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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO EL PENITENTE (por John Peyton Cooke)
«Desde niña he querido torturar a un chico guapo.» Ésta es la frase que utilizó Marie para ligar conmigo. Me la musitó al oído de una forma endemoniada antes incluso de que yo le viera la cara, y funcionó. Significaba que conocía a Donald Fearn y a Alice Porter y también que, basándose únicamente en mi aspecto, se había formado una opinión sobre mí en un instante. No me ofendió; daba la casualidad de que había acertado, pese a que yo me parecía a la mitad de la gente que frecuentaba el Campanario y probablemente la mayoría no estaba metida en la mitad de las cosas en que yo estaba metido.

Al tiempo que cogía el taburete que había al lado del mío, Marie retorció mi oreja multiperforada. Yo me estremecí, solté un grito y me froté la oreja para aliviar el dolor, tras lo cual conté los aretes de plata para asegurarme de que no se había caído ninguno.
-—Me llamo Marie. —Tenía la voz aguda y femenina, dulce como la miel y sincera. No lo que cabría esperar de una retuerceorejas que no sabes de dónde ha salido—. ¿Y tú?
-—Yo soy Gary. —Mientras la miraba tuve una sensación intensamente agradable, como si alguien estuviera inyectándome una jeringuilla llena de adrenalina directamente en la aorta. No fue sólo su belleza lo que me impresionó, sino su actitud.
Marie tenía una sonrisa, de oreja a oreja, un Camel sin filtro colgado de los labios, los ojos pintados y clavados en los míos, los irises iluminados por el reflejo naranja de la vela del bar, las cejas enarcadas como una diablesa y el cabello negro mate cortado a la altura de los hombros, no como yo, que lo tenía tan largo que me llegaba hasta la cintura. Llevaba toda la ropa negra, desde la ceñida camiseta sin mangas hasta los estrechos vaqueros, pasando por las botas. En su ancho cinturón de cuero brillaban unos afilados remaches de cromo cuyas puntas harían daño a cualquiera que las tocara. Aunque llevaba sólo tres pendientes, tenía un montón de collares y pulseras, rosarios negros y crucifijos de plata afiligranada con incrustaciones de obsidiana. El tatuaje que lucía en el hombro me llamó la atención: era una exquisita imagen llena de color de una Virgen con niño de estilo rafaelista.
Cuando estaba absorto mirándolo, Marie me dio un tirón de la nariz, me encajó uno de sus cigarrillos en la boca y me lo encendió, tras lo cual me empujó para que me irguiera sonriendo juguetonamente.
—Gary —dijo, arrojando humo sobre mi cara coquetonamente—. Lo que he dicho no era broma.
—¿No es eso lo que dijo Donald Fearn cuando lo cogieron? —pregunté—. La única diferencia es que tú has cambiado los géneros,
—Entonces sabes qué le ocurrió a Alice Porter.
—Claro —respondí—. Me sé toda la historia.
Descubrimos que teníamos un interés común en el caso, lo cual no es de extrañar si se tiene en cuenta que no sólo era un caso sensacional y relativamente famoso sino que había ocurrido cerca de allí. Además, los dos éramos aficionados a las novelas policíacas de bolsillo, las obras de Anne Rice, las películas de terror sangrientas y la música heavy punki con referencias obsesivas a la muerte. Los dos íbamos al Campanario, una discoteca construida por algún santo juicioso en una antigua iglesia gótica de piedra situada en un barrio marginal y peligroso de la ciudad. El establecimiento suscita a una clientela bastante colgada y se las ha arreglado para mantener un ambiente suficientemente amenazador para ahuyentar a turistas mamones, pringados universitarios, jovenzuelas de clubes femeninos y demás chusma.
Le pregunté a Marie por qué se había acercado a mí y me había dicho aquello.
—Porque parecías reunir las condiciones para ser una víctima.
Reconocí que así era.
—Además quería conseguirte antes de que lo hiciera otra.

«Desde niño he querido torturar a una chica guapa.» Eso dijo Donald Fearn en 1942 antes de que le mandaran a la cámara de gas de la penitenciaría de Canon City. Lo que le hizo a la joven de diecisiete años Alice Porter resulta muy difícil de describir y sólo un sádico consideraría conveniente hacerlo. Lo único que diré es que entre los instrumentos que las autoridades encontraron en el lugar del crimen había leznas, clavos y látigos de alambre, así como la ropa chamuscada de Alice. En cuanto a cómo estaba el cuerpo de la muchacha cuando lo sacaron de aquel viejo pozo seco, pues bien... como se suele decir, ése es un tema aparte.

Yo pasé la niñez en Pueblo, a unos ochenta kilómetros del lugar donde se cometió el asesinato de Alice Porter y a unos sesenta de donde Donald Fearn fue ejecutado hace más de cincuenta años. Mi abuelo trabajaba en la acería que hay aquí, la cual cubre los tejados de nuestras casas de hollín, da a nuestro aire el tono ocre y el olor a huevo podrido que tiene y fabrica casualmente los fuertes clavos que se hallaron en el «equipo de tortura» de David Fearn.
Antes de morir, mi abuelo daba a menudo rienda suelta a mi patológica curiosidad preguntándome: «Gary, ¿te he contado alguna vez la historia de esa enfermera que fue asesinada en la vieja iglesia de los Penitentes en 1942?» Yo acercaba una silla y le decía que me la contara, y así se creaba entre nosotros un vínculo intergeneracional poco común. Mi abuelo sabía que semejantes historias no harían daño al pequeño Gary. El pequeño Gary, que era un niño solitario, enclenque, escuálido y de aspecto enfermizo que nunca causaba problemas y era incapaz de hacer daño a una mosca, era siempre el objeto de las burlas de los demás niños. Su interés por las sangrientas películas de miedo que emitían los viernes por la noche en la KWGN TV de Denver sólo demostraba que tenía una imaginación normal, activa y sana.
Cuando yo era muy pequeño, el Departamento de Salud y Seguridad Social del estado consideró a mi madre incapaz de educarme por razones que nadie ha juzgado conveniente revelarme. Sospecho que me pegaba o bien tenía un novio que me pegaba en su nombre. En la línea correspondiente a «Padre» de mi partida de nacimiento sólo hay una X mecanografiada, de manera que o ella no sabía quién era o bien fui fruto de una concepción inmaculada. Estoy seguro de que no fue Dios sino un chicano, ya que tengo tez de mestizo, ojos marrones como granos de café y cabello negro y brillante, y siempre que paso un par de minutos al sol mi piel adquiere un tono tostado rojizo.
Sea como sea, el caso es que mis abuelos se quedaron con mi custodia y fueron conmigo quizá más tolerantes de lo que hubieran sido mis verdaderos padres. Cuando se hicieron mayores llegaron incluso a soportar mi ruidosa y endemoniada música, lo cual no es de extrañar ya que tenían el oído destrozado. A los sesenta y nueve años mi abuelo sufrió una gravísima trombosis coronaria que lo mandó al cielo a la misma velocidad que un cohete Saturno V. Mi abuela aún tiene energías, y vive sola en ese viejo y sucio chalet de papel embreado que tiene cerca de la acería. Voy a visitarla sólo para pedirle prestado el coche.
No puedo decir exactamente cómo he acabado siendo como soy. Ni siquiera el que pudiera sufrir malos tratos a manos de mi madre o su novio es motivo para que me sienta necesariamente atraído por el dolor. En el jardín de infancia a las niñas les gustaba tirarme al suelo, cogerme cada una de una extremidad y acarrearme como si fuera el cautivo de una tribu de indígenas. Sin embargo no creo que ésa sea la razón por la que disfruto sometiéndome a la autoridad de una mujer. Cuando era algo mayor, los otros chicos me usaban de víctima cuando jugaban a Star Trek, y me ataban de todas las maneras imaginables, pero dudo que esto tenga algo que ver con mi interés en las sogas y las cadenas. Cuando tuve la edad suficiente para entrar en el sombrío mundo de una librería erótica sin que me pidieran un documento de identidad, me aficioné a mirar las diversas revistas porno y consoladores que había en los anaqueles, pero mis ojos siempre se sentían atraídos por las revistas sobre fetichismo y sólo por aquellas en que las mujeres esclavizaban a los hombres. Nadie me había enseñado el atractivo que se le podía encontrar a esto. Se trataba del mismo instinto natural que hace que un pato se sienta atraído por el agua, un murciélago por una cueva y una mariposa nocturna por una llama.
Los gustos de la mayoría de las personas son predisposiciones, cosas grabadas en nuestro fuero interno, en el disco duro biológico, una programación genética tan ineludible como el destino. Está previsto que ciertas cosas salten en determinados momentos, y tú no puedes oponerte a ello: tienes que ceder. Si tratas de resistirte a sus genes, puedes causar un cortocircuito en tu sistema y perder los nervios por completo, que fue, imagino, lo que le ocurrió a Donald Fearn. «Desde niño he querido ser torturado por una chica guapa.» Ya no tenía remedio. Lo había dicho. Marie me había pedido que hiciera mi propia versión de la confesión de David Fearn, que la modificara a mi antojo y que fuera «franco». Pero ella había sabido en todo momento con quién trataba. Había olido mi sudor a un kilómetro de distancia, desde el otro lado de la concurrida discoteca, a pesar del humo y la confusión. Había encontrado la mano que se ajustaba a su guante negro.
-—¿En qué otro sitio te has puesto pendientes, Gary? —gritó para hacerse oír en medio de la estrepitosa música, que sonaba como la lavadora de mi abuela. Las caras que teníamos alrededor eran fantasmales y cadavéricas, estaban cubiertas de maquillaje claro y tenían ojos de mapache inyectados en sangre.
-—Esto es todo lo que tengo. —Lo que tenía eran ocho aretes en la oreja izquierda, diez en la derecha y uno en la nariz, pero no una de esas cosas refinadas que la gente se pone en las aletas, sino una aldaba de plata colgada del tabique nasal como la que lleva un toro español en el morro.
Marie metió el dedo índice por ella y de pronto me vi mirando fijamente una larga uña pintada de negro que bailaba bajo la parpadeante luz.
-—Me encanta éste —dijo tirando de él sin mucha suavidad—. ¿No tienes uno aquí entonces? —Me cogió la tetilla izquierda—. ¿Ni aquí? —Me pellizcó la derecha—. ¿Ni aquí? —Me apretó el ombligo—. ¿Ni aquí? —Me cogió el paquete, dio con el capullo de mi polla y lo estrujó—. ¿No?
-—No —respondí.
Alguien había vuelto con la jeringuilla y me la había clavado directamente en el miocardio. Había pensado en ponerme otros pendientes, pero no tenía a nadie con quien compartir aquellas partes de mi cuerpo, de manera que no había visto motivo para malgastar el dinero. Ponerte pendientes por el cuerpo puede resultar caro, y yo vivía del escaso seguro de paro que había empezado a cobrar cinco meses después de que me despidieran de King Soopers, donde trabajaba de carnicero. El primer pendiente me lo puso en el instituto una chica que se llamaba Snookie y sin cobrarme nada. Los demás agujeros en la oreja me los hicieron en Regalos Spencer, una tienda del centro comercial que es bastante barata. El agujero de la nariz me lo hice yo mismo una noche en que estaba ciego de vodka. Si hubiera tenido que arreglármelas solo, puede que me hubiese puesto el resto de los pendientes yo mismo. En cualquier caso, la noche en que Marie me abordó aún no lo había hecho.
-—No noto ninguno más —dijo Marie—. Déjame ver. —Me levantó la camisa por encima de los sobacos y me pasó las uñas por el pecho. Los tipos que teníamos alrededor dejaron de hablar y se volvieron para mirarnos—. Tienes las tetillas rosas y pequeñas —dijo al tiempo que las retorcía como si fueran plastilina.
Me estremecí de dolor. Marie sonrió y empezó darme golpecitos en las tetillas con sus afiladas uñas. Estaba empezando a ponérseme dura. Mane hincó sus garras en mi piel, dejando unos rasguños largos y rojos, mientras me enseñaba sus nacarados y húmedos dientes. No hay nada más excitante que la sonrisa beatífica de una sádica cuando está haciéndote daño.
-—Las marcas se te quedan fácilmente —dijo—. Me encanta. —De pronto me dio una bofetada, que me hizo morderme la lengua. Noté el sabor de la sangre. El corazón me dio un vuelco y mi polla despegó del todo—. Se te pone roja que da gusto —comentó Marie. Entonces me hizo con su uña más afilada cuatro arañazos en el pecho que parecían la marca del zorro.
Tenía el dedo rojo de sangre. Me lo metió en la boca para que lo chupara y luego cogió más gotas de mi pecho y las extendió por mis labios. A continuación me bajó la camisa, me cogió del aro de la nariz y se bajó de un salto del taburete, tirando de mí para que yo me bajara del mío.
-—¿Adonde me llevas? —le pregunté, flotando en un extraño delirio de endorfina.
Marie me había dado a probar una pequeña muestra de aquello que más anhelaba, como el camello que ofrece gratis un pellizco de aquello que guarda en su camioneta en grandes cantidades. Me puso la mano en el paquete y notó que la tenía dura. Era la prueba, si es que la necesitaba, de que yo no era ningún farsante.
-—No quiero ofrecerles a estos buitres un espectáculo gratis —me musitó al oído. Apretó los dientes sobre el lóbulo de la oreja como dispuesta a arrancármela—. Voy a llevarte a mi casa, Gary. Ya verás cómo te gusta.
La seguí ansiosamente. Ella se abrió paso entre la multitud, bajó por la escalera circular de hierro fundido, salió por la puerta trasera y pasó por una sombría callejuela donde grupos de yonquis se pasaban en la oscuridad tiras de goma para atárselas en el brazo. Marie me llevó a su Ford Maverick del setenta y cuatro, me puso las muñecas a la espalda, me las sujetó con unas esposas, me obligó a hacerme un ovillo en el maletero, me pegó sobre la boca una tira de cinta aislante, cerró la puerta de golpe y me dejó sumido en una maravillosa oscuridad.


La noche del asesinato, el 22 de abril de 1942, la esposa de Donald Fearn se encontraba en el hospital dando a luz su tercer hijo. Fearn tenía veintitrés años y era mecánico de ferrocarril. La única razón por la que lo conocemos hoy es que su destartalado Ford azul se quedó casualmente atascado en el barro la mañana del 23 cuando volvía de matar a Alice Porter. Un granjero le sacó con su tractor, y cuando las autoridades fueron a preguntarle si había visto algo que le llamase la atención, el granjero pudo describir con detalle el coche y su conductor. De lo contrario el asesinato habría permanecido envuelto en el misterio y Marie no habría podido recurrir a una frase tan ingeniosa para llamar mi atención.
Donald Fearn no había hablado nunca con Alice Porter hasta la noche en que la recogió en una calle de Pueblo bajo una tormenta torrencial, cuando ella volvía a su casa de su clase de enfermería. Un testigo la oyó gritar y vio vagamente que subía a un coche con alguien. Ésta fue la última vez que alguien la vio con vida aparte de Fearn. Éste la llevó a un pueblo abandonado y la ató al altar de la antigua morada , una iglesia construida por una devota secta católica de hispanos conocida como los Hermanos Penitentes. Allí se pasó la noche entera torturándola mientras en el exterior la tormenta rugía y caían rayos y centellas. Cuando acabó, Alice no estaba muerta, pero como no podía permitirle que lo identificara ante la policía le pegó un martillazo en la cabeza y arrojó el cadáver al pozo. La misma lluvia que le había prestado el amparo para raptarla fue la que creó el barro que le atrapó como una mosca pegada a una cinta adherente y posibilitó su confesión, procesamiento y consiguiente y definitiva ejecución.


El Viernes Santo, Marie y yo fuimos a hacer nuestra visita al pueblo fantasma para investigar el lugar del crimen. Parecíamos una versión macabra de Nancy Drew tirando literalmente de uno de sus Hardy Boys (a Marie le había dado por arrastrarme a todas partes con un collar de perro al cuello unido a una correa corta). Yo leí todos los libros de los Hardy Boys cuando aún no había llegado a la pubertad, pero ya entonces sentí una excitación casi sexual ante aquellos episodios en los que ataban a los dos adolescentes espalda contra espalda y les metían bruscamente un pañuelo en la boca. Siempre me imaginaba en su situación, siempre les envidiaba por los apuros que pasaban y siempre pensaba que les iba a ocurrir algo mucho peor que lo que finalmente les ocurría. ¿Por qué ninguno de aquellos malvados les desnudaba, les colgaba por los tobillos y fustigaba su piel virginal con un látigo de nueve puntas?
Llegamos cuando el sol todavía no se había ocultado tras las montañas Sangre de Cristo. La tierra reseca estaba caliente por el sol pese a que la nieve se había derretido recientemente en la meseta. El viento que soplaba de las montañas era helador, pero los dos llevábamos chaquetas de cuero y el frío en las mejillas sentaba bien. El pueblo era un montón de desvencijadas chabolas de madera y viejas casas de adobe envueltas por ráfagas de arena color canela. Había artemisa por todas partes y los brezos recorrían las calles desiertas. No había salas de cine, tiendas ni gasolineras. El pueblo llevaba un siglo abandonado.
—No me extrañaría si ahora apareciera Clint Eastwood a caballo —comenté.
—Incluso Clint Eastwood necesitaría ayuda para salvarte —dijo Marie, dándome un fuerte tirón—. Vamos, Gary.
La morada se encontraba en una colina situada a cien metros al este del pueblo y tenía una vieja cruz de madera en lo alto del tejado. No había sido construida al estilo de las antiguas misiones españolas, ya que era baja y achatada, estrecha adelante y atrás y ancha en el medio, y tenía la misma forma y proporciones que un enorme sarcófago de piedra. Una única ranura que servía de ventana y parecía una tronera que adornaba una de las paredes largas y el tosco adobe refulgía bajo los últimos rayos del sol.
Marie me llevó por el camino del cementerio, que flanqueaban hileras de cruces de madera clavadas en la tierra, hasta la entrada de la morada, una vieja puerta carcomida hecha con tablas alisadas con azuela.
—Ya hemos llegado —dijo—. Aquí sucedió todo.
La luz del sol desapareció, y yo miré por encima del hombro para ver la creciente silueta de las montañas Sangre de Cristo y las sombras que invadían el pueblo al pie de la colina. Donald Fearn había estado aquí. Sabía perfectamente adonde llevaba a su víctima. Había venido preparado, sabiendo con exactitud lo que iba a hacer. Probablemente lo había planeado y había fantaseado con ello durante días o semanas. Marie también llevaba mucho tiempo esperando que yo llegara aquella noche, pero había preferido esperar el Viernes Santo para zurrarme en condiciones.
La fecha era significativa. No tenía nada que ver con Donald Fearn sino con los penitentes, la santa hermandad cuyos sangrientos ritos secretos habían tenido lugar cada año entre las paredes de aquel peculiar lugar de culto más de un siglo antes de que el psicópata de Pueblo cogiera a Alice de la mano y la metiera por la fuerza en su Ford para arrastrarla hasta la morada y acabar con ella.
Antes de conocer a Marie, yo vivía en un cuchitril del YMCA, y cuando me dijo que me trasladara a su casa obedecí como si fuera un viejo animal de compañía. Tenía una mochila y una vieja maleta en las que llevaba ropa y bisutería y también unos cuantos libros de bolsillo, varias cintas magnetofónicas, mi walkman y mis auriculares. Marie vivía en un estudio en el que había unas literas hechas a mano con maderos y madera contrachapada que tenían unas armellas y unos ganchos colocados en lugares estratégicos. Vivía con un tío que había desaparecido hacía varios meses, según me dijo. Ella creía que se había ido a Seattle, pero no estaba segura. Él no había llamado y a ella le daba igual. Era un gilipollas, me dijo, y en una ocasión la había violado. Me dijo que yo dormiría en la litera de arriba.
Me llevó allí la primera noche de éxtasis, cuando me hizo prisionero y me convirtió en su juguete para atarme y desatarme a su antojo, para pellizcarme, pincharme con alfileres, explorarme y azotarme. Una vez me hube trasladado a su estudio, pasamos mucho tiempo en él ampliando mis experiencias. Rara vez teníamos relaciones sexuales normales. Cuando me ataba o hacía daño de una manera que le parecía satisfactoria, solía masturbarse discretamente.
Nuestra relación se centró en mi transformación. Ella quería que yo me pusiera más pendientes y tatuajes, y con ese propósito íbamos periódicamente a la tienda de Federico, un bujarrón hispano y barrigudo enfundado en cuero que lucía un bigote daliniano y hacía ambas cosas con limpieza y profesionalidad. Él era el autor de la magistral Virgen con niño de Marie.
No podíamos permitirnos hacerlo todo a la vez y teníamos que esperar a que yo me curara para hacer la siguiente alteración importante. Federico no hacía ningún esfuerzo para disimular cuánto disfrutaba ilustrando mi piel y haciendo agujeros en mis partes pudendas. A Marie le excitaba verle trabajar.
El proceso duró meses, pero cuando fuimos de visita a la morada yo ya tenía varios aretes en las cejas, tres clavillos en la punta de la lengua, dos aros en las tetillas unidos con una cadena corta, varios aretes en el ombligo y una serie de pendientes que comenzaba en el ano, pasaba por el delicado frenillo, la curva del escroto y la vertical de mi polla y acababa en el capullo con un enorme y pesado Príncipe Alberto que era el que más me enorgullecía y me mantenía en un estado permanente de semierección. Aunque Marie me dejó conservar el pelo de la cabeza —puesto que le gustaba atármelo—, me afeitaba habitualmente el resto del cuerpo en seco con una maquinilla hasta dejarme la piel como la de un niño. Gracias a ello mis nuevos tatuajes se veían claramente: una serpiente verde de dos cabezas que salía del esfínter y se deslizaba sobre el glúteo izquierdo, un dragón que se enroscaba alrededor de un brazo, un escarabajo egipcio sobre el otro bíceps y unas llamas eternas en el pubis.
Los demás tatuajes eran símbolos de los Hermanos Penitentes que Marie se había apropiado. Sobre mi tetilla izquierda tenía el siguiente:

La cruz de san Andrés hecha con flechas de doble punta y superpuesta a un crucifijo. Las flechas simbolizaban la autoridad de Dios y la jarra tenía como fin recoger y conservar la sangre de Jesucristo. Mi tetilla derecha tenía un tatuaje parecido:

La cruz y los cuatro clavos de la crucifixión. Siguiendo las indicaciones de Marie, Federico me grabó en medio del pecho, en el sitio donde ella había dibujado con las uñas una M provisional, el signo más complicado de los penitentes.

La cruz representa a la hermandad. La maza es la que se utilizó para crucificar a Jesucristo, el látigo con puntas el que se utilizó para azotarle la espalda, los clavos los que atravesaron sus extremidades y la corona de espino la que le encasquetaron. Marie le dijo a Federico que en la espalda me tatuara la cruz en la que san Andrés murió martirizado.

Esta cruz, que habían llevado muchos miembros de la hermandad, simbolizaba a aquellos penitentes que estaban preparados para hacer un sacrificio en el nombre de Cristo.
Cuando estuvo acabado el último tatuaje, Marie dio las gracias a Federico por su trabajo. Él respondió que había sido un placer. Luego, mientras me ponía una gasa sobre las heridas que me acababa de hacer en la piel, se volvió hacia Marie y le dijo:
—Ecce homo, ¿eh?
Marie me observó de arriba abajo y sonrió.


Tuvimos que empujar los dos para abrir la puerta. Estaba anocheciendo, y la luz en el interior de la morada era azul, débil y cada vez más escasa. Marie encendió la linterna y recorrió la desierta capilla con el haz de luz. Por el suelo había latas de cerveza aplastadas, botellas de whisky vacías y condones usados. No éramos las primeras personas que entraban allí en los últimos cincuenta años. El techo era bajo y estaba cubierto de telarañas; en una esquina me pareció ver un murciélago colgado. El altar, que se encontraba al fondo de la iglesia, estaba hecho con la misma clase de maderos que la puerta. Antiguamente el interior del templo habría estado decorado con sencillos iconos hechos a mano: figuras talladas del Cristo ensangrentado e imágenes de la Virgen y los santos en marcos de hojalata. Los penitentes habían sido gente pobre.
Marie me condujo hasta el altar.
—Fíjate en esto. —Con el brillante haz de luz señaló unas manchas que posiblemente eran de sangre. Las tocó y algunas escamas polvorientas se le quedaron pegadas a la yema de sus dedos. Se las limpió en los vaqueros y dijo—: Esto es todo lo que queda de Alice Porter.
Mi corazón empezó a palpitar. Ya no alcanzaba a ver la diminuta ventana, y comprendí que había caído la noche.
Marie me dio un tirón y me besó, introduciendo bruscamente su lengua en mi boca para jugar con mis pesados pendientes. Luego metió una mano por debajo de mi camisa, tiró de la cadena que colgaba de mis tetillas y me bajó la chaqueta de cuero por los hombros para arrojarla al suelo. A continuación apagó la linterna y quedamos sumidos en la oscuridad.
—Gary, ¿cuándo lo comprenderás?
Me empujó sobre el altar y, tras extender y separarme brazos y piernas, me ató las muñecas y los tobillos con una cuerda fuerte que escocía. Hizo los nudos como una experta, lo bastante apretados para cortarme la circulación. El día que nos habíamos conocido no los había apretado tanto, pero nos habíamos dado cuenta de que yo los prefería ceñidos. Las venas me latían. Marie ató los cabos debajo del altar para que tuviera la sensación de que me encontraba en un potro medieval, tras lo cual cogió unas tijeras afiladas y me cortó los vaqueros, la ropa interior y la camiseta, dejándome desnudo, frío y a la intemperie.
Luego se fue.
—Tengo que sacar el resto del equipo del coche —dijo cogiendo la linterna.
Para Marie, parte de la emoción estribaba en hacerse la chiflada, y yo sabía por experiencia que iba a dejarme de aquella manera mucho más tiempo que el que pudiera llevarle bajar de la colina. Quería que pensara que no iba a regresar jamás. Sin embargo, por mucho que confiara en ella, por mucho que diera por descontado que iba a regresar, no pude evitar sentir miedo.
Traté de soltar la cuerda, pero no tenía espacio para moverme, ni lugar donde apoyarme, ni fuerza que me sirviera para algo. El viento atravesaba la morada con un silbido y hacía rechinar la puerta. Podía imaginarme a Marie sentada al abrigo de su coche, pensando en mí, metiéndose los dedos en el coño y riendo como una posesa.
Por fin le oí cerrar la puerta del coche, pero no para regresar a la colina. Encendió el motor, lo dejó en marcha un rato para que se calentara y luego se marchó. El sonido del motor se extinguió al cabo de unos minutos.
Estaba solo. Salvo Marie nadie sabía dónde me encontraba. Me acordé del español de El pozo y el péndulo, el prisionero de la Inquisición atado a una losa fría en medio de la oscuridad, aguardando la gigantesca cuchilla que cortaba el aire con un silbido sobre su vientre, descendiendo gradualmente, empujándole más y más hacia la locura mientras las ratas se amontonaban en el pozo esperando a que cayeran sus entrañas.
La fantasía cobró viveza e imaginé a Marie a mi lado con una cogulla gris y la mano sobre la palanca, controlando el gigantesco aparato con los ojos desorbitados por una insaciable sed de sangre.
Tenía una erección descomunal, pero no podía tocarme la polla, la cual temblaba pesadamente sobre mi vientre como una ballena embarrancada, con una gota preeyaculatoria y los aretes de plata que la punteaban haciendo un leve ruido metálico que resonaba en las paredes.
—Marie... —musité, y sonreí. Sabía que no había acabado conmigo. Cerré los ojos y me quedé dormido.


—Lo que me encanta de la iglesia es el boato y el ritual —me había dicho Marie en su piso en una ocasión.
Mis abuelos, que eran baptistas, habían dejado de obligarme a ir a misa después de mi bautizo, y desde entonces nunca volví a pensar en ninguna religión hasta que conocí a Marie, quien había acabado creyendo en su peculiar versión del cristianismo. Yo había acabado creyendo en Marie.
—Estoy segura de que ahora no es lo mismo que en la época en que la misa era en latín —me dijo—. Están perdiendo miembros, de ahí que piensen que tienen que cambiar, hacerlo todo en inglés, meterse en política y tener más relevancia en la vida cotidiana de sus feligreses. Pero precisamente por eso está perdiendo adeptos. Han perdido los vínculos con el pasado y se han apartado de los misterios eternos que daban cohesión a todo. Por esa razón me sentí atraída por los penitentes.
—Tú y Donald Fearn —dije.
—Si, pero él no se enteró de nada. Puede que oyera alguna historia imprecisa sobre ellos o leyera las histéricas obras de los misioneros protestantes que atacaron los ritos de los penitentes sólo como pretexto para despotricar contra el Papa. Donald Fearn pensó que practicaban la tortura ritual los unos con los otros y el sacrificio humano como los aztecas, lo cual tuvo consecuencias funestas para Alice Porter. Fearn no conocía la herencia de los penitentes.
Marie me contó que sus rituales estaban profundamente arraigados en el pasado, más que los flagelantes medievales e incluso que los primeros cristianos, ya que su origen se remontaba a la época de los devotos de la diosa Diana en la antigua Hélade, quienes se azotaban la espalda para venerarla. A mitad del siglo xix, el arzobispo John B. Lamy, de Santa Fe, intentó que se les condenara por herejes y se les excomulgara. Pero la Iglesia cedió y los reconoció como creyentes devotos y no como adoradores del diablo, si bien dictó órdenes explícitas para que dejaran de crucificar a sus hermanos con clavos. Cuando los colonizadores llegaron al Oeste y consiguieron presenciar furtivamente las ceremonias de los penitentes, éstos ya sólo ataban a la cruz a su Cristo elegido, pero la sangre seguía manando de sus espaldas como consecuencia de las dentelladas de sus afilados picadores.
Los penitentes eran unos sencillos campesinos descendientes de los colonizadores españoles que habían poblado Nuevo México en 1598 y estaban asentados por todo el valle de río Grande y las montañas Sangre de Cristo. Sus sectas habían prosperado en las zonas rurales, lejos de los núcleos de población como Santa Fe, Albuquerque y El Paso. Eran zonas en las que el número de franciscanos era demasiado reducido para que su influencia fuera notable. Además, muchos franciscanos pasaban más tiempo tratando de convertir a los indios de Pueblo que atendiendo a su propia grey, y algunos exigían unos precios altísimos para la celebración de bautismos, matrimonios y entierros. La autoridad de los territorios españoles fue haciéndose cada vez más secular y, con motivo de la revolución mejicana de 1820, todos los franciscanos españoles fueron devueltos a España. Pero nadie los reemplazó. Desprovistos de orientación espiritual, los asentamientos rurales quedaron abandonados a su suerte hasta la segunda mitad del siglo XIX, momento en que los territorios fueron anexionados por Estados Unidos. Pero para entonces la peculiar tradición de los penitentes ya estaba firmemente arraigada entre sus miembros.
—Las mujeres penitentes tenían prohibido entrar en el círculo —me explicó Marie—. Sin embargo, después de la Última Cena, durante la mañana del Jueves Santo y todo el Viernes Santo, cantaban los alabados, que eran unos arrebatados y lastimeros cánticos sobre el éxtasis y el dolor con los que expresaban el lamento de la Virgen por la pérdida de su Hijo. Las mujeres cantaban fuera de la morada mientras los hombres permanecían dentro, fumando, rezando y eligiendo al que iba a convertirse en Cristo. Ellos creían que sin la oscuridad no podía haber luz y que sin el sufrimiento no podía haber éxtasis. De la tragedia no se derivaba la desesperanza, sino la salvación. De la humildad nacía la dignidad. De la penitencia, la redención. Del sufrimiento, el éxtasis. Y de la muerte, la vida. Y también la gloria.


—Pobre Donald Fearn —dijo Marie, elevándose ante mí a la luz del farol que había puesto entre mis piernas.
Clavó la lezna en uno de los agujeros que tenía en los lóbulos, ensanchándolo y haciendo brotar de él un hilo de sangre. Yo me estremecí de dolor. Quitó la lezna y metió un grueso clavo en el agujero recién agrandado. Yo apreté los dientes y contuve la respiración, y aún así pude notar que se me ponía más dura. Había depositado todas mis ilusiones en el dolor.
Marie había regresado al cabo de una hora aproximadamente y me había despertado con un doloroso manotazo en los abdominales.
—Si Donald Fearn estuviera vivo —prosiguió—, es posible que encontrase alguna chica que accediera a irse con él voluntariamente, evitándole tener que arrojarla a un pozo.
Marie solía hacer esta clase de comentarios cuando me tenía a su merced. Le gustaba interpretar el papel del criminal consumado que le dice al héroe exactamente qué le va a hacer en lugar de matarlo de una vez. De este modo aumentaba, por así decirlo, la apuesta y añadía un elemento de peligro e incertidumbre al juego.
—Fíjate en Jefrey Dahmer —dijo, metiendo la lezna. lubricada de sangre en mi agujero de la nariz—. Quería tener esclavas del sexo, pero se lo montó de una forma equivocada. Intentó practicar lobotomías caseras con un taladro con la esperanza de convertir a sus víctimas en zombis que estuvieran a su entera disposición.
Había introducido clavos en todos mis orificios de las orejas y ahora se disponía a ponerme uno más grueso y largo en la nariz. Con esos clavos estaba convirtiéndome en un indígena de la jungla industrial. La sangre goteaba por mi cavidad nasal y caía por mi garganta, y yo tenía que tragarla una y otra vez para no atragantarme. Ahora respiraba laboriosamente, por lo que debía tener cuidado para no desmayarme. Ella continuaría incluso si perdía el conocimiento, y yo no quería perderme ni un segundo de todo aquello.
—Dahmer podría haber ido a los mismos bares en los que consiguió a sus víctimas o publicado un anunció personal en una revista y habría encontrado un montón de esclavas que habrían vuelto semana tras semana para hacer lo que él quisiera a condición de que no las matase. Creo que se complicó demasiado la vida.
—Pero es que también quería comérselas —le recordé.
—Toma, éste es mi cuerpo —dijo—. Bebe esto. Es mí sangre, la sangre de la nueva alianza.
Los gruesos clavos penetraron en los orificios, reemplazando a los pendientes de mis cejas, mis tetillas, mi ombligo, mi frenillo, mi escroto, mi pene y, finalmente, al glorioso Príncipe Alberto que tenía en la punta de la polla. Ésta estaba caliente y húmeda de sangre y parecía un acerico erótico. Los orificios palpitaban y la carne desgarrada era una fuente de dolor lacerante. Mientras ella manipulaba mi cuerpo, yo profería gritos ahogados y me retorcía instintivamente para zafarme de sus dedos pese a que aquello era precisamente lo que deseaba. A mi cuerpo se le estaba infligiendo dolor, pero mi cerebro me decía que era placer. Toda persona que guste de la comida mejicana picante ha tenido ocasión de disfrutar de una reacción similar. Los culturistas se hacen adictos a las sustancias químicas analgésicas que produce su cuerpo tras destrozarse los músculos levantando grandes pesos. Muchas personas son masoquistas y ni siquiera lo saben o son capaces de reconocerlo en su fuero interno. Otras son sádicas y no lo admiten.
Marie y yo estábamos liberados. Nos conocíamos a nosotros mismos. Pero ninguno de los dos sabía hasta dónde estaba dispuesto a llegar el otro.
—Creo que nunca podré entenderte —dijo ella a la vez que cogía una aguja curva para tapizar y enhebraba en ella una fina tira de piel sin curtir—. Acudes a mí para que te maltrate. En realidad se trata de eso. Quieres que te ate, pegue, azote y maltrate. Es lo que da sentido a tu vida. Jamás comprenderé qué obtienes con ello. Yo me estremezco de dolor si me hago un corte con un papel o una percha y tú en cambio te lo tomas como un valioso don divino.
—Es que lo es —dije.
—¿Alguna petición más?
La miré anhelantemente, pero no tenía nada más que decir.
Ella introdujo la aguja por la comisura de mis labios y empezó a cosérmelos. Cuando hubo terminado ató con fuerza la tira de piel, pasó las manos por encima de mi pecho y mis delicados tatuajes y me retorció las tetillas.
Traté de gritar, pero el sonido que proferí quedó ahogado de una forma espantosa.
—¿Ves? —exclamó Marie—. Nadie puede oírte. Creo que ya estamos preparados.
Me soltó las extremidades y me quedé tumbado sin poder moverme hasta que se me restableció la circulación. Los preliminares habían concluido. Había llegado la hora del gran acontecimiento. Marie dio un tirón a la correa para que me irguiera, bajara del altar y me pusiera en pie.
—Vamos, Gary —dijo—. Ahora te toca a ti. Debes responder a la llamada de tu destino.
Me condujo al exterior guiándome con su farol. Estaba desnudo, tatuado y herido con clavos, la obra de mi difunto abuelo, las herramientas del carpintero, el símbolo con que los penitentes se referían al sufrimiento de Cristo. El enfurecido viento que soplaba de las montañas heló mi carne e hizo bailar a la artemisa bajo la luz de Marie. La tierra todavía conservaba el calor del sol bajo mis pies desnudos. Yo jamás había visto en el cielo tantas estrellas; nos miraban desde las alturas, como únicos testigos de nuestros actos.
Yo respiraba laboriosamente por la nariz y tragaba sangre. Mi lengua jugaba con la tira de piel que sellaba mis labios. Tenía todos los sentidos aguzados, y sin embargo estaba cansado y mareado y me notaba las rodillas débiles. Por las ingles me goteaba sangre que caía a la arena. Seguí a Marie por la colina, con la vista nublada pero clavada en el farol, que se balanceaba como si fuera la señal de un guardaagujas.
Encontramos el pozo oculto bajo una delgada plancha de madera contrachapada. Marie se arrodilló, tiró la madera a un lado e iluminó el fondo con el farol.
—Aquí es donde murió —dijo—. Ven a echar un vistazo. No tengas miedo.
Me acerqué al borde dando pasos muy cortos; Marie me animó a avanzar un poco más. Intenté ver el fondo, pero la luz iluminaba sólo sus terrosos lados, dejando en el centro un enorme boquete negro. Me tambaleé y tuve la impresión de que me iba a caer, pero Marie me sostuvo.
—Ya te tengo, Gary —dijo—. Ya te tengo.
Sacó algo de su bolsa y me lo mostró a la luz del farol. Era un picador, un látigo de varios cabos hechos de fibra de cacto trenzada en cuyas puntas había prendidos trozos dentados de obsidiana. Me lo dio y cerró mis manos sobre él. Yo sabía qué tenía que hacer.
Ella fue delante de mí, aunque mirando por encima del hombro, durante nuestra procesión hacia el calvario penitente, que se encontraba a unos cien metros de la morada sumido en la oscuridad. Yo caminaba como lo hacían los penitentes en las fotografías que había visto, encorvado y con la espalda descubierta mirando el cielo, mi melena colgando por delante y flagelándome fuertemente en la espalda con el picador. Cada pedazo de obsidiana era como una pequeña cuchilla que hacía brotar sangre. Marie me miraba y sonreía regocijada. Yo lo hacía una y otra vez, golpeándome primero un hombro y luego el otro. A cada azote que daba, Marie canturreaba un Padre Nuestro o un Ave María. Yo no tenía piedad conmigo mismo y me propinaba un azote por cada paso, de modo que cuando llegamos a la cruz ya me había dado unos cien.
Mi espalda era un río de sangre. Los penitentes no lo hacían completamente desnudos, ya que llevaban unos calzones blancos de algodón que detenían el flujo rojo. Yo no llevaba ninguna prenda, por lo que tenía las nalgas y las piernas mojadas. El viento me parecía tan helador como si al acabar de ducharme hubiera salido a la intemperie.
—Eres un penitente —dijo Marie, pese a que un penitente de verdad no hubiera llevado los pendientes que yo tenía. Para ella eran un fetiche, inspirado por David Fearn y su propia fértil imaginación.
Me desplomé a sus pies, pero ella me incorporó para que la ayudara a sacar la cruz de su agujero. Medía unos tres metros de alto, había sido hecha con la misma clase de maderos que la puerta y el altar, y estaba desgastada, astillada y agrietada por las tormentas. Me fijé en que alguien había estado cavando en torno a ella y vi que cerca había una pala y otra bolsa de herramientas. En un primer momento temí que Marie hubiera pedido a algún desconocido que viniera, pero luego comprendí que ése debía de ser el lugar al que había ido mientras yo dormía, cuando había querido hacerme creer que me había abandonado. Ella la cogió de un lado y yo del otro, y juntos levantamos la enorme cruz hasta que se cayó, alzando una nube de polvo. Yo tenía las extremidades tiritando de frío, pálidas por la pérdida de sangre y bajas de fuerzas. Pronto dejarían de responderme.
—Eres el elegido —dijo Marie mirándome fijamente. Eres Cristo resucitado. Tu destino es expiar los pecados de los hombres.
Una voz interior me hizo notar que no había dicho del hombre o de la humanidad, sino de los hombres. Pero la voz de aviso se perdió en una nebulosa; ahora ya no podía serme de ayuda. Estaba tan empapado en sangre que era imposible echarse atrás.
Marie me tumbó sobre la cruz. La fría y áspera madera me hizo daño en la espalda. Extendí los brazos sobre el travesaño, respirando por la nariz, relajándome, dejándome llevar. Las estrellas se arremolinaban sobre mí como en una fotografía a intervalos prefijados.
—La he hecho con rosas —dijo Marie, y puso en mi cabeza la corona de espino—. Mírame.
En una mano sostenía una gran maza de madera; en la otra, cuatro clavos de hierro de ferrocarril. A pesar del frío, a pesar de mi debilidad, mi polla estaba erecta. No tenía ni fuerzas ni ganas de resistirme.
Se arrodilló a mi lado con la cara encendida, dejó los clavos en el suelo y sacó una pesada venda de cuero de su bolsa. Tenía los ojos oscuros, impenetrables. Yo quería decirle cuánto la quería y darle las gracias.
—Gary —dijo acariciándome la mejilla—. Me has hecho muy feliz.
Apretó los labios contra mí boca, haciéndome daño, y cuando se apartó tenía la barbilla cubierta de sangre. Me dirigió una cálida mirada de despedida, puso la fría venda sobre mis ojos y la ató firmemente detrás de mi cabeza.
Noté el primer clavo apoyado en la palma de mi mano durante lo que me pareció una eternidad. Luego Marie lo golpeó, taladrándome la carne y astillándome el hueso, y atravesó la madera. Un grito como de otro mundo sacudió todo mi cuerpo, aunque ella sólo lo oyó transformado en un gemido que me salió por la nariz. La sangre brotó de la herida y me desmayé.


Recuperé bruscamente el conocimiento cuando la cruz cayó dentro de su agujero. Marie había tirado de ella con ayuda de una cuerda. Mis manos y mis pies eran hinchadas y palpitantes masas de carne atada a la madera. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado, el pelo húmedo y a merced del viento, y la polla erecta en dirección al cielo.
—Oh, sí—estaba diciendo Marie abajo, a lo lejos, con voz de arrobamiento, ensimismada—. ¡Gary, tú eres el elegido! ¡Eres un semidiós! ¡Cristo vive en ti, gracias a tu sufrimiento y tu sacrificio! —Respiraba trabajosamente y gemía.
Aunque yo no podía ver, sabía que se había quitado la ropa y estaba masturbándose. Mi amor por ella era ilimitado.
Marie gritó:
—¡Me corro, Gary! ¡Oh, querido, lo hago por ti! ¡Me corro, me corro...!
Recurrí a mi imaginación para formarme una idea de lo que estaba ocurriendo, sólo que en lugar de pensar en Marie pensé en la Virgen María, que se metía las manos bajo la túnica, cerraba los ojos, abría la boca y se pasaba la lengua por los labios en pleno despertar sexual. Yo había salido de la cuna, había crecido y era un hombre condenado a la cruz, que miraba cómo mi madre se corría y manchaba su túnica con sus secreciones. Mi polla explotó en medio de un violento orgasmo, poniendo fin a mi fantasía y restituyéndome a mi doloroso estado. La cálida eyaculación cayó goteando de mi convulsionado pene.
Abajo todo era silencio. Me pregunté si Marie se encontraría bien. Le oí recoger su ropa del polvo y ponerse en pie. Luego me llegó un grito de pesar, un quejido lastimero desde lo más profundo de su garganta. Imaginé que estaría arrancándose el pelo como una mujer de la Hélade.
Quería decirle que no llorara. El frío me había dejado el cuerpo entumecido, helándome la sangre de la espalda y las piernas. Quería decirle que no tuviera miedo. Yo le perdonaba sus pecados, ya que ella no sabía lo que había hecho.
Sollozando, recogió las herramientas de la base de la cruz y las metió en la bolsa. Luego sus pasos desaparecieron colina abajo y su lamento se convirtió en una lúgubre carcajada que me llegó transportada por el viento. Oí a lo lejos que su coche se ponía en marcha con un ruido renqueante y luego se alejaba. Aguardé, agotado, satisfecho, realizado y consciente de que Marie regresaría. Luego perdí el sentido y alcancé la gloria. —Pero en el nombre de... —dijo el agente de policía que me encontró.
Cortaron la cruz con una sierra mecánica. Yo no tenía fuerzas para moverme ni para hablar, pero conservaba una vaga conciencia de lo que me rodeaba. Él y los otros agentes bajaron suavemente la cruz cortada y me quitaron la venda. Era todavía de noche, pero los agentes llevaban linternas y faroles. Uno de ellos me cortó los puntos de los labios con una navaja. Los miembros del servicio de urgencias me quitaron las clavos, me soltaron de la cruz, me pusieron en una camilla y me transportaron a una ambulancia que los agentes habían pedido a Canon City, a cuyo hospital me llevaron.
—Marie... —dije entre dientes—. Marie, Marie...
—¿Es la persona que le ha hecho esto? —me preguntó el agente que iba a mi lado mientras los enfermeros me vendaban las heridas y me sacaban los clavos decorativos.
Decidí no responder a la pregunta.


Estuve entrando y saliendo del hospital durante meses y fui objeto de innumerables operaciones en las manos y los pies, que los tenía destrozados. Mi abuela me cuidó en su casa mientras me recuperaba. A los policías y a mi abuela les dije que había sido secuestrado por un chiflado en la callejuela que había detrás del Campanario. Les di una descripción de su persona, pero añadí que como me había vendado los ojos y todo había ocurrido de noche, tenía sólo una vaga idea de su aspecto. Yo fingía darles la razón cada vez que me decían que había sufrido una experiencia espantosa. Luego añadían que había tenido suerte, pero se referían al hecho de que me hubieran encontrado y estuviera vivo.
—Siempre nos damos una vuelta por la vieja morada la noche del Viernes Santo —me dijo uno de ellos—. Siempre hay alguien haciendo alguna cosa rara. Pero jamás vi algo parecido. Los viejos del lugar dicen que hace años se cometió un extraño asesinato por móviles sexuales en el mismo sitio, pero me sorprendería que fuera peor que esto.
Yo sabía que había tenido suerte, pero no lo comenté. Gracias a Marie había vivido una extraña experiencia trascendental. Estaba en deuda con ella. Estaba dispuesto a seguirla a cualquier parte y a hacer cualquier cosa por ella. El problema era que no sabía dónde estaba. La noche de Viernes Santo había subido a su Ford Maverick y se había esfumado. Quizá se había reunido en Seattle con su antiguo compañero de piso, el que la había violado. Quizá le había perdonado.
Cuando por fin logré desplazarme solo, aunque todavía con ayuda de unas muletas, regresé al piso y comprobé que Marie había desaparecido con sus cosas. Le pedí prestado el Pinto a mi abuela y regresé al pueblo para verlo a la luz del día. Eché un vistazo a la desierta morada. Subí al pozo, quité la tapa e iluminé su interior con una linterna de alta potencia. Vi el fondo, pero Marie no se encontraba allí.
Subí cojeando hasta la polvorienta cruz, que ahora estaba tumbada en el suelo, salpicada de las oscuras manchas de mi sangre reseca, y me senté sobre su base con la mirada clavada en el sol, que brillaba con fuerza sobre las montañas Sangre de Cristo, preguntándome por qué Marie, mi diosa, me había abandonado.


-John Peyton Cooke nació en 1967 y creció alimentándose con una dieta regular de Stephen King y la revista Fangoria. Sus cuentos han aparecido en publicaciones como Weird Tales y Christopher Street. Entre sus novelas cabe destacar The Lake, Out for Blood, Torsos, The Chimney Sweeper y Haven. Reside en Nueva York.


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