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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO UN MUNDO ESPERA (por Eduardo Goligorsky)
El edificio sólo tenía un piso, y su techo completamente chato parecía formado por una gigantesca laja de piedra roja, apoyada sobre los colosales bloques de las paredes. No había ventanas, y la única
puerta visible se abría directamente sobre la cinta de asfalto. Esta cinta se prolongaba hacia abajo por la ladera de la montaña y desembocaba a lo lejos en una ciudad cuyas casas, también chatas y rojas, eran mucho más pequeñas que la de la cima y se hallaban separadas por amplios espacios verdes. Y más allá, ya cerca del horizonte, la superficie inmóvil del mar emitía destellos tornasolados bajo la luz del crepúsculo. A ambos lados de la cinta de asfalto se extendían inmensas praderas de pastos altos, monótonos, sin rocas ni árboles, donde pacían incontables ovejas que de cuando en cuando cruzaban la carretera, pues no había vallas o cercos para obstaculizar su marcha.
Del interior del vasto edificio brotaba un zumbido, punteado por chasquidos periódicos. Otro zumbido, más ronco y de intensidad creciente, anunció al vehículo ovoide y plateado que apareció flotando casi a ras del camino.
Al llegar al edificio solitario de piedra roja, el vehículo ovoide se posó sobre el asfalto y apagó los motores. Luego hubo un silbido, se descorrieron los paneles laterales del fuselaje, y descendió una
decena de hombres y mujeres de distintas edades, cuya piel era en algunos casos muy blanca y en otros de un color negro lustroso, con varias gamas intermedias de cobrizo. No obstante, a pesar de
sus diferencias, todos esos seres tenían una idéntica belleza, rostros armoniosos y dulces, cuerpos esbeltos y paso grácil y ligero. Vestían unas túnicas blancas y flotantes, aunque plegadas de distintos
modos, según sus gustos particulares.
El grupo se encaminó hacia el edificio de piedra roja, deteniéndose sólo un momento para permitir que algunas ovejas asustadas cruzasen de un prado a otro por la cinta de asfalto. Una nueva figura apareció entonces en el umbral del edificio. Se trataba de un anciano alto, vestido también con una túnica, de rostro ligeramente oliváceo, cuya larga barba blanca, rebelde y enmarañada, se unía por las frondosas patillas con una melena igualmente canosa. En sus ojos castaños brillaba una luz cordial, pero al mismo tiempo saturada de preocupación.
-¡Bienvenidos a la Casa del Saber, hermanos! -exclamó el anciano, mientras su mano trazaba en el aire un signo críptico.
-Salud, Gran Padre -respondieron simultáneamente los visitantes, reproduciendo con las manos el signo dibujado por el anciano. Y uno de ellos se adelantó y dijo:
- Nuestros grupos fraternales recibieron tu aviso, Gran Padre. Nos anuncias que sucede algo muy grave, que requiere la presencia de todos nosotros. Los hermanos nos han designado para que escuchemos tu palabra.
El anciano inclinó su cabeza, asintiendo, y señaló con un ademán el interior del edificio.
- Adelante -invitó-. En la Sala de la Historia encontraremos el ambiente de paz y recogimiento adecuado para las grandes decisiones que será menester adoptar. La Sala de la Historia ocupaba un vasto recinto circular. La pared se hallaba totalmente cubierta
por imágenes que representaban las distintas etapas de la evolución del planeta, en su orden cronológico. Allí estaban retratados primitivos seres semidesnudos, los guerreros, los artesanos, las
obras de arte más notables, los edificios que se elevaban cada vez a mayor altura hasta asumir la forma de gigantescas torres metálicas, las máquinas más y más complejas y -en un panel desusadamente amplio- un inmenso hongo de humo expandía su negra copa. Las escenas
siguientes estaban impregnadas de un dramatismo escalofriante y mostraban cuerpos desmembrados y monstruos deformes. Pero luego reaparecían gradualmente las vistas panorámicas de áreas
cultivadas, de edificios similares a la casa de piedra roja, y de grupos apacibles que trabajaban en los campos o manejaban nuevas máquinas.
En el centro de la sala había una mesa redonda, de un material opalino, y alrededor de ella estaban sentados el anciano y sus huéspedes.
- Hermanos -dijo el anciano con voz que temblaba ligeramente-, los he reunido aquí porque hechos catastróficos, que no habíamos previsto, vendrán a turbar la paz que goza nuestro mundo desde hace cuatro milenios. Nuestro planeta está condenado.
Se apoderó del recinto un silencio turbado sólo por el zumbido y los chasquidos intermitentes que poblaban el interior del edificio. Los hombres y mujeres que acompañaban al anciano se miraron fugazmente, pero nadie pareció asustado por la ominosa perspectiva. Sin embargo, unas tenues brumas de amargura y frustración les nublaron los ojos, como si estuviesen presenciando el derrumbe de un monumento maravilloso, fruto de muchos años de trabajo y sacrificio,secretamente
minado por una grieta irreparable.
Por fin, uno de los presentes murmuró:
- Comprendemos que si nos has citado aquí, Gran Padre, y ahora afirmas algo tan grave, es porque has de tener tus razones. Pero nos cuesta entender...
- Sí, hermanos ¾interrumpió el anciano¾. Parece increíble. Y aun así, si no previmos esta alternativa fue sólo porque nos dejamos arrastrar por la vanidad de nuestros éxitos. Hace cuatro milenios inauguramos la Era de la Paz, y desde entonces liberamos audazmente nuestras
insospechadas reservas intelectuales, psíquicas y físicas. Asistimos al progreso de una nueva sociedad emancipada del odio y del egoísmo. Aprendimos a gozar de todos los beneficios de la máquina utilizada por primera vez en forma racional para servir a nuestros hermanos en lugar de oprimirlos. Y a medida que nos internábamos por el sendero de la paz y la felicidad, comenzamos a compadecer a nuestros lejanos antepasados. Claro que no nos faltaba razón. Ellos habían
desencadenado con su estupidez y su fanatismo la guerra total, que costó siglos de penurias y retrocesos genéticos antes que los hermanos pudiesen retomar la marcha con nuevo ímpetu.
Entonces, todo nos hizo pensar que la Era de la Paz no tendría fin. Eliminados los odios artificiales entre las razas y las naciones, destruidas sin excepción las armas, ya nada parecía amenazar nuestra
civilización. Ahora sé que nos habíamos equivocado. Nuestro planeta va a perecer.
- Pero no habiendo armas... -objetó uno de los hermanos.
- ¿Acaso una invasión de otro planeta? -preguntó un tercero-. ¿Por qué ese pronóstico, Gran Padre?
El anciano meneó la cabeza.
- Como sabéis, este edificio fue construido para albergar la computadora central, cuyo zumbido penetra incluso en nuestro recinto de meditación. La computadora funciona constantemente, alimentada con todos los datos que están a nuestro alcance, y a ella debemos muchos de los inventos más afortunados. Ella es también la que ahora revela la amenaza que se cierne sobre nosotros.
Analizando el ordenamiento de nuestra galaxia, ha llegado a la conclusión que dentro de dos mil años este planeta entrará en el campo gravitatorio de una estrella negra, con la que chocará.
- Dentro de dos mil años -repitió uno de los hermanos-. La mitad de los que lleva nuestro planeta viviendo en paz.
- Pasarán tantas generaciones... -comentó con amargura una mujer-. Y a pesar de ello, ya me duele el destino de esos seres como si se tratara de mis propios hijos.
- Todo un mundo condenado a morir -dijo otro-. Cuando creíamos que la pesadilla había terminado, nuestro futuro se derrumba.
- ¿Pero no hay ningún remedio? -preguntó la mujer que había hablado un momento antes-. ¿Quizá consultando a la misma computadora...?
- Ya lo he hecho -asintió el anciano-. Y de su respuesta deduzco que sí, puede haber un remedio. Pero no es totalmente seguro. -Todos se volvieron hacia el anciano. Ahora el zumbido de la computadora se había convertido en una música de fondo con palpitaciones de mágica potencia-.
De acuerdo con los cálculos, hay en otra galaxia un mundo igual al nuestro. Quiero decir que la fuerza de gravedad, la composición química de la atmósfera y del suelo, el clima, todo, en fin, se
asocia para ofrecernos condiciones ideales de vida. Y si ese mundo está habitado, lo que sabemos acerca del origen de los seres nos indica que sus pobladores han de ser idénticos a nosotros. Ese
planeta está marcado en nuestras marcas astronómicas con el símbolo GH-276.
- Pero si ese planeta existe -dijo otro hermano-, y puesto que nuestras naves del espacio son casi perfectas, ¿qué nos impide iniciar ya los trabajos para una migración masiva? Nos sobra tiempo
para construir todas las naves necesarias.
- Es cierto -contestó el anciano-. Aunque también es cierto que ignoramos quiénes habitan el planeta GH-276. Si en él hay vida, sus pobladores han de ser idénticos a nosotros. Pero no conocemos su grado de desarrollo espiritual. ¿Habrán pasado por el cataclismo de la guerra total? En tal caso, y si sobrevivieron, poca duda cabe que encontraremos seres pacíficos y generosos, que nos
recibirán como a hermanos. En cambio, si viven aún en la etapa de la irracionalidad, lo más probable es que nos crean sus enemigos y nos masacren. Recuerden que llegaremos desarmados, pues nuestros principios nos prohiben matar, incluso para sobrevivir. Este es el dilema.
Volvió a hacerse el silencio, hasta que la mujer que había hablado antes dijo con voz grave y pausada:
- Gran Padre, hermanos, no debemos olvidar un factor muy importante que obra a nuestro favor. Me refiero a los dos mil años que nosotros y nuestros descendientes podremos dedicar a la búsqueda de una solución. A lo cual se suma la extraordinaria magnitud de nuestro desarrollo técnico e intelectual. Esto significa que debemos ponernos a trabajar ahora mismo. Gran Padre, ¿cuánto tiempo necesitaría nuestra nave más potente para llegar al planeta GH-276?
- Cuarenta años, cinco meses, ocho días, trece horas, cuarenta y tres minutos y dieciséis segundos. Naturalmente, los tripulantes viajarían en hibernación.
- ¿Y la nave podría llevar un solo tripulante? -insistió la mujer.
- Sí..., los controles automáticos bastan para fijar el rumbo.
-Muy bien -dijo la mujer-. Enviemos entonces un explorador.
-¿Pero por qué uno solo? -preguntó el anciano.
-Porque la misión consistirá en algo más complicado que un simple reconocimiento del terreno, y será mejor que la lleve a cabo uno solo de nuestros hermanos. Si encuentra una civilización tan
evolucionada como la nuestra, evidentemente no tendrá problemas. Pero si GH-276 está en su etapa bélica..., entonces tendrá una gran tarea por delante. Deberá convivir con seres atrasados, sembrando nuestra semilla de fraternidad.
Por primera vez desde que había comenzado la reunión, el anciano sonrió con verdadera alegría. Y todos compartieron su regocijo.
- Afortunadamente -continuó la mujer-, hemos desarrollado nuestras facultades psíquicas hasta un punto tal que serán el mejor instrumento para realizar esa tarea. Al llegar a GH-276, el
pionero empleará sus poderes de sugestión colectiva para convencer a los habitantes del planeta que él es uno de ellos, que nació en el seno de su sociedad. Luego transmitirá nuestro mensaje. Formará
discípulos y difundirá por ese planeta de otra galaxia toda la experiencia que hemos acumulado aquí.
- ¿Y si por eso solo fuera atacado? -preguntó alguien.
- Sus poderes psíquicos le servirán para defenderse. Aunque no se debe descartar que esa misión tendrá muchos riesgos. Y más tarde, ya sembrada la semilla, nuestro hermano volverá para comunicarnos lo que ha visto, mientras su prédica sigue fructificando.
El anciano se acarició la barba con expresión pensativa.
- La idea es inobjetable murmuró . Ahora el problema consiste en decidir quién asumirá la responsabilidad de cumplir una misión tan delicada.
- Yo deseo proponer un nombre, Gran Padre -intervino la mujer-. El de un hermano que reúne en sí las mejores virtudes, y al que todos conocemos como el más sensato, el más puro, el de palabra más convincente y espíritu más sacrificado.
Quizá fue una sombra de inquietud lo que cruzó por las pupilas del anciano, pero se disipó tan rápidamente que pudo haber sido también una ilusión producida por un fugaz parpadeo del patriarca. Y entonces la mujer agregó:
- Propongo a tu hijo, Gran Padre.
La nave del espacio, plateada, de líneas finas y elegantes, esperaba posada sobre la extensa pradera de césped verde. Unas toscas cuerdas mantenían apartadas a las ovejas, que levantaban a ratos la cabeza, miraban con indiferencia el extraño objeto, y luego seguían mordisqueando los pastos.
Por la carretera que ascendía desde la ciudad y el mar, avanzaba una multitud encabezada por una figura alta, cuyos cabellos castaños le caían casi hasta los hombros enmarcando un rostro de tez olivácea. Sus hermosos ojos oscuros estaban impregnados de bondad, y debajo de la nariz ligeramente aguileña, en medio de la barba de hebras suaves, resplandecientes, los labios finos se curvaban en una dulce sonrisa. La túnica blanca caía en armoniosos pliegues hasta sus pies calzados con sandalias, y a ratos sus dedos se movían en el aire trazando signos de despedida.
Cuando llegó al pie de la escalerilla de la nave, el anciano de barba blanca se acercó a él y lo besó en la frente.
- ¡Que tu misión sea afortunada, hijo mío! -murmuró, y ahora fueron lágrimas auténticas las que dieron a sus ojos un brillo inusitado-. Llevas en tus manos el futuro del planeta.
La mujer que lo había propuesto para la misión también se adelantó y lo besó a su vez en las mejillas.
- Buena suerte -le dijo-. ¡Buena suerte, hermano!
El viajero subió por la escalerilla, y un momento después la portezuela de la nave se cerraba silenciosamente.
Y durante el lapso previsto la nave surcó el espacio como una estrella fugaz. Hasta que una noche, cuando la nave cruzaba el cielo muy cerca ya del fin de su trayectoria, unos magos que atravesaban el desierto de la Tierra por orden del rey Herodes, descubrieron que «la
estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta que llegando, se detuvo sobre donde estaba el niño. Y al ver la estrella, se regocijaron con muy grande gozo».

F I N


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