de latir, de respirar, de ser, y los defensores de las montañas comprendieron por qué todos los misiles enemigos habían apuntado a las instalaciones militares, comprendieron lo que estaría sucediendo en las más grandes ciudades de la zona, y comprendieron, por último, cuánto más fácil había sido para el enemigo deslizar sus bombas en el corazón de las capitales que malgastarlas en ejercicios balísticos.
Desde el lugar donde estaba situado el yate espacial —un millón de kilómetros sobre la eclíptica de la Tierra y seis millones atrás en su órbita—, el planeta madre era una esfera de mármol azulenco, casi tan brillante como una luna llena y con un tamaño cuatro veces mayor. La misma luna, un par de grados más cercana al sol, brillaba dos veces más que Venus. El resto de la bóveda celeste parecía infinitamente lejana, como una amalgama de neblinas dispersas que anunciaran un mundo sin fin.
Junto a la blanquiazulada luz solar, el yate espacial era una bala de plata de trescientos metros de longitud. Lo único que destacaba sobre su casco era el escudo Imperial —una corona escarlata y una estrella de cinco puntas— situado en la proa.
Contemplado desde el interior, una gran parte del casco aparecía transparente. Arqueándose por encima de la cubierta mayor, era tan claro y nítido como el aire nocturno del desierto; y los caballeros y las damas que asistían a la fiesta de cumpleaños del Príncipe podían ver el conjunto Tierra-Luna balanceándose justo sobre el horizonte artificial creado por la intersección de casco y cubierta. Pero la escena pasaba desapercibida para la mayoría. Tan sólo algunos de los eternos aburridos elevaban sus miradas hacia el extraño cielo. Componían la decimoquinta generación de una estirpe aristocrática que contemplaba el entero universo como si se tratara de una deuda contraída con ellos. Su aburrimiento o su diversión hubieran sido exactamente los mismos de haber estado en la Luna o en la Riviera Haustralyana.
Entre aquellos dos millones de toneladas de yate espacial, quizá únicamente cuatro o cinco personas eran plenamente conscientes de la vaciedad circundante.
Vanja Biladze se mantenía en el centro de la pequeña cabina de control del yate espacial, sujetándose negligentemente con una mano a uno de los asideros adosados a la pared. Los tres hombres que componían su equipo estaban sentados observando el ordenador ubicado en los holoscopios. Biladze señaló el dibujo blanco y gris que lentamente se insinuaba en la pantalla central.
—¿Tienes idea de lo que pueda ser, Boblanson? —preguntó al quinto de los hombres que llenaban la cabina.
El enano llamado Boblanson acababa de penetrar en la cabina, procedente de la cubierta, y todavía se advertían en su rostro las señales del vino generoso. Sus torpes manos tantearon intentando sujetarse a los asideros de la pared, mientras su bamboleante cabeza intentaba ponerse en situación de centrarse sobre la pantalla. Los tres hombres del equipo parecían tan intrigados por el espectáculo del enano como por las curiosas señales que ondulaban en la pantalla. Los hombres eran nuevos en el yate Imperial y Biladze conjeturó que nunca habían visto con anterioridad a un no-ciudadano. Aparte las Reservas, el único sitio donde podía uno encontrárselos era en los zoológicos del Emperador.
Los chispeantes ojos de Boblanson contemplaron largo rato la pantalla. El ordenador había lanzado unas cuantas observaciones sobre la imagen, señalando que el cono tenía aproximadamente un metro de ancho y tal vez tres de largo. Indicaciones complementarias mostraban que el objeto estaba situado a más de doscientos kilómetros de distancia. Las indicaciones complementarias tenían incluso la gentileza de ofrecer algunos detalles. El cono no tenía lisa la superficie sino que tenía cientos de delgadas estrías que corrían paralelas al eje. Había también lo que debían ser paneles solares resaltando del cono. Cada quince segundos la base del objeto realizaba una rotación, trazando un círculo uniforme.
El enano mordisqueó sus labios con nerviosismo. Biladze estaba seguro de que si hubiera sido posible arrastrarse con servilismo en la particular gravitación del yate, Boblanson lo hubiera hecho.
—Es extraordinario, Eminencia —dijo—. Un artefacto, estoy seguro.
Uno de los hombres del equipo giró los ojos hacia él.
—Ya nos hemos dado cuenta, imbécil. La cuestión es si vale la pena molestar al Príncipe con eso. Hemos oído decir que tú eras el experto en asuntos espaciales durante el período pre-Imperial.
—Sí, Eminencia —respondió, agitando su cabeza con énfasis—. Nací en la Reserva del Príncipe en Kalifornya. Durante siglos, los de mi tribu pasaron de padres a hijos los conocimientos del Gran Enemigo. Más de una vez me envió el Príncipe a investigar en las ruinas de la Reserva. He aprendido casi todo lo del pasado.
El otro comenzó a abrir la boca —ni por un momento iba a dudar en soltar la opinión que le merecía aquel payaso iletrado con pose de erudito arqueólogo—, pero Biladze cortó antes de que pronunciara la primera palabra. El miembro del equipo era nuevo en la Corte, pero tamaña circunstancia no justificaba que se pusiera a insultar lo que había sido fruto del deseo del Príncipe. Biladze sabía que cada palabra pronunciada en la cabina de control era escuchada por los agentes del Comité de Seguridad, diseminados por todo el yate, y cada maniobra que el equipo ejecutara era analizada por los computadores del mismo Comité. Los Ciudadanos del Imperio eran utilizados como espías y pocos se daban cuenta de hasta qué punto se llevaba a cabo esta medida, sólo comprendiéndolo medianamente cuando uno entraba en el Servicio Imperial.
—Déjame volver a la pregunta de Kolja —dijo—. Como ya sabes, estamos recorriendo a la inversa la órbita terrestre. Dentro de poco, unas quince horas aproximadamente, si no nos detenemos a causa de ese cono, estaremos tan alejados que podremos interceptar objetos pertenecientes a las órbitas troyanas. Ahora bien, hay algunas razones para creer que al menos algunas de las sondas lanzadas en órbitas semejantes a la de la Tierra emergerían eventualmente cerca de los puntos troyanos de la Tierra...
—En efecto, Eminencia, ya había considerado esa idea —respondió Boblanson. De manera que tiene espíritu después de todo, pensó Biladze con sorpresa; quizá el enano sabía que más de una vez los bufones reales habían obtenido mejor posición que cualquier Ciudadano Imperial. Y la educación del fulano, obviamente, iba mucho más allá que las paparruchadas que la tribu se pasaba de generación en generación. La idea de buscar artefactos cerca de los puntos troyanos era sin duda inteligente, pensó Biladze, conjeturando que cualquier análisis meticuloso mostraría lo inútil del intento, por lo menos por dos razones distintas. Pero el Príncipe raramente se molestaba con análisis meticulosos.
—En cualquier caso —continuó Vanja Biladze—, algo encontraremos, aunque en ninguna parte próxima a nuestro lugar de destino. Quizá el Príncipe no quiera interesarse. Después de todo, la razón primordial que ha guiado esta excursión es la celebración de su cumpleaños. No estamos seguros de que el Emperador, el Príncipe y cuanta gente los rodea se sientan muy felices de ser interrumpidos con este asunto. Pero sabemos que gozas de la consulta privada del Príncipe cuando se ocupa de su colección de sondas espaciales pre-Imperiales. Esperamos...
Esperamos que le largues el cable que te estamos soltando, compañero, pensó Biladze. Su predecesor en la tarea había sido ejecutado por el Príncipe cuando éste era un adolescente. Su crimen: interrumpir al muchachito durante la cena. Por milésima vez Biladze deseó encontrarse en su vieja flota (donde las investigaciones eran disfrazadas de maniobras), incluso de regreso en la Tierra, en cualquier laboratorio en Grusya. Cuando fue nombrado Ciudadano se trasladó a los centros del poder, el mayor del inmenso manicomio en que el universo se había convertido.
—Comprendo, Eminencia —dijo Boblanson. Echó una nueva mirada a la pantalla y volvió a Biladze—: Y yo le aseguro que al Príncipe no le gustaría que esto se pasara por alto. Su colección es inmensa, ya lo sabe su Eminencia. Naturalmente, allí están todas las sondas lanzadas a los territorios lunares. Fueron más bien fáciles de encontrar, gracias a los mapas de la flota espacial, donde estaba su Eminencia. Incluso posee un par de sondas marcianas, una lanzada por la República y la otra por el Gran Enemigo. Y los satélites supervivientes de la Tierra también fueron fáciles de encontrar. Pero las del sol y otros planetas... éstas sí que son difíciles de recuperar, hasta que se mueran de prisa y con el tiempo acaben asociándose con algún cuerpo celeste que vaya errante por el espacio. En toda su colección no tiene más que dos sondas solares, y ambas fueron lanzadas por la República. Pero nunca he visto nada como eso —dijo señalando el blanco cono de la pantalla—. Incluso si fue lanzado en los días de la República podría constituir un hallazgo. Pero si se tratara de una sonda del Gran Enemigo, no dude su Eminencia de que se convertiría en la adquisición favorita del Príncipe. —Boblanson bajó el volumen de su voz—. Aunque, francamente, no creo que ese artefacto volador fuera lanzado ni por la República ni por el Gran Enemigo.
—¿Qué —graznaron estruendosamente cuatro gargantas simultáneamente.
El enano todavía parecía estar un poco nervioso y molesto, pero por vez primera le atribuyó Biladze cualidades seductoras. El tipo, al parecer, se estaba haciendo el interesante. Su sentido de la astucia parecía comenzar a aflorar. Después de todo, había sido desarraigado de una tierra desolada y no exenta de veneno, y hasta el momento de ingresar en el Servicio Imperial había sido aparentemente utilizado en la exploración de las ruinas radioactivas de las ciudades del Gran Enemigo. Incluso después de aquel exceso físico su cerebro era poderoso todavía, hábil en la persuasión. Biladze se preguntó si el Emperador se había dado cuenta de que aquel juguete de su hijo era cinco veces más adulto que el Príncipe.
—Sí, debe de ser fantástico —dijo Boblanson—. La humanidad nunca ha encontrado evidencias de vida, descontando la vida sin inteligencia, en ningún lugar del universo. Pero yo sé... yo sé que la flota espacial captó señales del espacio interestelar. La posibilidad sigue en pie. Y ese objeto es tan extraño. Por ejemplo, no hay muestras en su casco del menor equipo de comunicaciones. Ya sé que los del Imperio no usáis antenas exteriores... pero en el tiempo de la República todas las fuerzas aéreas las usaban. Además, no tiene paneles solares, aunque quizá el artefacto posea un suministro de poder isotópico. Pero lo más extraño de todo son esas estrías a lo largo del casco. Esos surcos son los que uno atribuiría a un meteorito o una sonda espacial... después de haber atravesado una atmósfera planetaria. No hace falta mucha explicación para advertir que se trata de un casco erosionado en el espacio interplanetario.
Lo que, ciertamente, decide la cuestión, pensó Biladze. Todo lo que el no-Ciudadano había dicho estaba registrado en alguna cinta ubicada Dios sabría dónde, de modo que si luego se descubría que Vanja Biladze había dejado escapar una oportunidad de engrosar la colección del Príncipe con un artefacto extraterrestre, tal vez se impusiera la necesidad de buscar un nuevo piloto para el yate Imperial.
—Kolja, acércate al teletipo y comunica al Lord Chambelán lo que Boblanson ha descubierto aquí. —Quizá estas palabras lo protegieran a él y al equipo si el rotante cono gris no lograba interesar al Príncipe.
Kolja comenzó a teclear en el teletipo especial de circuito cerrado. En teoría, un Ciudadano podía hablar directamente con el Lord Chambelán, dado que este oficial se había convertido en un puente que enlazaba a la Corte Imperial con el resto de los servidores. De hecho, sin embargo, el protocolo exigido para hablar con cualquiera de los miembros de la aristocracia era tan complicado que era preferible salvarlo dirigiéndose al hombre elegido por escrito. Más aún, el registro por escrito podía respaldarlo a uno más tarde si se daba el caso de que el alto personaje fuera un burócrata empedernido. Biladze leyó cuidadosamente el mensaje mientras éste iba apareciendo en la pantalla del teletipo, y luego indicó a Kolja que lo enviara. La palabra RECIBIDO relampagueó en la pantalla. Ahora, el mensaje estaba archivado en el gabinete de recepción del Chambelán, situado en la cubierta mayor. Cuando su turno llegara, el mensaje aparecería en la pantalla del gabinete de recepción y si el Lord Chambelán no estaba demasiado ocupado con las minucias cotidianas, habría alguna respuesta.
Vanja Biladze intentó relajarse. Incluso sin la retórica palaciega de Boblanson hubiera dado un brazo y una pierna para que se acabara cuanto antes la cuestión. Pero tenía la suficiente experiencia y la suficiente precaución para sentirse afectado por tales espectáculos. Biladze había pasado tres décadas en la flota espacial, tan enfrascado en su trabajo durante todo ese tiempo, tan alejado del sistema Luna-Tierra y de la suasoria presencia del Comité de Seguridad, que el mundo vernáculo podía muy bien no existir. Entonces el Emperador comenzó a fastidiar a la flota, ordenando que regresara al espacio jurisdiccional de la Tierra, a fin de someterse a la misma legislación que el resto de los Ciudadanos. Así, como la distancia máxima entre los puntos extremos del sistema solar era salvada en cuestión de horas, el nuevo sistema de control fue puesto en práctica. Para muchos oficiales, el cambio había resultado fatal. Habían crecido en el espacio, lejos del Imperio, y habían olvidado —o quizá nunca lo aprendieron— cómo enmascarar sus sentimientos y comportarse con la humildad apropiada. Pero Biladze lo recordaba muy bien. Había nacido en Sujum, en Grusya, un lugar favorito de la nobleza. Por todas las perfecciones de las blancas y cegadoras playas de Sujum, por sus parques adornados con palmeras, había sido elegido como patíbulo de los Ciudadanos revoltosos. Y cuando se trasladó más hacia el este, a Tiflis y sus escuelas técnicas, la vida no fue menos precaria. En Tiflis había tenido lugar la aparición de algunos focos subversivos, cuya intensidad se incrementaba más en el seno del Comité de Seguridad que en los lugares reales.
Si todas estas cosas habían sido al cabo las experiencias acumuladas sobre la Tierra, tanto Biladze como sus compañeros debían haber olvidado cómo coexistir con el Comité de Seguridad. Pero en Tiflis, en la primavera del último año que pasó en el Instituto Hidromecánico, Biladze tropezó con Klasa. La magnífica y hermosa Klasa. Estaba graduada en arquitectura heroica, uno de los escasos campos de investigación técnica que el Emperador había permitido en la Tierra. (Aunque estatuas como la que cerraba el estrecho de Gibraltar no hubieran sido posibles sin las técnicas descubiertas por los predecesores de Klasa.) Así, mientras sus compañeros preferían mantenerse en el espacio el mayor tiempo posible, Vanja Biladze había regresado a Tiflis, a Klasa, una y otra vez.
Y nunca olvidó cómo sobrevivir en el sistema Imperial. Bruscamente, la atención de Biladze regresó a la cabina de control, de blancas paredes. Boblanson lo contemplaba con una mirada penetrante, como si estuviera forjándose alguna decisiva opinión de él. Por un largo rato, Biladze le sostuvo la mirada. Había visto apenas cuatro o cinco no-Ciudadanos en carne y hueso, en el curso de los trece o catorce meses que llevaba de piloto en el yate Imperial. Las criaturas parecían estar atrofiadas, como desprovistas de raciocinio... simples fenómenos que se conservaban para la diversión de los nobles que tenían acceso a las vastas Reservas Amerikanas. Pero Boblanson era el único de todos cuantos había visto que manifestara inteligencia. Aun hoy, le costaba trabajo creer que el antepasado de hombre tan frágil había sido el Gran Enemigo, que había luchado con la República por el control de la Tierra. Muy poco se sabía de aquellos tiempos, y Biladze nunca se había sentido con ánimo suficiente para emprender el estudio de la época; pero tenía noción de que el Enemigo había sido inteligente y dotado de recursos, que nunca había sido completamente derrotado hasta que lanzó un ataque furtivo contra la República. La República sobrevivió al ataque, y luego se lanzó colosalmente contra las ciudades del Enemigo, incendió sus bosques y convirtió su continente en una vasta tierra radiactiva. Después de cinco siglos, los únicos que habitaron las ruinas fueron los piadosos no-Ciudadanos, las postreras víctimas de sus propios antepasados, tan dados a la traición.
Y la victoriosa República se había convertido en el Imperio del mundo.
Esta era la historia, a fin de cuentas. Biladze podía dudar o no creer alguna que otra parte de la misma, pero sí sabía que Boblanson era de los últimos descendientes de quienes se habían opuesto a la formación del Imperio. Vanja se preguntó qué versión de la historia habían transmitido los años a Boblanson.
Aún no habían recibido respuesta en el teletipo. Aparentemente, el Lord Chambelán estaba demasiado ocupado para molestarse.
—¿Eres de la Reserva Kalifornyana? —preguntó a Boblanson.
—Sí, Eminencia —dijo, asintiendo con la cabeza. —Naturalmente nunca he estado allí, pero he visto bastantes Reservas desde una órbita baja. Kalifornya es el terreno más terrible de todos ellos, ¿no? —Biladze estaba quebrantando uno de los principales requisitos para la supervivencia en el Imperio: estaba siendo curioso. Ese había constituido siempre el peor de los peligros, pero Biladze se reconcilió con su experiencia aduciendo que lo estaba haciendo por razones de salud. Nada había que realmente pudiera considerarse secreto en torno a los no-Ciudadanos... tan sólo se trataba de una minoría que vivía en áreas demasiado desoladas para ser habitadas. El Emperador se había preocupado de conservar aquellas miserables criaturas, como si con aquel gesto amonestara a sus Ciudadanos: «He aquí lo que suele ocurrir a mis oponentes.» Ciertamente, no había ningún peligro hablando con el enano, siempre que en el curso de la conversación se cuidara de mencionar el gran defecto del Enemigo y su ya tradicional alevosía.
Boblanson hizo otra de sus enfáticas reverencias.
—Sí, Eminencia. Y siento profundamente que algunos infames antepasados de mi pueblo procedieran del sur de Kalifornya. Y es mayor mi pesar por el hecho de que mi tribu en particular proveyó los elementos subhumanos que dirigieron el ataque contra la República. Muchas noches, sentados en torno a nuestros fuegos de campaña —en la época en que aún había madera para proporcionarnos fuego—, los más ancianos nos relataban leyendas. Ahora comprendo sus alegorías y sé que se estaban refiriendo a misiles dirigidos a reacción y rayos láser. Sin duda eran los modelos que hoy han permitido las armas standard del Imperio, pero sin duda eran las mejores que había en aquel tiempo. Lo único que puedo decir de los antepasados de su Eminencia es que agradezco que su valentía haya hecho perdurar la República y la justicia.
»Todavía me siento avergonzado y los vestidos que ahora llevo son un castigo por haber tenido tales antepasados... una especie de réplica del uniforme de las condenadas criaturas que provocaron el Conflicto Final.»
Palpó sus vestiduras de materia azul y por primera vez pareció que Biladze las advertía. No es que tuviera nada especial el uniforme de Boblanson. Más bien, con aquellas tiras plateadas sobre los hombros, era ridículo. Con la gravedad a cero gramos que imperaba en la cabina de control, los pantalones se le subían mostrando sus delgadas piernas. Antes, Biladze no había considerado del todo la cuestión de los ridículos y obscenos vestidos que la familia Imperial había decretado usaran las criaturas de sus zoológicos particulares, pero ahora pudo vislumbrar que el sadismo iba más lejos. Debía divertir sin duda enormemente al Príncipe el vestir a este espantapájaros como uno de los enemigos, humillándolo y rebajándolo de aquella forma. La familia Imperial nunca había olvidado a sus contrarios y nunca los olvidaría por muy lejos que se encontraran, tanto en el tiempo como en el espacio.
Entonces miró a los ojos al enano y descubrió de súbito que sólo había visto una parte del asunto. No dudaba que el Príncipe había ordenado a Boblanson que vistiera aquel uniforme, pero de hecho el único que se divertía con aquello —si es que había lugar para el humor tras aquellos ojos de azul pálido— era justamente el no-Ciudadano. Incluso era posible, pensó Biladze, que el propio enano convenciera al Príncipe para que le ordenara vestir de aquella manera. Así, so pretexto de la humillación, Boblanson, descendiente del Gran Enemigo, vestía el uniforme de sus antepasados en medio de la Corte del Emperador. Biladze estuvo considerando un rato para sí mismo y por primera vez dio un poco de crédito a los mitos y bulos que corrían acerca de la sutileza del Enemigo, su habilidad para engañar y traicionar. Aquel hombre recordaba todo cuanto ocurriera en aquellos lejanos tiempos... y con mucha mayor saña que cualquiera de los miembros de la familia Imperial.
La palabra RECIBIDO se desvaneció de la pantalla y en su lugar apareció el alegre rostro del Lord Chambelán. El equipo inclinó la cabeza levemente e intentó componer un poco su apariencia. Al Chambelán le gustaba comunicarse por escrito, de manera que aparentemente el mensaje —cuando acaparó su atención— fue de su agrado.
—Piloto Biladze, su desviación del plan de vuelo está perfectamente justificada, en tanto que se ha servido de las funciones de la mascota del Príncipe. —Rostov transmitió estas palabras. Biladze esperó que el criticismo implícito del viejo Rostov no fuera sólo una cuestión de fórmula. El Lord Chambelán no podía permitirse el lujo de ser tan inconstante como la mayoría de los nobles, pero era un hombre difícil, ávido de cumplir los deseos de sus patronos hasta en la cosa más nimia—. Tiene usted que enviarnos aquí la criatura Boblanson. Debe mantener la actual posición del objeto no identificado. Mantendré este circuito abierto, de manera que usted pueda responder directamente a los deseos del Emperador. —Desapareció de la pantalla, terminando la conversación tan abruptamente como si se hubiera estado dirigiendo a un ordenador. Al menos, Biladze y su equipo se habían quitado de encima la responsabilidad con una solución a tono con las exigencias.
Biladze apretó el botón de ESCOTILLA ABIERTA y la guardia de Boblanson penetró en la cabina.
—Debe ser conducido a la cubierta mayor —dijo Biladze. Boblanson miró rápidamente a la pantalla más grande, al enigma que todavía aparecía rotando en aquel lugar, y luego dejó que sus guardianes lo sujetaran con una cadena de adorno, conduciéndolo hacia el pasillo. La escotilla se cerró tras el trío, y el grupo volvió a la imagen holográfica que se dibujaba por encima del teletipo.
La cámara indicaba que la figura no se había movido. El casco del gordo Rostov no era tan ancho que bloqueara su visión, de manera que aún podría ver bastante. El yate era un regalo que el Emperador había hecho al Príncipe para su décimo cumpleaños. Como cualquier dádiva Imperial, era inmenso. La cubierta mayor —con su techado de cristal abierto a los cielos superiores— tenía capacidad aproximadamente para dos mil personas. Al menos esa era la cantidad que había subido a bordo para celebrar el decimoctavo cumpleaños del Príncipe con una fiesta de veinte largas horas.
Muchos de aquellos caballeros y damas vestían de rojo, en tanto otros llevaban ropas de diversos colores, transparentes o no del todo. La desnudez calculada no tenía ningún límite para las mujeres. Las luces de la cubierta mayor habían sido apagadas para permitir que sólo las estrellas (cuya luz penetraba por el techo) sirvieran de iluminación. Una cretinez como tantas otras que suelen amenizas las fiestas. Pero también como un deseo de indicar que aquella gente era la elegida para gobernar sobre todos los mundos visibles...
Dispersos entre el gentío, pudo ver los uniformes gris-castaño de los bandejeros, haciendo funcionar una cultura que se reservaría a la máquinas. Los sirvientes iban de un lado para otro, eternamente atentos a cumplir cualquier deseo, eternamente abyectos en su sentido de la sumisión. Sumisión que florecía para gloria y honor de los espías del Comité de Seguridad, mientras que muchos contertulios acostumbraban a ir tan lejos en el consumo de drogas que no llamaban su atención a menos que alguno les escupiera en un ojo. Aún faltaba un poco para ser una perfecta orgía. Biladze rió para sus adentros. Nada nuevo... la orgía era a lo sumo un poco más grande que lo usual.
Entonces las figuras de Boblanson y sus guardianes aparecieron por el lado derecho de la pantalla del holoscopio. Los dos Ciudadanos caminaban cuidadosa y respetuosamente, los hombros caídos, la mirada en el suelo. Boblanson parecía conducirse a sí mismo en ver de ser conducido; pronto notó Biladze que los ojos del enano iban de izquierda a derecha observando cuanto ocurría a su alrededor. Era asombroso. Ningún Ciudadano se arriesgaría a caminar con tal arrogancia. Pero Boblanson no era un Ciudadano. Era un animal, una mascota. Uno puede matar a un animal si éste resulta molesto, pero no puede observar en sociedad la conducta de un animal. Ni siquiera los del Comité de Seguridad lo tomaron en cuenta, limitándose a realizar una inspección superficial.
Mientras las figuras caminaban hacia la izquierda, Biladze se inclinó hacia la derecha para seguirlas en el holoscopio, y entonces vio al Emperador y su hijo. Pasa III estaba sentado en su trono móvil, vistiendo lo que parecía una cascada de escarlata y joyas. El rostro de Pasa era macilento, ascético. En otro tiempo este hombre hubiera debido crear un imperio en lugar de haberlo heredado. Como fuere, Pasa había consolidado la autocracia, tomando control de todas las funciones del estado —incluso y especialmente las de investigación— y lanzándose a la tarea de encarnarlas.
Sólo en una cosa podía considerarse blando a Pasa: su hijo tenía hoy exactamente dieciocho años y ya había consumido los recursos y los placeres de mil muchachos juntos. Sasa X, vistiendo un rojo manto con incrustaciones de diamante, estaba de pie junto al trono de su padre. La morena que se inclinaba contra él tenía una figura increíblemente delicada, incluso la principesca mano que la rodeaba la trataba como si estuviera acariciando una delicada flor.
Los guardianes se postraron ante el trono y fueron advertidos por el Emperador. Biladze masculló una maldición ¡El maldito micrófono no recogía sus palabras! ¿Cómo podía saber lo que Pasa y su hijo querían si no se enteraba de nada? Todo cuanto oía era música y risas, además de un par de conversaciones indecentes sostenidas junto al micrófono. Este era el tipo de asuntos que convertían al Piloto del Yate Abanderado en un hombre de corta existencia, no importando cuan sigiloso fuera.
Uno del equipo maniobró con los mandos de la pantalla pero nada pudo obtener. De modo que verían y oirían lo que la gracia del Lord Chambelán tuviera a bien concederles. Biladze se inclinó hacia la pantalla y trató de captar entre el ruido general de la reunión las palabras que se cruzarían entre Boblanson y el Príncipe.
Los dos guardianes todavía estaban postrados a los pies de Pasa. No habían obtenido permiso para levantarse. Boblanson se mantuvo en pie, aunque su postura evidenciaba timidez. Los sirvientes hicieron aparición distribuyendo bebidas y caramelos especiales.
El Emperador y su hijo parecían no advertir lo que ocurría a su alrededor. Era extraño ver cómo dos personas podían elevarse tanto sobre la chusma común. Y todo arrastraba consigo los viejos recuerdos. Había sido durante el último verano en Tiflis cuando encontrara a Klasa y la libertad de la Flota Espacial. Muchas veces, en el curso de aquel verano, él y Klasa se habían adentrado en el Káukaso para pasar la tarde rodeados de árboles. Allí podían hablar de ellos mismos, de sus opiniones, aunque más bien con timidez, dado que el miedo a ser oídos se mantenía siempre presente. Pero allí nadie podía oírles. (O al menos así lo creían. Años más tarde, Biladze se dio cuenta del terrible error que cometieron, ya que sólo gracias a un milagro no fueron descubiertos.) En el curso de aquellas excursiones, Klasa le habló de cosas que nunca iban más allá de lo que ocurría en sus clases. Los estudiantes de arquitectura habían tratado las viejas formas y el significado de las inscripciones que se encontraban en ellas. De modo que Klasa era una de las pocas personas en todo el Imperio que tenía conocimientos de historia y lengua arcaicas, aunque indirecta y fragmentariamente. El conocimiento era peligroso, incluso fascinante en muchos aspectos: En los días de la República, le decía Klasa, la palabra «emperador» tenía un significado aproximado a «primado», esto es, un hombre elegido —justo como en algunos puestos aislados de la Flota Espacial los hombres elegían un representante que manejara asuntos generales. Era una asombrosa evolución la que iba desde una representación a una dictadura cubierta de oro. Biladze se preguntaba a menudo por los significados y verdades que habían sido cambiados por el tiempo y por los hombres que solía observar a través de la pantalla holoscópica.
—... Padre. Creo que puede ser exactamente lo que mi criatura dice. —La audición regresó abruptamente mientras la pantalla enfocaba al Príncipe y a su padre. Aparentemente, Rostov había descubierto el fallo del micrófono. El Chambelán tenía tanto que perder como Biladze si los deseos del Emperador no eran prontamente satisfechos.
Biladze se apresuró a registrar la conversación. La voz de Sasa estaba subida de tono y denotaba animación:
—¿No te dije que esto era digno de atención, Padre? Ahora tenemos oportunidad de ir tras algo nuevo, quizá de algo procedente de más allá del Sistema Solar. Será la pieza más importante de mi colección. Oh, Padre, debemos atraparlo. —Su voz tartamudeó.
Pasa gesticuló y dijo algo sobre los «entretenimientos estériles» de Sasa. Entonces, como casi siempre hacía, cumplió los deseos de su hijo.
—De acuerdo, de acuerdo, atrapa ese maldito objeto. Espero que sea al menos la mitad de interesante que aquí tu criatura —y señaló con la mano a Boblanson— dice que es.
El no-Ciudadano se estremeció dentro dé su uniforme azul y su voz se convirtió en una súplica:
—Oh, querida Sublime Majestad, este humilde animal promete con todo su corazón que ese artefacto se adecua perfectamente a todas las grandezas de vuestro Imperio. Aun antes de que Boblanson enunciara su aduladora promesa, Biladze ya se había vuelto hacia sus hombres.
—Venga. A cazar el objeto. —Mientras uno de los hombres ocupaba el panel de control, Biladze se dirigió a Kolja—: Lo atraparemos como se atrapan los mariscos después de la marea alta. Una vez estemos junto al objeto, quiero observarlo concienzudamente. Recuerdo haber leído en algún lugar que los Antiguos usaban jets para la tracción... nunca pescaban en la dirección que seguían. Puede haber algo enrarecido en los depósitos de combustible después de tanto tiempo. No quiero que haya ninguna explosión a bordo.
—De acuerdo —asintió Kolja, volviendo a su propio panel.
Biladze mantuvo un oído atento a lo que se decía en la cubierta mayor, lo justo para el caso de que alguien cambiara de opinión. Pero la conversación general había derivado desde lo relativo al descubrimiento hasta la colección de satélites del Príncipe. La figura azulada de Boblanson estaba todavía de pie ante el trono, introduciendo en todo momento algún que otro comentario en medio de las descripciones de Sasa.
Vanja se separó de la pared para inspeccionar el programa que su compañero había redactado. El yate estaba bien equipado y podía fácilmente obtener aceleraciones de mil veces la fuerza de gravedad. Pero su objetivo estaba apenas a dos centenares de kilómetros, y después de salvar esta distancia procedería a aproximarse más lentamente. Biladze pulsó el botón de PROGRAMA INICIADO y la respuesta del yate mostró que se estaban desplazando hacia el artefacto a una velocidad de dos veces la fuerza gravitatoria. Llegar les tomaría aproximadamente doscientos segundos, lo que transcurriría antes de que la atención de Sasa regresara a su último capricho.
Ciento veinte segundos para el contacto. Por primera vez desde que, diez minutos antes, llamara a Boblanson a la cabina de control, Biladze podía saborear el espectáculo él solo. El cono era evidentemente un mecanismo; era demasiado regular para ser cualquier otra cosa. Todavía dudaba de que tuviera origen extraterrestre, no importándole lo que Boblanson pensara. Su órbita tenía el mismo período y excentricidad que la Tierra, y se encontraba a no menos de siete millones de kilómetros de Tierra-Luna. Órbitas como esa no eran estables tras largos períodos de tiempo. Eventualmente, un objeto tal acababa capturado por Tierra—Luna o perturbado en una órbita excéntrica. El cono no podía ser más viejo que la exploración espacial hecha por el hombre. Biladze se preguntó cuánto sacaría en limpio si trazara la órbita hipotética que había seguido el objeto, con alguna clase de análisis dinámico. Probablemente no mucho.
La única diferencia entre su órbita y la de la Tierra consistía en la inclinación: aproximadamente tres grados: lo que debía significar que había sido lanzado desde la Tierra apenas a una velocidad mayor que la de cualquier lanzamiento, a lo largo de una asíntota inicialmente apuntando al norte. Ahora bien, ¿qué inconcebible utilidad podía tener semejante trayectoria?
Noventa segundos para el contacto. La imagen del cono era más clara ahora. Observando las estrías del casco, pudo ver que la superficie estaba helada. Lo que a todas luces evidenciaba que había atravesado la atmósfera de algún planeta. Biladze había observado esos efectos una o dos veces, y se producía cuando, al entrar en una atmósfera, se procedía a reducir la aceleración. Biladze podía suponer perfectamente que los Antiguos, dependiendo de cohetes para la propulsión, habían utilizado frenos aerodinámicos para ahorrar combustible. Quizá, pues, se trataba de una sonda espacial que había entrado de regreso en la atmósfera de la Tierra, pero sólo tangencialmente y con fuerza suficiente para ser repelida nuevamente al espacio, siendo sin duda considerada por los Antiguos como una sonda fracasada. Pero esto no acababa de explicar su forma estrecha y acabada en punta. Un buen freno aerodinámico debía ser romo. Pero aquella punta parecía estar expresamente hecha para reducir al mínimo las posibilidades de frenaje.
Sesenta segundos para el contacto. Ahora podía ver que el negro agujero de su base era una cavidad utilizable como salida para cualquier jet a reacción, lo que probaba que se trataba de una sonda lanzada desde la Tierra antes del Conflicto Final. Biladze miró al holoscopio situado sobre el teletipo. El Emperador y su hijo parecían completamente absortos con lo que estaban viendo en la pantalla colocada delante del trono. Tras ellos estaba Boblanson, con los ojos fijos en las imágenes de la pantalla. Parecía incluso más extraño que antes. Sus mandíbulas estaban contraídas y un periódico tic relampagueaba sobre su rostro. Biladze regresó a la pantalla mayor; el enano sabia mucho más, sin duda, de cuanto había revelado acerca del misterioso cono. Si él lo había notado, de seguro que el Comité de Seguridad lo había advertido también.
Treinta segundos. ¿Cuál era el secreto de Boblanson? Biladze probó a conectar el odio ancestral que había visto en Boblanson con lo que él —o ellos— sabía sobre el rotante cono blanco: había sido lanzado por la época del Conflicto Final, en una trayectoria que debía apuntar hacia el norte. Pero el objeto no había sido considerado como una sonda espacial desde el momento en que su velocidad aumentó cuando se encontraba aún en la atmósfera terrestre. Ningún vehículo podía moverse tan rápido en el interior de la atmósfera...
...salvo que se tratara de un arma. El pensamiento le asaltó con una punzada en la boca del estómago. El Conflicto Final se había mantenido con cohetes explosivos e incendiarios más allá del Polo Norte. Una posible defensa contra tales armas podía haber sido el uso de misiles antimisiles de alta velocidad. Si uno de ellos fallaba su blanco, podía muy bien escapar a Tierra-Luna realizar su órbita en torno al sol... Siempre mortalmente cargado, siempre esperando.
Entonces, ¿por qué los instrumentos no habían detectado la presencia de una bomba? La pregunta hizo que casi desechara toda la hipótesis, hasta que recordó que bastantes explosiones poderosas podían ser producidas por la fusión y la fisión nuclear. Sólo los físicos sabían del asunto, pues ninguna bomba es más fácil de construir una vez se está en el secreto. Pero, ¿conocían los Antiguos el secreto?
Biladze se cruzó de brazos, sujetándose a los asideros murales con los pies. En alguna parte de sí mismo, una voz gritaba: ¡Aproximación interrumpida, aproximación interrumpida! Pero si estaba en lo cierto y la bomba todavía funcionaba, entonces el Emperador y buena parte de la nobleza serían borrados de la faz del universo.
Era una oportunidad que ningún hombre, ningún grupo, había tenido desde los días del Conflicto Final.
¡Pero no vale la pena morir por eso!, gritaba la débil, exasperada voz.
Biladze miró a los zánganos hedonistas que se veían en la pantalla holoscópica, cuya única habilidad consistía en manejar los aparatos de seguridad que mantenían tiranizados y apresados a los hombres y las ideas de los hombres. Con la caída del Emperador y los cerebros del Comité de Seguridad, el poder político sería tomado por los técnicos, Ciudadanos ordinarios de Tiflis, Luna City o Eastguard. Biladze no se hacía ilusiones: la gente ordinaria y corriente tenía su propia reserva de villanías. Habría conflictos, quizá una guerra civil. Pero al final los hombres serían libres de ir a las estrellas, a donde ningún tirano de la Tierra pudiera ordenarles regresar.
Detrás del Emperador y de los nobles, Boblanson había abandonado su nerviosismo. Una expresión de triunfo y odio se había aposentado en su rostro, y Biladze recordó que había dicho que el artefacto se adecuaba perfectamente a todas las grandezas del Imperio.
Y así, tras tantos siglos, su pueblo sería vengado, pensó Biladze. Como venganza era, ciertamente, lo necesario. Vanja Biladze flotaba levemente en la cabina de control, desprovisto de emociones, sin hacer el menor esfuerzo para detener la aproximación del yate al rotante cono. Tenía miedo. Una mera venganza no podía pagarse a este precio. Pero quizá el futuro sí.
El yate estaba ahora aproximadamente a dos mil metros del objeto. Ocupó toda la pantalla, como si estuviera girando justo al otro lado del casco del yate. Los instrumentos de Biladze registraron huellas de una leve radiactividad en la dirección del objeto.

Adiós, Klasa.
A una distancia de siete millones de kilómetros de la Tierra, una nueva estrella hizo aparición. En sentido astronómico era una estrella pequeña, pero para sí misma y. lo que había en torno a ella era un infierno plasmático de productos en fusión y fisión, neutrones y rayos gamma.


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