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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO VOLUNTAD DE VIVIR (por Thomas Mann)
El viejo Hofmann había hecho fortuna como propietario de una plantación en Sudamérica. Allí contrajo matrimonio con una nativa de buena familia y poco después se trasladó con ella al norte de Alemania, su patria. Vivían en mi ciudad natal, donde residía también el resto de su familia. Aquí nació Paolo.
Por lo demás, no llegué a conocer personalmente a los padres. En todo caso, Paolo era el vivo retrato de su madre. Cuando le vi por primera vez, es decir, cuando nuestros padres nos llevaron por primera vez a la escuela, era un muchacho delgado de tez amarillenta. Llevaba su cabello negro en largos rizos, que caían revueltos sobre el cuello de su traje de marinero, y enmarcaba una carita delgada.
Como en casa nunca nos faltó nada, nos sentíamos bien lejos de estar satisfechos ante el nuevo ambiente - los desnudos muros de la clase -, y sobre todo ante aquel hombre mezquino, de barba roja, que se empezaba en enseñarnos el abecedario. Yo me agarré llorando a la chaqueta de mi padre, cuando éste comenzó a alejarse, mientras que Paolo adoptó una actitud completamente pasiva. Se apoyaba con indolencia en la pared, apretando sus delgados labios y mirando con sus grandes ojos llenos de lágrimas a toda aquella prometedora juventud, que se daban unos a otros con los codos y se burlaban de todo con una falta absoluta de sentimiento.
Rodeados por aquellas máscaras sardónicas, nos sentamos en seguida atraídos el uno hacia el otro, y nos alegramos de que el barbudo pedagogo nos señalara asientos vecinos. Desde entonces estuvimos siempre unidos, formamos en común la base de nuestra cultura y cada día practicábamos él intercambio de nuestros almuerzos.
Recuerdo que ya entonces era bastante enfermizo. De vez en cuando debía faltar a la escuela por largos períodos, cuando volvía, sus sienes y sus mejillas dejaban ver aún más las líneas azul pálido de las venas, lo cual es frecuente observarlo en personas morenas de constitución delicada. Fue lo primero que me llamó la atención al volvernos a ver en Munich, y también más tarde en Roma.
Nuestra camaradería duró todos los años que fuimos a la escuela, y más o menos por el mismo motivo que dio lugar a su iniciación. Era el "patetismo del distanciamiento" frente a la mayor parte de nuestros condiscípulos, sensación que conoce todo aquel que a los quince años lee a Heine en secreto y en quinto curso tiene formado un criterio definido sobre el mundo y los seres humanos.
Íbamos también juntos a la clase de baile - tendríamos unos dieciséis años, creo -, y, en consecuencia, vivimos al mismo tiempo nuestro primer amor.
Su amor, hacia una pequeña rubia de carácter alegre, se manifestaba con un ardor melancólico que era algo extraordinario para su edad, y que a mí incluso llegaba a parecerme algo siniestro, a veces.
Recuerdo en particular una de aquellas reuniones. La muchacha dedicó a otro dos cotillones casi seguidos, y a él ninguno. Yo le observaba lleno de temor. Estaba a mi lado, apoyado en la pared, mirando fijamente sus zapatos de charol, y de súbito cayó al suelo sin sentido. Le llevaron a casa, y estuvo ocho días enfermo. En esa ocasión se descubrió que su corazón no estaba bien.
Ya antes de este período manifestaba afición al dibujo, en lo que evidenciaba gran talento. Conservo una hoja en la que esbozó con el carboncillo los rasgos de aquella muchacha, con bastante parecido, y con la inscripción: "Eres como una flor - Paolo Holmann fecit".
No recuerdo con exactitud cuándo, pero nos hallábamos ya en los cursos superiores cuando sus padres dejaron la ciudad para trasladarse a Karlsruhe, lugar donde el viejo Hofmann tenía muchas relaciones. Para que Paolo no tuviese que dejar la escuela, se quedó a pensión con un viejo profesor.
De todos modos, esta situación no duró mucho. Aunque quizá lo que se refiere a continuación no fuese el motivo de que Paolo se reuniese cierto día con sus padres en Karlsruhe, sin duda que contribuyó a ello.
Ocurrió que durante la clase de religión, el profesor correspondiente se dirigió de súbito hacia él, clavándole una mirada paralizadora, y sacó de debajo del Antiguo Testamento que tenía Paolo sobre la mesa una hoja en la que se representaba una figura muy femenina, a la que sólo faltaba un pie para quedar totalmente terminada y que se exhibía sin pudor alguno a las miradas.
Tras aquel incidente Paolo se fue a Karlsruhe, y de cuando en cuando nos enviábamos postales, comunicación que con el tiempo fue abandonada.
Habían pasado unos cinco años desde nuestra separación, cuando volví a encontrarle en Munich. En una hermosa mañana de primavera, bajaba yo por la Amalienstrasse y me fijé en uno que bajaba la escalinata de la Academia, y ya de lejos parecía un modelo italiano. Cuando me acerqué vi que era él.
De mediana estatura, delgado, con el sombrero echado hacia atrás sobre el espeso cabello negro, la tez amarillenta y cruzada de venillas azules, vestido con elegancia algo descuidada - llevaba desabrochados algunos botones del chaleco, por ejemplo - y algo atusado el breve bigote, se acercó a mí con paso mesurado, indolente. Nos reconocimos casi al mismo tiempo, y nuestro saluda fue muy cordial. Me pareció - mientras nos hacíamos mutuamente preguntar sobre lo ocurrido durante aquellos años; parados delante del café Minerva - que estaba de un humor muy jovial, casi exaltado. Sus ojos brillaban, y sus gestos eran vivos y amplios. A pesar de ello, su aspecto era muy malo; parecía verdaderamente enfermo. Claro que ahora es fácil decirlo, pero de hecho me llamó la atención así se lo dije.
- ¿De veras, todavía me encuentras con mal aspecto? - dijo -. Sí, lo creo. He estado muy mal. El año pasado estuve gravemente enfermo. El mal está aquí.
Indicó su pecho con la mano izquierda. - El corazón. Siempre es lo mismo... Pero hace algún tiempo que me encuentro muy bien. Puedo decir que me hallo completamente sano. Por lo demás, a los veintitrés años... sería triste.
Desde luego estaba de muy buen humor. Me describió con gracia y viveza su vida desde nuestra separación. Poco después de ésta, consiguió que sus padres le autorizaran a pintar; hacía nueve meses que había terminado la carrera en la Academia - por la que acababa de pasar casualmente -, había pasado cierto tiempo viajando, vivió en París y desde hacía cinco meses se encontraba en Munich:
- Probablemente por mucho tiempo, ¿quién sabe? Quizá para siempre...
- ¿De veras? - pregunté. - ¿Por qué no? La ciudad me gusta, me gusta mucho. Ese ambiente... ¿verdad? Y la gente, y, cosa que no deja de tener su importancia, la situación social de un pintor, aunque sea desconocido, es aquí excelente, mejor que en parte alguna...
- ¿Has hecho amistades agradables?
- Sí. Pocas, pero muy buenas. Debo recomendarte una familia, por ejemplo... Los conocí en Carnaval... ¡El Carnaval de aquí es formidable! Se llaman Stein. Barón Stein, además.
- ¿De qué clase de nobleza?
- Es lo que se llama la nobleza del dinero. El barón negociaba en la Bolsa, desempeñó un gran papel en Viena, tratando a todos los príncipes y demás... Luego cayó en decadencia, se salió del negocio retirándose con un millón - dicen -, y ahora vive aquí, sin lujos, pero con distinción.
- ¿Judío?
- Él, me parece que no. Su mujer, posiblemente. No puedo decir más sino que se trata de personas muy finas y agradables.
- ¿Tienen... hijos?
- No. Es decir... una hija de diecinueve años. Los padres son muy amables...
Pareció confuso un momento, y luego agregó:
- Te propongo seriamente que me acompañes, para que te presente. Sería un placer para mí. ¿No quieres?
- Desde luego que sí. Te lo agradeceré. Aunque no sea más que para conocer a esa hija de diecinueve años...
Me lanzó una mirada de soslayo, y dijo luego:
- Bien, pues. No lo aplacemos demasiado. Si te conviene, pasaré mañana a buscarte, hacia la una o una y media. Viven en Theresienstrasse, 25, primero. Me alegraré de presentarles a un amigo de la escuela. Trato hecho.
En efecto, hacia mediodía del día siguiente llamábamos al primer piso de una casa elegante de la Theresienstrasse. Junto a la campanilla se leía, en grandes letras negras: "Barón de Stein".
Durante todo el camino, Paolo había estado excitado y había dado muestras de una alegría casi desbordante; mas ahora, mientras esperábamos que abrieran la puerta, percibí en él un extraño cambio. Mientras se hallaba en pie a mi lado, parecía completamente tranquilo, salvo un temblor nervioso de los párpados: una tranquilidad forzada, llena de tensión. Adelantaba tan poco la cabeza. La piel de su frente estaba tensa. Casi se asemejaba a un animal que aguza con atención los oídos y escucha con todos los músculos en tensión.
El criado que se llevó nuestras tarjetas volvió para rogarnos que nos acomodásemos un momento, pues la señora baronesa saldría en seguida, y nos abrió la puerta de una habitación medianamente grande y amueblada en tonos oscuros.
Al entrar nosotros apareció en la galería, que daba a la calle, una joven vestida de color claro - vestía con sencilla elegancia -, quien se detuvo un momento y nos miró con expresión inquisitiva. "La hija de diecinueve años", pensé, mientras lanzaba una mirada involuntario a mi acompañante, quien me susurró.
- ¡La baronesa Ada!
Su figura era elegante, aun cuando sus formas eran demasiado maduras para su edad, y con sus movimientos muy blandos y casi insolentes no parecía una muchacha tan joven. Su cabello, peinado en dos ondas sobre las sienes, era de un negro muy brillante, y formaba un verdadero contraste con la blancura mate de su cutis. El rostro, aunque de labios llenos y húmedos, de nariz carnosa y de ojos negros y almendrados, sobre los que se arqueaban suavemente las negras cejas, no dejaba lugar a dudas sobre su adolescencia, en parte al menos; era indiscutiblemente de extraordinaria belleza.
- ¡Ah! ¿Hay visita? - inquirió, mientras avanzaba dos pasos hacia nosotros. Su voz sonaba ligeramente velada. Se llevó una mano a la frente, como para vernos mejor, mientras apoyaba la otra en el piano de cola que se encontraba junto a la pared.
- Y una visita muy bien venida, por cierto... - prosiguió en el mismo tono, como si hasta ese momento no hubiese reconocido a mi amigo; luego me dirigió una mirada interrogante.
Paolo avanzó hacia ella y se inclinó con la lentitud casi de somnolencia con que nos movemos al saborear un placer exquisito, sobre la mano que ella le tendía, sin pronunciar palabra.
- Baronesa - dijo luego -, me permito presentarle a un amigo mío, un compañero de escuela, con quien aprendí las primeras letras...
Me tendió también la mano, una mano blanda, como sin huesos, y que no ostentaba ninguna joya.
- Es un placer - dijo, mientras fijaba en mí su mirada, que tenía un leve temblor especial -. Y lo será también para mis padres, pues espero que se les haya comunicado...
Tomó asiento en la otomana, y nosotros nos sentamos frente a ella, en unas sillas. Sus manos blancas, sin fuerza, descansaban en su regazo al hablar. Las vaporosas mangas no llegaban mucho más abajo del codo. Me fijé en la blandura de la forma de sus muñecas.
Al cabo de un par de minutos, se abrió la puerta de la habitación contigua, y entraron los padres. El barón era un señor elegante, macizo, calvo y con una barba gris en punta; tenía una manera inimitable de sacudir sobre la manga la gruesa cadena de oro que llevaba en la muñeca. No era posible determinar con seguridad si habría sacrificado a su baronía alguna sílaba de su nombre; por el contrario, su mujer era sin duda una judía, bajita y fea, que llevaba un vestido gris de mal gusto. Ostentaba grandes pendientes de brillantes.
Fui presentado y me saludaron con la mayor amabilidad, a mi acompañante le dieron la mano como a un buen amigo de la casa.
Después de algunas preguntas y respuestas sobre mi origen y persona, la conversación versó sobre una exposición en la que Paolo presentaba un cuadro, un desnudo femenino.
- ¡Un trabajo muy fino, en verdad! - dijo el barón, No hace mucho pasé media hora contemplándolo. La tonalidad de la carne sobre la alfombra roja está lograda en grado eminente. ¡Vaya, vaya, señor Hofmann! - palmeó el hombro de Paolo en actitud condescendiente -: Pero nada de exceso de trabajo, mi joven amigo, por el amor de Dios. Debe usted cuidarse. ¿Qué tal se halla usted de salud?
Mientras yo daba a los señores la necesaria información sobre mi persona, Paolo había cambiado unas palabras en voz baja con la baronesa, pues estaba sentado delante y muy junto a ella. Aquella tranquilidad extrañamente tensa que yo había observado antes no había cedido en modo alguno. Sin que pueda decir exactamente por que me daba la impresión de un felino dispuesto a saltar. Sus ojos oscuros, en el rostro amarillento y enjuto, tenían un brillo tan enfermizo, que experimenté casi un estremecimiento cuando contestó a la pregunta del barón, en un tono muy decidido:
- ¡Oh, magníficamente! Agradezco su interés. ¡Me encuentro muy bien!
Transcurrido un cuarto de hora nos levantamos, y la baronesa recordó a mi amigo que sólo faltaban dos días para el jueves, y que tuviera presente su Five o'clock tea, me rogó también a mí que tuviese a bien recordar esa fecha, etcétera.
En la calle, Paolo encendió un cigarrillo.
- Bien - dijo -. ¿Qué me dices?
- ¡Oh, son gente muy agradable! - me apresuré a contestar -. La hija de diecinueve años hasta me ha impresionado.
- ¿Impresionado?
Lanzó una breve carcajada, desviando la mirada hacia el lado opuesto.
-¡Sí, ríete! - dije -. En cambio, ahí arriba me pareció a veces que enturbiaba tu mirada un anhelo oculto. Pero, ¿quizá me equivoco?
Guardó silencio durante un momento. Luego movió lentamente la cabeza.
- Me gustaría saber cómo tú...
- ¡Por favor! La única duda para mí está en saber si también la baronesa Ada...
De nuevo permaneció un instante callado, mirando ante sí. Luego dijo en voz baja y con acento confiado:
- Creo que seré feliz. Me separé de él estrechándole la mano con cordialidad, aunque no pude impedir que surgiera en mí algo de duda.
Pasaron algunas semanas; durante las cuales solía frecuentar los tés en el salón del barón. Se reunía allí un círculo reducido, aunque muy agradable: una joven actriz de la Corte, un médico, un oficial - no recuerdo bien a todos.
Nada nuevo pude observar en la conducta de Paolo. Por lo general, y a pesar de su aspecto, que infundía preocupación, se hallaba de humor animado y alegre, y siempre que se encontraba cerca de la baronesa mostraba aquella tranquilidad extraña que percibí la primera vez.
Cierto día - casualmente hacía dos días que no veía a Paolo - me encontré en la Ludwigstrasse al barón von Stein. Iba a caballo, y se detuvo y me dio la mano desde la silla.
- ¡Me alegro de verle! Espero que mañana por la tarde nos visitará usted.
- Desde luego, si usted me lo permite, señor barón. Aunque no es seguro que mi amigo Hofmann pase a buscarme como cada jueves...
- ¿Hofmann? Pero, ¿no sabe usted que se ha ido de viaje? Creí que le habría informado.
- No me ha dicho ni una sola palabra.
- Y así, completamente à bâton rompu... Un verdadero antojo de artista... ¡Hasta mañana por la tarde, pues!
Espoleó a su cabalgadura, y me dejó sumido en el mayor asombro.
Corrí a casa de Paolo.
- Lo sentimos, el señor Hofmann se halla ausente. No dejó ninguna dirección.
Estaba claro que el barón sabía algo más sobre aquel "antojo de artista". Su propia hija me confirmó luego lo que yo estaba seguro de adivinar.
Ello ocurrió durante un paseo por el valle del Isar, al cual me invitaron. La partida fue a una hora bastante avanzada de la tarde, y a la vuelta, al anochecer, ocurrió que la baronesa y yo nos quedamos los últimos en la comitiva.
Yo no había podido advertir ningún cambio en ella desde la desaparición de Paolo. Conservó por completo la calma y hasta entonces no se refirió a mi amigo en absoluto, mientras que sus padres se excedían en sus manifestaciones de sentimiento por su brusca marcha.
Ahora paseábamos ambos por uno de los más bellos lugares de los alrededores de Munich; la luz de la luna se filtraba entre las ramas, y durante algún tiempo escuchamos en silencio la conversación de nuestros compañeros, que era tan monótona como el rumor del agua que corría cerca de nosotros.
Entonces comenzó a hablar de Paolo, en tono muy tranquilo y con gran seguridad.
- ¿Son amigos desde su primera juventud?
- Sí, baronesa.
- ¿Comparte usted sus secretos?
- Creo que conozco el más importante de ellos, aunque no me lo haya comunicado.
- ¿Luego puedo confiar en usted?
- Espero que no tenga ninguna duda acerca de ello, señorita Ada.
- Pues bien - dijo, alzando la cabeza en un movimiento de decisión -. Él solicitó mi mano, y mis padres se la negaron. Me dijeron que estaba enfermo, muy enfermo, pero, sea como fuere: yo le quiero. ¿Me permite que le hable a usted así, verdad? Yo...
Pareció un instante confusa y luego prosiguió, con la misma decisión:
- No sé dónde se encuentra; pero le autorizo a usted a repetirle estas palabras, que él ya ha oído de mi propia boca, en cuanto le vea, o a comunicárselas por escrito, en cuanto llegue a conocimiento de usted su dirección: jamás concederé mi mano a otro hombre que a él. ¡Ah! ¡Veremos!
En esta última exclamación, junto al desafío y la decisión, se encerraba tanto dolor inerme, que sin poder evitarlo cogí su mano para estrecharla en silencio.
Por aquel entonces me dirigí por carta a los padres de Hofmann, rogándoles que me comunicasen la dirección de su hijo. Recibí una dirección del sur del Tirol, pero la carta que envié me fue devuelta con la notificación de que su destinatario había abandonado ya el lugar, sin indicar la meta de su viaje.
No quería ser molestado por nadie, había huido de todo el mundo para morir solo. Para morir, indudablemente, pues después de todo llegué a tener la triste seguridad de que no volvería a verle.
¿No estaba claro que aquel hombre, enfermo sin esperanza, amaba a aquella joven con una pasión silenciosa, volcánica, de ardiente sensualidad, como correspondía a las parecidas reacciones de su primera juventud? El instinto egoísta del enfermo había hecho florecer en él la salud, al mismo tiempo que el deseo de posesión; ahora, este ardor, al no ser satisfecho, ¿no devoraría rápidamente sus últimas reservas vitales?
Y pasaron cinco años sin recibir señal de vida por su parte, pero también sin que me llegase la noticia de su muerte.
El año pasado me encontraba en Italia, por Roma y sus alrededores. Pasé los meses de estío en los montes, volví a fines de septiembre a la ciudad. Era una noche calurosa, estaba ante una taza de té, en el Café Aranjo; hojeaba mi periódico y miraba distraído la variada actividad del amplio y luminoso local. Los clientes llegaban o se iban, los camareros iban y venían, y algunas veces se oían, gracias a las puertas ampliamente abiertas, los prolongados voceos de los chicos que vendían diarios afuera.
De repente veo a un señor de mi edad, que se mueve lentamente entre las mesas, dirigiéndose hacia la salida... Ese modo de andar... Pero ya se vuelve hacia mí, alza las cejas y se me acerca con un "¡Ah!" entre alegre y asombrado.
- ¿Tú aquí? - exclamamos ambos a la vez, y él me dice:
- ¡Luego vivimos ambas todavía!
Su mirada se apartó un poco al decirlo. Apenas si había cambiado en esos cinco años; sólo quizá su rostro se había hecho bastante más delgado, sus ojos se habían hundida más en sus cuencas. De vez en cuando respiraba profundamente.
- ¿Hace mucho que estás en Roma? - preguntó.
- En la ciudad, no mucho; estuve unas meses en la provincia. ¿Y tú?
- Hasta hace una semana, he estado junto al mar. Ya sabes que siempre lo preferí a la montaña... Sí, desde que no nos hemos visto, he conocido gran cantidad de países.
Mientras se tomaba un sorbete, comenzó a contarme cómo había pasado aquellos años: de viaje, siempre de viaje. Recorrió las montañas del Tirol, viajó despacio por toda Italia, pasó de Sicilia a África y hablaba de Argel, Túnez y Egipto.
- Estuve además algún tiempo en Alemania - dijo -, en Karlsruhe; mis padres deseaban verme con urgencia, y no querían dejarme marchar. He vuelto a Italia hace tres meses. En el Sur me siento como en mi hogar, ¿sabes? !Roma me agrada sobremanera!
Por mi parte, aún no le había preguntado acerca de su estado de salud, por lo cual dije:
- De todo esto, debo deducir que te encuentras muy fortalecido, ¿no?
Me miró un momento con expresión interrogante; luego Respondió:
- ¿Quieres decir, porque viajo tan activamente? Pues te diré:. es una necesidad muy natural. ¿Qué quieres? Me han prohibido fumar, beber y amar... luego necesito alguna especie de narcótico, ¿comprendes?
Como yo callaba, agregó:
- Muy necesario... desde hace cinco años.
Habíamos llegado al punto que hasta aquel instante evitábamos, y la pausa que se produjo expresó la confusión de ambos. Se recostó contra el respaldo de terciopelo y miró hacia el candelabro del techo. Luego dijo súbitamente:
- Sobre todo, ¿me perdonas que haya estado tanto tiempo sin darte noticias mías? ¿Lo comprendes? - Desde luego.
- ¿Sabes algo acerca de mis aventuras de Munich? - prosiguió en tono casi de dureza.
-Sí. Durante todo este tiempo he guardado un mensaje para ti. Un mensaje de una mujer.
Sus ojos cansados llamearon brevemente. Luego dijo en el mismo tono seco y cortante de antes: - Sepamos si se trata de alguna novedad.
- Novedad, no creo; sólo una confirmación de lo que tú mismo supiste por ella...
Y le repetí, inmersos ambos en aquella multitud que charlaba y gesticulaba, las palabras que aquella noche me confió la baronesa.
Él escuchaba pasándose la mano por la frente, y al fin dijo, sin dar señales de estar conmovido: - Gracias.
Su tono comenzó a hacerme dudar.
- Cierto que sobre esas palabras han pasado los años - dije -, cinco largos años que ella y tú habéis vivido... miles de nuevas impresiones, sensaciones, pensamientos, deseos...
Me interrumpí, pues él se irguió y dijo con voz en la que vibraba nuevamente la pasión que por un momento creí apagada:
- ¡Yo... me atengo a esas palabras!
En ese momento reconocí en su rostro y en toda su actitud la expresión que observé en él aquella vez, cuando conocí a la baronesa: aquella tranquilidad forzada, aquella tensión dominada que muestra la fiera antes de saltar.
Desvié la conversación, y volvimos a hablar de sus viajes, de los estudios realizados durante ellos; no parecían ser muchos, y habló de ellos con bastante indiferencia.
Poco después de medianoche se levantó.
-Necesito dormir o más bien estar solo... Mañana por la mañana puedes encontrarme en la Galleria Doria. Estoy copiando a Saraceni; me he enamorado del ángel músico. Sé bueno y ven. Me he alegrado de encontrarte aquí, Buenas noches.
Dicho esto salió, despacio, tranquilo, con movimientos cansados, indolentes.
Durante todo el mes siguiente recorrí la ciudad con él; Roma, ese museo rebosante de todas las artes, la moderna metrópoli del sur, una ciudad llena de vida ruidosa, rápida, ardiente, sensual, en la que el viento cálido pone una nota de indolencia oriental.
El comportamiento de Paolo fue siempre el mismo. Por lo general era serio y callado, y a veces caía en un cansado relajamiento, del cual solía recuperarse repentinamente, con un relampagueo en sus ojos, para continuar con ardor una conversación anteriormente abandonada.
Debo mencionar un día en que hizo algunas observaciones, cuyo verdadero sentido no he podido comprender hasta ahora.
Era un domingo. Habíamos aprovechado la maravillosa mañana de fines del estío para dar un paseo por la Vía Appia y descansábamos, después de haber seguido durante largo trecho la antigua ruta, en aquella pequeña colina rodeada de cipreses, desde la que se disfruta una estupenda vista sobre la soleada Campagna, con el gran acueducto, y al fondo los montes Albanos, envueltos en una delicada niebla.
Paolo descansaba medio echado sobre el cálido suelo cubierto de hierba, con la barbilla apoyada en la mano, y mirando a lo lejos con ojos cansados, velados. Cuando se dirigió a mí fue uno de aquellos despertares de su completa apatía, tan repentinos:
- ¡El ambiente! ¡Todo este efecto se debe al ambientes!
Murmuré alguna afirmación, y hubo un silencio. Luego, sin transición, me dijo, volviendo hacia mí el rostro, con cierto énfasis:
- Dime, ¿no te ha sorprendido, en el fondo, encontrarme aún con vida?
Guardé silencio, sorprendido, y él volvió a mirar la lejanía con expresión pensativa.
- A mí... sí - prosiguió lentamente- . En realidad, cada día me maravillo de ello. ¿Sabes cómo me encuentro, de hecho? El médico francés de Argel me decía. "¡El diablo me lleve si comprendo cómo puede viajar todavía! ¡Le aconsejo que se vuelva a su casa y se meta en la cama!"
Tenía confianza conmigo porque cada noche nos reuníamos a jugar al dominó.
"Todavía estoy vivo. Casi cada día estoy en las últimas. Por la noche, acostado en la oscuridad - ¡sobre el lado derecho, se entiende! - el corazón me palpita hasta el cuello, siento vértigo hasta tal punto que me brota un sudor de angustia, y luego, de improviso, siento como si la Muerte me estuviera tocando. Por un instante todo se detiene en mi interior, los latidos del corazón cesan, la respiración falla. Me incorporo, enciendo la luz, respiro hondo y devoro con la mirada los objetos que me rodean. Luego bebo un sorbo de agua y me echo, siempre sobre el costado derecho, y poco a poco vuelvo a dormirme.
"Duermo mucho y con un sueño muy profundo, pues en realidad siempre estoy agotado. ¿Sabes, que si quisiera, podría tenderme ahora aquí mismo y morirme? Así es de sencillo.
"Creo que durante estos años habré visto mil veces la muerte cara a cara. No he muerto. Algo me sostiene... Me levanto, pienso algo, me aferro a una frase, que repito hasta veinte veces, mientras mis ojos absorben ávidamente toda la luz y la vida que hallan a mi alrededor... ¿Me comprendes?
Permaneció inmóvil, echado, y apenas parecía esperar una respuesta. Ya no sé lo que contesté; pero nunca olvidaré la impresión que me causaron sus palabras.
Y luego, aquel día... !Oh!, siento como si lo hubiera vivido ayer mismo.
Era uno de los primeros días de otoño, aquellos días grises, extrañamente cálidos, en los que el viento húmedo opresivo de África barre las calles, y por la noche cruzan el cielo, uno tras otro, los relámpagos.
Por la mañana entré en la habitación de Paolo, para salir con él. Su maleta grande estaba en medio de la estancia, y tenía el armario y la cómoda abiertos de par en par; sus apuntes a la acuarela de Oriente y el vaciado en yeso de la cabeza de Juno del Vaticano estaban aún en sus respectivos lugares.
Él estaba de pie junto a la ventana, muy erguido, y no dejó de mirar hacia fuera cuando me detuve, lanzando una exclamación de asombro. Luego se volvió brevemente, alargándome una carta, y sin decir más que:
- Lee.
Le miré. En aquel rostro delgado y amarillo de enfermo, con los ojos negros y febriles, había una expresión como la que por lo común sólo puede producir la muerte, de una inmensa seriedad, que me hizo bajar los ojos hacia la carta, que había cogido. Y leí:

"Muy apreciado señor Hofmann:
A la amabilidad de sus señores padres, a quienes me dirigí, debo el conocimiento de su dirección, y espero ahora que acoja usted amistosamente estas líneas.
Permítame asegurarle, estimado señor Hofmann, que durante estos cinco años le he recordado siempre con el sentimiento de una sincera amistad. Si hubiera de creer que su repentina marcha, en aquel día tan doloroso para usted y también para mí, significaba enemistad hacia mí y los míos, ello me entristecería aún más profundamente, de lo que me asustó y sorprendió la petición hecha por su parte de la mano de mi hija.
En aquella ocasión le hablé a usted de hombre a hombre, comunicándole con sinceridad y arriesgándome a parecer brutal, el motivo por el cual debía negar la mano de mi hija a un hombre, lo repito, tan apreciado por mí en todos los conceptos; y le hablé también como padre, preocupado por una felicidad estable de su única hija, y que hubiera evitado el nacimiento de los afanes que usted sabe, si tan sólo hubiera podido pensar en esta posibilidad.
En esta misma calidad, apreciado señor Hofmann, me dirijo hoy a usted: como amigo y como padre. Han pasado cinco años desde su marcha, y si hasta ahora no he tenido ocasión de darme cuenta de la profundidad de la inclinación que supo usted inspirar a mí hija, recientemente ocurrió un hecho que hubo de abrirme por completo los ojos. ¿Por qué iba a ocultarle a usted que mi hija rechazó por usted la petición formal de un hombre excelente, petición que yo como padre tenía numerosos motivos para apoyar? El paso de los años no ha podido modificar los sentimientos y anhelos de mi hija, y si en el caso de usted - le pregunto sincera y francamente - ocurriera lo mismo, declaro aquí que como padre no deseo constituir obstáculo a la felicidad de mi hija.
En espera de su contestación, por la cual, cualquiera que ella sea, le quedo profundamente reconocido, y sin más que agregar a estas líneas, salvo manifestarle mi más distinguida consideración, le saludo atentamente,

Oskar, barón de Stein."

Alcé los ojos. Tenía las manos a la espalda y se había vuelto de nuevo hacia la ventana. Dije solamente.
- ¿Te vas?
Sin mirarme, él contestó:
- Mañana por la mañana han de quedar dispuestas mis cosas.
El día pasó, ocupado en diligencias y en hacer maletas, en lo que le ayudé, y al anochecer le propuse que diéramos un último paseo por las calles de la ciudad.
Hacía aún un bochorno insoportable, y el cielo brillaba a cada segundo en súbitos resplandores fosfóricos. Paolo parecía tranquilo y cansado, pero su respiración era honda y pesada.
Durante cerca de una hora paseamos en silencio o hablando de cosas indiferentes, y nos detuvimos luego ante la Fontana de Trevi, aquella famosa fuente que muestra el carro del dios marino.
Una vez más, contemplamos largamente y con admiración ese magnífico grupo que, iluminado constantemente por azulados relámpagos, producía una impresión casi mágica. Mi acompañante dijo:
- Desde luego, Bernini me maravilla aún en las obras de sus discípulos. No comprendo a sus enemigos. Cierto que si el Juicio Final es más escultura que pintura, todas las obras de Bernini son más bien pinturas que esculturas. Pero, ¿dónde hallaremos un decorador más grande?
- ¿Conoces la leyenda de esta fuente? Dicen que quien al marcharse de Roma bebe aquí, vuelve siempre. Aquí tienes mi vaso - y lo llené en uno de los surtidores ¡volverás a ver tu Roma!
Tomó el vaso y se lo llevó a los labios. En este instante todo el cielo llameó en un relámpago deslumbrante y prolongado, y el delicado recipiente se hizo pedazos en el borde pétreo de la fuente, con un sonido argentino. Con su pañuelo, Paolo se secó el agua de su traje.
- Soy nervioso y torpe - dijo -. Vámonos, Espero que el vaso no tuviera mucho valor.
Al día siguiente el tiempo había despejado. Un cielo de verano, radiante y luminoso, reía sobre nosotros mientras nos dirigíamos a la estación.
La despedida fue breve. Paolo me estrechó la mano en silencio cuando le deseé felicidad, mucha felicidad.
Permanecí mirándole largo rato, mientras se alejaba, muy erguido junto a la amplia ventanilla. En sus ojos había una gran seriedad... y una expresión de triunfo.
¿Qué más voy a decir? Murió: en la mañana siguiente a su noche de bodas... casi en la misma noche de bodas.
Así había de ser. ¿No fue la voluntad, únicamente la voluntad de ser feliz, lo que le hizo vencer tanto tiempo a la muerte? Hubo de morir, sin lucha y sin resistencias, una vez satisfecha esa voluntad; ya no tenía motivo para seguir viviendo.
Me he preguntado si obró mal, si hizo mal conscientemente a aquélla con quien se unía. Mas yo la vi en el entierro, de pie a la cabecera de su ataúd, y vi también en su rostro la expresión que descubrí en el suyo: la solemne y fuerte seriedad del triunfo.
FIN


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