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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO DIVORCIO A LA MARCIANA (por Olga Larionova)
—¿Koreli?
Se incorporó de un salto y clavo los ojos en su mujer. Sí, es Koreli. ¿Qué pasa? ¿Qué falta le hacía saltar y gritar como para que se oyera en toda la casa? Koreli...
—Koreli, que te lleve el diablo...
Se sentó de nuevo en la cama y se frotó largamente las sienes.
Literalmente en estos cuatro años no hubo día en que a ella no se le apareciese una costumbre angelical de turno. Hoy, por ejemplo, era mirar a una persona dormida...
—¿Qué clase de maneras son esas, mirar a una persona dormida?
Ya son cuatro los años en los que, de mil pequeñas costumbres, ella se esfuerza por crearse a si misma. Cada día ella busca cuidadosamente una nueva extravagancia procurando nunca olvidar y periódicamente repetir las viejas. Probablemente, para si, ella llame esto "protesta activa contra el nivelado de la propia personalidad". Ahora esta protesta activa se expresa en que ella fijamente lo está mirando con unos ojos redondos como botones y divididos en dos por el estrecho corte de sus pupilas inmóviles, vidriadas. Lo esta mirando como el pajarito de las nieves chichibirilinka.
—¿Qué haces mirándome como una chichibirilinka?
Pero el agua estancada de sus pupilas es agua estancada. Está completamente claro que el recuerdo del pájaro de las nieves no ocupa la memoria de su esposa. Sin embargo era un pájaro muy bello. Del todo pequeño, del tamaño de la palma de una mano.
—No me digas que no lo recuerdas. Un pájaro bien pequeño, del tamaño de la palma de mi mano...

Solo que sus ojos no eran redondos como los de las personas sino que alargados, con la incrustación nacarada del blanco. Aquel pájaro de las nieves que ellos habían encontrado en su primer verano, cuando se adentraron más y más lejos hacia el norte hasta llegar a los pardos pantanos polares. Él quería volver, pero Koreli se lo llevó más lejos. Quería sin falta llegar hasta el mismo polo, para ver la verdadera nieve, y ellos la vieron porque el verano era frío y el casquete polar no se había derretido del todo. Pero si el verano hubiera sido caluroso, ellos hubiesen ido en vano hasta el mismo polo y puede ser que Koreli se lo hubiese llevado arrastrado hasta el mismo polo sur, porque a ella se le había antojado ver la nieve.
El islote de nieve era muy pequeño. Ellos llegaron hasta él hacia la madrugada y pasaron en el la noche. Y entonces el pájaro blanco vino volando hacia donde estaban ellos.
—Él vino volando hacia nosotros...
—Lo recuerdo —dijo Koreli—. Yo lo recuerdo todo, Sit.
Él dejó de frotarse las sienes y alzó la cabeza:
—¿Es posible? —resulta que ella aún recordaba algo, además de sus innumerables costumbres que formaban parte del complejo de su cuidadosamente creado Yo.
—No hace falta —pidió Koreli—, no ironices. Era realmente un pájaro bello. Se posó frente a nosotros y abrió un poquito las alas para apoyarse con sus puntas en la nieve. Estuvo mirándonos largo rato sin poder comprender quienes éramos nosotros.
—Aja —dijo Sit—, así que se esforzaba por comprender. Simplemente estaba digiriendo con trabajo porque se había atracado de toda clase de lombrices de los pantanos pardos, de bayas ácidas y carroña putrefacta. Eso era lo que le pasaba a tu omnívoro pájaro de las nieves; a tu bicho omnívoro.
—Para que hablar así, —volvió a pedirle Koreli—, después a ti mismo te resulta desagradable cuando hablas así.
Sit le echó un rápido vistazo y atrajo para si sus ropas, jaló con tanta fuerza hacia arriba la lengüeta del zipper que los dientecitos metálicos lanzaron un pequeño aullido.
—En los últimos cuatro años aprendiste muy bien a determinar que me resultaba agradable y que no, para después aparecerte al amanecer y mirarme con unos ojos quemantes de tal manera, que yo me levanto cubierto de un sudor frío.
Koreli se volvió y se fue a su habitación. Ahora, cuando ya no lo miraba sin parpadear con sus ojos de pájaro y silenciosamente se deslizaba lo largo de la pared tocándola ligeramente con los dedos, cada uno de sus movimientos era asombrosamente el mismo que antes, como proveniente de aquel lejano primer verano; ahora todo de pronto cambió.
—Pero párate ahí, por el amor de Dios —gritó él molesto—, ven acá ya que me despertaste. De todos modos yo tengo aún tiempo.
Ella se detuvo, recostándose en la pared y escondiendo las manos tras su espalda.
—No —dijo ella—, no hace falta, Sit.
Bien. Eso significaba que ahora, con intervalos de dos a tres días, ella iba a decide "no hace falta". Era el nacimiento de la segunda costumbre de esa sola mañana.
—Sit, yo no quiero que sea así, solo porque tú tienes tiempo.
—Cariño, no recuerdo que alguna vez nos hubiésemos puesto a pensar en las motivaciones.
—Si —dijo ella—, porque antes estaba el pájaro blanco y la nieve y unas estrellas tan brillantes que se reflejaban en la nieve.
Él cerro los ojos y honestamente hizo un esfuerzo por recordar la nieve, el pájaro y la sombra del pájaro cuando el prendió el fuego y todo esto apareció, pero las estrellas no se reflejaban en la nieve.
—No —dijo él—, algo así no existe.
—El pájaro blanco —repitió ella—, y las estrellas que se reflejaban en la nieve.
—El pájaro estaba —dijo él.
—Y las estrellas que se reflejaban en la nieve.
—Al diablo con ellas; bien, se reflejaban.
Koreli no dijo nada. Y así, durante cuatro años. Todos estos malditos años. Hay una enfermedad horrible: la no coagulación de la sangre. Por si misma no le hace nada malo a la persona, solo que deja manar la sangre gota a gota, sin interrupción hasta el mismo fin.
Con cada gota que se va, el cuerpo se pone más y más ligero.
Y ahora ya esta completamente ligero. Imponderable. Ajeno. Ajeno.
—¿Vas a salir de casa? —preguntó.
Él se fue hasta la puerta y se detuvo.
—¿Vas a salir de casa? —repitió.
—Sí —respondió ella—, pero estaré a tu vuelta.

Él atravesó el umbral y se fue por un estrecho trillo, tratando de no pensar en los asuntos del día para alejar la irritación que no lo abandonaba desde el momento mismo de su despertar. Pero todo alrededor —y las gotas de agua en las afelpadas hojas naranjas, y la limpieza lila del cercano horizonte y el fresco crujido de la grava congelada durante la noche—, todo involuntariamente volvía el pensamiento de Sit a que aún era de mañana, temprano en la mañana. Una mañana que no había comenzado bien.
Dobló y salió del trillo. Llegó hasta el garaje y escogió un móvil. Al tomar el curso habitual sintió como la máquina paulatinamente cobraba altura. Cerró los ojos para poder concentrarse en los problemas del día y lo logró al fin. Estuvo sentado así, completamente calmado, unos cuantos minutos, hasta el momento en que el móvil se lanzó hacia abajo y entonces Sit abrió los ojos y de golpe recordó su despertar. En aquel momento, como ahora, él solo había levantado sus pestañas y visto el borde del vestido lila y unas manos completamente ajenas, desconocidas para el.
Entonces el salto y había gritado "¿Koreli?", y en efecto, frente a el estaba parada su esposa. En un vestido lila, escondiendo sus manos tras la espalda y por eso no había podido recordar que era lo que lo había impresionado tanto en el momento de su despertar.
Pero ahora recordó claramente aquellas manos morenas, nunca vistas por el, y comprendió que Koreli lo dejaba.
A Sit le faltó el aire como si su móvil a toda velocidad hubiese chocado con una densa franja de soledad tenebrosa, que era material. Bien, quiere decir que ella se va. ¿Pero por que precisamente ahora y por que esto resultó para él tan inesperado?
Su proceder salía del esquema lógico de sus relaciones. Esquema que hasta ese momento le había explicado muy bien lo mismo sus propios actos, como los de ella. Excepto este. Por consiguiente, o ese esquema del que se había servido por años era falso o ese proceder...
Sit de pronto se calmó. El esquema era correcto. Una mujer como Koreli no podía dejar a alguien como él. Es absurdo. No había en esta idea ni sombra de engreimiento: al contrario, él conocía muy bien sus propias insuficiencias. Precisamente por eso ella no podía dejarlo. Él era lo suficientemente feo e insoportable para tener derecho a una inacabable bondad y ternura. Por eso el no esperaba que ella se decidiera a dejarlo.

¿Y no podía ser que lo de las manos era solo una figuración suya? Se aferró de este consuelo y se obligó a volver a su anterior seguridad. Ya estaba completamente tranquilo cuando recordó que Koreli había prometido estar en casa a su vuelta. De haberse decidido ella a irse del todo lo hubiese hecho de golpe. Para irse poco a poco hacen falta muchas fuerzas. Todo habían sido figuraciones suyas. Querida mía, no te iras de mi lado.

Koreli se había quedado así parada, recostada a la jamba de la puerta y escondiendo las manos tras la espalda hasta que el móvil de su esposo se elevo sobre el jardín; entonces corrió rápidamente por el mismo trillo que instantes antes atravesara Sit y se montó en la primera máquina que vio. El móvil se disparó hacia delante hundiéndola en el esponjoso espaldar del asiento. Esto ya se parecía mucho a una huida. No hacía falta hacerlo así. Máxime que de todos modos ella tenía que volver. Había prometido volver.
El oscuro vestíbulo —no a todos nos gusta ser reconocidos— estaba muy concurrido. Koreli se acerco rápidamente a una pantallita libre del fondo e, inclinándose, la cubrió con sus hombros.
—Bi, por favor —dijo—, sal.
Bi se le acerco por detrás, y Koreli dio un brinco cuando Bi la tomo firmemente por las manos.
—¿Y que, tontuela, de todos modos viniste?
Koreli asintió con la cabeza unas cuantas veces.
Bi se la llevó hasta el nicho, y las dos se sentaron en un banco.
—¿No se dió cuenta? —preguntó Bi mirando las manos de su amiga.
—Parece que no —respondió Koreli—. Y en vano yo recurrí a esto. Debí haberlo terminado todo ayer. Para que de mí no quedase nada de nada.
—Todavía tendrás tiempo de hacerlo —dijo Bi—. Para eso nunca es tarde. Yo misma tuve un tiempo en que me apuraba como tú.
—Por favor, Bi, no comiences desde el principio.
—Tontuela, esto es necesario: hablar, hablar y hablar... Porque cuando de ti no quede nada, puede ser que quieras volverlo todo atrás y no puedas.
—¿Pero por que, Bi? Si tú misma ayer dijiste: prueba por ahora a cambiar solo las manos; si cambias de idea, yo las vuelvo iguales que antes.
—Nada vuelve a ser nunca lo que antes. Tus manos tendrán su antiguo color y su forma, pero ya por un día fueron otras. En ellas siempre se quedara el recuerdo de que por un día completo fueron las manos flexibles y morenas de una sureña. Además...
—¿Que cosa, Bi?
—Bueno, no vamos a empezar desde el principio.
—Entonces, Bi, por favor, hazme otra. Que ni un solo rasgo recuerde como era yo antes.
—No hay nada más fácil. Pero de todos modos luego... Luego puede que tú me pidas que te vuelva a tu aspecto inicial, pero será ya tarde.
—¿Estas hablando de ti misma, Bi?
—Claro, tontuela. Porque yo lo veo a él casi todos los días, pero él ni se sospecha que yo soy yo. Ahora ya no le hago falta, ni como era antes ni como soy ahora...
—Eso quiere decir que todo fue correcto.
—De ningún modo. Todo pudo haberse arreglado. Pero yo me apresuré. Todo fue muy tonto, por exaltación y definitivamente. Así que piénsalo más, tontuela.
—¿Quién de nosotras es la tontuela?
—Tú, porque te apuras ahora.
—Bi, por favor, no trates de disuadirme mas, porque ahora aunque sea tengo fuerzas para hacer todavía algo, pero después no tendré ni eso. Si supieras que horrible es eso, cuando a él todo le es indiferente, todo lo que yo hago. La misma burla de siempre. Esa indiferencia absorbe todas mis fuerzas, toda la sangre, toda la vida. Un poco más, y de mi va a quedar solo mi piel vacía como cuando se cambia de piel. Hazme nueva, Bi, yo me iré a alguna parte, me esconderé y puede que reviva. Por favor, hazme otra del todo.
—¿Si a él le da igual, para que hacerte otra del todo?
—Porque a él todo le da igual mientras yo estoy con él. Pero cuando yo me vaya, él se va a torturar con la idea de que otro besa mis manos, mis labios, mi pelo; y me toca y todo lo demás. Y, además de irse, hace falta del todo, para que no ocurran encuentros casuales, coincidencias ni imprevistos en el futuro. No fui yo quien inventó esto y no ahora.
—Sí —dijo Bi—, no fuiste tú y no ahora. Pero incluso cuando la hoja se desprende de la rama o el erizo pierde una aguja a ellos les duele. Hace mucho que la gente trata de separarse sin que cause dolor, probaron miles de procedimientos y este es nada más que el último, pero no pienses que el más feliz. De todos modos siempre es doloroso.
—Lo sé —dijo Koreli—. Pero es más honesto hacerlo de una vez.
Y es también más valiente.
—Y de todos modos piénsalo bien.
—No, Bi, por favor, haz que esto sea más pronto.

A sus espaldas, silenciosamente, se elevaba el calor impelido por los calentadores de aire, y frente a él, por la misma cresta del camino que se perdía en el horizonte, con apatía e insensiblemente, rodaba por la filosa grava el pequeño sol del atardecer. El estrecho umbral era el límite del calor casero y la humedad penetrante de la tarde. La estrecha franja que ya no es tu casa y aún no es aquel mundo que se extiende más allá de los límites de tu casa. Y tú habías escogido para ti un lugar conveniente, sin pensar en nada, tu habías escogido un lugar asombrosamente exacto en el limite de aquella casa de la cual se había ido tu esposa y de aquel mundo en el que ella va a vivir sin ti.
Sit estiró las piernas. Estaba sentado en el umbral de su casa vacía. Lenguas lisas y calientes le lamen la espalda.
Se escondió el sol.
Sit estuvo sentado así todavía mucho tiempo, y sus piernas largas como sombras se habían entumecido en el camino ya cubierto de escarcha; entonces se levantó y dio unos cuantos pasos hacia delante para estirarse y calentarse, pero al dejar de sentir tras su espalda el calor acostumbrado de la casa, de pronto perdió su doble sentir y comprendió que no existía ya más la casa de la que Koreli se había marchado, ni el mundo que era todo lo restante excepto esta casa, el mundo en el que ella habita ahora; el por fin cayó en la cuenta de que aquello y lo otro no estaban ya divididos por el estrecho camino; su anterior Koreli no estaba en ningún lado de cualquier forma.
Sit se volvió a la casa y buscó largamente una ropa de noche abrigada: en los últimos tiempos el y Koreli nunca salían a ninguna parte por las noches. Él y Koreli... "Oh, diablo: —pensó—, ya hasta estoy pensado "yo y Koreli". Es mentira todo eso. Una mentira bondadosa como ante un difunto. Todos estos cuatro años para él existía solo "yo no salía por las noches". ¿Y que hacía Koreli? Puede ser que alguna vez ella saliera. Sola. Él no lo noto.
Y ahora, "yo y Koreli". Que cosa más conmovedora. Y eso era ahora, cuando ella no estaba.

Por fin se vistió y se fue por el camino directamente allí donde un momento atrás se había escondido el sol. Caminó mucho tiempo sin doblar al garaje, caminó hasta que frente a él brillaron las luces del centro. Y todo este largo camino se esforzó por recordar si Koreli salía por las noches y si lo hacía, que vestidos usaba. Pero los vestidos en si no eran para él una demostración de la autenticidad de sus paseos nocturnos: solo que a él le gustaría con exactitud máxima ver como su esposa se mueve por la habitación, y se desviste y vuelve a vestir y todo lo demás; y la delgadita figura de su esposa flotaba obedientemente frente a él en la semipenumbra vistiendo y quitándose, una y otra vez, todos aquellos vestidos que realmente tuvo, y luego aquellos que Sit se imaginó; pero cuando se acercó a las primeras casas del centro, de pronto algo se desgarró, y el cuadro que su misma imaginación había creado dejó de obedecerle, se separó del plano de su visión y le vino a su encuentro, con la cabeza echada hacia atrás y sus codos delgaditos y agudos en alto, como hacen las mujeres cuando les hace falta amarrarse algo en la espalda.
Sit perdió el aliento y cerro los ojos. ¡Y pensar que ella ya no existe! No más. Tener que pensar así como si en esto se pudiera pensar. La mujeres, si recuerdan a un hombre, recuerdan su inteligencia, su cuerpo y el alma de su inteligencia. Pero cuando un hombre recuerda a una mujer, recuerda su cuerpo, su inteligencia y el alma de su inteligencia y el alma de su cuerpo... ¡Pero no es así! Solo el alma del cuerpo se recuerda cuando se trata de una mujer como Koreli. ¿Acaso es este un recuerdo del pensamiento?
Sit entreabrió los ojos, tragó, reuniendo fuerzas para proseguir adelante. Era extraño como no se le había ocurrido, que de Koreli había quedado algo y ese "algo" introducido en la cápsula de otro cuerpo, vive y se mueve y, lo más probable, piensa en estos momentos en él. Ese "algo" tan minúsculo. ¡Ay, Koreli, pero que hiciste, como fue que mataste el alma de tu cuerpo! Volvió a pensar en que aquel "algo" minúsculo piensa ahora en él y su anterior seguridad volvió. Mi queridita no podía haberme dejado de amar. Se cansó, no pudo resistir, pero me ama. Resolvió salvar el alma de su inteligencia. Tu te arrepentirás aún, queridita mía.
Dejó de pensar en aquello tan minúsculo y entró en el centro siendo el mismo de antes.
Se le acercó una muchacha y se sentó junto a el, poniendo sus codos en la barra mojada. Sit la miró de reojo y se dio a pensar si tenía sentido saludarle o si esto no hacía falta. Pensó también que no casualmente entró en este bar silencioso y sucio, sino que lo había escogido porque aquí era agradable conversar con los parroquianos. No era la primera vez que estaba aquí, pero hasta hoy el dueño nunca le había mandado a nadie.
Se veía que a él no le hacía falta. Pero ahora se había acercado una niña tonta con sus coditos redondos bajo la manga, estrecha y mojada bajo los codos.
—¿Estas solo? —le preguntó la muchacha y con la punta del zapato movió la chaqueta de Sit, tirada en el piso.
—Solo —respondió lentamente Sit.
—¿Del todo? —volvió a preguntar.
—Del todo —dijo Sit, separando con trabajo los labios del borde del vaso.
—¡Qué tipo! —con tono irónico dijo la muchacha—. ¿Y por que estas solo?
Sit pensó de pronto que existen minutos cuando tu estás completamente indefenso y cualquiera puede meterse en tu interior y sacarte lo más arcano y no puedes resistirte a eso. Sabía con exactitud que eso le pasaba y sospechaba que a los demás también.
—Mi esposa me abandonó.
La muchacha apoyo la barbilla en sus manos y lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Del todo?
Sit asintió.
—¿Se convirtió en otra? —preguntó la muchacha casi en un susurro.
Sit asintió otra vez.
—¿Y es muy doloroso eso?
—Sí —dijo Sit, aunque nunca se había puesto a pensar como era que las gentes se volvían irreconocibles—. Sí. Es... Es como si te arrancaran la piel. Y sobre la carne desnuda te pintan para que pierdas el parecido. Y el pelo lo enrollan...
—Ay, no hace falta, no me lo cuente, si no me voy y el dueño...
Claro, ella se echará a llorar y se ira, y el dueño la botará. Y a todos les irá mal. Mira lo que has hecho, Koreli.
La muchacha levanto la chaqueta, la sacudió y la puso sobre las rodillas de Sit. Él seguía maquinalmente sus movimientos y sin darse cuenta pensaba que ella no le recordaba a Koreli en nada. Aunque de cambiar, hacía falta hacerlo precisamente así, hasta lo increíble, la paradoja; y, sin embargo, ella aun lo amaba y sabía que a él le iba mal, peor no podía ser, e inevitablemente querría saber como le iba a él, quién estaba con él y, confiando en que es irreconocible, ella trataría de verlo...
Y ya no existía nada en el mundo, absolutamente nada, fuera de este inmenso y lastimero "¿y si...?"
Sit se inclinó con cuidado y calladamente, para no asustarla y no se escapará, le preguntó:
—¿Estuviste alguna vez en el norte?
—Sí —dijo la muchacha—, no hace mucho.
—Allí hay pájaros blancos.
—Sí, los vimos.
—Y nieve.
—Sí, profunda, hasta aquí.
—Y las estrellas son tan brillantes.
—Sí, grandes —dijo ella.
—¿Y tú te acuerdas bien como son?
Ella volteó la cabeza, buscando algo con que comparar las estrellas; pero no halló nada.
—Son así —dijo ella mostrándole la mitad de su meñique—. Así.
—Eran tan brillantes que se reflejaban en la nieve —dijo él con amargura.
—Seguro —estuvo de acuerdo ella.
A la mitad de esta noche, de él no quedaba nada de lo anterior. Ya sobrio y vacío, vagaba por las interminables calles de los arrabales buscando los últimos bares de la madrugada. Al ver una puerta abierta entraba y, mirando rápidamente, encontraba a una, que se pareciese menos a Koreli. Entonces él la llamaba y le decía: "Hace frío". Y ella le respondía: "Sí, hace frío en la calle, pero ya estamos cerrando". Cada vez torturándose más él decía: "Hace frío como en el norte, ¿tú estuviste en el norte?" Ella respondía algo, pero él seguía:
"Hay pájaros blancos allí, y nieve, y estrellas". Ella de nuevo le respondía algo, cualquier cosa, y él, sin atreverse a ir sin hacer esta pregunta, volvía otra vez: "¿Y no recuerdas como eran esas estrellas...?”
Y después tenía que levantarse e irse y de nuevo a vagar por las calles de los arrabales cerradas para él esa madrugada. Y era su camino interminable.

FIN


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