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CUENTOS INFANTILES
CUENTO LA RATA GRIS (por Condesa de SÉGUR)
I.- LA CASITA

Había un hombre viudo que se llamaba Prudent y que vivía con su hija. Su mujer había muerto pocos días después del nacimiento de aquella hija, que se llamaba Rosalie. El padre de Rosalie tenía fortuna; vivía en una casa grande que era de su propiedad; la casa estaba rodeada de un amplio jardín al que Rosalie iba a pasearse tanto como quería.

Era educada con ternura y dulzura, pero su padre la había acostumbrado a una obediencia sin réplica. Le prohibía hacer preguntas inútiles e insistir en saber lo que él no quería decirle. Había llegado, a fuerza de cuidado y vigilancia, a desarraigar casi por completo en ella un defecto desgraciadamente muy común, la curiosidad.

Rosalie no salía jamás del parque, que estaba rodeado de muros elevados. No veía nunca a más personas que a su padre; no había ningún criado en la casa; todo parecía hacerse solo allí. Rosalie tenía siempre todo lo que necesitaba, ya sea en vestidos, en libros, en labores o en juguetes. Su padre la educaba personalmente y Rosalie, aunque tuviera ya casi quince años, no se aburría y no pensaba que pudiera vivir de otra manera y rodeada de personas.

Había al fondo del parque una casita sin ventanas y con una sola puerta, siempre cerrada. El padre de Rosalie entraba en ella a diario, y llevaba siempre encima la llave; Rosalie creía que era una caseta para guardar los utensilios del jardín; no había pensado nunca en hablar de ella. Un día que buscaba una regadera para sus flores, le dijo a su padre:

—Padre, deme, por favor, la llave de la casita del jardín.

—¿Qué quieres hacer con esa llave, Rosalie?

—Necesito una regadera; creo que hallaré una en la casita.

—No, Rosalie, allí no hay ninguna regadera.

La voz de Prudent estaba tan alterada al pronunciar esas palabras, que Rosalie lo miró y vio, con sorpresa, que estaba pálido y que el sudor inundaba su frente.

—¿Qué tiene, padre? —dijo Rosalie asustada.

—Nada, hija mía, nada.

—Es la solicitud de esa llave lo que le ha alterado, padre; ¿qué hay pues en esa casita, que le causa semejante pavor?

—Rosalie, no sabes lo que dices: ve a buscar tu regadera al invernadero.

—Pero, padre, ¿qué hay en la casita?

—Nada que pueda interesarte, Rosalie.

—Pero ¿por qué va usted allí a diario sin permitirme acompañarlo jamás?

—Rosalie, sabes que no me gustan las preguntas, y que la curiosidad es un defecto muy feo.

Rosalie no dijo nada más, pero se quedó pensativa. Aquella casita, en la que nunca había pensado, empezó a darle vueltas en la cabeza.

—¿Qué puede haber allí dentro? —se decía—. ¡Cómo ha palideciddo mi padre cuando le he pedido entrar!... ¡Pensaba pues que yo corría algún peligro si iba!... Pero ¿por qué va él todos los días?... Es sin duda para llevarle comida a la bestia feroz que allí se encuentra encerrada... Pero si hubiera una bestia feroz, yo la oiría rugir o agitarse en su prisión; no se oye jamás ruido alguno en esa caseta; ¡por lo tanto no se trata de una bestia! Además devoraría a mi padre cuando él entra..., a menos que esté atada... Pero si está atada, tampoco hay peligro para mí. ¿Qué puede ser?... ¡Un prisionero!... Pero mi padre es bueno; ¡no querría privar de aire y de libertad a un desgraciado inocente!... Es absolutamente necesario que descubra este misteio... Pero ¿qué puedo hacer?... ¡Si pudiera quitarle a mi padre esa llave, aunque sólo fuera media hora! Tal vez la olvide algún día...

Fue sacada de sus reflexiones por su padre, que la llamaba con voz alterada.

—Aquí estoy, padre; yo vuelvo.

Volvió efectivamente y examinó a su padre, cuyo rostro pálido y demudado indicaba una viva agitación. Más intrigada aún, decidió fingir alegría y despreocupación. para darle seguridad a su padre, y lograr así adueñarse de la llave, en la que no él no pensaría si Rosalie tenía aspecto no de pensar ella misma.

Se sentaron a la mesa; Prudent comió poco, y estuvo silencioso y triste, pese a sus esfuerzos por parecer alegre. Rosalie mostró tal alegría, tal despreocupación, que el padre terminó por recuperar su tranquilidad habitual.

Rosalie iba a cumplir quince años dentro de tres semanas; su padre le había prometido para su fiesta una agradable sorpresa. Pasaron unos cuantos días, y sólo había que esperar quince.

Una mañana, Prudent dijo a Rosalie:

—Mi querida hija, tengo que ausentarme por una hora. Tengo que salir por algo relacionado con tus quince años. Espérame en la casa y, créeme, Rosalie, no te dejes llevar por la curiosidad. Dentro de quince días sabrás lo que tanto deseas saber, pues leo tu pensamiento, y sé lo que te preocupa. Adiós, hija, guárdate bien de la curiosidad.

Prudent besó a su hija tiernamente y se alejó como si le costara esfuerzo dejarla.

Cuando se marchó, Rosalie fue corriendo a la habitación de su padre, y ¡cuál no fue su alegría al ver la llave olvidada sobre la mesa!

La agarró y corrió rápida hacia el extremo del parque; una vez llegada a la casita, recordó las palabras de su padre: Guárdate de la curiosidad; dudó, y estuvo a punto de devolver la llave sin haber mirado dentro de la casita, cuando oyó salir un ligero gemido; pegó su oreja a la puerta y oyó una vocecita que cantaba dulcemente:

Estoy prisionera,

Y sola en la vida.

Pronto moriré,

Sin salir de aquí

—No hay duda —se dijo—; es una criatura desgraciada lo que mi padre tiene aquí encerrado.

Y llamando suavemente a la puerta dijo:

—¿Quién es usted y qué puedo hacer por usted?

—Ábrame, Rosalie; por favor, ábrame.

—Pero ¿por qué está usted prisionera? ¿Ha cometido algún crimen?

—Desgraciadamente, no Rosalie; es un brujo el que me retiene aquí. Sálveme y le testimoniaré mi gratitud contándole lo que soy.

Rosalie no dudó, su curiosidad pudo más que su obediencia; puso la llave en la cerradura; pero su mano temblaba y no podía abrir; iba a renunciar, cuando la vocecita continuó:

—Rosalie, lo que tengo que decirle le instruirá acerca de muchas cosas que le interesan; su padre no es lo que parece.

Al oír estas palabras, Rosalie hizo un último esfuerzo; la llave giró y la puerta se abrió.

II.- EL HADA DETESTABLE

Rosalie miró ávidamente; la casita estaba oscura; no se veía nada; oyó la vocecita que dijo:

—Gracias, Rosalie, te debo mi liberación.

La voz parecía venir del suelo; miró y vio en un rincón dos ojillos brillantes que la miraban con malicia.

—Mi estratagema ha resultado, Rosalie, para hacerte ceder a tu curiosidad. Si no hubiera cantado y hablado, te habrías ido de regreso y yo estaría perdida. Ahora que me has liberado, tú y tu padre estáis en mi poder.

Rosalie, aunque sin comprender bien aún la dimensión del mal que había causado por su desobediencia, adivinó sin embargo que la que su padre retenía cautiva era una enemiga peligrosa, y quiso retirarse y cerrar la puerta.

—¡Alto ahí, Rosalie, no está en tu poder retenerme en esta odiosa prisión, de la que no habría salido jamás si hubieras esperado a cumplir tus quince años!

En aquel instante la casita desapareció; sólo la llave quedó en las manos de Rosalie consternada. Vio entonces junto ella a una rata gris que la miraba con ojillos brillantes y que se puso a reír con una vocecita chillona.

—¡Ji, ji, ji! ¡qué expresión de susto tienes, Rosalie! En realidad, me diviertes enormemente. ¡Qué gentil has sido al ser tan curiosa! Hace casi quince años que estoy encerrada en esta horrible prisión, sin poder hacerle mal a tu padre, al que odio, ni a ti, a quien detesto porque eres su hija.

—¿Y quién es usted, malvada rata?

—Soy la enemiga de tu familia, amiga mía. Me llamo hada Detestable, y llevo bien mi nombre, te lo aseguro; todo el mundo me detesta y yo detesto a todo el mundo. Te seguiré a todas partes, Rosalie.

—¡Déjeme, miserable! Una rata no es de temer, y ya encontraré la forma de deshacerme de usted.

—Ya lo veremos, amiga mía; me pego a sus pasos allá donde vaya.

Rosalie corrió hacia la casa; cada vez que se vovía, veía a la rata que galopaba detrás riendo con aire burlón. Cuando llegó a la casa, quiso aplastar a la rata con la puerta, pero la puerta permaneció abierta pese a los esfuerzos de Rosalie, mientras que la rata permanecía en el umbral.

—¡Espera, malvada bestia! —exclamó Rosalie, fuera de sí de cólera y espanto.

Agarró una escoba e iba a propinarle un golpe violento a la rata, cuando la escoba se prendió fuego y le quemó las manos; la arrojó rápida al suelo y le empujó con el pie hasta la chimenea para que el entarimado no se quemara. Entonces, cogiendo un caldero que hervía en el fuego, arrojó su contenido sobre la rata; pero el agua hirviendo se convirtió en leche fresca, y la rata se puso a beber diciendo:

—¡Qué amable eres Rosalie! No contenta con haberme liberado, ahora me das un excelente desayuno!

La pobre Rosalie se puso a llorar amargamente; no sabía qué hacer, cuando oyó llegar a su padre.

—¡Mi padre! —dijo— ¡mi padre! ¡Oh! rata, por piedad, vete de aquí que no te vea mi padre.

—No me iré, pero puedo ocultarme tras tus talones, hasta que tu padre se entere de tu desobediencia.

Apenas se había acurrucado la rata detrás de Rosalie, cuando entró Prudent; miró a Rosalie, cuya expresión de perplejidad y cuya palidez dejaban ver su espanto.

—Rosalie —dijo Prudent con voz temblorosa—, he olvidado la llave de la casita, ¿la has encontrado?

—Aquí la tiene, padre —dijo Rosalie presentándosela y ruborizándose intensamente.

—¿Qué es pues esta nata derramada?

—Padre, ha sido el gato.

—¿Cómo el gato? ¿El gato ha trasladado hasta la mitad de la cocina un caldero lleno de leche y la ha derramado?

—No, padre, he sido yo, que al trasladarla, la he derramado.

Rosalie hablaba en voz baja y no se atrevía a mirar a su padre.

—Trae la escoba, Rosalie, para recoger esta nata.

—No hay escoba, padre.

—¡Cómo que no hay escoba! Había una cuando me marché.

—La he quemado, padre, por descuido, cuando, cuando...

Se detuvo. Su padre la miraba fijamente, echó una ojeada inquieta alrededor de la cocina, suspiró y se dirigió lentamente hacia la casita del parque.

Rosalie cayó en una silla sollozando; la rata no se movía. Pocos instantes después, Prudent entró precipitadamente, con el rostro descompuesto por el pavor.

—Rosalie, desgraciada, ¿qué has hecho? Has cedido a tu fatal curiosidad y has liberado a nuestra más cruel enemiga.

—Padre, perdóneme, perdóneme —exclamó Rosalie arrojándose a sus pies—; ignoraba el mal que hacía.

—Eso es lo que ocurre siempre cuando se desobedece, Rosalie: sólo se cree hacer un pequeño mal, pero se hace uno muy grande a sí mismo y a los demás.

—Pero, padre, qué es pues esta rata que os causa tan gran pavor? Si tiene tanto poder ¿cómo es que la tenía prisionera, y por qué no puede volver a encerrarla de nuevo?

—Esta rata, hija mía, es un hada malvada y poderosa; yo mismo soy el genio Prudent, y puesto que has liberado a mi enemiga, ya puedo revelarte lo que debía ocultarte hasta que tuvieras quince años:

Soy, como ya te he dicho, el genio Prudent; tu madre no era sino una simple mortal, pero sus virtudes y su belleza conmovieron a la reina de las hadas lo mismo que al rey de los genios y ambos me permitieron casarme con ella.

Ofrecí grandes fiestas con ocasión de mi matrimonio; desgraciadamente olvidé invitar al hada Detestable quien, irritada ya por verme casarme con una princesa, después de haberme negado a casarme con una de sus hijas, me juró un odio implacable lo mismo que a mi mujer y a mis hijos.

No me asustaban sus amenazas, porque yo mismo tenía un poder casi similar al suyo y era muy amado por la reina de las hadas. En numerosas ocasiones neutralicé con mis encantamientos el efecto del odio de Detestable. Pero, pocas horas después de tu nacimiento, tu madre sintió unos dolores muy intensos, que no pude calmar; me ausenté un instante para invocar el auxilio de la reina de las hadas. Cuando regresé, tu madre ya no existía: la malvada hada había aprovechado mi ausencia para hacerle morir, e iba a dotarte con todos los vicios y todos los males posibles; afortunadamente mi regreso paralizó su maldad. La detuve en el momento en el que acababa de dotarte de una curiosidad que debería causar tu desgracia y ponerte a los quince años bajo su total dependencia. Por mi poder, unido al de la reina de las hadas, yo compensé esa fatal influencia, y decidimos que no caerías en su poder a los quince años si no sucumbías por tres veces a tu curiosidad, en circunstancias muy graves. Al mismo tiempo, la reina de las hadas, para castigar a Detestable, la convirtió en rata, la encerró en la casita que has visto, y declaró que no podría salir de allí, Rosalie, a menos que tú le abrieses voluntariamente la puerta; que no podría retomar su aspecto de hada si no sucumbías tres veces a tu curiosidad antes de cumplir los quince años; y que, si resistías al menos una vez a esta funesta inclinación, te verías libre, lo mismo que yo del poder de Detestable. No conseguí todos estos favores sino con mucho esfuerzo, Rosalie, y prometiendo que compartiría tu suerte y que me convertiría como tú en esclavo de Detestable si te dejabas llevar por tres veces de tu curiosidad. Me prometí a mí mismo educarte de tal forma que destruyera en ti ese fatal defecto, que podía causar tantas desgracias.

Por eso te encerré en este recinto; y no te permití jamás ver a ninguno de tus semejantes, ni siquiera a criados. Procuraba con mi poder todo cuanto podías desear, y me felicitaba ya de haber triunfado; en tres semanas ibas a cumplir los quince años e ibas a verte libre para siempre del odioso yugo de Detestable, cuando me solicitaste la llave en la que parecías no haber pensado nunca. No pude ocultarte la dolorosa impresión que me causó esa petición: mi turbación excitó tu curiosidad; pese a tu alegría, a tu despreocupación fingida, penetré en tu pensamiento, y ¡juzga cuál no fue mi dolor cuando la reina de las hadas me ordenó que te hiciera posible la tentación y la resistencia meritoria, dejando mi llave a tu alcance al menos una vez! Tuve que dejar esta llave fatídica, y facilitarte, por medio de mi ausencia, los medios de sucumbir; ¡imagina, Rosalie, lo que sufrí durante la hora que debí dejarte sola, y cuando a mi regreso comprobé tu confusión y tu rubor, que me indicaban sobradamente que no habías tenido el coraje de resistir! Debía ocultártelo todo y no informarte de tu nacimiento y de los peligros que habías corrido sino el día que cumplieras quince años, bajo pena de verte sucumbir al poder de Detestable.

Pero no todo está perdido aún; puedes redimir tu falta resistiendo durante quince días a tu funesta inclinación. A los quince años debías unirte a un principe encantador pariente nuestro, el príncipe Gracieux; esta unión es aún posible.

¡Ah! Rosalie, mi querida hija; por piedad por ti, si no es por mí, ten valor y resiste.

Rosalie había permanecido ante las rodillas de su padre, con el rostro oculto entre las manos y llorando amargamente; al oír estas últimas palabras, recuperó algo de ánimo y, abrazándolo tiernamente, le dijo:

—Sí, padre, se lo juro, repararé mi falta; no se separe de mí padre, y junto usted buscaré el valor que podría faltarme si estuviera privada de su prudente y paternal vigilancia.

—¡Ah! Rosalie, ya no está en mi mano permanecer junto a ti; me encuentro bajo el poder de mi enemiga; ella no me permitirá sin duda quedarme para prevenirte contra las trampas que te tenderá su maldad. Me sorprende no haberla visto aún, pues el espectáculo de mi aflicción debe resultarle agradable.

—Estaba cerca de ti, a los pies de tu hija, —dijo la rata gris con su vocecita agria, mostrándose ante el infortunado genio. Me he divertido al oír el relato de lo que ya te he hecho sufrir, y por eso no me he manifestado antes. Dile adiós a tu querida Rosalie; me la llevo conmigo y te prohibo que la sigas.

Diciendo estas palabras, agarró con sus pequeños dientes afilados el bajo del vestido de Rosalia para llevársela. Rosalie lanzó gritos agudos aferrándose a su padre; una fuerza irresistible la arrastraba. El infortunado genio cogió un bastón y lo levantó sobre la rata; pero, antes de que hubiera tenido tiempo de bajarlo, la rata puso su pequeña pata sobre el pie del genio, que se quedó inmóvil y semejante a una estatua. Rosalie tenía abrazadas las rodillas de su padre y le pedía clemencia a la rata; pero ésta, riendo con su risita aguda y diabólica, le dijo:

—Venga, venga, amiga mía, no es aquí donde encontrará de qué sucumbir dos veces a su gentil defecto; vamos a recorrer el mundo juntas, y le haré ver el país en quince días.

La rata seguía tirando de Rosalie, cuyos brazos, enlazados en torno a su padre, resistían a la fuerza extraordinaria que empleaba su enemiga. Entonces la rata lanzó un grito chillón y, súbitamente, todo la casa se prendió fuego. Rosalie tuvo la suficiente presencia de ánimo para reflexionar que dejándose quemar perdía todo medio de salvar a su padre que permanecería eternamente bajo el poder de Detestable, mientras que, conservando su propia vida, conservaba también la posibilidad de salvarlo.

—Adiós, padre —exclamó—. Nos volveremos a ver dentro de quince días. Su Rosalie lo salvará después de haberlo perdido.

Y escapó para no ser devorada por las llamas. Corrió durante un tiempo, sin saber hacia dónde iba; así caminó durante muchas horas; finalmente, agotada de fatiga, medio muerta de hambre, se decidió a abordar a una buena mujer que estaba sentada ante su puerta.

—Señora —le dijo— tenga a bien darme asilo; me estoy muriendo de hambre y de cansancio; permitidme entrar y pasar la nohe en su casa.

—¿Cómo una joven tan bella se encuentra por los caminos, y qué es ese animal que le acompaña y que tiene cara de un pequeño demonio?

Rosalie, se volvió y vio a la rata gris que la miraba con aire burlón.

Quiso echarla, pero la rata se negaba obstinadamente a marcharse. La buena mujer, viendo aquella lucha, movió la cabeza y dijo:

—Siga su camino hermosa: yo no alojo en mi casa al diablo y a sus protegidos.

Rosalie continuó su camino llorando, y en todas partes donde se presentó, se negaron a recibirla con su rata, que no la abandonaba. Entró en un bosque donde se sintió feliz al encontrar un arroyo para saciarse su sed, frutas y avellanas en abundancia; bebió, comió, y se sentó cerca de un árbol, pensando con inquietud en su padre y en lo que sería de ella durante quince días. Mientras reflexionaba, para no ver a la maldita rata gris, Rosalie cerró los ojos; el cansancio y la oscuridad trajeron el sueño, y se quedó profundamente dormida.

III. EL PRÍNCIPE GRACIEUX

Mientras Rosalie dormía, el principe Gracieux cazaba con antorchas por el bosque; el ciervo, vivamente perseguido por los perros, vino a acurrucarse asustado cerca del arbusto en el que dormía Rosalie. La jauría y los cazadores se lanzaron tras el ciervo; pero de repente los perros dejaron de ladrar y se agruparon silenciosos en torno a Rosalie. El príncipe bajó de su caballo para hacer que los perros reanudar la caza. ¡Cuál no sería su sorpresa al ver a una hermosa joven que dormía apaciblemente en el bosque! Miró a su alrededor y no vio a nadie; estaba sola, abandonada. Observándola de cerca, vio la huella de las lágrimas que había derramado y que aún fluían de sus ojos cerrados. Rosalie estaba vestida simplemente, pero con un tejido de seda que denotaba más que holgura; sus bonitas manos blancas, sus uñas rosadas, sus bellos cabellos castaños, cuidadosamente recogidos con una peina de oro, sus zapatos elegantes, un collar de perlas finas, indicaban un rango elevado.

No se despertaba, pese al pataleo de los caballos, los ladridos de los perros, el tumulto de la numerosa reunión de hombres. El príncipe, estupefacto, no dejaba de mirar a Rosalie; ninguna persona de la corte la conocía. Inquieto por aquel sueño obstinado, Gracieux la tomó suavemente de la mano; Rosalie seguía durmiendo; el príncipe sacudió ligeramente aquella mano, pero sin poder despertarla.

—No puedo —dijo a sus oficiales— abandonar a esta infortunda niña, que probablemente habrá sido extraviada a propósito, víctima de algúna odiosa maldad. Pero ¿cómo podemos transportarla dormida?

—Príncipe, —le dijo su montero mayor Hubert—, ¿no podríamos hacer unas parihuelas de troncos y llevarla así a algún albergue vecino, mientras que Su Alteza prosigue la caza?

—Su idea es buena, Hubert; mande hacer unas parihuelas sobre las que la depositaremos; pero no es a un albergue vecino donde la llevarán, sino a mi propio palacio. Esta joven debe ser de alta cuna, es bella como un ángel; quiero encargarme personalmente de que reciba los cuidados a los que tiene derecho.

Hubert y los oficiales arreglaron de inmediato unas parihuelas sobre las que el principe extendió su propia capa; luego acercándose a Rosalie que seguía dormida, la levantó suavemente en sus brazos y la colocó sobre la capa. En aquel momento, Rosalie parecía soñar; sonrió, y murmuró a media voz: «Padre, padre... salvado para siempre... la reina de las hadas,... el príncipe Gracieux... lo estoy viendo... ¡qué bello es!»

El príncipe, sorprendido al oír pronunciar se nombre, no dudó de que Rosalie fuera una princesa bajo el influjo de algún hechizo. Mandó a los porteadores que llevaban las parihuelas, que caminaran suavemente, con el fin de que el movimiento no despertara a Rosalie; y se mantuvo todo el tiempo junto a ella.

Llegaron al palacio de Gracieux; dio órdenes para que prepararan el apartamento de la reina; no queriendo que nadie tocara a Rosalie, la trasladó él mismo hasta la habitación, donde la depositó sobre la cama, recomendando a las mujeres que debían servirla que le avisaran tan pronto como se despertara.

Rosalie durmió hasta el día siguiente. Era bastante tarde cuando se despertó; miró a su alrededor sorprendida: la malvada rata no estaba junto a ella, había desaparecido.

—¿Me habré librado de esta malvada hada Detestable? —dijo Rosalie alegre; ¿estaré en casa de algún hada más poderosa que ella?

Se acercó a la ventana; vio hombres armados, oficiales vestidos con brillantes uniformes. Cada vez más sorprendida, iba a llamar a uno de aquellos hombres que creía otros tantos genios y hechiceros, cuando oyó pasos; se volvió y vio el príncipe Gracieux que, vestido con un elegante y rico traje de caza, estaba ante ella, mirándola con arrobo. Rosalie reconoció inmediatamente al príncipe de su sueño, y exclamó involuntariamente: «¡El príncipe Gracieux!»

—¿Me conocéis, señora? —dijo el príncipe sorprendido. Si vos me habéis reconocido, ¿cómo he podido yo olvidar vuestro nombre y vuestro rostro?

—Sólo os he visto en sueños, príncipe —respondió Rosalie ruborizándose; en cuanto a mi nombre, no podíais conocerlo, puesto que yo misma no conozco el de mi padre sino desde ayer.

—Y ¿cuál es ese nombre, que se os ha ocultado durante tanto tiempo, señora?

Rosalie le contó entonces todo lo que había aprendido de su padre; le confesó ingenuamente su culpable curiosidad y las fatales consecuencias que se habían derivado de ella.

—Imagine mi dolor, príncipe, cuando tuve que abandonar a mi padre para sustraerme a las llamas que la malvada hada había encendido; cuando, rechazada por todas parte a causa de la rata gris, me encontré expuesta a morir de frío y de hambre. Pero pronto un sopor pesado y repleto de sueños se adueñó de mí; ignoro cómo es que estoy aquí y si es en vuestra casa donde me encuentro.

Gracieux le contó como la había encontrado dormida en el bosque, las palabras de su sueño que él había oído, y añadió:

—Lo que vuestro padre no os ha dicho, Rosalie, es la que reina de las hadas, nuestra pariente, había decidido que vos seríais mi esposa cuando tuviérais quince años; es ella sin duda quien me ha inspirado el deseo de ir a cazar de noche, con el fin de que pudiera encontraros en el bosque en que os habíais perdido. Puesto que cumpliréis quince años dentro de pocos días, Rosalie, dignaos considerar mi palacio como vuestro; tened a bien mandar en él como reina. Muy pronto vuestro padre os será devuelto y podremos celebrar nuestro enlace.

Rosalie le dio las gracias vivamente a su joven y bello primo; pasó a su cuarto de aseo donde encontró doncellas que la esperaban con gran cantidad de trajes y tocados. Rosalie, que no se había preocupado jamás por su aspecto, se puso el primer vestido que le presentaron, que era de gasa rosa adornada con encajes y un tocado de encajes con rosas musgosas; sus bellos cabellos castaños fueron sujetos en una trenza que formaba una corona. Cuando estuvo lista, el príncipe vino a buscarla para conducirla a almorzar.

Rosalie comió como una persona que no ha cenado la víspera; después de la comida, el príncipe la condujo al jardín; le hizo visitar los invernaderos que eran magníficos; al fondo de uno de aquellos invernaderos había una pequeña rotonda adornada con flores exquisitas: en medio había una caja que parecía contener un árbol, pero un paño cosido lo envolvía por completo; se veía sólo, a través del paño, algunos puntos brillar con un resplador extraordinario.

IV.- EL ÁRBOL DE LA ROTONDA

Rosalie admiró mucho todas las flores; creía que el príncipe iba a levantar o a desgarrar el paño de aquel árbol misterioso, pero se dispuso a abandonar el invernadero sin haber hablado con Rosalie.

—¿Qué es pues este árbol tan bien envuelto, príncipe —preguntó Rosalie.

—Es un regalo de bodas que os tengo reservado; pero no debéis verlo antes de cumplir quince años —dijo el príncipe alegremente.

—Pero ¿qué hay tan brillante bajo el paño? —insistió Rosalie.

—Lo sabréis dentro de pocos días, Rosalie y presumo de que mi presente no será un presente ordinario.

—¿Y no puedo verlo antes?

—No, Rosalie; la reina de las hadas me ha prohibido enseñároslos antes de que seáis mi esposa, bajo pena de grandes desgracias. Me atrevo a esperar que me amaréis lo suficiente como para retener por unos días vuestra curiosidad.

Estas últimas palabras hicieron temblar a Rosalie, recordándole a la rata gris y las desgracias que la amenazaban lo mismo que a su padre si se dejaba caer en la tentación que, sin duda, le era enviada por su enemiga, el hada Detestable. No volvió a hablar pues de aquel paño misterioso, y continuó su paseo con el príncipe; toda la jornada transcurrió agradablemente. El príncipe le presentó a las damas de la corte, y les dijo a todas que debían respetar en la princesa Rosalie a la esposa que le había elegido la reina de las hadas. Rosalie fue muy amable con todo el mundo, y todos se regocijaron ante la idea de tener una reina tan encantadora. El otro día y los siguientes pasaron en fiestas, cazas y paseos; el príncipe y Rosalie veían acercarse con felicidad el día del nacimiento de Rosalie, que debía ser también el de su boda; el príncipe, porque amaba tiernamente a su prima, y Rosalie, porque amaba al príncipe, porque deseaba firmemente volver a ver a su padre, y también porque deseaba ardientemente ver lo que contenía la caja de la rotonda. Pensaba en ella sin cesar; por la noche soñaba con ella, y, en los momentos en que se encontraba sola, tenía que hacer grandes esfuerzos para no ir al invernadero para tratar de descubrir el misterio.

Por fin llegó el último día de espera: al día siguiente Rosalie cumpliría quince años. El príncipe estaba muy ocupado con los preparativos del matrimonio, al que debían asistir todas las hadas buenas que conocía y la reina de las hadas. Rosalie pasó sola la mañana; fue a pasearse y, mientras reflexionaba en la felicidad del día siguiente, se dirigió instintivamente hacia la rotonda; entró en ella pensativa y sonriente, y se encontró frente al paño que recubría el tesoro.

—Mañana —dijo— sabré al fin qué encierra este paño... Si quisiera, podría saberlo desde hoy mismo, pues veo algunas aberturas por las que podría introducir fácilmente los dedos... y tirando un poco hacia arriba... De hecho, ¿quién se iba a enterar? Volveré a colocar el paño después de haber mirado un poco... Puesto que esto será mío mañana, puedo muy bien echar un vistazo hoy.

Miró a su alrededor, no vio a nadie y, olvidando por completo en su deseo de satisfacer su curiosidad, la bondad del príncipe y los peligros que les acechaban si cedía a la tentación, introdujo los dedos por una de las aberturas, tiró suavemente: el paño se rompió de arriba abajo con un ruido semejante a un trueno, y ofreció a los ojos sorprendidos de Rosalie un árbol cuyo tonco era de coral y las hojas de esmeraldas; las frutas que cubrían el árbol eran piedras preciosas de todos los colores, diamantes, perlas rubies, zafiros, ópalos, topacios, etc., tan gruesos como las frutas que representaban y con tal brillo que Rosalie quedó deslumbrada. Pero, apenas había mirado aquel árbol sin igual, un ruido más fuerte aún que el primero la sacó de su éxtasis: se sintió elevar y transportar a una llanura, desde la que vio al palacio del príncipe venirse abajo; gritos horribles salían de las ruinas del palacio, y pronto Rosalie vio al príncipe mismo salir de entre los escombros, ensangrentado, cubierto de harapos. Avanzó hacia ella y le dijo tristemente:

—Rosalie, ingrata Rosalie, mira a qué estado me has reducido a mí y a toda mi corte. Después de lo que acabas de hacer, no dudo que cederás por tercera vez a tu curiosidad y que consumarás mi desgracia, la de tu padre y la tuya. Adiós, Rosalie, adiós. ¡Que el arrepentimiento pueda expiar tu ingratitud hacia un desgraciado príncipe que te amaba y que no quería sino tu felicidad!

Y diciendo estas palabras, se alejó lentamente. Rosalie se había puesto de rodillas; inundada en lágrimas, lo llamaba; pero él desapareció de su vista, sin volverse siquiera para contemplar su desesperación. Estaba a punto de desvanecerse cuando oyó la risita chillona de la rata gris que estaba ante ella.

—Agradéceme pues, Rosalie, haberte ayudado. Era yo quien te enviaba por la noche los bellos sueños sobre el paño misterioso; fui yo quien roí el paño para facilitarte el medio de mirar; sin esta última estratagema, creo que estabas perdida para mí, lo mismo que tu padre y tu príncipe Gracieux. Pero un pequeño pecadito más, amiga mía, y seréis míos para siempre.

Y la rata, en su regocijo infernal, se puso a danzar alrededor de Rosalie; aquellas palabras, pese a lo malvadas que eran, no excitaron la cólera de Rosalie.

—Es culpa mía —se dijo—; sin mi fatal curiosidad, sin mi culpable ingratitud, la rata gris no habría conseguido hacerme cometer tan indigna acción. Debo expiar con mi dolor, mi paciencia y la firme voluntad de resistir a la tercera prueba, por muy difícil que sea. Además, sólo tengo que esperar unas horas, y de mí dependen, como decía mi amado príncipe, su felicidad, la de mi padre y la mía.

Rosalie no se movió pues; de nada le servía a la rata gris emplear todos los medios posibles para hacerle andar, Rosalie persistió en permanecer frente a las ruinas del palacio.

V.- EL COFRE

Toda la jornada transcurrió así; Rosalie sufría cruelmente por la sed.

—¿No debo sufrir mucho más —se decía— para castigarme por lo que he hecho sufrir a mi padre y a mi primo? Esperaré aquí a cumplir los quince años.

La noche empezaba a caer, cuando una anciana, que pasaba, se acercó y le dijo:

—Hermosa niña, ¿querría hacerme el favor de guardar este cofre que es muy pesado de llevar, mientras voy cerca de aquí a visitar a un familiar?

—Con mucho gusto, señora —contestó Rosalie, que era muy complaciente.

La anciana le entregó el cofre diciéndole:

—Gracias, hermosa niña; no tardaré mucho en volver. No mire lo que hay en este cofre, porque contiene cosas... cosas que no ha visto nunca... y como no verá jamás. No lo deposite demasiado bruscamente, porque es de corteza frágil y un choque un poco rudo podría romperlo...Y entonces vería lo que contiene... Pero nadie debe ver qué hay aquí encerrado.

Tras decir estas palabras se marchó. Rosalie depositó suavemente el cofre a su lado, y reflexionó en todos los acontecimientos que habían sucedido. La noche cayó por completo; la anciana no regresaba; Rosalie miró el cofre y vio con sorpresa que iluminaba la tierra a su alrededor.

—¿Qué es —se dijo— lo que brilla en este cofre?

Lo volvió, lo miró por todos los lados, pero nada pudo explicarle aquel resplandor extraordinario; lo depositó de nuevo en el suelo y dijo:

—¿Qué me importa lo que contiene este cofre? No es mío sino de la buena anciana que me lo ha confiado. No quiero pensar más en él, por temor a verme tentada a abrirlo.

Efectivamente, no lo miró más y trató de no pensar en él; cerró los ojos, decidida a esperar así la llegada del nuevo día.

—Entonces tendré ya quince años, volveré a ver a mi padre, y a Gracieux. No tendré nada más que temer de la malvada hada.

—Rosalie, Rosalie —dijo precipitadamente la vocecita de la rata, estoy aquí cerca de ti; ya no soy tu enemiga y para probártelo si quieres, voy a hacer que veas lo que contiene el cofre.

Rosalie no contestó

—Rosalie, ¿no estás oyendo lo que te propongo? Soy tu amiga, créeme, por favor.

Sin respuesta.

Entonces la rata gris, que no tenía tiempo que perder, se lanzó sobre el cofre y se puso a roer la tapadera.

—¡Monstruo, —exclamó Rosalie agarrando el cofre y apretándolo contra su pecho— si te atreves a tocarle a este cofre, te retuerzo el cuello aquí mismo!

La rata le lanzó a Rosalie una mirada diabólica, pero no se atrevió a provocar su cólera. Mientras preparaba una nueva forma de excitar la curiosidad, un reloj tocó las doce de la noche. En aquel mismo instante, la rata lanzó un grito lúgubre, y le dijo a Rosalie:

—Rosalie, ha sonado la hora de tu nacimiento; ya tienes quince años; ya no tienes nada que tener de mí; a partir de este momento estás fuera de mi alcance, lo mismo que tu odioso padre y tu horroroso príncipe. Y yo estoy condenada a conservar mi forma de rata, hasta que logre hacer caer en mis trampas a una joven bella y bien nacida como tú. Adiós, Rosalie; ya puedes abrir el cofre.

Y al terminar estas palabras, la rata gris desapareció.

Rosalie, desconfiando de las palabras de su enemiga, no quiso seguir su último consejo y se decidió a guardar el cofre intacto hasta el amanecer. Tan pronto como tomó esta decisión, un buho que volaba por encima de Rosalie dejó caer una piedra sobre el cofre, que se rompió en mil pedazos. Rosalie lanzó un grito de terror; en aquel mismo instante vio ante ella a la reina de las hadas, que le dijo:

—Venga, Rosalie, ha triunfado de la cruel enemiga de su familia; voy a devolverle a su padre; pero antes bebed y comed.

Y el hada el ofreció una fruta de la que un solo bocado sació y calmó la sed de Rosalie. De repente, un carro tirado por dos dragones se halló junto al hada, que se subió en él e hizo subir a Rosalie. Rosalie, una vez repuesta de su sorpresa, le agradeció efusivamente al hada su protección y le preguntó si no iba a volver al ver a su padre y al príncipe Gracieux.

—Su padre la espera en el palacio del príncipe.

—Pero, señora, yo creía que el palacio del príncipe estaba destruido, y él mismo herido y reducido a la miseria.

—Eso no era nada más que una fantasía para infundirle más horror de su curiosidad, Rosalie y para impedir que sucumbiera por tercera vez. Va a encontrar de nuevo el palacio del príncipe tal como estaba antes de haber desgarrado el paño que recubría el árbol precioso que le tiene preparado.

Cuando el hada acabó estas palabras el carro se detuvo ante la escalinata del palacio. El padre de Rosalie y el príncipe la esperaban con toda la corte. Rosalie se arrojó en los brazos de su padre y en los del príncipe, que no pareció recordar su falta de la víspera. Todo estaba dispuesto para la ceremonia de la boda, que se celebró de inmediato; todas las hadas asistieron a las fiestas, que duraron muchos días. El padre de Rosalie vivió junto a sus hijos. Rosalie se curó para siempre de su curiosidad, fue tiernamente amada por el principe Gracieux, a quien ella amó toda su vida; tuvieron hermosos hijos y les dieron por madrinas a hadas poderosas, con el fin de protegerlos contra las malvadas hadas y los malos genios.

FIN
(Nouveaux contes de fées pour les petits enfants, 1856)


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