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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO EL RATóN QUE RUGIó (por Edmund Cooper)
El mariscal Schaag, Presidente de la República de Karania, se sentía como un condenado a muerte obligado a elegir entre la horca y el pelotón de fusilamiento. Aquella misma mañana, tal como esperaba, había recibido una vi­sita oficiosa del oficioso embajador del Oeste. El día anterior, había recibido una visita semejante del embajador oficial del Este.

Los dos hombres habían hablado con claridad, sin suti­lezas diplomáticas, y el mariscal Schaag, que durante los últimos diez años se había dedicado a una política de hábiles dilaciones, se dio cuenta que el juego había terminado. No podía continuar deshojando —o haciendo ver que desho­jaba—la margarita. En la quincena siguiente, tendría que tomar una determinación.

Pocas personas han oído hablar de la República de Karania..., lo cual, en el fondo, es un tributo directo a la tradi­ción de inmovilidad que ha protegido al país a través de varias guerras generales.

Es, en realidad, uno de los Estados más pequeños de Eu­ropa Central, más pequeño incluso que Suiza; pero, al igual que ésta, ha alcanzado una modesta prosperidad a base de las industrias de relojes de cuco, quesos y turistas.

Pero, de repente, el destino se mostró muy desagradable, y descubrió que los karanios estaban asentados sobre uno de los yacimientos de uranio más ricos del mundo.

El predecesor del mariscal Schaag, un hombre inteligente y previsor, envió al primer científico que mencionó aquel hecho a una clínica mental. Fue un gesto digno de alabanza, aunque inútil; el daño ya estaba hecho y nada podría dete­ner sus consecuencias.

Cuando el Mariscal Schaag se hizo cargo del poder, la situación estaba tan equilibrada, que un paso en falso ha­cia cualquiera de los lados podía hundir a Karania en el caos político..., con sus relojes de cuco, sus quesos y sus turistas.

Tal vez alguien se pregunte por qué razón el decimotercer Presidente de la República, al igual que los doce que le habían precedido, era un mariscal del ejército karanio. La verdad es que el ejército en cuestión se componía de media docena de escuadrones de gendarmes, cuya principal obliga­ción era la de mantener bien engrasadas sus bicicletas. Los ciudadanos de Karania consideraban que el comandante en jefe de su ejército se ganaba sin demasiado esfuerzo su suel­do de veinte mil francos karanios; y puesto que Karania sólo podía permitirse el lujo de un mariscal o un presidente, se había convertido en tradición que el mismo hombre ocupara ambos cargos.

En aquel momento, el hombre en cuestión estaba sentado en una de sus habitaciones particulares de la Casa de la Re­pública, lamentando que el curso de los acontecimientos le obligara a convertirse en un presidente clave.

Con amargura, recordaba la conversación, casi un monó­logo, sostenida con el embajador del Este:

—Mire —le había dicho el embajador—, es evidente que sus obreros están descontentos. Puedo asegurarle que, si es pronunciada la consigna, se sublevarán inmediatamente. Será usted destituido, y ascenderá al poder un hombre más inclinado a...

—Ya me pareció que este año entraban en el país dema­siados turistas del Este —le interrumpió el mariscal—. ¡Nuestros ingresos fueron anormalmente elevados!

—Lo que espero que comprenda —replicó el embajador con frialdad—, es que le conviene entrar en nuestra esfera de influencia y conservar la estabilidad. En tal caso, recibiría usted los beneficios de nuestro programa de seguridad colectiva. Su ejército sería modernizado, sus oficiales reci­birían la adecuada preparación, y podría usted enfrentarse confiadamente al poderío del Oeste.

—¿Y nuestro uranio?

—El Este colaboraría en su extracción.

—Lo cual significa que controlarían ustedes nuestro ura­nio.

—No he dicho eso. Debo poner de relieve que siempre trabajamos sobre una base de cooperación amistosa. Natu­ralmente, las obligaciones son recíprocas.

—Comprendo... ¿Y la alternativa?

El embajador del Este obsequió al mariscal Schaag con una sonrisa infantil.

—¿Quién sabe? El curso de una revolución no puede ser previsto. Sin embargo no parece descabellado suponer que el nuevo régimen se mostraría dispuesto más favorablemen­te a cooperar con el Este... No es necesario que se decida inmediatamente. Piénselo bien. Tómese una semana.

—Necesitaría por lo menos un mes para estudiar sus propuestas en detalle —objetó el mariscal señalando el gran montón de documentos que le entregara el embajador.

El embajador sonrió.

—Vamos a hacer un trato. Confío en que no habrá re­volución durante quince días. A menos...

—¿A menos?

—A menos que usted traicione nuestro compromiso, en­tablando negociaciones con el Oeste.

—Gracias por su valiosa advertencia —dijo el mariscal Schaag—. No tenía la menor idea del hecho que los karanios fue­ran tan...

—¿Políticamente conscientes? —sugirió el embajador.

El mariscal sonrió.

—Una frase muy útil. Tiene unos matices tan interesan­tes... Bueno, estudiaré sus propuestas con el mayor deteni­miento. Entretanto, buenos días, Excelencia.

Cuando el embajador se hubo marchado, la diplomática sonrisa desapareció del rostro del mariscal. Y dio un momen­táneo alivio a sus agitados sentimientos utilizando las ex­presiones más floridas del léxico karanio.

Durante el resto del día, se había estrujado el cerebro tratando de idear una nueva jugada que retrasara los acon­tecimientos. Pero no lograba ninguna. Todas habían sido utilizadas con monótona regularidad durante los últimos años; y el embajador había indicado claramente que la épo­ca de las dilaciones ya había pasado.

Una noche de insomnio no arrojó ninguna nueva luz sobre el problema. Y, a la mañana siguiente, el Presidente Schaag recibió la visita del embajador oficioso del Oeste.

En contraposición con su colega oriental, el señor Wil­liam W. Williams no tenía ningún «placet» diplomático. Sin embargo, era un portavoz de su país..., un portavoz escucha­do atentamente por los gobiernos de Europa, grandes y pe­queños.

Tras unos leves escarceos sobre temas generales, el señor Williams había entrado en materia:

—Señor Presidente, el Oeste tiene motivos para creer que ellos están aumentando la presión... Ahora, voy a ha­blarle con absoluta franqueza. No podemos permitir que Karania sea tragada por el bloque oriental. Produciría efectos perniciosos para la moral europea. Además de perder su in­dependencia nacional, y no necesito recordarle los conoci­dos procedimientos del Este, existe el problema del uranio.

—¡El uranio! —exclamó amargamente Schaag—. Excep­tuando a Suiza, sólo conozco una nación de Eurasia que no esté interesada en el maldito mineral.

El señor William Williams enarcó las cejas.

—¿Qué nación es ésa, señor Presidente?

—Karania, señor Williams. Gracias a Dios, los karanios no tienen la suficiente ilustración como para desear hacerse pedazos.

El señor William dejó oír una risita.

—Tiene usted sentido del humor, señor Presidente. Pero, hablando en serio, tiene usted que darse cuenta que las ventajas de unirse al Grupo Occidental Europeo no pueden ser rechazadas a la ligera.

El presidente Schaag agitó su mano en un gesto de im­paciencia.

—Me doy perfecta cuenta, señor Williams, del hecho que Karania se encuentra en un atolladero.

—Si está usted dispuesto a concedernos algunas bases —continuó el señor Williams—, recibirá los beneficios de nues­tro programa de seguridad colectiva. Modernizaremos su ejército, prepararemos adecuadamente a sus oficiales, dotare­mos a su aviación de la fuerza necesaria, y...

—Nuestra aviación —interrumpió Schaag— es como la marina suiza.

—No importa —dijo el señor Williams suavemente—. No­sotros nos encargaremos de ella. En cuanto a los suizos bas­tará que pronuncien la palabra para que dispongan de una flota de submarinos.

El mariscal Schaag cerró los ojos con expresión de can­sancio, mientras la voz del embajador oficioso del Oeste se­guía resonando.

—Según nuestros informes —concluyó el señor Williams, cuando hubo agotado la lista de los beneficios que el Oeste podía proporcionar—, dispone usted de un par de semanas antes que el bloque oriental emprenda acción. Si se une usted a nosotros, podemos garantizarle que nadie se inmiscuirá en sus asuntos internos.

—¿Y el uranio? —inquirió Schaag, abriendo los ojos.

—Es una lástima que no puedan extraerlo y negociarlo libremente —se lamentó el señor Williams—. Pero el proble­ma dejará de existir si cooperamos sobre una base amistosa...



* * *



Aquella noche, mientras cenaba, el presidente de Kara­nia dejó traslucir la preocupación que le embargaba. Se quejó de la sopa. Era la primera vez en veinte años. Frau Schaag contempló a su marido con expresión de asombro, en tanto que Herr Barranz, ministro para el Progreso Cultural y amigo íntimo del Presidente, le preguntó si estaba en­fermo.

Después de la cena, el mariscal Schaag y Herr Barranz se trasladaron a la biblioteca, como tenían por costumbre, para charlar de sus cosas mientras jugaban al ajedrez.

Jugaban su tercera partida cuando Schaag le habló a Herr Barranz del férreo ultimátum que había recibido del Este, y del ultimátum aterciopelado que había recibido del Oeste.

—Y así están las cosas —concluyó—. De todos modos. Karania perderá su tradicional neutralidad. En lo que a mí se refiere...

Herr Barranz suspiró.

—Si hubiera algún medio de destruir los depósitos de uranio...

El Presidente sacudió la cabeza.

—Ya he pensado en eso, pero la capa de pecblenda es demasiado ancha. Para destruirla, haría falta una bomba ató­mica. Y para obtener la bomba atómica necesitaríamos uranio.

Con aire de disculpa, Herr Barranz retiró del tablero uno de los caballos de su adversario.

—Las Grandes Potencias —observó—, no tienen ningún motivo de preocupación. Pero si se vieran mutuamente ame­nazadas por algún desastre total...

—¿En qué nos beneficiaría eso a nosotros?

—Psicología elemental, mi querido Karl —dijo Herr Ba­rranz—. Los enemigos sólo olvidan el temor que se inspiran mutuamente cuando se enfrentan con un temor mayor... Si los estímulos fueran muy intensos, estoy convencido que se llegaría a un acuerdo internacional en el plazo de pocas horas.

Schaag permaneció en silencio unos instantes, concen­trado en el juego. De pronto, dijo:

—Entonces debemos provocar los adecuados estímulos.

Herr Barranz se encogió de hombros.

—El ratón no asusta al elefante. Estamos indefensos.

—No, estamos desesperados... Pero, suponga que el chi­llido de un ratón asustado fuera ampliado un millar de veces. ¿Qué sucedería?

—Entonces —dijo Herr Barranz—, nuestro hipotético ele­fante se encontraría en un hipotético apuro.

—En tal caso —dijo Schaag—, el ratón karanio tendrá que aprender a cultivar la voz y, tal vez, ventriloquia... Tú mueves, Josef.

El ministro para el Progreso Cultural contempló el ta­blero de ajedrez. Era demasiado temprano, pensó, para que el schnapps le hubiera hecho efecto al Presidente: sin em­bargo, su conversación estaba resultando desconcertante. Las preocupaciones, quizás...

—No seas absurdo, Karl —dijo amablemente—. No per­damos de vista la realidad. La solución es obvia. Tenemos que ponernos de acuerdo, en las mejores condiciones posibles, con el Oeste.

Alzó la mirada, y vio que el mariscal Schaag estaba con­templando con gran atención un punto indeterminado del espacio. En su rostro había una extraña sonrisa.

Por último, dijo:

—Observación, más credulidad, más miedo, igual a ver­dad... ¿Quién sospecharía que un ratón intentaba rugir?

Herr Barranz contempló ansiosamente a su anfitrión. Lue­go alargó la mano hacia la botella de schnapps.



* * *



Una mañana, siete días después, el señor William Williams estaba sentado en la antesala de las habitaciones del Presi­dente, en la Casa de la República. Masticaba una aspirina. De pronto, una rubia y maternal karania, la secretaria per­sonal del Presidente, le invitó a pasar a presencia del mismo. La secretaria acababa de hacer salir al embajador del Este por otra puerta.

—Buenos días, señor Williams —le saludó Schaag con una afable sonrisa—. Ha venido usted a explicar los desdi­chados incidentes de la pasada noche, sin duda. No obs­tante, debo advertirle que el pueblo karanio, aunque pací­fico por temperamento, se ha tomado muy en serio el..., el suceso.

El señor Williams se quedó con la boca abierta por el asom­bro.

—¿Explicar? —preguntó, en tono de incredulidad.

Schaag asintió.

—El embajador del Este acaba de asegurarme solemne­mente que el bloque oriental no es responsable de lo ocurri­do. En vista de lo cual, espero con sumo interés sus mani­festaciones.

El señor Williams suspiró.

—Vamos a ver si nos entendemos, señor Presidente. Us­ted ha preguntado ya al Este; el Este ha preguntado ya al Oeste; y yo he venido aquí a preguntarle a usted.

—Un círculo vicioso —dijo el mariscal Schaag en tono amable—. Pero es evidente que la responsabilidad recae so­bre alguien.

—Creo que sería mejor que nos pusiéramos de acuerdo acerca de los hechos —dijo el señor Williams.

—Eso podría ser un provechoso comienzo —asintió Schaag—. Pero, en vista de las circunstancias, me gustaría conocer en primer lugar su versión.

El señor Williams se introdujo otro par de aspirinas en la boca.

—Anoche me acosté temprano —dijo—. La primera no­ticia me llegó a través de uno de mis secretarios, el cual me despertó para mostrarme el texto de un mensaje radiado en onda corta, en inglés, invitando al mundo a deponer sus ar­mas, bajo la amenaza de graves sanciones en caso contrario. Creo que el mismo mensaje fue radiado también en francés y en ruso.

—Así es —confirmó Schaag—. Las emisiones empezaron aproximadamente a la una cincuenta, hora de Karania.

—Naturalmente, el Oeste utilizó localizadores de direc­ción —dijo el señor Williams.

—Lo mismo que hizo el Este y que hicimos nosotros ¿Conoce usted los resultados?

—Según nuestros expertos —admitió el señor Williams—, las emisiones procedían de una aeronave que volaba a más de tres mil quinientos kilómetros por hora.

—Ése es el veredicto general —dijo Schaag.

—Posteriormente —dijo el señor Williams—, nos han lle­gado informes asegurando que la mitad de los campesinos de la zona septentrional de Karania han visto escuadrones de platillos volantes.

—La posibilidad de una ilusión óptica en masa parece más bien remota —observó el mariscal—. Desde luego, existe también el problema de los depósitos de uranio.

El señor Williams contempló con fijeza a su interlocutor.

—¿Qué ha sucedido con los depósitos de uranio?

Schaag pareció sorprendido.

—¿No ha leído usted los periódicos, señor Williams?

—Sí, los he leído. Y el mundo parece haber enloquecido. Ese..., ese asalto es sumamente grave desde el punto de vis­ta internacional. Mi gobierno me ha exigido el envío inme­diato de informes exactos.

—La zona del uranio está devastada —anunció Schaag, fingiendo admirablemente—. Según mis investigadores cien­tíficos, la explosión no parece haber sido atómica..., aunque existe radiactividad, desde luego...

—¿Qué medidas piensa usted adoptar?

—Aparte de declarar la ley marcial, evacuar la zona afec­tada, congelar el tráfico septentrional y continuar las in­vestigaciones, no hay nada que yo pueda hacer... Esperaba que el Este y el Oeste tendrían al­guna explicación que ofrecerme.

—Si debemos creer en los mensajes radiados —dijo el señor Williams con lentitud—, el mundo está amenazado por una potencia exterior... Se exigía un desarme general inme­diato.

—La potencia exterior parece disponer de excelentes lin­güistas —observó secamente Schaag—. Y una visión muy clara de la psicología humana.

—Entonces, ¿no lo ha tomado usted en serio?

—Personalmente, no me siento inclinado a creer en cuen­tos de hadas, ni siquiera de platillos volantes, señor Williams.

—No tardará en reunirse una conferencia de alto nivel, y allí se hablará claro —profetizó el señor Williams—. Entre­tanto, si el Este esboza la más leve amenaza en contra de Karania, intervendremos con todas las consecuencias.

—¿Debo entender que el Oeste está dispuesto a garantizar nuestra neutralidad..., de forma incondicional?

—Si llega el caso..., sí.

—Da la casualidad que el Este ha expresado unos sen­timientos similares —dijo el mariscal Schaag—. Espero que el acuerdo esté listo para la firma dentro de cuarenta y ocho horas.

—Nuestro acuerdo estará listo antes —dijo el señor Wil­liams, consultando su reloj—. Todo este asunto es una cons­piración.

—¿Usted cree? —inquirió el Presidente de Karania—.Y, ¿quién es el que conspira?



* * *



—Esta mañana —dijo el mariscal Schaag, en tono de sa­tisfacción— he firmado el acuerdo con el Oeste. Esta tarde he firmado el acuerdo con el Este. De modo que Karania con­serva su independencia. Cada uno de los bloques ha insistido en protegernos contra el otro, sin exigir bases ni concesiones, sin provocar ninguna revolución del martirizado proleta­riado.

—Mi querido Karl, brindo por ti —dijo el ministro para el Progreso cultural, alzando su vaso de schnapps—. Es so­berbio. Es magnífico. La posteridad...

—Espero que la posteridad no llegue a enterarse —dijo el mariscal en tono grave. Contempló pensativo su vaso—. Resulta curioso, mi querido Josef, que la naturaleza huma­na prefiera rechazar lo probable y aceptar lo imposible.

El humo del tabaco se esparció en densas nubes sobre el tablero de ajedrez y alrededor de las botellas de schnapps. El Presidente de la República se arrellanó en su asiento, ex­perimentando la satisfacción de un trabajo bien hecho.

—¿Puedes descorrer un poco el velo del misterio para mí? —inquirió Herr Barranz al cabo de un rato.

—Desde luego —el mariscal sonrió burlonamente—. Ha sido cuestión de matemáticas, de imaginación..., y de una veintena de científicos karanios de absoluta confianza. Los mensajes fueron radiados por tres aviones civiles, en tanto que en la zona septentrional eran lanzados unos globos lu­minosos. Lo más difícil fue el transporte de varias toneladas de explosivos a Scloss Benzen.

—¡Pero los mensajes fueron radiados desde unas aerona­ves que volaban a más de tres mil quinientos kilómetros por hora!

—Fueron radiados desde unos anticuados aviones de transporte, que volaban a menos de quinientos kilómetros por hora.

Herr Barranz estaba estupefacto.

—¿Y los localizadores de dirección? —inquirió—. Según los datos obtenidos por ellos...

—Sus localizadores de dirección no eran tan buenos como nuestros matemáticos —le interrumpió Schaag—. Los avio­nes volaban en amplios círculos a veinticinco mil pies de altura. Cada uno de ellos contenía tres emisoras de radio, y tres cintas magnetofónicas previamente grabadas. Cuando el primer avión empezó a emitir, el segundo empezó unos instantes después, y otro unos instantes más tarde. Cada una de las emisoras radió un fragmento del ultimátum en in­glés, francés y ruso, sucesivamente, en tres longitudes de onda distintas. ¿Comprendes ahora?

El ministro para el Progreso Cultural asintió.

—Desde luego. Los localizadores de dirección detectaron que cada uno de los mensajes era emitido por un solo transmisor, instalado en una aeronave que vola­ba a terrible velocidad.

—¡Exactamente! —asintió Schaag.

Herr Barranz volvió a llenar su vaso, lo vació y lo llenó de nuevo. Estaba tratando de descubrir una grieta en el plan. Al no conseguirlo, esgrimió otra clase de argumento.

—Un secreto así no podrá ser mantenido —dijo—. Alguno de tus veinte hombres hablará.

El mariscal Schaag sacudió la cabeza vivamente.

—Esa posibilidad ha sido prevista, desde luego, y se han adoptado las medidas oportunas. Estoy convencido del hecho que ellos eran unos karanios leales, pero estaba en juego la seguridad de su patria. Les di instrucciones para que se concentraran en Schloss Benzen, en cuanto terminaran su trabajo.

—No comprendo...

—Tus conocimientos geográficos, Josef, son deplorables. Schloss Benzen está muy cerca de las primeras minas de pecblenda. Fue volado tres horas antes del amanecer... Es­taban convencidos del hecho que la voladura no se produciría hasta el alba.

Herr Barranz alzó tristemente su vaso.

—¡Por un heroísmo que nunca será cantado! —murmuró.

—Eran científicos —dijo el mariscal Schaag fríamente—, y, por lo tanto, tenían la obligación de sacrificarse. Recuerda que la ciencia fue directamente responsable del atolladero en que estábamos metidos.

—Pero no olvides, Karl, que es también responsable de nuestra salvación.

El mariscal Schaag se permitió a sí mismo el fantasma de una sonrisa.

—Es cierto —convino, y levantó su vaso—. Brindo por la divertida duplicidad de la ciencia..., que permite rugir a un ratón y hace que un elefante profiera chillidos...

F I N


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