1
Pasó subrepticiamente ante la puerta.
Los caracteres grabados en la placa atornillada al batiente anunciaban: Vicepresidente Ejecutivo a Cargo de los Proyectos.
Y en el ángulo inferior izquierdo, en letras muy pequeñas: Hallock Spencer.
El era Hallock Spencer.
Pero, por supuesto, no iba a pasar por aquella puerta. Ya tenía bastantes problemas. Había gente esperando al otro lado; nadie en particular... pero gente trayendo cada uno de ellos su problema consigo.
Dobló una esquina del corredor y dio un par de pasos hasta detenerse ante otra puerta rotulada: Privado.
No estaba cerrada con llave. Entró.
Un individuo con aspecto de espantapájaros, vestido con una descolorida y polvorienta toga, estaba sentado en un sillón, con los pies, calzados con unas sandalias, puestos sobre el escritorio de Hallock Spencer Su pelado cráneo estaba cubierto con un gorro de lana color gris rata, del que emergían unas orejas parecidas a alas. Una espada colgaba del cinturón que cerraba la toga, con la punta apoyada en la moqueta. Las uñas de sus dedos, bastante largas, estaban de luto, y no se había afeitado en varios días. En conjunto ofrecía una horrorosa impresión.
- Hola, E.J. - dijo Spencer.
El hombre de la toga no retiró sus pies de la mesa. Ni siquiera hizo el menor gesto.
- Siempre entrando de incógnito - dijo.
Spencer colocó su cartera portadocumentos sobre la mesa y colgó su sombrero.
- La sala de espera es un verdadero barullo - observó. Se instaló en el sillón que había tras el escritorio y tomó el programa de proyectos para echarle una mirada.
-¿Qué es lo que no funciona, E.J., para que estén tan pronto de regreso? - inquirió.
- Aún no he empezado. Todavía faltan dos horas.
- Aquí dice - Spencer señaló el programa con su dedo índice - que eres un negociante romano.
- Exactamente - respondió E.J.- Al menos, eso es lo que afirman los chicos de Vestuario. Espero que estén en lo cierto.
- Pero la espada...
- Muchacho - exclamó E.J.-, en la Bretaña romana, llevando un montón de animales llenos de mercaderías, cualquier hijo de vecino necesita la protección de un buen trozo de acero.
Se inclinó para tomar la espada y la situó entre sus piernas, mirándola con aire disgustado.
- Pero no te ocultaré que, como arma, no es que sea lo mejor del mundo.
- Imagino que estarías mucho más a gusto con una metralleta.
E.J. asintió con la cabeza.
- Tú lo has dicho.
- A falta de nada mejor - dijo Spencer -, hacemos todo lo que podemos. Puedo asegurarte que llevas encima el mejor acero de todo el siglo II, sí eso te tranquiliza.
E.J. seguía sin moverse, con la espada entre sus piernas. Parecía a punto de decir algo... se leía en su rostro. Su aspecto no era de los mejores, con su poblado bigote, sus largas orejas y los pelos que surgían de ellas.
- Hal - dijo por fin -, quiero dejar esto.
Spencer se envaró en su silla.
-¡No puedes hacerlo! El Tiempo es la esencia misma de tu vida. ¡Hace años que estás nadando en él!
- No estoy hablando de dejar el Tiempo, sino el Arbol Genealógico. Estoy harto.
-¡No sabes lo que estás diciendo! - protestó Spencer -. El Arbol Genealógico no tiene nada de malo. Has hecho cosas mucho más difíciles. Todo lo que tienes que hacer es retroceder, charlar con la gente y quizá consultar
algunos archivos. Ningún peligro.
- No es esta parte la que me fastidia - explicó E.J.-. De acuerdo, el trabajo es fácil. Lo malo es cuando vuelvo.
-¿Quieres decir la Wrightson-Graves?
- Exactamente. Después de cada viaje me llama a sus choza de Gresus, y hace que se lo cuente todo sobre sus antiguos antepasados...
- Tiene un contrato importante con nosotros. Debemos llevarlo a cabo.
- No lo podré soportar mucho tiempo más - insistió tercamente E.J.
Spencer inclinó la cabeza. Sabía exactamente a lo que se refería E.J. Experimentaba casi los mismos sentimientos,
Alma Wrightson-Graves era una vieja y aristocrática viuda de engolado porte que creía, equivocadamente por supuesto, haber conservado lo mejor de su encanto de jovencita. Forrada de dinero, siempre iba repleta de joyas demasiado caras y ostentosas como para ser de buen gusto. Desde hacía años avasallaba con gritos y dinero a todos aquellos que la rodeaban, con la autoconvicción de que no había nada en el mundo que no pudiera conseguir... pagando su precio.
Y pagaba a manos llenas por su árbol genealógico. Spencer se preguntaba a menudo por qué deseaba tanto conocerlo. Retroceder hasta la Conquista bueno... era algo que tenía al menos un cierto interés. Pero no hasta la edad de las cavernas. No se trataba de que Pasado & Cía. no pudiera ir tan lejos como eso, mientras ella pagara la tarifa. Pensó con una perversa satisfacción que no debía estar muy orgullosa de los últimos informes, ya que su antigua familia había caído en un abyecto servilismo.
Transmitió sus pensamientos a E.J.
-¿Qué es lo que está buscando? – preguntó -. ¿Qué espera?
- Creo que tiene esperanzas de encontrar alguna rama de su árbol entre los romanos - dijo E.J.-. Confío en que no logremos probárselo, ya que de otro modo la cosa no va a tener fin.
Spencer gruñó algo por lo bajo.
- Nunca se puede estar seguro de nada - advirtió E.J.-. Con la falta de moralidad de los oficiales romanos, no apostaría nada en contra.
- Si ocurre esto, te prometo relevarte de este proyecto. Pondré a algún otro en las investigaciones en Roma. Le diré a la Wrightson-Graves que no estás preparado para ir a Roma, que tienes algún tipo de inhibición o una alergia psíquica que escapa a todo adiestramiento.
- Muchas gracias - dijo E.J., sin el menor entusiasmo. Quitó, uno tras otro, sus polvorientos pies de encima del pulido escritorio y se levantó.
-¿Sí, Hal?
- Hay una pregunta que quería hacerte. ¿No has encontrado nunca ningún lugar en el que te hubiera gustado vivir? ¿No te has preguntado nunca si deberías quedarte allí y no regresar?
- Si, imagino que sí. Una o dos veces quizá. Pero nunca he cedido a la tentación ¿Estás pensando en Garson?
- En Garson, sí. Y también en los demás.
- Quizá le haya ocurrido algo. A veces uno se encuentra metido en algún lío. Basta con cometer algún desliz grande. O que lo cometa el operador.
-¡Nuestros operadores no cometen nunca errores! - dijo secamente Spencer.
- Garson era un buen elemento - dijo E.J. con un deje de tristeza.
-¡Garson! ¡No se trata sólo de Garson! Todos los demás... - Spencer se interrumpió bruscamente, ya que tropezaba de nuevo con el mismo escollo. No importaba el punto de vista que adoptara, jamás llegaría a adaptarse a aquella idea... la disparidad del Tiempo.
Se dio cuenta de que E.J. le miraba fijamente, con un ligero fruncimiento de los labios que no era exactamente una sonrisa.
- No te dejes roer por eso - dijo E.J.-. No eres el responsable. Cada uno de nosotros corre con sus riesgos. Si no valiera la pena...
- ¡Oh, cállate!
- De acuerdo - prosiguió E.J.-, pierdes algunos de nosotros de tanto en tanto. Pero no es peor que en cualquier otro trabajo.
- No se trata exactamente de tanto en tanto - respondió Spencer -. Han sido tres en los últimos diez días.
- Veamos... - dijo E.J., pensativo -. Me pierdo. Garson fue hace dos días. Y Taylor... ¿cuándo fue Taylor?
- Hace cuatro días
-¿Cuatro días? - repitió E.J., impresionado -. ¿Tan sólo cuatro días?
-¡Para ti, puede que haga tres meses o más! - gimió Spencer -. ¿Y recuerdas a Price? Para ti quizá fue hace un año, ¡pero para mí fue apenas hace diez días!
E.J. se rascó los pelos de la barba con su sucia mano.
-¡Dios, cómo pasa el tiempo!
- Escucha - dijo Spencer con tono lastimero -, todo esto ya es bastante feo. Te agradecería que no bromearas.
-¿Acaso Garside te está reprochando algo? ¿El perder demasiados hombres?
-¡No! - gritó Spencer amargamente -. Siempre pueden encontrarse nuevos hombres. Son las máquinas lo que le preocupan. No deja de recordarme que cada una de ellas vale un cuarto de millón de dólares.
E.J. emitió un ruido ofensivo con los labios.
-¡Lárgate! - aulló Spencer -. ¡Y trata de volver!
E.J. esbozó una sonrisa y salió, haciendo ondular su toga con un movimiento de caderas marcadamente femenino al cruzar el umbral.
2
Spencer se dijo que E.J. estaba equivocado. Si alguien podía reprocharle algo, este alguien era él mismo, Hallock Spencer, el responsable. Era él quien dirigía aquel trabajo infernal. El establecía los programas y los horarios. Los adjudicaba a los viajeros, y luego los expedía. Cuando se producía algún fallo, algún problema, él era quien tenía que responder de él.
Empezó a pasear arriba y abajo por el despacho, las manos a la espalda.
Tres hombres en los últimos diez días. ¿Qué les había ocurrido?
Quizá Garside no estuviera tampoco completamente equivocado... Christopher Anson Garside, coordinador en jefe. Un tipo difícil de tratar, con su bigote gris cortado al milímetro, su voz gris y cortante, sus pensamientos grises de hombre de negocios.
Ya que los hombres representaban no solamente vidas sino también el potencial de instrucción y de experiencia que les había sido proporcionado. Spencer pensó que en el mejor de los casos no duraban más que un corto lapso de tiempo antes de hacerse matar en alguna parte del pasado o decidir establecerse en una época que les pareciera más agradable que la actual.
Y había que tener en cuenta también las máquinas.
Cada vez que un hombre no volvía, se perdía al mismo tiempo un transportador. Y era cierto que los transportadores valían un cuarto de millón cada uno... un pequeño detalle imposible de olvidar por completo.
Spencer se sentó de nuevo ante su escritorio y consultó otra vez el programa del día. Estaban E.J., en ruta hacia la Bretaña romana para el proyecto Arbol Genealógico. Nickerson, hacia principios del Renacimiento italiano, para obtener una vez más información acerca del tesoro desaparecido del Vaticano. Hennessy, siempre en busca de documentos perdidos en la España del siglo XV. Williams, que esperaba terminaría por echarle mano al Picasso perdido, y una media docena más. No era un programa muy cargado. Pero bastaba para alimentar una buena jornada de trabajo.
Controló los hombres que no figuraban en la lista de proyectos. Dos de ellos estaban de vacaciones. Otro en Readaptación. Adiestramiento se encargaba de los demás.
Y, por milésima vez, se preguntó qué efecto causaba realmente el viajar por el Tiempo.
Tenía algunas nociones al respecto por mediación de los viajeros, pero nada más. No hablaban mucho de ello. O quizá lo hicieran a solas, entre ellos, sin testigos. O tal vez simplemente no hablaran. Como si nadie pudiera describirlo exactamente. O tal vez como si se tratara de una experiencia de la que no se debía hablar.
Una sensación de irrealidad, el sentimiento de hallarse desplazado, de no pertenecer al universo, de hallarse de algún modo sobre la punta de los pies en el más lejano borde de la eternidad.
Una sensación que iba pasando un poco con la costumbre, por supuesto, pero que parecía que nadie estuviera exento de ella. Ya que el pasado, bajo la misteriosa acción de un principio aún desconocido, constituía un mundo de salvaje encanto.
Sí, él había tenido también su oportunidad, y había fallado.
Pero algún día, se prometía, se sumergiría en el Tiempo. No como un viajero profesional, sino como turista... si conseguía alguna vez reunir el dinero necesario para preparar una expedición. El viaje en sí importaba menos que el Adiestramiento.
Observó de nuevo la lista para echarle una última ojeada. Todos los que partían aquel día eran profesionales cualificados. No tenía que preocuparse por ellos.
Colocó a un lado las listas y llamó a la señorita Crane.
Era una secretaria perfecta, aunque la naturaleza no la hubiera agraciado excesivamente. Ya mayor, de piel apergaminada... actuando siempre a su modo y permitiéndose el lujo de mostrarse a veces duramente reprobadora.
Spencer no la había escogido por sí mismo, sino que la había heredado, quince años antes. Estaba ya al servicio de Pasado & Cía. antes incluso de la creación de la Oficina de Proyectos. Y pese a su físico poco llamativo, a su actitud seca y a su visión más bien pesimista de la vida, era indispensable.
Conocía la naturaleza de los proyectos tan bien como él mismo. A veces se lo daba a entender. Pero jamás olvidaba nada, jamás perdía nada, jamás cometía errores. La oficina funcionaba a la perfección: cumplía con todos sus trabajos, y siempre en los plazos fijados.
Spencer, que soñaba de tanto en tanto en una sustituta más joven y apetecible, sabía muy bien que aquello no era más que un sueño. Jamás podría realizar su trabajo sin la presencia de la señorita Crane en la habitación contigua.
- Ha entrado de nuevo sin que le vieran - acusó apenas hubo cerrado la puerta.
- Imagino que hay alguien en la sala de espera.
- Un tal doctor Aldous Ravenholt, de la Fundación para la Humanidad.
Hizo una mueca. No había peor manera de iniciar la mañana. Un pretencioso funcionario de la Humanidad. Aquella gente imaginaba siempre que se les debía algo.
- Y un tal Stewart Cabell. Un candidato enviado por la Oficina de Personal. Señor Spencer, no crea...
- No, yo no creo - cortó Spencer -. Sé que Personal está contento. Pero hasta ahora he aceptado sin más a todos los que me han enviado, y ya ve lo que está ocurriendo. Tres hombres desaparecidos en los últimos diez años. A partir de ahora examinará personalmente a todos los que se presenten.
Ella bufó. Un bufido de lo más desagradable.
-¿Y eso es todo? - preguntó Spencer, diciéndose que no podía tener tanta suerte... tan sólo dos.
- Hay también un tal señor Boone Hudson. Un hombre ya mayor, que parece enfermo e impaciente. Quizá debiera recibirlo el primero.
Spencer podía haberlo hecho, pero nunca después de lo que ella acababa de decir.
- Recibiré primero a Ravenholt – dijo -. ¿Tiene alguna idea de lo que quiere?
- No, señor.
- Bueno, hágalo entrar. Probablemente intentará sacarme una tajada de Tiempo.
«Los marrulleros», pensó. «No sabía que hubiera tantos.»
Aldous Ravenholt era un hombre presuntuoso, satisfecho de sí mismo e incluso presumido. El pliegue de su pantalón hubiera podido servir para cortar mantequilla. Su apretón de manos era profesional, y su sonrisa automática. Se sentó en el sillón que le señaló Spencer con una irritante seguridad.
- He venido a hablarle – anunció - de la investigación sobre los orígenes religiosos que actualmente es objeto de una proposición oficial.
Spencer hizo mentalmente una mueca. Aquel tema tocaba uno de sus puntos sensibles.
- Doctor Ravenholt – respondió -, se trata de un asunto al que he dedicado toda mi atención. Y no solamente yo, sino también todo mi servicio.
- He oído decirlo - observó secamente Ravenholt -. Este es el motivo de mi presencia aquí. Creo comprender que usted ha decidido provisionalmente no darle curso.
- No provisionalmente - respondió Spencer -. Nuestra decisión ya ha sido tomada. Y me pregunto cómo lo ha sabido usted.
Ravenholt agitó afectadamente su mano, como para indicar que había muy pocas cosas de las que él no estuviera informado.
- Presumo que el asunto puede ser aún discutido.
Spencer negó con la cabeza.
Ravenholt adoptó un tono glacial.
- No acabo de comprender cómo puede usted interrumpir tan sumariamente una investigación tan motivada y tan esencialmente interesante para toda la humanidad.
- No sumariamente, doctor. Le hemos dedicado mucho tiempo. Hemos procedido a sondeos de opinión. Hemos hecho establecer un estudio en profundidad por nuestro Servicio Psicológico. Hemos tenido en cuenta todos los factores.
-¿Y sus conclusiones, señor Spencer?
- En primer lugar - dijo Spencer, que iba irritántose gradualmente -, nos ocuparía demasiado tiempo. Como usted sabe, nuestra licencia estípula que debemos conceder un diez por ciento de nuestro tiempo a proyectos de interés público. Nos doblegamos meticulosamente a esta norma, aunque debo confesarle que nada nos causa mayores quebraderos de cabeza.
- Pero ese diez por ciento...
- Si adoptáramos el proyecto sobre el que usted insiste, doctor, ocuparíamos todo nuestro tiempo de interés público al menos durante varios años. Lo cual eliminaría cualquier otro programa.
- Pero debe reconocer usted que le será difícil encontrar alguna otra propuesta que comporte un más amplio interés público.
- No es esa nuestra conclusión - observó Spencer -. Hemos procedido a sondeos de opinión en todas las regiones de la Tierra, a todos los niveles posibles. Y hemos llegado a la noción de... sacrilegio.
-¡Está usted bromeando, señor Spencer!
- En absoluto. Nuestras listas de opinión muestran de forma clara que toda tentativa de investigación sobre los orígenes de las religiones mundiales sería considerada por el gran público como sacrilegio. Usted y yo podríamos ver sin lugar a dudas tan sólo una investigación. Conseguiríamos eliminar todas nuestras dudas sosteniendo que no buscábamos ni más ni menos que la verdad. Pero las poblaciones del mundo - las gentes sencillas, ordinarias - pertenecientes a todas las fes, a todas las sectas del mundo, no desean conocer la verdad. Temen que esto altere un montón de tradiciones antiguas y cómodas. Califican esto de sacrilegio, y en parte es exacto, por supuesto, pero también es una reacción instintiva de defensa contra cualquier alteración de su modo de pensar. Tienen una fe a la que agarrarse. Hace muchos años que les sirve, y no quieren que nadie la toque.
-¡Sencillamente, no puedo creerlo! - dijo Ravenholt, alterado ante aquel ciego chauvinismo.
- Tengo las cifras a su disposición.
El doctor Ravenholt hizo ondular su mano en un gesto condescendiente.
- Desde el momento en que usted lo dice, lo creo.
No quería correr el riesgo de que le demostraran que estaba en un error.
- Otra consideración - prosiguió Spencer -: la objetividad. ¿Cómo elegir a los hombres que habría que enviar para estudiar los hechos?
- Estoy seguro de que los encontraríamos. Existe un gran número de miembros de las congregaciones, de todas las fes y creencias, que estarían ampliamente cualificados...
- Esos son precisamente a quienes primero eliminaríamos. Necesitamos objetividad. Idealmente, el hombre que necesitaríamos no debería tener el menor interés en la religión, no poseer la menor instrucción religiosa, no estar ni en pro ni en contra... y por lo tanto no sabríamos cómo emplear un tal hombre, aunque lo encontráramos. Ya que, para comprender su trabajo, necesitaría una formación lo suficientemente avanzada como para inculcarle la idea de lo que debería buscar. Una vez formado, perdería evidentemente su objetividad. De todas las religiones se desprende algo que obliga a adoptar una postura.
- Bueno, usted está hablando de una investigación ideal, no de la nuestra - dijo Ravenholt.
- Bien, si usted lo quiere así - admitió Spencer -. Digamos que decidimos realizar un trabajo superficial. ¿A quién enviamos? Le hago a usted la pregunta: ¿hay un solo cristiano - por frío que sea en materia de religión - al que podamos enviar con seguridad a la época en que Jesucristo vivía sobre la Tierra? ¿Cómo podríamos tener la seguridad de que incluso los más mediocres cristianos no harían nada más que observar los hechos? Se lo repito, doctor Ravenholt, es un riesgo en que no querríamos incurrir. ¿Qué cree usted que ocurriría si de pronto nos encontráramos con trece discípulos en lugar de doce? ¿Y si alguien intentara salvar a Jesús de la cruz? Pero aún: ¿y si Jesucristo fuera realmente salvado? ¿Qué le ocurriría entonces a la cristiandad? Sin la Crucifixión, ¿la religión habría sobrevivido?
- Existe una solución sencilla a su problema - dijo fríamente Ravenholt -. No envíe usted a un cristiano.
- Bien, estamos llegando al punto álgido - observó Spencer -. Enviemos a un musulmán a recoger los hechos cristianos, y a un cristiano a retroceder hasta la vida de Buda... y a un budista para investigar la magia negra en el Congo.
- Eso podría funcionar - dijo Ravenholt.
- Podría efectivamente funcionar, pero usted no conseguiría la objetividad. Habría parcialidad y, peor aún, interpretaciones erróneas pero perfectamente sinceras.
Ravenholt tamborileaba nerviosamente con los dedos sobre su rodilla.
- Comprendo su punto de vista - concedió con una cierta irritación -. Pero omite usted un detalle. Se puede muy bien no dar a conocer enteramente al público las conclusiones obtenidas.
- Pero se trata de algo de interés público: así al menos está escrito en nuestra licencia.
-¿Arreglaría las cosas el que yo le ofreciera algunos fondos para ayudar a cubrir los gastos? - preguntó Ravenholt.
- En tal caso - respondió cándidamente Spencer - no cumpliríamos con las condiciones. O algo es de interés público, y consecuentemente sin el menor gasto, o es un contrato comercial firmado en las condiciones habituales.
- Lo más evidente es que rehusa usted ejecutar este trabajo - declaró claramente Ravenholt -. Es mejor que lo reconozca.
- Con gran placer - dijo Spencer -. No lo tocaría ni con pinzas. Lo que me preocupa por ahora es la razón de su visita.
- Pensé que el proyecto estaba a punto de ser rehusado - explicó Ravenholt -, y que tal vez yo podría actuar como mediador.
- Dicho de otro modo, pensaba usted que podría comprarnos.
-¡En absoluto! - respondió colérico Ravenholt -. Tan sólo he admitido que el proyecto rebasaba sin duda un poco el cuadro de su licencia.
- Exacto.
- No comprendo completamente sus objeciones - insistió Ravenholt.
- Doctor, ¿le gustaría a usted incurrir en la responsabilidad de demoler una fe? - preguntó suavemente Spencer.
- Pero... eso no es posible... - ahora, Ravenholt balbuceaba.
-¿Está usted seguro? ¿Hasta qué punto? ¿Incluso en el caso de la magia negra en el Congo?
- Bien, yo... esto... bajo este aspecto...
-¿Comprende lo que quiero decir? - preguntó Spencer.
- De todos modos - protestó Ravenholt -, se podrían ocultar algunos hechos...
-¡Vamos, vamos! ¿Cuánto tiempo cree usted que podría guardar el secreto? De todos modos - prosiguió firme-
mente Spencer -, cuando Pasado & Cía. se encarga de un trabajo es para extraer la verdad. Y cuando la conocemos, la ofrecemos a los demás. Esta es la única justificación de la existencia de la firma. Tenemos entre manos un cierto proyecto, de naturaleza privada, a plena tarifa, para el cual hemos retrocedido cerca de dos mil años para confeccionar un árbol genealógico. Nos hemos visto en la obligación de revelar a nuestro cliente algunos aspectos desagradables del mismo. Pero no hemos ocultado nada.
-¡Eso es exactamente lo que estoy intentando hacerle comprender! - gritó Ravenholt, desprovisto finalmente de su calma -. ¡Está usted dispuesto a embarcarse en un asunto de Arbol Genealógico, pero rehusa mi proposición!
-¡Y usted confunde dos proyectos completamente distintos! Esta investigación sobre los orígenes de las religiones es un asunto de interés público. El Arbol Genealógico es financiado por fondos privados, y nosotros somos pagados.
Ravenholt se puso en pie, furioso.
- Reanudaremos la discusión en otro momento, cuando ambos nos hallemos en situación de contenernos.
- Esto no cambiará nada - declaró Spencer con tono cansado -. Mi decisión ya está tomada.
- Señor Spencer, tengo apoyos... - dijo amenazadoramente Ravenholt.
- Es posible. Sin duda puede pasar usted por encima de mi resolución. Pero si esta es su intención, quiero decirle algo: tendrá que pasar por encima de mi cuerpo para realizar su proyecto. Doctor Ravenholt, me niego a traicionar la fe de ningún país del mundo
-¡Ya lo veremos! - lanzó venenosamente Ravenholt.
- Está imaginando usted que puede hacer que me echen de aquí - observó Spencer -. Es posible. No tengo la menor duda de que sabe usted de qué hilos debe tirar. Pero esto no va a ser una solución.
- A mi modo de ver, sería la solución perfecta - dijo Ravenholt en tono cortante.
- Continuaré combatiéndole como ciudadano privado. Llevaré el asunto a las Naciones Unidas si es necesario.
Estaban ahora ambos de pie, frente a frente, a cada lado del gran escritorio.
- Lamento que las cosas sean así - dijo Spencer -. Pero mantengo todo lo que le he dicho.
- Yo también - respondió Ravenholt, dirigiéndose hacia la puerta.
3
Spencer volvió a sentarse lentamente en su sillón.
«Un buen modo de comenzar el día», pensó.
Pero aquel tipo lo había sacado de sus casillas.
La señorita Crane apareció en el umbral con un fajo de papeles en la mano.
- Señor Spencer, ¿hago pasar al señor Hudson? Hace ya mucho que espera.
-¿Es el candidato?
- No, el candidato es el señor Cabell.
- Entonces quiero ver a Cabell. Tráigame su dossier.
Ella bufó algo por lo bajo y salió.
«Que se vaya al diablo», se dijo Spencer. «Veré a quien quiera y cuando quiera.»
Estaba sorprendido por la violencia de sus pensamientos ¿Qué era lo que no marchaba? Nada marchaba correctamente. ¿Se había vuelto incapaz de comunicarse con cualquiera que fuese?
«Demasiada tensión nerviosa», pensó. «Demasiadas cosas que hacer, demasiados problemas.»
Quizá debiera dirigirse al Servicio de Operaciones y embarcar en un transportador para unas vacaciones prolongadas. Un retroceso a la buena vieja Edad de Piedra que no exigía ningún Adiestramiento. No habría demasiada gente, quizá incluso nadie. Tan sólo mosquitos. Y los osos de las cavernas. Y el tigre dientes de sable, y tal vez un montón de otras criaturas peligrosas. Tendría que reunir un buen material de acampada y... ¡Oh, al diablo!
Pero la idea no era mala.
La había acariciado a menudo. Un día se daría el gusto. Mientras esperaba, tomó el montón de papeles dejado por la señorita Crane sobre su escritorio.
Era el cotidiano paquete de futuras misiones planteadas por el Servicio de Proyectos. Siempre surgían de allí montones de dificultades. Sintió que se le contraía el estómago mientras cogía los dossieres.
El primer caso se refería a una misión bastante común: una investigación sobre los tributos entregados a los godos por Roma. Parecía que, según una leyenda, el tesoro había sido enterrado en alguna parte de los Alpes. Podía ser que jamás hubiera sido descubierto. La búsqueda de tesoros ocultos era algo corriente.
Pero el segundo dossier...
-¡Señorita Crane! - aulló. Estaba llegando en aquel momento, con el dossier de Cabell en la mano. Su rostro permaneció impasible pese al grito de Spencer. Estaba acostumbrada.
-¿Qué ocurre, señor Spencer? - preguntó con un tono mucho más calmado que de costumbre.
Spencer dio un puñetazo sobre el montón de papeles.
-¡No pueden hacerme una cosa así! ¡No la soportaré! ¡Llame a Rogers por teléfono!
- Sí, señor...
-¡No, un momento! - cortó Spencer con tono desairado -. Será mejor que me encargue yo personalmente. Iré a verle. ¡Además, así podré hacerle pedazos con mis propias manos!
- Pero hay gente esperando...
-¡Bien, que esperen! ¡Eso les enseñará humildad!
Tomó la Hoja de Misión y salió a grandes zancadas. Desdeñó el ascensor, subió de dos en dos los peldaños que separaban ambos pisos y abrió violentamente una puerta rotulada Evaluación.
Rogers estaba reclinado en su sillón, los pies sobre el escritorio, la mirada fija en el techo.
Echó una ojeada vagamente inquieta a Spencer y se inclinó hacia adelante.
-¿Y bien? ¿Qué ocurre?
- Esto - respondió Spencer, metiéndole la hoja bajo las narices.
Rogers la tocó delicadamente con los dedos.
- Nada excesivamente difícil. Nada que un poco de ingenio no pueda...
-¡Nada excesivamente difícil! - gimió Spencer - ¡Filmar el incendio de Roma por Nerón!
Rogers suspiró
- Esa sociedad cinematográfica va a pagarnos un buen pellizco
-¡Y eso no es nada! ¡Uno de mis hombres metiéndose por las calles en llamas de Roma e instalando una cámara en una época en la que nadie había ni siquiera soñado en el principio de la fotografía!
-¿Y? Ya he dicho que se necesita un poco de ingenio - respondió Rogers -. Escucha, habrá montones de gentes corriendo por todas las calles en todos sentidos, intentando salvar sus bienes y sus vidas. Ni siquiera prestarán atención a tu hombre. Además, puede camuflar la cámara de modo que parezca...
- Será una maldita multitud - cortó Spencer -. No se mostrará alegre viendo su ciudad incendiada. Habrá rumores para imputar el fuego a los cristianos. Los ciudadanos estarán al acecho de gente de aspecto sospechoso.
- El elemento peligro existe siempre - observó Rogers.
-¡Pero no un peligro como éste! - dijo Spencer, excitado -. No hay que buscar el peligro. ¡Y aún hay más cosas!
-¿Por ejemplo?
- Por ejemplo introducir en el pasado una técnica perfeccionada. Si esa multitud matara a nuestro hombre y encontraran la cámara...
Rogers se encogió de hombros.
-¿Qué cambiaría eso? No comprenderían nada de ella.
- Quizá. Pero lo que más me inquieta es lo que diría el grupo de censura viendo nuestros registros. Tendría que haber de por medio una buena suma de dinero para que yo me atreviera a correr este riesgo.
- Créeme, hay una buena suma de dinero. Y además, esto nos abriría un nuevo campo de actividades. Esto es lo que más me ha gustado de esta propuesta.
- Vosotros, los chicos de Proyectos - dijo amargamente Spencer - no tenéis la menor preocupación. Os agarráis a la primera cosa que se os presenta...
- No a la primera cosa - protestó Rogers -. El Servicio de Ventas nos ha presionado malditamente en este caso.
-¡Ventas! - escupió Spencer, con voz cargada de desprecio.
- El otro día recibimos a una mujer - dijo Roger -. Quería enviar a sus dos hijos a la granja de su tatarabuelo en el siglo XIX. Para que pasaran allí sus vacaciones, además. Un verano en el campo, en un siglo distinto. Pretendía que sería algo instructivo y muy relajante para ellos. Según ella, sus antepasados comprenderían perfectamente y se sentirían felices de albergar con ellos a los chicos una vez les hubiéramos explicado. - Rogers suspiró.- Pasé un mal rato con ella. No le importaba en absoluto nuestro reglamento. Decía...
- Dejaste escapar un buen asunto - observó Spencer sarcásticamente -. Esto nos hubiera abierto un nuevo campo de actividades... las vacaciones en el pasado. Es como si lo estuviera viendo Reuniones familiares con viejos amigos y vecinos reuniéndose a través de los siglos...
-¿Crees acaso que eres el único que tiene dificultades?
- Mi corazón sangra por ti - dijo Spencer.
- Una cadena de televisión quería una serie de entrevistas con Napoleón, César, Alejandro y todos los grandes hombres de los siglos pasados. Los cazadores desean volver al salvajismo de las primeras épocas para darle gusto al dedo. Y las universidades quieren enviar equipos enteros de exploradores...
- Sabes bien que no se trata de todo esto - interrumpió Spencer -. Los únicos a quienes podemos enviar al pasado son los viajeros formados por nosotros mismos.
- Hemos aceptado algunas excepciones.
- Por supuesto, algunas. Pero tan sólo después de haber obtenido un permiso especial. Y hemos enviado al mismo tiempo tantos viajeros que aquello se convertía en una expedición y no en un simple grupo de estudios.
Spencer se levantó.
- Entonces, ¿este último hallazgo?
Rogers estrujó la hoja de papel y la tiró a una papelera llena a rebosar.
- Iré a Ventas, con lágrimas en los ojos...
- Te lo agradezco - dijo Spencer, dirigiéndose hacia la puerta.
4
De nuevo en su despacho, tomó el dossier relativo a Cabell.
El interfono dejó oír un zumbido. Apretó el pulsador de comunicación.
-¿Sí?
- Aquí Operaciones, Hal. Williams acaba de regresar. Todo va bien. Ha recuperado el Picasso sin la menor dificultad. No ha necesitado más que seis semanas.
-¡Seis semanas! - gritó Spencer -. ¡Tenía tiempo de pintarlo él mismo!
- Hubo complicaciones.
-¿Y cuándo no las hay?
- Es un buen cuadro, Hal, no cuatro pinceladas. Y vale un montón de dinero.
- Está bien. Llévalo a la Aduana para que registren la entrada. Hay que pagar los derechos a nuestro buen viejo gobierno. ¿Y los demás?
- Nickerson saldrá dentro de un momento.
-¿Y E.J.?
- Está preocupado por el punto temporal elegido. Le está contando a Doug...
-¡Escucha! - interrumpió irritadamente Spencer -. Dile de mi parte que el punto temporal es asunto de Doug. Sabe más sobre la materia de lo que E.J. pueda aprender en toda su vida. Cuando Doug diga que ha llegado el momento de saltar, E.J. saltará con su estúpida gorra y todos sus demás andrajos.
Soltó el pulsador y se enfrascó en el dossier de Cabell. Permaneció sentado para dejar que su presión sanguínea volviera a lo normal.
Se lanzaba tan fácilmente, pensó. Se irritaba demasiado a menudo. ¡Pero no había ningún trabajo que no trajera complicaciones!
Abrió el dossier y leyó los informes que contenía. Stewart Beimont Cabell, 27 años, soltero, excelentes referencias, doctor en sociología por una de las viejas universidades. Resultados uniformemente elevados en todos los tests, incluidos los de comportamiento, y un cociente de inteligencia sorprendentemente alto. Recomendado para el empleo de viajero sin la menor reserva.
Spencer dejó el dossier sobre la mesa tras haberlo cerrado de nuevo.
- Haga entrar al señor Cabell - le dijo a la señorita Crane.
Cabell era un hombre delgado, cuyos desmañados movimientos le hacían parecer más joven de lo que era. Sus modales revelaban una cierta timidez cuando Spencer estrechó su mano y le indicó un asiento.
Cabell se sentó, esforzándose sin éxito en mostrar seguridad.
- Así pues, desea usted unirse a nosotros - comenzó Spencer -. Supongo que sabe a dónde le llevará esto.
- Sí, señor - respondió el joven Cabell -. Lo sé exactamente. O quizá debería más bien decir... - se puso a tartamudear, y se calló.
- Está bien - dijo Spencer -. Si comprendo bien, usted desea hacer este trabajo
Cabell asintió con la cabeza.
- Sé lo que es esto - dijo Spencer -. Da usted la impresión de que no se recuperará nunca si no lo consigue.
Recordaba lo que había experimentado él mismo cuando estaba sentado en aquel mismo lugar... el desgarrador, el lacerante dolor en su corazón cuando supo que había sido rechazado como viajero... y también cómo se había sobrepuesto a su pena y a su decepción. Primero en calidad de operador, luego de director de operaciones, y finalmente en aquel despacho, con todos los rompecabezas que ello comportaba.
- Y yo nunca he viajado por mí mismo - añadió.
- Lo ignoraba, señor.
- No era lo suficientemente adaptable. Mi psiquismo no era adecuado.
Y reconoció su vieja esperanza, su antiguo deseo, en los ojos del joven... y algo más también. Algo inquietante.
- No es una partida de placer - continuó, con una voz más dura de lo que hubiera querido -. Por supuesto, primero hay la aventura y las emociones, pero eso pasa pronto. Y no queda más que el trabajo. Perfectamente árido.
Se interrumpió para examinar a Cabell, aquel extraño e insólito brillo seguía aún en sus ojos.
- Debe usted saber - dijo, esta vez con un tono voluntariamente duro -, que si entra en la firma habrá muerto de vejez probablemente dentro de cinco años.
Cabell inclinó la cabeza, con aire indiferente.
- Lo sé, señor. La gente de Personal me lo ha explicado todo.
- Bien. A veces sospecho que Personal no da más que explicaciones más bien rudimentarias. Dicen lo suficiente para parecer convincentes, pero nunca todo. Se preocupan mucho en aprovisionamos de viajeros. Siempre nos faltan: los quemamos demasiado aprisa.
Se interrumpió para mirar de nuevo al joven. Su apariencia no había cambiado en absoluto.
- Observamos ciertas reglas - le dijo Spencer -. No son establecidas por Pasado & Cía., sino por el trabajo en sí. Será imposible que lleve usted una vida normal. Vivirá a pequeños fragmentos, como un traje de arlequín, saltando de un lugar a otro, aunque estos lugares estén separados por montañas de años. No existe prohibición al respecto, pero ninguno de nuestros viajeros se ha casado nunca. Sería imposible. En menos de cinco años, el hombre moriría de vejez, mientras que su mujer sería aún joven.
- Creo haber comprendido, señor.
- En realidad - prosiguió Spencer - es un simple asunto de economía no menos sencillo. No podemos permitirnos el ver a nuestras máquinas o nuestros hombres inutilizados durante un tiempo, por breve que sea. Mientras que el viajero puede permanecer ausente durante una semana, un mes, o incluso años, la máquina regresa con él en su interior sesenta segundos después de la partida. Esos sesenta segundos son un período arbitrario: lo mismo podría ser un solo segundo, o una hora, o un día, no importa la duración que eligiéramos. Pero un minuto nos ha parecido la fórmula más práctica.
-¿Y si la máquina no regresa en ese lapso de un minuto? - se informó Cabell.
- Entonces ya no regresará nunca.
-¿Eso ocurre a veces?
- Por supuesto que ocurre. Los viajes por el Tiempo no son excursiones. Cada vez que un hombre remonta la corriente se juega la vida contra la posibilidad de desenvolverse en un medio que le es totalmente extraño y, en algunos casos, tan desconocido como pueda serlo otro planeta. Nosotros lo ayudamos de todas las formas posibles, por supuesto. Nos encargamos de darle una instrucción detallada, inculcarle los conocimientos necesarios y equiparle del mejor modo posible. Se le enseñan las lenguas que va a necesitar realmente. Se le proporcionan ropas adecuadas. Pero hay casos en los que ignoramos los pequeños detalles esenciales que permiten sobrevivir. A veces los aprendemos demasiado tarde, cuando nuestro hombre regresa y nos informa. Y hay cosas que no llegamos a descubrir nunca... cuando el viajero no regresa.
- Se diría que intenta usted asustarme - dijo Cabell.
-¡Oh, no! Intento tan sólo hacerle comprender claramente una serie de detalles para evitar cualquier malentendido. El entrenamiento de un viajero cuesta caro. Debemos recuperar nuestros gastos. No queremos hombres que se queden con nosotros tan sólo un tiempo. No le pedimos a usted uno o dos años en su vida, sino la totalidad. Le tomamos y le exprimimos hasta extraer de usted todos los minutos de vida...
- Puedo asegurarle, señor...
- Le enviaremos a donde queremos - prosiguió Spencer -. Y aunque no tengamos ningún control sobre usted una vez partido, contamos de todos modos con usted para no cometer tonterías. No que no regrese en el lapso previsto de los sesenta segundos... si es que regresa. Lo que queremos es que vuelva usted lo más joven posible... que pase el menor tiempo que pueda en el pasado. Pasado & Cía. es una empresa comercial. Queremos sacarle a usted el mayor número posible de viajes.
- Comprendo todo esto - dijo Cabell -. Pero en Personal me han dicho que sería igualmente ventajoso para mí.
- Exacto. Naturalmente. Pero no necesitará usted mucho tiempo para descubrir que el dinero tiene poca importancia para el viajero. Como usted no tendrá familia, o al menos esperamos que no la tenga, ¿para qué lo va a necesitar? La única diversión que tendrá usted serán sus seis semanas de vacaciones anuales y, en uno o dos viajes, ganará usted lo suficiente como para pasarlas en el mayor lujo o en la peor depravación.
»Sin embargo, la mayor parte de nuestros hombres no eligen ni una cosa ni la otra. Simplemente se van a trabar conocimiento con la época en la que nacieron.
El vicio y la lujuria del presente siglo tienen para ellos muy pocos atractivos después de las locuras a las que se han dedicado en los siglos pasados, a cargo de la empresa.
-¿Exagera usted, señor?
- Oh, quizá un poco. Pero, en algunos casos determinados, es la pura verdad.
Spencer miró fijamente a Cabell.
-¿Nada de todo esto le inquieta? - preguntó.
- Nada hasta ahora.
- Hay todavía un detalle del que debe ser usted informado, señor Cabell. Es la necesidad, la imperiosa y chillona necesidad de la objetividad. Cuando vaya usted al pasado, no jugará allí ningún papel. No se mezclará. No deberá intervenir en absoluto.
- Eso no debe ser difícil.
- Le advierto que exige una gran fuerza moral, señor Cabell. El hombre que viaja por el Tiempo detenta unos poderes terribles. Y el sentimiento de estos poderes empuja vivamente a cualquier hombre a hacer uso de ellos. Y mano a mano con estos poderes marcha la tentación de modificar el curso de la historia. De manejar un puñal justiciero, para hablar claramente. De salvar una vida que, con algunos años más, hubiera hecho avanzar a la raza humana un gran paso hacia su grandeza.
- Puede ser algo difícil de resistir - admitió Cabell.
Spencer inclinó la cabeza.
- Que yo sepa, nadie hasta ahora ha sucumbido a estas tentaciones. Pero vivo en el terror de que algún día alguien se deje vencer.
Y, mientras afirmaba aquello, se preguntaba hasta qué punto podía ser aquello inexacto, si no estaba hablándole al vacío... ya que ciertamente alguien había tenido ya que intervenir.
Sin la menor duda algunos habían encontrado allá la muerte. Pero otros se habían quedado seguramente en aquel lugar. Y quedarse, ¿no constituía acaso la peor forma de intervención? ¿Qué consecuencias podía tener el nacimiento de un niño fuera del tiempo... de un hijo que no había nacido nunca antes, que no hubiera tenido que nacer jamás? Los hijos de este hijo, y los hijos de estos otros hijos... todo aquello amenazaba con formar una cadena de interferencia temporal a través de los siglos.
5
-¿Ocurre algo, señor? preguntó Cabell.
- No. Pensaba tan sólo que llegará un día en que encontraremos una fórmula para influir sin peligro en el pasado. Y, si esto se produce, nuestras responsabilidades serán aún mayores que ahora. Ya que entonces tendremos licencia para intervenir, pero tendremos también la más estricta obligación de no utilizar nuestro poder de intervención más que para lo mejor. Compréndame, no tengo la menor idea del principio que entrará en juego. Pero estoy seguro de que lo lograremos algún día.
Y quizá descubramos también una fórmula que nos permita aventurarnos en el futuro.
Spencer agitó la cabeza y pensó: te pareces a un viejo cuando mueves resignadamente la cabeza ante una pregunta sin respuesta. Sin embargo, él no era viejo... no al menos tan viejo.
- De momento prosiguió -, tan sólo somos algo así como espigadores. Vamos al pasado para recoger los despojos... las cosas perdidas o desechadas. Hemos establecido una serie de reglas para garantizar que jamás tocaremos el trigo molido, tan sólo tomaremos las espigas olvidadas en el suelo.
-¿Como los manuscritos de Alejandría?
- Bueno, si... imagino que sí... aunque el apoderarse de todos esos libros y manuscritos haya sido inspirado por las más sórdidas ideas del beneficio. Hubiéramos podido igualmente copiarlos. Lo hemos hecho con algunos; pero los propios originales tenían un fantástico valor material. Prefiero no decirle lo que nos pagó Harvard por esos manuscritos. Aunque, reflexionando, no estoy convencido de que no valieran realmente esa suma hasta el último céntimo. Fue preciso trazar minuciosos planos y organizar una coordinación casi a la décima de segundo, y empleamos para ello todos nuestros hombres. Porque, entienda, no podíamos apoderarnos de estos objetos sino en el preciso instante en que iban a quemarse. No podíamos quitarle a nadie la oportunidad de echar aunque fuera tan sólo una ojeada a esos manuscritos. No tenemos derecho a llevarnos ningún objeto salvo desde el momento en que pueda considerarse como realmente perdido. Es una regla absoluta.
»Piense por ejemplo en los tapices de Ely. Hemos consagrado años enteros a retroceder en el pasado para adquirir la certeza de que no quedaba la menor huella de ellos. Sabíamos que se perderían algún día, por supuesto. Pero no podíamos tocarlos antes de que esto hubiera ocurrido irremediablemente. Tan sólo fue entonces cuando los tomamos - agitó una mano -. Pero estoy hablando demasiado. Le estoy aburriendo.
- Señor Spencer - protestó Cabell -, una conversación como la suya no podrá aburrirme nunca. Es algo en lo que he soñado toda mi vida. No podría expresarle la alegría...
Spencer levantó una mano para imponer silencio.
- No tan aprisa. Aún no ha sido aceptado.
- Pero, en Personal, el señor Jensen me ha...
- Sé lo que le ha dicho. Pero es a mí a quien compete la decisión definitiva.
-¿He cometido algún error? - preguntó Cabell.
- No ha hecho nada que pueda serle reprochado. Vuelva esta tarde.
- Pero, señor Spencer, si tan sólo quisiera usted...
- Necesito reflexionar. Nos veremos después del almuerzo.
Cabell se levantó de su sillón. Parecía incómodo.
- El hombre que estuvo aquí antes que yo...
-¿Sí?
- Parecía muy irritado, señor. Como si tuviera intención de causarle problemas.
Spencer se exaltó.
-¡Nada de eso le concierne a usted!
Cabell no se amilanó.
- Sólo quería decirle que lo reconocí, señor.
-¿Y?
- Si acaso le trajera problemas, señor, tal vez le fuera útil informarse acerca de sus relaciones con una de las
chicas del Golden Hour. Se llama Silver Starr.
Spencer miró a Cabell sin decir nada.
El joven se dirigió hacia la puerta.
Puso la mano en el picaporte, luego se giró.
- Este tal vez no sea su verdadero nombre - observó -, pero públicamente se la conoce por él... Silver Starr, del Goden Hour. El Golden Hour se encuentra en...
- Señor Cabell, conozco el Golden Hour. ¡Aquel pequeño imprudente! ¿Qué era lo que esperaba? ¿Que le diera las gracias por su información?
Luego que Cabell se hubo ido, permaneció sentado unos instantes para calmarse. Había algunas preguntas al respecto que rondaban por su cabeza. Había algo extraño en aquel hombre. Aquella expresión en su mirada, por ejemplo. Y su torpeza, así como su timidez, no parecían enteramente naturales. ¿Y si todo se tratara de una especie de comedia? Pero, en nombre del cielo, ¿para qué adoptar aquella actitud que iba fatalmente en contra de sus intereses?
«La psicosis está galopando hacia ti», se dijo Spencer. «Te sobresaltas a la vista de cualquier sombra, a la presencia de una silueta apareciendo bruscamente en cualquier lado.»
«Ya hemos pasado a dos, y queda aún otro», pensó. «A menos que hubiera llegado alguien más mientras tanto.»
Tendió la mano hacia el pulsador de llamada pero, antes de que hubiera podido tocarlo, la puerta del despacho contiguo se abrió de golpe Un hombre de alocados ojos franqueó el umbral. Llevaba en brazos algo blanco que parecía estremecerse. Lo dejó sobre el escritorio, y Spencer se echó hacia atrás, sintiendo un escalofrío.
Era un conejo... un conejo blanco con una cinta rosa alrededor del cuello, rematada con un elegante lazo.
Spencer dirigió unos aterrados ojos al hombre que le había traído el conejo.
-¡Ackermann! – exclamó -. ¡Por los cielos, Ackermann! ¿Qué te ocurre? ¡Todavía no es Pascua!
Ackermann movió dificultosamente los labios, y por unos instantes su nuez de Adán pareció un elevador. Pero no pudo pronunciar ninguna palabra
- Vamos, vamos, muchacho, ¿qué ocurre? Finalmente, Ackermann encontró su voz.
-¡Nickerson! - exclamó.
- Bueno, veamos. Nickerson se ha traído un conejo.
-¡No! No lo ha traído, señor. ¡Ha venido solo! Spencer palideció.
-¿Y Nickerson?
Ackermann agitó la cabeza.
- Sólo estaba el conejo, señor.
Spencer, que se había levantado a medias, se desplomó de nuevo en la silla.
- Señor, hay una carta atada al lazo.
- Ya la he visto - dijo Spencer como si no le diera excesiva importancia. Pero sentía que algo frío le iba ganando.
El conejo se giró y se situó frente a Spencer. Agitó una oreja, frunció su rosado hociquito, inclinó gravemente la cabeza y levantó una de sus patas traseras para rascarse.
Spencer se reclinó en el sillón, sin ánimos para decir nada. Tres hombres perdidos en los últimos diez días. Y ahora, un cuarto.
Claro que esta vez al menos habían recuperado el transportador. O más bien el conejo lo había recuperado. Cualquier ser vivo, una vez montado el mecanismo, llevaba por su sola presencia al transportador a su lugar de origen. No era necesario que se tratara de un hombre.
¡Pero Nickerson! ¡Uno de los mejores! Si no se podía contar con Nickerson, no se podía contar con nadie.
Se giró de nuevo hacia su escritorio y adelantó una mano hacia el conejo. Este no intentó escapar. Spencer tomó la hoja doblada y rompió el sello de cera. El papel era tan grueso y basto que crujía entre los dedos.
La tinta era de un negro desvaído y la escritura torpe. No había sido escrito con bolígrafo ni con pluma, pensó Spencer... sino más bien con una pluma de oca.
La nota iba dirigida a él:
Querido Hal:
No tengo ninguna disculpa lógica, y no intentaré explicarme. He descubierto el sentir de la primavera, y ya no puedo seguir escapando a él. Aquí tienes tu transportador... es más de lo que han hecho todos los demás. El conejo no pondrá ninguna objeción. Los conejos ignoran el Tiempo. Sé bueno con él, ya que no tiene nada de las liebres salvajes de los bosques sino que es más bien un animalillo gentil y cordial
NICK.
«Insuficiente», pensó Spencer, contemplando la nota, con aquellos jeroglíficos negros que parecían más bien un cabalístico grimorio que una comunicación sensata.
Había descubierto el sentir de la primavera. ¿Qué entendía por aquello? ¿La primavera del corazón? ¿La primavera del espíritu? Era posible, ya que Nickerson había ido a la Italia de principios del Renacimiento. Una primavera del espíritu y el sentir de los grandes comienzos. ¿Y no existiría además un cierto sentido de seguridad en aquel mundo más reducido... un mundo que no jugaba con el Tiempo, que no anhelaba alcanzar las estrellas?
El zumbador resonó suavemente.
Spencer pulsó el botón.
-¿Sí, señorita Crane?
- El señor Garside al aparato.
El conejo empezó a mordisquear el cable del teléfono. Spencer lo apartó un poco.
- Adelante, Chris.
- Hal - preguntó una voz cortante -, ¿qué le ha dicho usted a Ravenholt? Me ha hecho pasar una maldita media hora.
- Se trata del proyecto Dios.
- Lo sé. Me lo ha dicho. Me ha amenazado con levantar la población contra la inmoralidad de nuestro proyecto de revista.
- No puede hacerlo - protestó Spencer -. No tiene el menor fundamento. Este asunto es perfectamente legal. La Oficina Jurídica y la de Etica han dado su okay, y el Consejo de Examen le ha dado su bendición. Se trata de simples reportajes históricos. Un testigo ocular de la batalla de Gettysburg, anotaciones sobre la moda en tiempos de la reina Victoria... El más importante proyecto que hayamos emprendido hasta ahora. Su valor publicitario, aparte el dinero que nos proporcionara...
- Sí, ya sé - dijo Garside con tono cansado -. Todo eso es exacto. Pero no quiero problemas con nadie... y sobre todo con Ravenholt. Hemos metido bastantes castañas en el fuego como para dejar surgir una reacción. Y Ravenholt puede ser terriblemente desleal en la lucha.
- Escuche, Chris, puedo encargarme de Ravenholt.
- Lo imaginaba. Bueno, entiéndase con él.
-¿Qué quiere decir con entiéndase con él? - dijo Spencer, a la defensiva.
- Bueno, hablando francamente, Hal, su palmarés no es muy brillante. Tiene usted dificultades...
-¿Está pensando en los hombres que hemos perdido?
- Y en las máquinas - dijo Garside -. Usted olvida siempre... que una máquina vale un cuarto de millón de dólares.
-¿Y los hombres? - preguntó amargamente Spencer -. ¿Quizá los considera usted baratos en comparación?
- No creo que se le pueda atribuir un valor mercantil a la vida humana - respondió Garside sin inmutarse.
- Acabamos de perder a otro hace un momento - le anunció Spencer -. Imagino que le tranquilizará saber que era leal más allá de sus obligaciones. Nos ha enviado un conejo, y la máquina está en perfecto estado.
- Hal - dijo severamente Garside -, hablaremos más tarde de esto. De momento me preocupa Ravenholt. Si le presentara usted sus excusas para arreglar un poco las cosas...
-¡Mis excusas! - estalló Spencer -. Conozco otro medio mejor. Se acuesta con una de las chicas del Golden Hour. Cuando haya terminado con...
-¡Hal! - rugió Garside -. ¡No puede usted hacer eso! ¡No puede mezclar Pasado & Cía. con una historia así! ¡Sería una indecencia!
- Querrá decir usted una inmundicia - rectificó Spencer -. Pero no más repugnante que el propio Ravenholt. ¿De quién es el hombre de paja?
- Eso no importa. Joven...
-¡Y no me llame joven! - gruñó Spencer -. ¡Ya tengo bastantes problemas sin su paternalismo!
- Quizá esos problemas sean demasiado pesados para usted - cortó secamente Garside -. Quizá debamos buscar a alguien para sustituirle.
-¡Bien, hágalo! - gritó Spencer -. ¡No se quede diciendo tonterías! ¡Venga y écheme de patitas a la calle!
Colgó violentamente, temblando de irritación.
Al diablo Garside, pensó. Al diablo Pasado & Cía. Ya estaba harto.
Sin embargo, era una forma muy triste de terminar después de quince años. Era una maldita cosa lo que le estaba ocurriendo. Quizá hubiera tenido que dominar su lengua, aguantar su irritación, jugar el juego de los demás.
Hubiera podido actuar muy bien de otra manera, asegurarle a Garside que se ocuparía de Ravenholt sin mencionar a Silver Starr. ¿Y por qué había aceptado tan aprisa lo que le había revelado Cabell un momento antes de irse? ¿Qué podía saber Cabell al respecto? Tenía que informarse acerca de si había realmente una Silver Starr en el Golden Hour.
Mientras esperaba, debía seguir trabajando. Ahora le tocaba el turno a Hudson, se dijo.
Tendió la mano hacia el conmutador.
Pero su dedo no llegó a tocarlo. La puerta del despacho se abrió una vez más bruscamente, y un hombre se precipitó en la estancia. Era Douglas Marshall, el operador de la máquina de E.J.
-¡Hal! – resopló -. ¡Ven aprisa! ¡E.J. se ha pasado realmente de la raya!
6
Spencer no hizo ninguna pregunta. Una ojeada al rostro de Doug fue suficiente para comprender que las noticias eran tremendamente malas. Saltó de su sillón y echó a correr por el pasillo tras los talones del operador.
Giraron a la izquierda al final del pasillo, hacia la sala de Operaciones, donde los macizos transportadores se alineaban contra las paredes.
Al fondo, una pequeña multitud de operadores y mecánicos hacían círculo, y de su centro surgía una canción de borracho. Sus palabras eran ininteligibles.
Spencer avanzó, dominado por la cólera, y se abrió camino. En el centro del círculo se hallaban E.J.... y otra persona: un sucio bárbaro, barbudo, envuelto en una curtida piel de oso y con una enorme espada colgando de su cintura.
El bárbaro inclinaba contra su boca un barrilito. El barril hacía glú-glú mientras el hombre bebía, pero una parte del líquido se escapaba formando hilillos de un color marrón pálido por las comisuras de su boca y goteaba a través de su barba hasta su pecho.
-¡E.J.! - aulló Spencer.
Ante aquel grito, el bárbaro bajó bruscamente su barrilito y lo sujetó entre sus brazos. Se limpió boca, barba y bigotes con una sucia mano.
E.J. avanzó titubeante y pasó sus brazos alrededor del cuello de Spencer, sin dejar de reír.
Spencer se soltó bruscamente y apartó a E.J., que trastabilló hacia atrás.
-¡E.J.! – exclamó -. ¿Qué es lo que te resulta tan divertido?
E.J. consiguió mantener el equilibrio. Se esforzó en serenarse, sin conseguirlo enteramente. Su risa era aguda y estridente.
El bárbaro avanzó y puso el barrilito entre las manos de Spencer, gritándole algo en tono jovial y haciéndole comprender por gestos que dentro había buena bebida.
E.J. apuntó un pulgar en dirección al caballero de la piel de oso.
-¡Hal! – exclamó -. ¡Después de todo, no era en absoluto un oficial romano! - y se echó a reír con una risa aguda.
El bárbaro se echó también a reír estruendosamente, la cabeza echada hacia atrás, y sus rugidos hicieron retemblar toda la sala.
E.J. avanzó, titubeante, y cayeron uno en brazos del otro, dominados por la hilaridad, palmeándose mutuamente la espalda. Sus pies se enredaron, perdieron el equilibrio y se derrumbaron al suelo, donde quedaron sentados, mirando alegremente a los hombres que los rodeaban.
-¿Y bien? - gruñó Spencer.
E.J. asestó un resonante golpe a la peluda espalda del hombre de la piel de oso.
- Muy sencillamente, le traigo a la Wrightson-Graves a su antiguo antepasado. ¡Estoy impaciente por ver la cara que pondrá cuando se lo presente!
-¡Oh, Dios mío! - se deshinchó Spencer. Se giró para pasarle a alguien el chorreante barrilito, y luego gritó -: ¡No les dejéis salir de aquí! ¡Metedlos en algún rincón donde puedan dormir su curda!
Una mano lo sujetó por el brazo. Era Douglas Marshall, con el rostro cubierto de sudor.
- Hay que enviarlos de nuevo, Hal – dijo -. Es preciso que E.J. lo lleve de nuevo.
Spencer agitó la cabeza.
- Ignoro si podemos. Voy a plantear el asunto al Servicio Jurídico. Manténlos aquí y avisa a los muchachos. Si alguno de ellos cuenta algo de lo ocurrido aquí...
- Haré todo lo que pueda. Pero no sé... con esa pandilla de charlatanes...
Spencer se giró bruscamente y echó a andar a largas zancadas hacia el pasillo.
«¡Qué día!», pensó. «¡Qué maldito día!»
Recorrió el pasillo a paso de carga, y vio que la puerta rotulada Privado estaba cerrada. Se detuvo unos instantes, con la mano puesta en el picaporte, y entonces la puerta se abrió. La señorita Crane salió como un vendaval.
Chocaron de lleno. Ambos cayeron al suelo a causa del impacto, y las gafas de la señorita Crane escoraron de una forma insólita.
-¡Señor Spencer! - gimió lastimeramente -. ¡Señor Spencer, ha ocurrido algo horrible! ¿Recuerda usted al señor Hudson?
Se levantaron, y ella se apartó para dejarle paso. Spencer se metió en el despacho y cerró la puerta a sus espaldas.
-¿Cómo puedo olvidarlo? - dijo amargamente.
- Pues bien - declaró la señorita Crane -, ¡el señor Hudson está muerto!
Spencer se quedó helado.
La señorita Crane estaba furiosa.
-¡Si lo hubiera recibido usted cuando yo se lo dije! ¡Si no le hubiera hecho esperar ahí tanto tiempo...!
- Un momento, escuche...
- Al final terminó por levantarse - prosiguió ella - y vino hacia mí. Estaba rojo de cólera, señor Spencer. Y yo no podía reprochárselo...
-¿Quiere decir que ha muerto aquí?
- Vino hacia mí y me dijo: Dígale a su señor Spencer... y no pudo decir nada más. Lanzó una especie de gemido y se agarró con una mano en el borde de mi escritorio para sujetarse, pero la mano resbaló y él se derrumbó, y...
Spencer no oyó nada más. Atravesó su oficina de tres zancadas y entró en la sala de espera.
El señor Hudson estaba tendido sobre la moqueta.
Se parecía de un modo sorprendente a una muñeca de trapo. Una mano de azuladas venas estaba tendida ante él, como arañando el suelo. El maletín portadocumentos que había estado sujetando estaba ahora fuera de su alcance, muy cerca de sus engarfiados dedos, como si ante la muerte inminente el señor Hudson hubiera intentado sujetarlo. Su arrugada chaqueta estaba abierta, y Spencer pudo observar que el cuello de su camisa blanca estaba muy rozado.
Atravesó la estancia para arrodillarse lentamente junto al hombre muerto. Pegó su oreja al pecho del señor Hudson.
Ni el menor latido.
-¿Señor Spencer? - la señorita Crane estaba de pie en la puerta, aún asustada, pero gozando del momento. En toda su carrera de secretaria nunca le había ocurrido nada parecido. Ni en toda su vida. Aquello alimentaría sus conversaciones durante varios años.
- Cierre la puerta - dijo Spencer -. Que nadie entre aquí. Luego llame a la policía.
-¡La policía!
-¡Señorita Crane! - dijo secamente Spencer.
Ella entró en la estancia, pegándose a las paredes para permanecer lo más alejada posible del cuerpo.
- Avise también al Servicio Jurídico - añadió Spencer.
Permanecía arrodillado en el suelo, contemplando a aquel hombre y preguntándose qué le habría ocurrido. Un ataque cardíaco sin duda. La señorita Crane había dicho que parecía enfermo... y había insistido para que lo recibiera el primero, antes que a los otros dos.
Si se quería encontrar un responsable a lo ocurrido, pensó, no tendrían muchas dificultades para imputárselo a él.
Hudson se había arrastrado hasta aquella sala de espera, enfermo e impaciente, y por fin se había irritado... ¿Qué era lo que esperaba de él?
Spencer estudió aquel cuerpo envejecido, los pocos cabellos que brotaban de la parte posterior de su cráneo, las
gafas de gruesos cristales deformadas por la caída, las huesudas manos de azuladas venas. Se preguntó qué esperaba conseguir un hombre así de Pasado & Cía.
Fue a levantarse y perdió el equilibrio. Apoyó su mano izquierda hacia atrás para sujetarse.
Y, bajo su palma, sintió una superficie lisa y blanda. Sin mirar hacia allá, supo que se trataba del maletín portadocumentos de Hudson
Quizá la respuesta se encontrara allí.
La señorita Crane estaba junto a la puerta, cerrándola. No había nadie más allí.
Con un rápido gesto, Spencer envió el maletín en dirección a la puerta de su despacho privado.
Se levantó ágilmente y se puso en pie. El portadocumentos había quedado atravesado en el umbral. Dio una zancada y empujó el objeto fuera de la vista, con el pie.
Oyó el pestillo encajar en su alojamiento y luego la voz de la señorita Crane, mientras ésta se giraba:
-¿A quién llamo primero, señor Spencer, a la policía o al servicio Jurídico?
- A la policía, imagino.
Entró en su despacho y cerró la puerta, dejándola entreabierta tan sólo un par de centímetros. Luego recogió apresuradamente el maletín y alcanzó su escritorio.
Abrió los cierres y vio tres legajos de papeles, cada uno de ellos sujeto por una pinza.
El primero llevaba un título en su primera página:
Estudio de la Moral en las Incidencias sobre los Viajes por el Tiempo. A continuación, página tras página de una caligrafía apretada, con largos párrafos subrayados y correcciones hechas con lápiz rojo.
El segundo, sin título estaba compuesto por hojas cubiertas de notas garabateadas.
Y el tercero, igualmente manuscrito, con diagramas, llevaba por título: Un nuevo Concepto de la Mecánica de los Viajes por el Tiempo.
Spencer inspiró profundamente y se inclinó sobre las hojas, esforzándose en hacer galopar sus ojos a lo largo de las líneas, demasiado aprisa para captar por completo su sentido.
Debía devolver inmediatamente el portadocumentos al lugar donde lo había tomado, y sin hacerse ver. No tenía derecho a tocarlo. La policía podía poner objeciones si se daba cuenta de que él había tocado el maletín. Y cuando lo devolviera a su sitio, debía haber algo dentro. Aquel hombre no acudiría seguramente a verle con un maletín vacío.
Oyó hablar a la señorita Grane en el despacho contiguo. Tomó rápidamente su decisión.
Deslizó el segundo y tercer legajos en el cajón superior de su escritorio. Dejó el primero, el que trataba de la moral de los viajes por el Tiempo, en el portadocumentos, y lo cerró.
Aquello bastaría para la policía. Tomó el maletín con la mano izquierda, dejando colgar el brazo a lo largo de su cuerpo, y se dirigió a la puerta, procurando abrir de modo que ocultara la parte izquierda de su cuerpo y el portadocumentos.
La señorita Grane telefoneaba, con el rostro vuelto hacia otro lado.
Dejó el maletín en el suelo, fuera del alcance de los dedos del muerto, justo donde estaba antes.
La señorita Grane colgó y lo vio de pie allí.
- La policía viene inmediatamente – dijo -. Ahora voy a llamar al señor Hawkes, de Jurídica.
- Se lo agradezco - dijo Spencer -. Mientras esperamos, voy a examinar algunos documentos.
7
Sentado ante su escritorio, eligió el legajo titulado Un nuevo Concepto de la Mecánica de los Viajes por el Tiempo. El nombre del autor era Boone Hudson.
Inició su lectura, primero con una creciente sorpresa, luego con una extraña y fría impaciencia..., ya que el documento exponía lo que eliminaría definitivamente la dificultad esencial con la que tropezaba Pasado & Cía.
Ya no habría que sufrir más la pesadilla de ver a los buenos viajeros quemándose en pocos años.
Ningún hombre volvería a partir, nunca más joven por el Tiempo para regresar al cabo de sesenta segundos con las primeras amigas de la edad en su rostro. Ya no habría más la pena de ver a los mejores amigos de uno envejecer de mes en mes.
Porque ya no se trataría de hombres, sino más bien de la imagen de esos hombres.
Transferencia de materia, se dijo S