Eroriak Zatopek abrió la puerta de su cabaña y aspiró profundamente el aire aromatizado y fresco del bosque en la mañana. El pinar estaba aún despegando los párpados.
Eroriak salió del portal y se estiró desperezando su corpachón, resoplando como un oso. Se lavó en un gran barreño y volvió a entrar cansinamente en su casa de troncos. Todos los cazadores anacoretas vivían igual: entre trampas y pieles. Zatopek, como un primitivo; dedicado a la caza y a la pesca. El día se le presentaba ideal para salir en busca de alguna buena pieza. Así que, tomó su rifle decidido a visitar los lugares de asiduo abrevadero animal donde, con seguridad, por el calor que se avecinaba, acudirían casi todos.
El río estaba cerca. Se oía claramente su precipitada conversación con los helechos de las orillas y con los juncos. Eroriak Zatopek gateaba muy despacio, limpiando el terreno que iba a pisar, para evitar quebrar alguna rama seca cuyo estallido provocaría la desbandada de los siempre recelosos. El cazador apartó unas grandes hojas que le impedían ver. Abajo, a cuarenta metros, la cinta viva, sonora y trémula, se deslizaba con suavidad. Media docena de caribús olfateaban el aire en la plácida ribera. Con las orejas atentas como radares se aseguraban del no peligro. Zatopek casi no respiraba. Ni se movía. Miró hacia arriba, donde las ramas decían que era favorable la dirección del viento. Esperó a que los animales, seguros ya de la total tranquilidad en torno, metieran el hocico en el agua; sería el momento.
El hombre apuntó al caribú más joven y cercano. Disparó. El pobre animal quedó flotando en el agua, muerto.
Con él a hombros andaba a través del bosque. Distraídamente. Escuchando el golpeteo precipitado de los picapinos, la inacabable chalatanería de los pájaros, el raro y misterioso zumbido de los insectos; todo ese lenguaje sugerente del bosque. De pronto recibió un golpe tremendo en la cabeza. Se tambaleó. Soltó la carga y cayó sentado sin imaginarse dónde había tropezado. Sintió que un hilillo de sangre le manaba de la frente. Con la visión enturbiada miró delante de él. Nada había. Gateando precipitadamente y sujetando bien el fusil, se parapetó tras unas rocas en actitud defensiva. Pensó que alguien, aunque no acertaba quién ni por qué, le había agredido lanzándole algún objeto o con un arma silenciosa. Escudriñó cada punto sospechoso de la floresta. Varias veces disparó al azar. Pero nada ni nadie se delató como agresor. Eroriak comprendió que la paz del bosque sólo era alterada por él mismo. No obstante estuvo rastreando los alrededores. Perplejo volvió junto al pequeño caribú. Entonces fue cuando vio aquel diminuto objeto detenido en el aire delante de sus narices. Lo miró con insistencia sin poder catalogar qué era ni cómo se sostenía allí. Parecía una semilla en forma y tamaño de bala. Imaginó que probablemente pendía de algún sutil hilo de araña que no alcanzaba a distinguir. Instintivamente le dio un manotazo. Zatopek no pudo reprimir un aullido de dolor. La bala o semilla continuó en su sitio. Y Eroriak Zatopek con la impresión de haber golpeado sobre una inamovible bola de acero. La miró más de cerca e intentó desplazarla con el índice, pero fue como si hubiera presionado sobre un muro. Entonces cerró con infinita cautela la mano sobre el objeto. Comenzó a tirar hacia abajo poco a poco, cada vez con mayor fuerza, consiguiendo solamente hacerse daño. Por unos segundos quedó colgado de aquel absurdo. Minuto tras minuto aumentaba su intriga. Soltó la partícula. Se apartó dos o tres metros, apuntó con el arma e hizo fuego; la bala rebotó maullando como si hubiese chocado contra un bloque de basalto. Volvió a apuntar... Una rara vibración delante le hizo arrepentirse. La semilla había comenzado a crecer bruscamente. Y ahora, casi tan grande como un buey, se desplazaba cada vez más aprisa hacia arriba. Eroriak Zatopek huyó asustado a través del bosque...
Kinm-Aneg y Keg-Ninm se miraron aliviados. Habían pasado unos instantes terribles. Sus cuerpos color granate brillaban de sudor.
—Otra avería como ésta en el reductor de los espacios intermoleculares y no alcanzamos nuestro destino.
—Ha reaccionado a tiempo. ¡No podíamos ni movernos del sitio!
—Y menos mal que la nave reducida pesa lo mismo y tiene igual resistencia que a su tamaño normal, de lo contrario esa extraña bestia con la que hemos tropezado, habría terminado con nosotros. Era demasiado tozuda.
—En fin... ¡vamos!
FIN