Algunas de las luchas más encarnizadas de la Segunda Guerra Mundial fluyeron y menguaron a uno y otro lado del territorio de los Kalang. Pero sólo en una ocasión la corriente de los grandes eventos mundiales se introdujo en esa región montañosa e inaccesible al norte de Birmania que ellos consideraban propia.
La intromisión comenzó cuando un avión de reconocimiento fotográfico, de regreso de una arriesgada pero crucial misión, sufrió un desperfecto mecánico no muy lejos de allí. El piloto vio que el navegante evacuaba el avión y se ponía a salvo, y no tardó en imitarlo. Terminó colgado de las ramas de un gran árbol, a la vista de un grupo de cazadores Kalang, con moretones, rasguños y golpes, pero por lo demás ileso.
Lo poco que los pequeños cazadores sabían sobre el hombre blanco y el amarillo, los inducía a desconfiar de los extraños. Sin embargo, la forma de llegar del piloto, con esas alas blancas bajando del cielo, los impresionó lo suficiente como para no actuar con precipitación, matándolo sin más trámite. Prefirieron escoltarlo a punta de lanza hasta la aldea. Luego de consultar exhaustivamente los augurios, el jefe lo hospedó, lo alimentó y le alivió el dolor con grandes jarros de ku, que entre los Kalang equivale a cerveza.
El avión, naturalmente, y las cámaras que llevaba, se perdieron sin remedio; sin embargo, la naturaleza de la misión era de tal importancia que justificaba el envío de una patrulla de rescate para buscar sobrevivientes que pudieran dar un testimonio verbal. El piloto fue encontrado, en estado febril pero vivo. El oficial al mando, retribuyó a la tribu con grandes cantidades de té, tabaco y sal.
Cuando los extraños se hubieran ido, el jefe estudió detenidamente el bello acero del machete que había reservado como parte personal de la recompensa y dio órdenes de tratar del mismo modo a cualquiera que bajara flotando del cielo.
Por supuesto que Tambah, para esa época, todavía no había nacido. Pero, obtuvo la información como parte de una larga, compleja y didáctica historia que le había contado su padre. Había visto el machete, algo oxidado, pero todavía en condiciones de causar admiración; había visto la gastada capa ceremonial que el jefe había ordenado hacer con la tela del paracaídas. Traer riquezas semejantes a los ahora hambrientos y deprimidos Kalangs, era, desde hacía mucho, la máxima ambición de Tambah.
Y aun tenía una motivación más poderosa: la ira. En dos oportunidades había sido dejado de lado por el jefe a la hora de los rituales de iniciación, con hirientes comentarios sobre su pequeña estatura y su incompetencia general. Esta fue la razón principal para que guardara el secreto del gran descubrimiento para sí mismo.
No sólo eso. Había abandonado la aldea para compartirlo con otra gente, extraños, antes de comunicárselo a su propia familia. La tarea era arriesgada, y aunque sabía mínimas las posibilidades de que lo siguieran, no podía evitar las periódicas miradas por encima del hombro. La razón era que, luego de mucho debatir sobre las señales en el cielo, nunca vistas antes, toda la tribu se había dedicado a realizar ritos propiciatorios para aplacar a los dioses. Eso duraría por lo menos tres días.
Estaba cansado, y los pies se le habían ampollado horriblemente. Cada paso que daba parecía aumentar el peso de la carga. Sin embargo siguió andando, seducido por el sueño de lograr que la gente voladora reclamara ante los suyos y así ser el responsable de la obtención de nuevas riquezas para los Kalangs.
Ya había amanecido cuando emergió de la espesa selva y se detuvo sobre una saliente de roca para observar la aldea de extrañas tiendas cónicas que se extendían frente a él. Permaneció algunos segundos sin descubrir su verdadera naturaleza; entonces vio a un hombre moviéndose entre las tiendas y se dio cuenta de que había llegado a la meta propuesta. Sabía que debía ser cauteloso pero de alguna manera el razonamiento no le llegaba con claridad. Tenía la mente obnubilada, los pies le dolían de un modo irreal y la boca se le había secado.
No... no completamente seca. Se succionó los dientes, pasó el dorso de la mano que tenía libre por los labios. Cuando retiró la mano, sobre la piel había restos de sangre.
Pero el cansancio ni siquiera le permitió pensar en eso. Trotando torpemente bajó a la aldea de la gente voladora, tratando de comunicarles, a gritos, las novedades que traía.
Jan Bilay caminó por última vez alrededor del jeep para cerciorarse de que las cajas con las frágiles ampollas estaban bien aseguradas con sus respectivas correas. Desprendió algunos terrones de lodo seco de las insignias de la Organización Mundial de la Salud pintadas en la puerta del lado del conductor, y suspiró.
—Todo parece estar en orden —murmuró—. ¿Crees que los encontremos hoy?
—Creo que hoy tendremos más posibilidades que ayer —dijo Dinah Ashman, levantando la vista del recuento de hipodérmicas que estaba haciendo en la parte trasera del vehículo.
—Ahora sabemos que ya hemos entrado en territorio Kalang; encontramos su aldea abandonada.
—¿Estás segura de que fue abandonada? —preguntó Carlos desde atrás de la rueda.
—Ya hemos discutido todo eso —replicó Dinah—. ¡Sí, estoy muy segura de que fue así! Después de todo no es infrecuente en tu país: trabajar una extensión hasta agotarla y luego instalar allí una tribu originaria de otro lugar.
Carlos se encogió de hombros. Luego de esperar un momento para ver si él volvía a hablar, Jan dijo:
—Mira, sé que no es mi especialidad, pero considera esto: sabemos que son recelosos y que han evitado todo contacto con el exterior hasta el presente. ¿No podrían estar ocultándose de nosotros? Tal vez... Sí, tal vez interpretaron la caída del meteoro de la otra noche como una advertencia de nuestra llegada.
—Entonces sólo debemos persuadirlos de que no les haremos daño alguno —respondió Dinah Ashman—. Ellos no se aislan del todo... si lo hicieran, no tendríamos que molestarlos. Pero mientras continúen siendo un foco infeccioso, todo aquel que tome contacto con ellos correrá un serio riesgo.
—No es tan fácil como te lo imaginas —objetó Ba Thway desde el asiento del acompañante—. Yo me tengo que ocupar de la persuasión, ésa de la que tú hablas tan ingenuamente. Para un país que contiene a todos los grupos étnicos europeos, América produce pocos lingüistas.
—¿Podemos seguir la discusión por el camino? —gruñó Carlos.
—¡Camino! —replicó Jan con cierta ironía—. Me pasaré el día rezando para que encuentres el camino de regreso al campamento. —Pero no obstante retiró su brazo tostado por el sol de la puerta en la cual estaba apoyado.
Observó al jeep saltando sobre el desparejo terreno hasta que desapareció de la vista. Si encontraban a esos huidizos Kalangs, se prometió a sí mismo suspender el trabajo por uno días y ayudar en la vacunación. Cuando salió por primera vez con el equipo de la O.M.S., sintió lástima por ellos, por lo rutinario de su trabajo. Ubicar aldeas, ganarse la confianza de la gente, vacunar e inocular como si estuviesen operando una línea de montaje. Estaba seguro de que su propio estudio sobre el diseño de los vectores de enfermedad entre los insectos que se crían en el agua era más interesante y variado.
Pero ahora, cansado de tanto quedarse solo todo el día en el campamento, empezaba a sentirse visiblemente aburrido.
Y también debía estar bastante sobreexcitado, se dijo a sí mismo una media hora más tarde, cuando trabajando con un botellón de agua destilada, casi lo vuelca al percibir un movimiento en el limite del campo visual. Cuando quiso cerciorarse, no vio nada; no obstante, y con un poco de vergüenza, buscó la única arma que poseía la expedición, un rifle para elefantes. Cautelosamente salió a inspeccionar el sitio del disturbio.
Las causas de su inquietud le salieron al encuentro: un muchacho desnudo y de tez oscura, cargando algo grande y resplandeciente sobre los hombros, arrastrando los pies como si estuviera muy fatigado. Al principio no notó la presencia de Jan; cuando lo hizo bajó el objeto que cargaba y se lo tendió a Jan como una ofrenda. El peso fue excesivo para el muchacho y se le escapó de las manos cayendo al suelo con un ruido metálico. Instantes más tarde el muchacho perdió el equilibrio y se derrumbó en un desmayo fulminante.
Ravosí Jan, desorientado, pronunció la media docena de frases en birmano que había aprendido y que casi con seguridad no se hablaba en esta parte del mundo. Deseó que los otros estuvieran allí. No poseía conocimientos médicos más allá de los primeros auxilios, y este muchacho estaba evidentemente enfermo. Tenía el cuerpo cubierto de ampollas y rasguños, los pies heridos y llenos de espinas; los latidos del pulso imitaban un martillo. Además un hilo de sangre le brotaba de la boca, aunque Jan no le prestó atención, considerando que era una consecuencia de la caída de la cara hacia abajo, en la cual el muchacho debió haberse cortado un labio. La combinación de fatiga con golpe de calor fue el diagnóstico obvio. Jan levantó el cuerpo inerte y lo llevó a la cama de campaña de la tienda más próxima, la de Carlos. Atendió las abrasiones y extrajo las peores espinas, luego le limpió la sangre del mentón.
Fue entonces cuando ciertos detalles le empezaron a resultar sospechosos. La sangre volvía a fluir. Retirando el labio inferior, notó que de las encías manaba un líquido rojo. Al ver esto pensó que podía ser piorrea. A falta de otros indicios, le lavó la boca con una solución antiséptica. El muchacho, ahora en un profundo coma, no se movió.
¿Qué lo pudo haber dejado en ese estado? Tendría alguna relación con el objeto que había traído y todavía se hallaba afuera en el suelo? Jan salió y lo examinó. Resultaba muy curioso encontrarse en esta parte del mundo con un objeto así.
Era de metal. Por su peso, estimó que se trataba de una aleación de aluminio y magnesio. La pieza estaba cuidadosamente moldeada para formar un arco, pero uno de los extremos parecía como arrancado por una explosión. Todo un lado estaba descolorido, aparentemente por la acción de un calor intenso.
Aunque en relación a su tamaño el objeto era liviano, estimó su peso en alrededor de catorce kilos. ¡Un peso considerable para que lo cargue un joven alfeñique a través de la selva enmarañada!
La hipótesis más aceptable, por obvia, era que había habido un accidente de aviación, y que el muchacho quería informar sobre él. Pero no había absolutamente nada que Jan pudiera hacer. No hablaba la lengua del muchacho y de todos modos no podía aventurarse y partir, cruzando la región a pie. Ni siquiera en el caso de que el muchacho pudiese guiarlo, y éste no estaba en condiciones de moverse.
Trató de aceptar los hechos y de seguir con su rutina diaria, pero le era imposible concentrarse en el trabajo. Se encontró con que cada cinco o diez minutos echaba una mirada a la carpa donde el muchacho yacía inconsciente. Sabía que no tenía sentido, pero algo le carcomía la mente y lo empujaba una y otra vez hacia la tienda.
Deliberadamente se contuvo durante una hora de visitar al muchacho. Luego de cumplirse ese lapso volvió a la tienda apresuradamente.
El muchacho había invertido su posición sin despertarse. La primera impresión que tuvo Jan lo horrorizó, creyó que el muchacho había lanzado vómito negro. La mente de Jan se llenó con los horrores del cólera. Luego, cuando pasó el momento de la premonición totalizadora, comprobó que la mancha oscura sobre la almohada era un mechón de pelo que se había desprendido del cuero cabelludo.
En ese preciso momento descubrió qué era lo que carcomía su mente cada vez que iba a la tienda. Lo que durante todo el día le había estado dando vueltas en la cabeza.
Esta tienda era la de Carlos, que además de ser el jefe de conductores y mecánicos de la expedición, estaba a cargo del equipo de monitoreo de catástrofes nucleares. Todas las noches llenaba un espacio en una forma pre-impresa que, una vez completada, se enviaba a la comisión de ensayos de armas nucleares de las Naciones Unidas. El último de los acuerdos de prohibición de ensayos nucleares se encontraba en plena vigencia. pero en cualquier momento algún país podría alcanzar el nivel técnico necesario y adquirir este moderno símbolo de status entre las naciones.
Y en ese mismo instante, debajo de la cama, amortiguado por los bultos que se hallaban encima, el contador Geiger del equipo de Carlos sonaba con sus clicks característicos.
Jan, frenéticamente, extrajo el aparato de entre los muchos bultos que lo tapaban. Con el pickup, recorrió el cuerpo del muchacho. Mientras lo hacía, el parlante emitió un grito que desapareció al modificar la escala de medición. El contador registraba semejantes niveles, que la aguja no los podía seguir para indicar los valores reales.
En una especie de pánico controlado, sudando, Jan salió de la tienda. Usando unas ramas largas, alejó el pedazo de metal del campamento. Lo arrojó en un nicho formado por dos grandes rocas que supuso una protección relativamente segura contra la radiación y acto seguido, de la misma forma, se deshizo de las dos ramas.
Esto iba a ser duro para el muchacho, reflexionó mientras ponía a hervir una marmita sobre el fuego y conseguía un pan de jabón carbólico. Pero debía hacerse aunque a esta altura, probablemente, ya fuera inútil. El mismo debería lavarse, cortarse las uñas y cambiarse toda la ropa cuando terminara con el muchacho.
Intrigado, requería del silencioso ambiente la explicación de como un salvaje birmano vino a sufrir el peor caso de contaminación radiactiva que hubiese visto en toda su vida.
Cuando regresaron a la noche, desilusionados, habiendo fallado en la tarea de localizar a la todavía fugitiva tribu Kalang, simplemente se resistieron a creerle. No le creyeron hasta que Carlos inspeccionó el pedazo de metal con el contador. Recién entonces se convencieron de la veracidad del relato. Todos terminaron tan alterados como Jan.
Sólo esperaban que el muchacho pudiera hablar antes de morir. Para averiguar eso, analizaron su tipo de sangre y descubrieron que por una afortunada coincidencia era compatible con el de Ba Thway. Dinah se encargó de hacerle al muchacho una transfusión de emergencia. Jan y Carlos salieron para inspeccionar, muy cautelosamente, el misterioso pedazo de metal.
—¿Qué te parece? —preguntó Jan.
Carlos vaciló. Finalmente dijo:
—Hablando con franqueza dudo que lo que vimos la otra noche haya sido un meteoro.
Jan se mordió los labios.
—¡Estoy maravillado! Podría jurar que no era un avión en llamas, pero... —Lo vio con los ojos de la memoria, tan vívido como si lo tuviera delante en ese momento: una gran llamarada cruzando la noche, seguida de un ruido ensordecedor—. ¿Un cohete, un misil con ojiva nuclear?
—Lo dudo —repuso Carlos—. Para conservar un nivel de radiación como el que tenemos, el pedazo de metal debe haber estado muy cerca de una reacción en cadena, y en una cabeza nuclear no hay reacción a menos que se busquen dificultades. Pero estoy pensando en algo totalmente diferente, algo como propulsión nuclear.
—¿Hablas en serio?
Carlos sacudió la cabeza. —No lo sé. Hace tiempo que se tejen historias sobre el desarrollo de la propulsión atómica. Lo obvio es que ahora, suceda lo que suceda, deberemos olvidarnos de los Kalang y ubicar el sitio del siniestro lo más rápido que podamos. Es más, creo que debemos intentar alcanzar Rangún por la radio de inmediato.
Las autoridades de Rangún se mostraron escépticas. Esto se debía a lo fragmentario de la información que transmitía el equipo de la OMS, por cuanto los intentos de revivir al muchacho con la transfusión habían fracasado. Algunas horas más tarde Rangún contestó: debían permanecer con el muchacho y un grupo de observación aérea rastrearía el área por la mañana.
Nadie del equipo durmió mucho esa noche, aunque sobraba cansancio. La teoría de Carlos de que un cohete nuclear podía haberse estrellado en la región, inquietaba mucho por lo plausible. Se turnaron para hacer guardia junto a la cama del muchacho; el resto del tiempo discutían descabelladas teorías junto al fuego.
Sospechaban que Rangún había hecho la promesa de una búsqueda para taparles la boca por esa noche. Poco después del amanecer, el ruido del primer avión sonó en los oídos de Jan, y trajo alivio a todo el equipo. Su llamado convocó a los demás para rastrear el cielo juntos.
—Un avión de reconocimiento fotográfico de gran altura —dijo Carlos después de un rato—. Muy útil en una zona como ésta; por todos los santos, ¿por qué no usarán helicópteros?
—Deben ser más lentos —sugirió Ba Thway—. Tardarían mucho en llegar.
—¡Eso lo sé! —dijo Carlos encarando al pequeño birmano.
Por un momento Jan temió que el excesivo cansancio del grupo los llevara a un enfrentamiento verbal. En ese instante Dinah interrumpió desde la puerta de la carpa del muchacho.
—¡Ba, ven rápido, el muchacho abrió los ojos!
A Ba le resultaba tremendamente difícil interpretar las palabras del muchacho. El dialecto local —que comprobaron con estupor se trataba del Kalang, el lenguaje de la tribu que buscaban— era sólo un derivado de los idiomas que había estudiado. El muchacho, además, deliraba la mayor parte del tiempo. Averiguaron que se llamaba Tambah y que estaba molesto por haber sido excluido de los ritos de iniciación. Se enteraron de la existencia de una leyenda sobre un hombre caído del cielo. Su esperanza era conseguir ricas recompensas para los Kalang en retribución por la ayuda en el rescate del sobreviviente, el hombre caído del cielo.
Al llegar a este punto, Ba empezó a dudar de sus propias interpretaciones. Puesto que las declaraciones de Tambah implicaban la existencia de un hombre en los restos del aparato accidentado, y esto por supuesto era ridículo. Los países lo suficientemente adelantados como para poseer propulsión nuclear también poseerían el adelanto suficiente como para automatizar los sistemas de control en función de un respeto por la vida humana. Esta parte de la historia debía ser un deseo inconsciente de Tambah; en su estado actual tenía que estar tan confundido, que el tradicional relato del hombre caído del cielo se mezclaba con lo que vio realmente.
Yacía tendido con los ojos girando atemorizados cada vez que percibía algo del entorno —que fuera lo suficientemente claro como para reaccionar— y murmuraba algo acerca de que deseaba una recompensa.
Be le palmeó el pecho, dándole valor, y miró interrogativamente a Dinah.
—¿Cuánto durará? —preguntó en voz baja, precaución algo ridícula, ya que era muy difícil que el muchacho entendiera inglés.
—Si pudiera ser enviado a un hospital, por avión, por uno o dos días. Necesitaríamos varias cosas, de las cuales no disponemos —como detergentes intestinales— si queremos salvarlo. Pero ahora creo que está más allá de toda esperanza.
—Lo intentaremos, tal vez consigamos una descripción del lugar del accidente —murmuró Ba e indicó a los demás que lo dejaran solo, pues lo estaban distrayendo.
Esto era la médula del informe que presentaron a un oficial de la fuerza aérea birmana que arribó en helicóptero hacia el anochecer. Su misión era verificar la existencia del misterioso pedazo de metal radioactivo, ya que hasta ese momento, el avión de relevamiento fotográfico no había encontrado indicio alguno del siniestro. También solicitó detalles más precisos sobre el lugar donde se suponía que ocurrió el hecho. El oficial se mostró amablemente sobrador cuando supo que el equipo había estado rastreando a los Kalang durante semanas sin éxito; y que el accidente debió ocurrir en territorio Kalang.
El muchacho se desmayó nuevamente.
Desde ese momento, y a lo largo de toda la tarde, el ruido de los helicópteros no los abandonó jamás. Alguien importante, en la cima de la torre, debía estar tomándose el asunto muy en serio, tanto como para movilizar ocho aparatos en una sola misión, le comentó Jan a Carlos.
—Sospecho que esto también puede demostrar lo contrario —replicó Carlos en forma hostil.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Puede ser que los birmanos sólo estén montando una fachada. Después de todo, el fragmento no es necesariamente una parte de un motor atómico. Puede muy bien ser un pedazo de un artefacto que se precipitó a tierra como una bengala mojada. Aunque en este caso, no sé cómo un salvaje descalzo llegó a tenerlo en sus manos.
El ocaso estaba cerca cuando los helicópteros volvieron. Hacía dos horas que no había ninguna novedad, como si alguien hubiera ordenado un silencio radial, interrumpiéndose las comunicaciones entre los aviones de rastreo que habían estado escuchando. Uno de los helicópteros llevaba una gran caja oscura suspendida de los pies de aterrizaje. Los otros helicópteros lo acompañaban de cerca, como escoltándolo.
Todo el equipo se formó al lado de las tiendas, observando todo con curiosidad y preguntándose qué era aquella carga.
En ese momento, el helicóptero de la retaguardia, se separó de la formación y vino a tomar tierra ruidosarnente en el mismo lugar en que lo había hecho antes. El mismo oficial descendió, muy pálido y contraído. Al principio parecía no saber qué decir; luego, rearmándose, los miró como si fueran fantasmas.
—Tengo... tengo órdenes para ustedes —dijo con dificultad—. Deben volver a su base de inmediato. No deben usar la radio bajo ninguna circunstancia, y no deben decirle a nadie la razón por la cual vuelven sin haber completado su trabajo.
—¿Cómo? —respondió el equipo al unísono.
—Yo... —el oficial se secó el sudor de la frente—. Bien, les voy a contar, antes que me prohiban hacerlo. Miren, encontramos el avión estrellado, desparramado en más de dos kilómetros de jungla. Y también... también encontramos al piloto.
—Entonces Tambah no deliraba al hablar de un hombre en esa cosa —exclamó Ba Thway.
—No —el oficial los miraba en forma rara—. Se equivocó al decir que había un hombre en su interior.
Jan fue el único en entender enseguida. Sintió cómo la sangre abandonaba su rostro.
—¿Trata de decir que el piloto no era un hombre? —preguntó en forma casi inaudible.
—Eso es exactamente lo que estoy tratando de decirles —respondió el oficial. Sus ojos estaban fijos en las lejanas siluetas de los helicópteros—. Ahora están en camino al hospital, para ver si pueden salvar al piloto, es decir a la cosa.
—Un cohete de propulsión nuclear —murmuró Carlos—. Con una criatura de otro planeta en su interior; ¡esto es decididamente fantástico!
—Pude echarle una ojeada —dijo el oficial—. Y... y tampoco es totalmente cierto. Solo quedan pedazos, pero uno puede reconocer que no se trata de un cohete. Es... es algo diferente.
—Pero con propulsión atómica —insistió Carlos.
El oficial tragó saliva y agregó:
—No lo creo. Teníamos contadores Geiger, y medimos el exterior del casco y luego medimos lo que pudimos del interior; sólo hay radiación en el exterior.
Esperaron. No había terminado de confiarles sus terribles sospechas. Finalmente —la decisión de continuar con el relato le producía sudor en la frente— dejó que las palabras salieran como un torrente, delatando, en el tono de su voz, la profunda emoción que lo embargaba.
—Bueno, encontramos lo que debió ser la cabina de control, y la sala de máquinas y finalmente lo que deben ser las armas.
—¿Armas? —Jan se adelantó medio paso, pero el oficial no lo notó y no interrumpió el fluir de sus palabras.
—Y sobre un costado de los restos de la nave, manchas de metal fundido, y las lecturas de los tremendos niveles de radiación; no creo que la nave se haya estrellado por accidente, creo...
Interrumpió su relato y miró en dirección opuesta a la de los helicópteros que desaparecían. Miró hacia las primeras estrellas de la noche.
—Creo que en algún lugar, allá arriba, se está librando una guerra. Creo que esta nave fue derribada. Y lo que me gustaría saber es... ¿quién vendrá a rescatar a los sobrevivientes?
El navegante del avión de reconocimiento saltó mucho antes que el piloto, y aterrizó a unos treinta kilómetros de éste. Tocó tierra a salvo, a la vista de una aldea de la tribu llamada Ipoh, quienes como los Kalang, ignoraban todo acerca de la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo eran gente amable y hospitalaria y estaban muy impresionados por la forma en que el hombre llegó, envuelto en alas blancas desde el cielo. Le dieron comida y lo alojaron. Más tarde, cuando una patrulla de reconocimiento vino desde las posiciones cercanas donde habían visto abrirse el paracaídas, encontraron al navegante vivo y en buen estado. El oficial a cargo, como correspondía, arrasó la aldea y ejecutó al jefe por haber colaborado con el enemigo.