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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO DE SOL A SOL (por Jorge F Hernández)
He visto todos los granos y todas las especias, toda la tierra del mundo que se puede comer: arroz inmaculado como mejilla de china y habas que podrían confundirse con un dedo pulgar; frijoles como fichas de un damero y otros que parecen los ojos de un venado. Caminé entre senderos de diversos platanales, machos y dominicos, bananas moteadas por el silencio de inmensas tarántulas negras. Por una calle prolongada mi respiración se volvió picante: todos los colores y variedades del chile tosían llorando los ojos. Un mamey, entre sus semejantes del color de su nombre, abre su piel morena para mostrar un sabor a sangre. Una pila de papayas amarillas parece un muro de cráneos, tzompantli frutal que contrasta con la acuarela chillante de las sandías que sonríen para mostrar sus rojas encías y las perfectas dentaduras que forman sus semillas negras. Comí con los ojos melones de un naranja ajeno al color de las mandarinas y naranjas que insisten en confirmar la redondez del planeta. Se me olvidaba que las uvas verdes parecen gotas de un rocío y que las moradas parecen llorar de alegrías.

Debo a la generosidad de un arcángel entrañable la oportunidad de conocer la Central de Abasto de la Ciudad de México, una ciudad que reúne todos los comestibles que alimentan a más de veinte millones de habitantes sobre un territorio de 304 hectáreas. Por allí desfilan 7000 empleados diarios, formando una Babel de música en sus nombres con todos los sabores del mundo: cargadores, carretilleros, mecapaleros, caladores, cotizadores, intermediarios, bodegueros, cobradores, expendedores y cartoneros. Por allí pasan 35 000 vehículos diariamente, cargando el 30 % de la producción nacional hortofrutícula, el 47.5% de los alimentos totales del país, para sustento de la ciudad capital, el epicentro de tantas cosas mexicanas desde hace casi ocho siglos. Es una ciudad de frutas y de flores, de legumbres y verduras, de carnes de ave y de res, gallinas y pollos, pescados de todos los mares y mariscos todos, infinidad de semillas y la auténtica vía de los lácteos, cremas, mantequillas y leche sin engaños pasados por agua. Es la Central, cuya extensión es más grande que la del aeropuerto internacional o que el campus central de la universidad más grande del país. Aquí caben 2 000 toneladas en refrigeración y otro tanto en lo que llaman la transferencia de basura; tan sólo las flores y hortalizas ocupan 16 hectáreas de vida, entre casi 1500 locales comerciales, más de 300 bodegas de abarrotes y de víveres y casi 2000 bodegas para frutas y leguminosas. En esta ciudad de comida se almacenan, de paso, del campo a la mesa, 122000 toneladas, pero sobre todo se inunda la vista con el hormigueo incesante de actividad, el inmenso panal continuo de transacciones, el paso irrefrenable de los cargadores, herederos de los tamemes prehispánicos, capaces de llevar un templo sobre sus espaldas.

Vine para confirmar que el paraíso terrenal sigue ocupando un espacio sobre la tierra, aunque los pecadores hayamos sido expulsados para nunca jamás habitarlo para siempre. Aquí es Sri Lanka en Iztapalapa y el puerto final del mejor bacalao de Noruega. Aquí se ha clonado la selva con sus húmedos tintes y la vastedad de las parcelas sembradas con afecto, sudor y lágrimas. Vine porque no podía creer que Octavio Paz sintió alivio para cualquier pesar al contemplar esta inmensa ciudad que recibe todos los comestibles de México y del mundo, de paso y de sol a sol. El mismo sol que alumbraba los mercados de "notable orden y concierto" que impresionaron a un soldado llamado Bernal Díaz del Castillo hace casi cinco siglos, los mismos que hacían eco de su zumbidos a veinte leguas de distancia. Aquí está Tenochtitlán, con pantalones de mezclilla y sucursales de todos los bancos, la geometría de todos los aromas y sabores, ahora modernizada con transacciones que llegan a superar, en más de uno de sus días, al monto total que se moviliza en la Bolsa Mexicana de Valores. Vine para saborear con mis ojos una microhistoria de México, un capítulo vivo de nuestra memoria y de cultura que se filtra por los cinco sentidos sin descanso. La belleza efímera de un conglomerado de flores anaranjadas, perfectamente celosas de un campo de lilas presumidas, ambas humilladas por el imperio de las rosas. La plasticidad fugaz que llegan a tener los bodegones en tercera dimensión, las calabazas que parecen intocables montadas sobre una cama áspera de cocos cuya piel es dureza para cuidar el blanco cutis de su carne jugosa. Camino entre cerros de piñón y flores de jamaica, garbanzos que se salvan de la inmensa exportación que mantiene vivo al cocido madrileño en España y nueces que parecen cascabelear ante una pila de marañones que esconden eso que se llamará para siempre nuez de la india. La vida pasa rápido aquí en la Central de Abastos, con la misma lentitud con la que gira el mundo. La vida empieza desde la noche de la víspera y su ebullición amaina al llegar el atardecer del día siguiente, todos los días el mismo día, como si cada plato de arroz fuera el mismo que alimentó a un ejército de samuráis o como si una papa fuera idéntica a las patatas o las cuatrocientas variedades diferentes de papa que podrían nuevamente salvar a Irlanda de una hambruna. La Central de Abastos es un país dentro de la ciudad más grande del mundo, un mundo dentro de la ciudad que es ombligo de este país México, cornucopia abundante que parece inagotable.

La Central son las avenidas pobladas por puestos de básculas honestas, carretillas sin estrenar, bártulos de toda laya y puestos infinitos en donde hasta los libros se venden por kilo. La Central son las caras de los miles de hombres y mujeres que dejan sus vidas en pro de alimentar a los demás y de los miles más que acuden a realizar sus mandados aquí, sin la intermediación aprovechada de quienes inflan los precios ni la extranjerización de nuestros propios productos, emplasticados como si vinieran de Alaska.

Todo esto ha servido para recordarme que somos lo que comemos, que el sabor de un mango no puede describirse en palabras para completa comprensión de un polaco y que, mientras el mundo sigue sus cursos y decursos, las políticas y los policías, los horarios de tráfico y las tareas escolares hay en México un inmenso santuario donde el ritmo de la vida se palpa con el paladar, degustando con la mirada, el infinito milagro de lo que nos da sustento.


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