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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO EL CAMELLO (por Leo Mendoza)
Luis le puso "El Camellito" porque era idéntico al de "Nosotros los pobres". Sí, a ése que avientan a un tranvía. Pero el nuestro tenía sus desventuras propias, En todo le fue mal y acabó vendiendo billetes de lotería. Digo, ahí lo arrastró la vida porque antes quiso ser comerciante establecido y más antes, tras ver las películas de Tin Tan y Tun Tun, intentó ser tan bueno como el enano aquel para aquello del dancing pero ahí sí no se le hizo porque en serio que tenía dos pies izquierdos y nada de cintura.

También le decíamos Kabubi por la caricatura de la tele.

A él lo quebró la honradez porque cuando andaba en eso de los abarrotes era el único que entregaba el cambio exacto, que jamás se quedaban con un centavo, que respetaba los precios oficiales y que, para colmo, mantenía su tienda bien surtida. Pues no creerá usted que la cabrona gente prefería ir con aquellos que la engañaban, transaban y se robaban cuanto podían utilizando kilos de setecientos gramos y vendiéndoles comida que ni siquiera era buena para los animales.

Pero así somos de contreras. Cuando al negocio del "Camello" se lo cargó la fregada y cerró, ahí están todos quejándose y amenazando con denunciarme. Y es que después de que "El Camello" se fue yo puse mi propia lonja.

Luego se le ocurrió abrir una paletería y le fue peor: primero porque luego de los partidos toda la palomilla le caía encima para gorrearle las aguas, las nieves y las congeladas; llevaban a sus chilpayates y siempre le quedaban a deber a nuestro buen Kabubi. Dicen que al perro más flaco es al que se cargan las pulgas y en el caso de nuestro amigo el dicho le cayó como anillo al dedo porque le dio por enamorarse de una golfa. Y cuando digo de una golfa es porque traigo sus calzones en la mano. La Susanita ya había pasado por los brazos de gañanes de la colonia cuando conoció al Camellito. Tenía tres hijos, todos de diferente padre, y andaba en busca no de quien se la había hecho sino de quien se la pagara. Y por desgracia se topó con nuestro cuate.

La Susana no era nada fea. Era una morena de andares de fuego, deslenguada, como esas suegras de tarjeta postal de cuya boca surgen sapos y culebras; dicen que jarocha aunque yo siempre le vi cara de arrabalera y con unas caderas y unas piernas que eran como invitación al pecado o ya de perdida al baile, a unos raspaditos en esos salones de rompe y rasga que por entonces abundaban. No soy ningún santo y alguna vez me le acerqué para invitarla a pasear y ella sin mucho pensarlo dijo simón. Así que al chico rato, tras echarnos unas frías y darle gusto al dancing, ahí estábamos en el auto caldeando que daba gusto. Hasta se empañaron los vidrios del impala que entonces traía. Y a la hora de la hora que se hace la remilgosa. No me quedó otra que ir a dejarla a su casa. Pero, ya ve como son de cabronas las mujeres, en el viaje que se prende y ahí me tienen poniéndole Jorge al niño aquí a media cuadra, casi enfrente de la panadería.

De esa fichita se enamoró mi amigo. Y se convirtió en la patrona del negocio además de coronar a nuestro amigo con un cuerno no de buey sino de rinoceronte. Y es que mientras el Camellito camellaba todos los días en el negocio la Susana le daba vuelo a la hilacha con todo tipo de chavos y no tan chavos, rucos ya pero que traían bien cargada la cartera. Para el colmo nuestro amigo era derecho y dio a la Susanita un sueldo aunque no se presentara a trabajar y sólo le llegara a la hora del cierre para pedirle una corta y seguir en la pachanga. Él, pues, se conformaba con el tiempo que, ora sí como dice la canción, le quedaba libre a la suripanta aquella: algún domingo cuando parecía que hasta familia tenía y dejaba a un chamaco encargado del negocio y se iba al parque con la mujer y sus tres hijos. No creo que ella lo haya querido pero lo hizo feliz por un rato. Y es que el Camellito era rete enamorado. Desde la primaria lo fue. Yo me acuerdo que le llevaba chocolates y estampitas a varias chavalillas y que las acompañaba a comprar de esas pastillas con premio, ¿se acuerda?, esas grageas que uno arrancaba de un gran cartón y que al desprenderlas dejaban al descubierto la ganancia. A esas niñas les permitía que le sobaran la espalda para que les diera suerte en los exámenes. Pero nunca se le hizo y aunque también dice el refrán que nunca falta un roto para un descosido la Susanita fue la única descarada que le siguió el juego y le dio pollito con papas pero eso sí por puro interés, aunque, ya encarrerado el ratón, qué bigotes puede andar contando.

Lo que fregó al Camellito fue su nobleza. De veras, le echaba agua purificada a las paletas, usaba concentrados de buena calidad y algunas hasta llevaban frutas. Pues no la gente prefería los raspados de doña Chonita, culpables de varias tifoideas y dos que tres chorrillos. Y si a eso le sumamos que la escasa ganancia se la arrebataba de las manos la Susana, pues entonces que ni duda le quepa que nuestro amigo iba derecho a la quiebra contimás si le sumamos a los gorrones entre lo que se contaba su servilleta, pues ya sabrá usted que el negocio andaba como toro con estocada de muerte.

Pero lo que precipitó el fin -ahora que el Kabubi ya no anda con ella puedo decirlo- fueron los chismes de sus amigos y he de decir que yo me cuento entre quienes anduvimos de correveidile. Así fue, le llenamos la cabeza de malos pensamientos con respecto de la Susana y acabó pasando lo que tenía que pasar: que el Camello se dio cuenta que la mujer lo engañaba. La descubrió una tarde cuando fue a visitarla a su departamento y la encontró en brazos del carnicero. Ella le dijo que el tablajero nada más era un buen amigo pero él ya no quiso escucharla. Lo malo es que así, enclenque como era, se le ocurrió ponerse a las patadas con Sansón y el gamberro aquel le puso una santa cueriza que lo mandó al hospital. Para colmo de malas la Susana entró esa noche al negocio, porque el muy tonto le había dado llaves, y se fue con los dineros del mes. Dicen que anduvo rolando por Acapulco con sus chilpayates pero la mera verdad yo ni enterado estaba: nada más un buen día, camino a la chamba, me di cuenta que la famosísima "Flor de Guamúchil" -nombre con el que el Camellito bautizó a su paletería para hacerle la competencia a los michoacanos- había cerrado para siempre.

Ora que el lugar ya estaba medio salado. Porque luego, cuando pusieron la licorería, en menos que canta un rayo les llegó una pandilla que no dejó ni papas fritas para la venta. La mera verdad yo creo que mi amigo dejó ahí su mala suerte: después de la vinata estuvo un changarro de tortas con tan mala suerte que se les murió ahí, tragando, un señor que dizque de un ataque cardiaco, pero ya no hubo quien quisiera pararse por ahí. De menos, se lo juro por ésta, han pasado diez negocios por esa esquina y ninguno ha pegado.

Al poco rato de la quiebra, un sábado el parque me encontré con el Kabubi, iba de tacuche, muy cuco él, y vendiendo lotería. Me dijo que ése era su nuevo trabajo y que le estaba yendo bien pero que no le dejaba mucho dinero. Que un tío de él le había propuesto que trabajara en su expendio, que le pasaba los billetes gratis pero que debía regresarlos antes de las seis de la tarde, cuando ellos aún podían hacer las devoluciones. Pues mi amigo recurrió a todos los gajes del oficio, hasta hizo que un sastre le hiciera un saco que en vez de ocultar la joroba la insinuase más, la hiciera tocable y al principio todo le fue de pelos porque la clientela con tal de que al tocarlo les diera buena suerte, le compraba los billetes. Pero nadie se sacaba nada, el condenado Camello ni reintegros daba. Así que la gente comenzó a alejarse, a hacerle el feo, a salir corriendo en cuanto lo veían para no comprarle alguno de sus nefastos cachitos.

Para colmo era rete honrado así que más de una vez tuvo que pagarle a su tío los billetes que se le quedaban porque, como no traía ni para el camión, casi siempre llegaba tarde al expendio. Y los peor es que nunca se sacó un premio.

Quizá por eso buscó el camino de los cabarets y las cantinas. Como ahí los clientes eran más o menos de pisa y corre, pues les deja sus cachitos y ya no volvía verlos. Casi todos se lo compraban por la joroba o por alguna frase ingeniosa que el Camellito soltaba y los hacía reír. A uno le dijo que comprar el boleto para irse de viaje, que era lo que le hacía falta, y por un pelito de rana no me lo dejaban sin cabeza pues aquel ganapán acaba de despedir a su novia quien se había ido con su hermana a los unaites. A otro le aseguró que con el premio se compraba auto y a punto estuvieron de agarrarlo a patadas porque el posible cliente acaba de destruir cinco coches en un accidente y tenía que pagar daños y perjuicios. Para colmo le dijo a un cornudo que si le compraba aquel billete seguro le podía regalar a su vieja todas las joyas que ella hacía tiempo le exigía y el marido, recién abandonado, no soportó aquello y se le fue encima al Kabubi con intenciones asesinas. Lo correteó por toda la cantina y acabaron por expulsarlo del establecimiento. Con los cabarets ocurrió lo mismo y peor aún le fue cuando unos tiras lo agarraron dizque por narcotraficante y lo llevaron a los separos de la Procu. Todavía no sé como salió vivito y coleando de aquella aventura.

Así que dejó por la paz la lotería y ahora vende chicles en el crucero del Eje y Almazán. Ahí mero enfrente del panteón que es como la casa que lo espera. Yo por lo pronto, cada vez que paso, lo saludo y le doy una palmada en la espalda, agarro mi pata de conejo por si las moscas no vaya a ser que el méndigo Kabubi me pase su salación. De cualquier manera ya me voy haciendo a la idea de que un día, con la mala suerte que lo persigue, me lo voy a encontrar cojo, o tuerto o sinaloa. Porque hay quienes tienen en la cara marcado el destino y el de mi amigo era ése, desde que estudiamos juntos la primaria.

Luisito, que en paz descanse, nos lo dijo muchas veces: ése va pa bajo.

Lo malo es que no vivió para verlo con sus propios oclayos porque se le cruzó un microbús en el camino.


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