La ciudad pintoresca y el Estado de Heiligwaldenstein formaban uno de esos principados de juguete que aún constituyen el Imperio Alemán. Había caído bajo la hegemonía prusiana hacía tiempo, cincuenta años antes del verano en que Flambeau y el padre Brown se encontraban sentados en sus jardines bebiendo cerveza. Ninguna guerra ni ningún ajuste de cuentas habían desaparecido de la memoria de sus habitantes, como mostraremos a continuación. Pero al contemplarlo todo uno no podía evitar la impresión de infantilidad; ésa es la parte más encantadora de Alemania, de esas pequeñas monarquías paternales de pantomima en las que un rey parece más doméstico que un cocinero. Los soldados alemanes, en las innumerables garitas, parecían de plomo, y las almenas limpiamente recortadas del castillo, doradas por los rayos del sol, parecían hechas de pan de jengibre.
Porque hacía un tiempo excepcional. El cielo era de un azul tan prusiano como lo podría requerir Potsdam, pero se parecía más a ese uso despilfarrador y ardiente que los niños hacen del color. Incluso los árboles vestidos de gris parecían jóvenes, pues sus brotes aún
eran rosa y contra el intenso azul del cielo daban la impresión de ser innumerables figuras infantiles.
Pese a su apariencia prosaica y a su modo práctico de conducirse en la vida, el padre Brown no carecía de cierto toque romántico, aunque solía guardarse para si sus sueños, como lo hacen muchos niños. Entre los vivos y brillantes colores de ese día, y en el marco heráldico
de esa ciudad, sentía como si estuviese en un cuento de hadas. Encontró un placer infantil, como es corriente en un hermano menor, en el formidable bastón estoque que Flambeau siempre agitaba mientras caminaba y que ahora reposaba vertical al lado de su jarra muniquesa. No, en su irresponsabilidad soñolienta se habría encontrado incluso mirando la empuñadura nudosa y desgastada de su deslustrado paraguas con los recuerdos de un ogro en un libro coloreado para niños. Pero era incapaz de componer algo ficticio, a no ser en el cuento que sigue a continuación:
—- Me pregunto —dijo— si alguien puede tener aventuras reales en un lugar como éste, si uno se podría poner en el estado de ánimo. Es un escenario espléndido para ellas, pero siempre siento que lucharían con uno valiéndose de sables de cartón antes que con reales y
horribles espadas.
—- Está equivocado —dijo su amigo—, en este lugar no sólo luchan con espadas, sino que matan sin ellas, y hay algo aún peor.
—- ¿Qué quiere decir? —preguntó el padre Brown.
—- Porque —respondió el otro— éste es el único sitio en Europa en que dispararon sin armas de fuego a un hombre.
—- ¿Se refiere a un arco y una flecha? —preguntó algo maravillado el padre Brown.
—- Me refiero a una bala en el cerebro —respondió Flambeau—. ¿No conoce la historia del último príncipe de este lugar?. Fue uno de los misterios policíacos más grandes hace veinte años. Como recordará, este principado fue anexado por la fuerza en tiempos de los primeros
intentos de consolidación de Bismarck, pero a la fuerza no significa fácilmente. El Imperio —o lo que fuese— envió al Príncipe Otto von Grossenmark a gobernar el lugar según los intereses imperiales. Vimos su retrato en la galería, un viejo caballero apuesto si hubiese
tenido pelo o cejas y si no se hubiese arrugado como un buitre. Pero al tomar el poder descubrió algunas circunstancias que le intranquilizaron, como explicaré dentro de un minuto. Era un soldado de conducta distinguida y con éxito, pero no fue un trabajo fácil el
que le encargaron en este país. Fue derrotado en varias batallas por los célebres hermanos Arnhold, los tres patriotas de la guerrilla a los que Swinburne escribió un poema, ya recordará:
"Lobos con piel de armiño, Cuervos coronados que son reyes, Son más abundantes que las sabandijas, Pero hay tres que los resistirán".
O algo por el estilo. Efectivamente, resulta cierto que la ocupación no se habría consumado si uno de los tres hermanos, Paul,despreciable pero decisivamente, no hubiese declinado resistirlos y, confesando todos los secretos de la insurrección, no se hubiese pasado al
enemigo aceptando el puesto de chambelán del príncipe Otto. Después de esto, Ludwig, el héroe más genuino entre los héroes de Swinburne, murió con la espada en la mano cuando intentaban capturar la ciudad. Y el tercero, Heinrich, quien, aunque no fue un traidor, siempre había sido sumiso y tímido comparado con sus activos hermanos, se retiró como un eremita y se convirtió a un cristianismo pietista muy parecido al de los cuáqueros. Nunca se mezcló con los hombres excepto para dar a los pobres todo lo que tenía. Me han contado que no hace mucho se le pudo ver cerca de aquí: un hombre vestido de negro, con el pelo blanco y enmarañado, pero con un rostro de sorprendente serenidad.
—- Lo sé —dijo el padre Brown—, yo le vi una vez.
Su amigo le miró con sorpresa.
—- No sabía que había estado aquí antes —dijo—. Quizá sepa de todo esto lo mismo o más que yo. De todos modos, ésa es la historia de los Arnhold, y él ha sido el último de su estirpe y de todos los que desempeñaron un papel en ese drama.
—- ¿Quiere decir que el príncipe murió tiempo antes?.
—- «Murió» —repitió Flambeau—, y eso es todo lo que podemos decir. Debe comprender que hacia el final de su vida comenzó a padecer de los nervios como resulta habitual en los tiranos. Aumentó considerablemente tanto la guardia diurna como la nocturna alrededor de su castillo hasta que parecía haber más garitas que casas en la ciudad, y los tipos considerados sospechosos fueron fusilados sin contemplaciones. Vivía prácticamente recluido en una habitación que estaba en el centro del enorme laberinto formado por todas las habitaciones e incluso en ella erigió una especie de cabina o armario, reforzado de acero, como una caja fuerte o un acorazado. Algunos dicen que debajo de ese habitáculo aún había un agujero secreto con el tamaño necesario para albergarle, asique, debido a la ansiedad por huir de la tumba, estaba dispuesto a introducirse en un espacio muy parecido. Pero fue más lejos. El populacho había sido desarmado desde la supresión de la revuelta, pero Otto insistió, como raras veces ha insistido un gobernante, en desarmarlo absolutamente. Ese desarme se llevó a cabo con una severidad extraordinaria, por oficiales bien organizados que inspeccionaron cada centímetro de un área pequeña y familiar. Hasta donde la fuerza humana y la ciencia pueden llegar, el príncipe Otto quedó convencido de que nadie podía
portar una pistola, aunque fuese de juguete,en todo Heiligwaldenstein.
—- La ciencia humana nunca puede adquirir una certeza absoluta acerca de ese tipo de cosas —dijo el padre Brown, aún mirando los brotes rosados de las ramas sobre su cabeza—, y sólo por las dificultades sobre la definición y la connotación. ¿Qué es un arma?. Hay gente
que ha sido asesinada con los objetos más domésticos y confortables, como teteras, etc. Por otra parte, si usted mostraba a un britano antiguo un revólver, dudo mucho que lo identificase como un arma, antes de que le dispararan con ella, desde luego. Quizá alguien
introdujo un arma tan moderna que ni siquiera parecía un arma de fuego, quizá parecía un dedal o algo así. ¿Tenía la bala una forma peculiar?.
—- No he oído nada al respecto —respondió Flambeau—, pero toda mi información es fragmentaria y procede de mi viejo amigo Grimm. Era un detective muy capaz en el servicio secreto alemán e intentó arrestarme, pero yo fui el que lo arrestó a él y sostuvimos
conversaciones muy interesantes. Estuvo aquí a cargo del caso del príncipe Otto, pero se me olvidó preguntarle acerca de la bala. Según Grimm, ocurrió lo siguiente.
Se detuvo un momento, tomó un largo trago de cerveza y prosiguió:
—- En la noche en cuestión, por lo que parece, se esperaba que el príncipe saliera a una de las habitaciones exteriores, ya que tenía que recibir a unos visitantes a los que realmente deseaba ver. Eran expertos geólogos enviados para investigar la vieja cuestión de la
existencia de oro en los alrededores, con el cual se suponía que la ciudad había mantenido su crédito y había estado en condiciones de negociar con sus vecinos incluso bajo los
incesantes bombardeos de grandes ejércitos. Sin embargo, jamás se había encontrado huella alguna de oro, ni con las investigaciones más minuciosas...
—... empleadas en descubrir una pistola de juguete —dijo con una sonrisa el padre Brown— Pero, ¿qué pasó con el hermano consejero?. ¿No tenía nada que decirle al príncipe?.
—- Siempre afirmó que no lo sabía —respondió Flambeau—, que ése fue el único secreto que sus hermanos no le revelaron. Sólo se puede decir que se enteró por algunas palabras fuera de contexto pronunciadas por el gran Ludwig en la hora de su muerte, cuando miró a
Heinrich pero señaló a Paul y dijo: «No se lo digas...» y poco después ya fue incapaz de hablar. De todos modos, la delegación de distinguidos geólogos y mineralogistas de París y Berlín estaba allí con sus trajes más apropiados y magníficos, pues no hay personas a las
que les guste más llevar condecoraciones que a los hombres de ciencia, como sabe todo aquel que ha asistido a una reunión de la Royal Society. Era una reunión espléndida, pero muy tarde, y el chambelán —también ha visto su retrato en la galería: un hombre de cejas negras, ojos serios y una especie de sonrisa insignificante—, el chambelán, digo, descubrió que todos estaban allí excepto el príncipe. Buscó por los salones externos; luego, recordando
que el hombre estaba loco de miedo, se dirigió a la cámara interna. También estaba vacía, pero la cabina de acero erigida en el centro estaba algo abierta. Cuando la abrió del todo, apareció vacía, asi que miró en el agujero del suelo, que parecía más profundo, aunque su
aspecto era el de una tumba, ésa fue su impresión, en todo caso. Pero mientras estaba allí, oyó gritos y un tumulto en las habitaciones y pasillos adyacentes.
Al principio oyó un estrépito y sintió como un temblor, algo impensable, ni siquiera más allá del castillo. Poco después resonó un clamor muy cercano, y lo suficientemente alto como para distinguirlo si una palabra no hubiese sido pisada por otra. Después se oyeron
palabras de una terrible nitidez, que se aproximaban cada vez más, y de repente apareció un hombre en la habitación que comunicó las noticias tan brevemente como pudo.
Otto, príncipe de Heiligwaldenstein y Grossenmark, yacía en la oscuridad del bosque, con sus brazos extendidos y la cara mirando hacia la luna. La sangre aún brotaba de su mandíbula, pero ésta era la única parte de él que se movía como si aún poseyera vida.
Estaba vestido con su uniforme blanco y amarillo, como para recibir a sus huéspedes, excepto por su fajín que estaba suelto a su lado. Antes de que pudiesen levantarlo, murió.
Pero, vivo o muerto, era un enigma; él, que se había escondido siempre en la cámara más recóndita, yacía ahora en el húmedo bosque, desarmado y solo.
—- ¿Quién encontró su cuerpo? —preguntó el padre Brown.
—- Una joven que trabajaba en la Corte llamada Hedwig von algo —respondió su amigo—; lo encontró cuando recogía flores en el bosque.
—- ¿Y recogió alguna? —preguntó el sacerdote mirando las ramas sobre su cabeza.
—- Si —respondió Flambeau—. Recuerdo perfectamente que el chambelán, o Grimm o alguien dijo lo horrible que fue cuando llegaron y vieron a la joven inclinándose sobre el cadáver y sosteniendo un ramo de flores. Sin embargo, el punto principal es que antes de
llegar ya había muerto y que las noticias, desde luego, tenían que llegar al castillo. La consternación que todo esto creó fue más allá de lo que es natural en una Corte cuando fallece un potentado. Los visitantes extranjeros, especialmente los expertos mineros, estaban
de lo más excitados, al igual que los oficiales prusianos, y pronto resultó claro que la búsqueda del tesoro era un negocio más grande de lo que la gente había supuesto. Los expertos y los oficiales se habían prometido sabrosas recompensas y ventajas internacionales, y más de uno compartía la opinión de que las estancias secretas del príncipe y la fuerte protección militar se debían más a una investigación privada que al miedo al populacho.
—- ¿Tenían las flores largos tallos? —preguntó el padre Brown.
Flambeau lo miró fijamente.
—- Verdaderamente, usted es una persona extraña —dijo—. Eso es exactamente lo que comentó Grimm. Dijo que la parte más desagradable de todo, más que la sangre y la bala, fue que las flores apenas tenían tallo, fueron cortadas prácticamente por el cáliz.
—- Desde luego —dijo el sacerdote—, cuando una joven crecida está realmente cortando flores, las recoge normalmente con todo el tallo. Si recoge las flores como lo haría una niña, parece como si...Y entonces dudó.
—- ¿Cómo si...? —inquirió el otro.
—- Bueno, parece como si las hubiese cortado nerviosa, como una excusa para justificar su estancia allí, esto es, después de estar allí.
—- Sé adonde quiere ir a parar —dijo tristemente Flambeau—, pero ésa y cualquier otra sospecha tiene un punto débil, la necesidad de un arma. Pudo haber sido asesinado, como usted dice, con otras cosas, incluso con su fajín militar, pero no tenemos que explicar cómo
fue asesinado, sino cómo fue disparado. Y el hecho es que no podemos. Buscaron a la joven, pues, para decir la verdad, resultaba algo sospechosa, pues era la sobrina del viejo chambelán Paul Arnhold, a quien cuidaba. Al parecer, era muy romántica, y se creía que
tenía simpatías por el viejo entusiasmo revolucionario. Pero da igual, por muy romántico que uno sea, no nos podemos imaginar una gran bala en una mandíbula o en un cerebro humanos sin usar una pistola. Y no había pistola, aunque hubo dos tiros. ¿Qué me dice
ahora, amigo mío?.
—- ¿Cómo sabe que hubo dos disparos? —preguntó el pequeño sacerdote.
—- Sólo tenía una herida en la cabeza —dijo su compañero—, pero había otro agujero de bala en su fajín.
El padre Brown frunció repentinamente las cejas.
—- ¿Encontraron la otra bala? —preguntó.
Flambeau dudó un poco.
—- No lo recuerdo —dijo.
—- ¡Vamos, vamos, recuérdelo! —exclamó el padre Brown, frunciendo más y más las cejas con una inusual concentración de curiosidad. No me crea descortés, déjeme pensar un momento.
—- De acuerdo —dijo Flambeau y apuró su cerveza.
Una ligera brisa sacudió las ramas de los árboles y desplazó nubes pequeñas de color blanco y rosa que intensificaron el azul del cielo, procurando un mayor brillo al escenario. Podrían haber sido querubines volando hacia sus hogares desde una especie de guardería celestial.
La torre más antigua del castillo, la Torre del Dragón, se erigía tan grotesca como la jarra de cerveza, pero igual de acogedora. Más allá de la torre centelleaba el bosque en el que el hombre había yacido muerto.
—- ¿Qué fue de esa Hedwig? —preguntó finalmente el sacerdote.
—- Contrajo matrimonio con el general Schwartz —dijo Flambeau—. Seguro que ha oído hablar de su carrera, fue bastante romántica. Se distinguió incluso antes de sus proezas en Sadowa y Gravelotte; en realidad, ascendió desde soldado raso, lo cual es muy inusual
incluso en los más pequeños...
El padre Brown se levantó de repente.
—- ¡Ascendió desde soldado raso! —exclamó, y sus labios parecieron querer silbar—. Bueno, bueno, qué historia más extraña. Qué forma más rara de matar a un hombre, pero supongo que era la única posible. Pero pensar así del odio...
—- ¿Qué quiere decir? —demandó el otro—. ¿Cómo lo mataron?.
—- Lo mataron con el fajín —dijo cuidadosamente Brown.
Y cuando Flambeau protestó, respondió:
—- Si, si, ya se lo de la bala. Quizá debería decir que murió por tener un fajín. Ya sé que no suena como tener una enfermedad.
—- Supongo —dijo Flambeau— que tiene alguna idea en la cabeza, pero no creo que explique lo de la bala. Como le dije antes, podría haber sido fácilmente estrangulado. Pero fue disparado. ¿Por quién?. ¿Por qué?.
—- Fue disparado obedeciendo sus órdenes —dijo el sacerdote.
—- Entonces ¿cometió suicidio?.
—- No he dicho según sus deseos —dijo el padre Brown—, sino según sus propias órdenes.
—- Bueno, como sea, ¿cuál es su teoría?.
El padre Brown se rió.
—- Estoy de vacaciones —dijo—, no tengo ninguna teoría. Pero este lugar me recuerda los cuentos de hadas y, si quiere, le contaré uno.
Las pequeñas nubes rosas, que parecían algodón dulce, flotaron sobre los torreones del castillo, dorado como el pan de jengibre, y los brotes rosados de los árboles parecían querer alcanzarlas; el cielo azul comenzó a tornarse de un violeta brillante y nocturno, cuando el
padre Brown comenzó de nuevo a hablar:
—- Fue una noche funesta, con la lluvia empapando los árboles, cuando el príncipe Otto de Grossenmark salió apresuradamente por una puerta lateral del castillo y se introdujo velozmente en el bosque. Uno de los innumerables centinelas lo saludó, pero él no lo notó.
Tampoco tenía ningún interés en llamar la atención. Estuvo contento cuando penetró entre los grandes árboles grises y brillantes por la lluvia, siendo tragado como si hubiese caído en un pantano. Había elegido deliberadamente la parte menos frecuentada de su palacio, pero
incluso ésta estaba más frecuentada de lo que hubiese querido. Además, en su salida no había ningún motivo oficial o diplomático. Se había debido a un impulso repentino. Todos los diplomáticos vestidos de gala dejados atrás carecían de importancia. Se había dado cuenta de repente de que lo podía hacer sin ellos.
Su gran pasión no era la más noble del miedo a la muerte, sino la ambición de oro. Y por esa leyenda del oro había abandonado Grossenmark y había invadido Heiligwaldenstein.
Por esta razón, y sólo por ésta, había comprado al traidor y despedazado al héroe, por ella había interrogado incesantemente al falso chambelán hasta que llegó a la conclusión, en lo concerniente a su ignorancia, de que el renegado decía la verdad. Por este motivo había pagado y prometido dinero, no sin renuencia, con el fin de obtener la ganancia suprema, y por este motivo también había salido de su palacio como un ladrón en la noche, pues se le había ocurrido otro modo de conseguir sus fines y de conseguirlos gratis.
En la cumbre de la montaña por la que discurría el sendero que seguía, entre las rocas que colgaban sobre el pueblo, vivía el eremita en una caverna cubierta de espinos, en la que había vivido hasta entonces oculto al mundo. El príncipe Otto pensó que no habría ninguna razón para que le negase el oro. Había conocido la existencia de su refugio desde hacía años y no intentó encontrarlo, ni siquiera antes de que su credo ascético le hubiese aislado de la propiedad y los placeres. Cierto, había sido su enemigo, pero ahora profesaba el deber de no tener enemigos. Alguna concesión a su causa, alguna apelación a sus principios podrían probablemente inducirle a revelar el secreto. Otto no era cobarde, pese a su tupida red de precauciones militares y, en todo caso, su avaricia era más fuerte que sus miedos. Pero tampoco había allí muchas razones para tener miedo. Desde que tuvo la certeza de que no quedaban armas en todo el principado, aún estuvo más seguro de que en el último lugar donde podría haberlas sería en la cueva del eremita, donde se alimentaba de hierbas con dos
rústicos y viejos criados, y sin oír ninguna otra voz humana durante años. El príncipe Otto miró hacia abajo, hacia el laberinto brillante y rectilíneo de la ciudad iluminada, con una sonrisa en los labios, pues hasta donde su vista podía alcanzar sólo se veían las armas de sus amigos y ni un gramo de pólvora de sus enemigos. Los soldados se encontraban tan cerca de la falda de la montaña que un grito bastaría para tenerlos en lo alto de la colina, por no decir nada del hecho de que tanto el sendero como el bosque eran patrullados a intervalos
regulares, así se evitaba que penetrase en la ciudad cualquier enemigo. Y alrededor del palacio había vigilantes por todas partes, en el norte, en el sur, el este y el oeste. Estaba a salvo.
Aún aumentó su certeza cuando llegó al risco y encontró lo desnudo y apartado que estaba el nido en que vivía su viejo enemigo. Se encontró en una pequeña plataforma sobre una roca, rota abruptamente por las tres esquinas de un precipicio. Detrás se hallaba la oscura
caverna, tapada con espino verde, y cuya boca era tan estrecha que parecía increíble que alguien pudiese entrar allí. Frente a ella estaba el precipicio y la vasta pero nubosa visión del
valle. En la pequeña plataforma había un viejo atril de bronce soportando una Biblia alemana enorme. El bronce se había tornado de color verde debido a la exposición al aire y a la humedad en aquel lugar exaltado. Otto pensó instantáneamente que si tenían armas ya
estarían oxidadas. La luna había aparecido sobre las crestas rocosas y la lluvia había cesado.
Detrás del atril, y mirando hacia el valle, estaba de pie un hombre muy viejo con una túnica negra que caía recta hasta tocar el suelo, pero su pelo blanco y su débil voz parecían ondear en el viento. Era evidente que estaba leyendo alguna lección diaria como parte de sus
ejercicios religiosos.
—- Confiaron en sus caballos...
—- Señor —dijo con una cortesía inusual el príncipe de Heiligwaldenstein—, sólo quisiera intercambiar unas palabras con usted.
—...y en sus carros —siguió débilmente el hombre—, pero nosotros creeremos en el Señor de los Ejércitos...
Sus últimas palabras fueron inaudibles, pero cerró reverentemente el libro y, aun siendo casi ciego, hizo un movimiento incierto y cogió el atril. Al instante sus dos criados salieron de la caverna y lo sostuvieron. Llevaban túnicas negras como la suya, pero no tenían el pelo plateado ni el mismo refinamiento en sus rasgos. Eran campesinos, croatas o magiares, con rostros anchos y obtusos. Por primera vez algo confundió al príncipe, pero su coraje y su sentido diplomático permanecieron firmes.
—- Me temo que nunca nos hemos encontrado —dijo— desde aquel horrible bombardeo en el que murió su pobre hermano.
—- Todos mis hermanos murieron —dijo el anciano, aún mirando hacia el valle.
Entonces, y por un instante, giró la cabeza y miró a Otto con sus rasgos delicados y el pelo ondeando al viento, que a veces caía como carámbanos sobre sus cejas. Poco después, añadió:
—- Como ve, yo también estoy muerto.
—- Espero que comprenda —dijo el príncipe, controlándose hasta llegar a un punto cercano a la reconciliación— que no he venido a capturarle como un fantasma de aquellas batallas. No hablemos de qué fue correcto o incorrecto en aquellos tiempos, porque ustedes siempre
obraron con corrección. Lo mismo se puede decir de la política de su familia, nadie puede imaginar ni por un momento que les movía exclusivamente el oro; ustedes quedaron más allá de toda sospecha de que...
El anciano con la túnica negra había continuado mirándole con sus ojos azules y una gesto de sabiduría. Pero cuando pronunció la palabra «oro» levantó la mano como interrumpiendo algo y volvió su rostro hacia las montañas.
—- Ha hablado de oro —dijo—. Ha hablado de cosas ilegítimas. Haced que deje de hablar.
Otto tenía el vicio propio de su tipo prusiano y de su tradición, que es considerar el éxito no como un incidente sino como una cualidad. Se concebía a si mismo y a sus semejantes como gente perpetuamente conquistadora que era, a su vez, continuamente conquistada.
Consecuentemente, no estaba preparado para la sorpresa ni tampoco para realizar el próximo movimiento, que quedó en un mero amago. Acababa de abrir la boca para dirigirse al eremita cuando fue detenido y la voz quedó estrangulada por una mordaza que rodeó su
cabeza como un torniquete. Aún pasaron cuarenta segundos hasta que se dio cuenta de que los dos criados húngaros eran los culpables y que lo habían hecho con su fajín militar.
El anciano volvió débilmente a su gran Biblia, pasó unas hojas con una paciencia siniestra y se detuvo al llegar a un pasaje, entonces comenzó a leer:
—- La lengua es un órgano pequeño, pero...
Algo en su voz obligó al príncipe a salir corriendo por el sendero de la montaña. Se encontraba a medio camino de los jardines de palacio cuando se atrevió a tirar del fajín que apretaba su cuello y su mandíbula. Lo intentó una y otra vez, pero era imposible quitárselo;
el hombre que había hecho el nudo conocía muy bien la diferencia entre lo que puede hacer un hombre con las manos por delante y lo que puede hacer con las manos por detrás de la cabeza. Sus piernas estaban libres para correr como un antílope, sus brazos estaban libres
para hacer gestos o señales, pero no podía hablar. Un demonio mudo se encontraba en su interior.
Había llegado cerca del bosque que rodea al castillo antes de haberse dado cuenta de lo que significaba su estado de desvalimiento y lo que podría significar. Una vez más miró hacia la estructura laberíntica y luminosa de la ciudad debajo de él, pero esta vez ya no sonrió. Se
escuchó a si mismo repitiendo las frases de su anterior estado de ánimo con criminal ironía.
A lo lejos pudo ver las armas de sus hombres, cada uno de los cuales podía dispararle al instante si no daba la contraseña. No tardaría en pasar alguna patrulla por el bosque o por el sendero, asique era inútil esconderse en el bosque hasta que amaneciese. Los soldados
estaban dispuestos de tal manera que nadie podía introducirse en la ciudad, asique era en vano volver a la ciudad por otro camino. Un grito suyo podría atraer a sus hombres a la colina, pero de él no saldría ningún grito.
La luna brillaba y el cielo había adquirido un tono azul nocturno y brillante sobre los perfiles negros de los árboles que rodeaban al castillo. Algunas flores, en las que nunca se había fijado, se tornaron luminosas y blanquecinas por la luz de la luna, creando una
atmósfera indescriptiblemente fantástica, como si se desplazaran entre las raíces de los árboles. Quizá su capacidad de razonar había quedado debilitada por la cautividad artificial que llevaba consigo, pero en aquel bosque sintió algo insondablemente alemán: un cuento
de hadas. Parte de su mente le decía que se acercaba al castillo de un ogro, pero había olvidado que precisamente él era el ogro. Recordó cuando le preguntaba a su madre si en el jardín de la casa vivían osos. Se paró a recoger una flor, como si fuera un medio de romper
el encantamiento. El tallo era más fuerte de lo que había creído y se rompió con un ligero chasquido. Intentando insertarlo en su fajín, oyó una voz:
—- ¿Quién va?.
Entonces recordó que su fajín no estaba en el sitio habitual. Intentó gritar pero sólo hubo silencio. Una vez más pidieron la contraseña, y luego un tiro rompió el silencio y después del impacto reinó de nuevo el sosiego. Otto von Grossenmark yacía pacíficamente entre los
árboles, y ya no podía hacer más daño ni con el acero ni con el oro, sólo el pincel de la luna trazaría aquí y allá algún intrincado ornamento en su uniforme o en las viejas arrugas de su frente. Que Dios tenga piedad de su alma.
El centinela que había disparado, de acuerdo a las órdenes estrictas de la guarnición, naturalmente corrió hacia adelante para descubrir alguna huella de su acción. Era un hombre llamado Schwartz, no desconocido en su profesión, y lo que encontró fue a un hombre calvo
con uniforme, pero con el rostro vendado con una especie de máscara hecha con su propio fajín militar. Al acercarse más pudo comprobar que sólo se podían ver los ojos abiertos del muerto, brillando rígidamente a la luz de la luna. La bala había atravesado el fajín y había penetrado en la mandíbula, ése es el motivo por el que había un agujero en el fajín. Aunque no correctamente, el joven Schwartz arrancó la misteriosa máscara de seda y la arrojó sobre la hierba, y luego reconoció a quién había disparado.
No podemos saber con certeza lo que ocurrió a continuación. Pero me inclino a creer que, después de todo, en aquel pequeño bosque se escenificó un cuento de hadas, tan horrible como lo requería la ocasión. Si la joven dama llamada Hedwig conocía previamente al
soldado que salvó y eventualmente desposó, o si llegó allí casualmente y su intimidad comenzó esa noche del accidente, es algo que probablemente no sabremos nunca. Pero supongo que podemos saber que esa Hedwig fue una heroína y que mereció casarse con un
hombre que llegó a ser un héroe. Ella actuó con audacia y sabiduría. Persuadió al centinela para que regresase a su puesto, donde no había nada que le conectase con el desastre, allí no era más que uno más entre los cincuenta centinelas leales y obedientes de los alrededores.
Ella permaneció con el cadáver y dio la alarma, y no había nada que la conectase con el desastre, pues ella no podía tener ninguna arma de fuego, se supone que eso era imposible.
—- Bien —dijo el padre Brown levantándose alegremente—, espero que sean felices.
—- ¿Adonde va? —preguntó su amigo.
—- Voy a echarle otro vistazo al retrato del chambelán, el Arnhold que traicionó a sus hermanos —respondió el sacerdote—. Me pregunto qué parte..., me pregunto si un hombre es menos traidor cuando lo es por partida doble.
Y se quedó rumiando largo tiempo ante el retrato de un hombre con el pelo blanco, cejas negras y una especie de sonrisa rosada que parecía contradecir la oscura advertencia en su mirada.
Fin.