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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO PROHIBIDO COGER FLORES (por Francisco Lezcano)
I

El nauta avanzaba con dificultad sobre el crujiente suelo del planeta. Tiraba y tiraba de sí mismo para zafarse de la fuerza gravitatoria; un pie, luego el otro; respirar hondo, detenerse y pronto comenzar; un pie y luego otro... El exoesqueleto inoxidable de acero le ayudaba mucho, pero no lo suficiente.

No obstante el tremendo esfuerzo, apenas había podido alejarse unos doscientos metros de la nave en la cual Mikimoto y él acababan de llegar. Se detuvo un instante y mientras tomaba aliento alzó la cabeza deseando ver por cualquier resquicio, aunque tan solo fuera un poco de la luz solar que suponía tras las negras nubes, muy bajas y aborregadas, espesas como vapor de alquitrán. Suspiró, y otra vez inició su cansino andar sobre la reseca corteza que chasqueaba bajo sus pisadas, despertando raros ecos en aquella densa atmósfera irresistible para humanos. Delante del hombre se alzaba el acantilado, como una muralla construida por amontonamiento matemático de verticales pilares hexagonales de roca gris violácea, aparecía desnuda e imponente. El nauta cerró los ojos y aspiró con profundidad el aire condicionado de su hermético traje espacial. Cuando alzó los párpados vio varias hermosísimas flores que no había contemplado en ninguna otra parte.

Se extrañó muchísimo de no haberlas descubierto antes...

«Quizá tenían sus corolas cerradas y ahora al abrirse es cuando se han hecho visibles», pensó.

II

Habían viajado hasta el lugar porque el Detector Autónomo ínter ED denunciaba venas de mineral Gama D237, que resultaba insustituible para producir, en el Centro 45 Tierra, la energía necesaria que ponía en marcha la maquinaria salta-comba dimensiones, de propiedad internacional. Debían tomar muestras de mineral y regresar con él al Centro Analizador donde determinarían la real importancia del hallazgo y no la especulada.

Mikimoto pulsó un nuevo botón en el tablero de visión exterior. La pantalla del visor se apagó y volvió inmediatamente a encenderse, mostrando un ángulo diferente del paisaje por donde veía caminar con torpeza a su amigo Félix White embutido en el engorrosísimo vestido estanco.

Mikimoto recordó algunos de los lamentables incidentes que, en un principio, alzaron muros de espinos entre una creación y otra, entorpeciendo contactos o destruyéndolos para siempre. Puede ser que lo rememorara por estar contemplando en un mismo plano la figura de White y las raras flores del acantilado. Una vez...

—¡Duing! ¡Duing! ¡Duing! —hizo el Controlador Electrónico conectado directamente al cerebro de White.

Por la ranura azul existente bajo la pantalla visora surgió la cinta plástica y serpenteante del computador. El hilo ideológico de Mikimoto se interrumpió ante la revelación de la cinta. Tomó el mensaje entre los dedos y volvió a traducir por si acaso habíase equivocado. Pero no, si era verdad: White había variado repentinamente de dirección mental; no era «Dimensonio» su trayectoria principal, era «otra cosa». Mikimoto se inquietó.

III

...Hallar una flor en un lugar como aquél, o algo que se le pareciera, representaba para el espíritu un golpe de vitalidad... White la miró con fijeza, en realidad experimentaba un vivo deseo de mirarla con fijeza...

—Preciosa. Muy bonita...

Aunque las ordenanzas lo prohibían con artículos tajantes y duros de expresión, se hizo el propósito de arrancar una y llevársela a su dulce Marisa que había quedado llorosa muy lejos, esperando con Luisito en brazos, como una antigua costera diciendo adiós al intrépido pescador aventurero, de siempre incierto futuro.

Las flores eran similares a grandes girasoles de tronco grueso y escamoso con pétalos de arteciopelada alcachofa. Su atractivo era casi mágico, ineludible. Por todo, el fatigado andante, maravillado, alargó su brazo armado de tenazas y sujetó el cáliz de una... para quebrarla...

IV

—¡Duing! ¡Duing! ¡Duing! —continuó emitiendo el controlador mental.

—Bueno. ¿Pero es que White se ha vuelto tonto? —pensó jocosamente—. ¡White! —llamó por el micro. White no respondió—. Deja eso —le insistió—. ¡Está prohibido!...

White cerraba más su tenacilla azul...

...Intentó quebrar la planta. Pero no consiguió hacerlo porque una tremenda descarga energética, emitida por el presunto vegetal, le hizo gritar de pánico; le arrojó al suelo, convulsionado, prisionero de extrañas reacciones. Y luego las flores, como droseras cuando atrapan, cerraron sus corolas, se contrajeron y largos tallos carnosos reptando hundiéronse bajo el polvo, igual que culebras escapando. El dimensionauta quedó respirando agitadamente; fija la mirada en el cristal de la escafandra, incapacitado, en una grotesca posición yacente...

VI

Mikimoto siempre había creído inmunizado a su compañero contra actitudes opuestas a las normas; le había visto actuar sin modificarse, como un mecanismo de precisión. Sin embargo, su actitud ante las flores...

Consternado, apretó el pulsador carmesí que controlaba las iniciativas del robot especialista en rastreo y rescate.

—¡Urgencia! ¡Urgencia! ¡Urgencia! —repitió más de cien veces el fono de alarma haciendo lucir sus letras una y otra vez en el recuadro rojo de polthen esmerilado. Después de su silencio, la respuesta fue un traqueteo en la planta baja estanco número cero. Y en seguida Mikimoto vio salir el robot al aire libre, buscar una zona dentro del campo visual de la nave y detenerse, según sus células le indicaron, para recibir órdenes.

—Máquina Dimensión a Robot 457 —llamó Mikimoto a través de un rayo fotónico. El vehículo autónomo replicó encendiéndose su luz piloto de tono rojo incrustada en la frente.

Mikimoto observó durante unos segundos la forma de negro escarabajo con cárdenos tintes de la máquina, y cuando vio emerger de su lomo dos antenas amarillas, le habló de nuevo en emisión pogramada en clave.

—Escuche...

Inmediatamente después de la recepción, la coleóptera estructura del robot androide poseedor de ruedas cilíndricas acolchadas, giró sobre sí mismo dirigiéndose hacia el punto señalado en clave y con misión específica.

Llegó hasta el dimensionauta espacial y lo levantó con sus fuertes brazos. Las flores habían desaparecido. Si no fuera por las huellas marcadas en la tierra se podría haber pensado en una alucinación. El robot sacó fotografías de la zona y luego partió con su carga hacia la nave, desde donde Mikimoto le transmitió nuevas órdenes.

—Máquina Dimensión a Robot 57. ¡Rápido! Entre por la rampa siete y traslade su carga a la Cámara Sanitaria.

Apagó el contacto de comunicación. Subió con el ascensor interno hasta el recinto médico, donde aguardó al robot. Desde lejos, muy amortiguado, le vino el chirrido de la portañola exterior y los bufidos del aire al escaparse en las cámaras de presión y volver a entrar. Al poco encendióse la anaranjada luz que existía al frente, sobre la puerta que, con un característico zumbido, se abrió empujada por el robot. White continuaba inanimado sobre los potentes brazos de vidrio flexible de la máquina autónoma. Mikimoto se aproximó muy agitado a su inconsciente compañero, en ánimo de auxiliarle con rapidez.

—¡Dios mío! —exclamó al mirarle el rostro a través del plástico azulino del casco con cierre hermético... White, aunque vivo, estaba contraído lo mismo que una fruta seca y tapizado por millares de pequeñas flores que, como amarillos insectos, le hormigueaban por encima, le entraban y salían por la nariz, la boca y los oídos. Dirk parecía una momia cubierta con retazos de áureas florecillas desasosegadas.

—¡White! ¡White!

Mikimoto inició la ardua labor de liberar al enfermo de su engorrosa escafandra. Pero, contra toda lógica, sintiéndose cada vez más impulsado hacia un sentimiento de afecto por aquella hervorosa alfombrilla fluorescente que no se daba descanso... que incomprensiblemente traspasaba con su aroma el hermético aislamiento del hombre encerrado en su traje...

—Quietas, quietas —murmuró inconscientemente desabrochando con pausa el traje de su agonizante compañero.

Las florecillas seguían en hormigueo. Su perfume le trasladaba a un mundo de embriaguez y de absurdo.

—Sí, florecillas, tenéis derecho a la vida. Haré para vosotras un jardín. —Mikimoto habíase olvidado de White. Mikimoto sólo amaba a las flores, a las flores—. Un jardín, queridas mías, un jardín...

Afuera, grandes flores con aspecto de girasoles, de serpientes de alcachofas... ondulaban hacia la nave...

VII

La inmensa maquinaria tan grande como una ciudad, que era una ciudad, se puso a vibrar. Cada célula de la Urbe de Reintegración se puso a vibrar. Desde el aire semejábase una masa de domos verdes rodeando una plataforma hexagonal rojiza cuya superficie variaba incesantemente de tono, tal como la inquieta pigmentación bajo la piel de los pulpos...

Emitiendo un zumbido, algo que recordaba una espumadera de cocina, surgió despacio de cada vértice en sentido perpendicular a la base. Se iluminaron, y el zumzuneo hízose más intenso.

De entre los millares de domos, uno, situado en el límite oeste de la ciudad, creció en altura, impulsado desde abajo por alguna fuerza. Dentro de ese domo:

—Ordenador Mao —dijo la máquina que integraba toda la estancia.

Mao, sentado frente a los cincuenta pulsadores neumáticos asintió con la cabeza.

—White y Mikimoto están a punto de llegar —prosiguió la metálica voz—. Comience usted a pulsar en orden clave setenta y veintisiete.

Mao tomó de un cajón un cuaderno y buscó la clave para actuar según ella. A continuación obró.

Ciudad Urbe de Reintegración se agitó al máximo y quejó; la plataforma y los postes verticales se iluminaron y encendieron; toda la atmósfera agitóse contagiada por la súbita energía desatada. Primero fue un destello, después como un estruendo de gran granizada cayendo sobre planchas de hojalata; a continuación, igual que un ente que se materializara a partir de un fluido ectoplásmico, la nave de White y Mikimoto apareció surgida de un más allá desconcertante... En seguida vino el silencio total y la calma. Entonces Ordenador Mao envió el aviso de llegada a los cuatrocientos hombres actuantes en sus puestos clave: tres en cada domo. Asió la palanca que abría las compuertas de salida de la nave y la empujó poco a poco. La compuerta se movió sobre sus goznes. Y ante los cuatrocientos pares de ojos observantes ningún nauta surgió al exterior como se esperaba: sólo un inusitado vómito de extrañas flores, un reventón inexplicable de primavera; flores, flores, flores...

FIN


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