SELECCIÓN DE CUENTOS(CUENTOS DEL AMOR Y DE LA MUERTE)
Era una joven de rara hermosura que llevaba en la frente el sello de un terrible destino.
En su cara, de una palidez láctea, sus ojos de un gris de acero ardían extrañamente, y su boca, flor de sangre, era un poema de lujuria. Largo el talle flexible, mórbida la cadera, finos y redondos el cuello y los brazos, sus quince años cantaban el triunfo de su divina belleza.
Cuando Oliverio la conoció en una alegre mañana del último estío, quedóse como petrificado. Vibró en su ser hasta la más leve fibra y sintió que toda su alma se anegaba en una angustia dolorosa. Ella pasó como una sombra errabunda; pero él nunca más volvería a gozar de la dulce paz de antaño. La amó inmensamente, con cierta vaga impresión de espanto, como si de improviso se hubiera enamorado de una muerta...
Aquella noche tuvo fiebre. Pálidas mujeres de la historia, creaciones luminosas de los poetas, blancos seres de legen¬daria hermosura, que duermen, desde remotos siglos, el hondo sueño de la muerte, llegaron hasta él, en lento desfile...
Vio pasar a Helena, marmórea beldad vencedora de los héroes; a Ofelia, cantando una tenue balada, deshojando lirios en las aguas dormidas; a Julieta, casta y triste; a Belkiss, incendiada de pedrerías; a Salomé, casi desnuda, alta y mórbida, de carne de ámbar, de áurea cabellera constelada de grandes flores argentinas, tal como la vio en el cuadro de Bernardo Luini.
Esta última figura llegó a producirle una alucinación profunda.
Comparó a la hija de Herodías con otra imagen de inefable encanto, pero viva y cálida, llena de sangre y de amor, y un vértigo de sensualidad le hizo desfallecer dulcemente... Eran gemelas las dos vírgenes extraordinarias. Ambas tenían el cuerpo florido; ambas se hacían amar mortalmente por la gracia y por el aroma, y por la atracción embriagadora del sexo...
Era, no le cabía duda, un caso de metempsícosis...
Oliverio empezó a languidecer, devorado por un fuego interno. El harpa de sus nervios vibraba de continuo y su alma de silencio y de sueño se pobló de imágenes luctuosas. Él era de un temperamento raro y aristocrático, en donde florecían fantásticamente las rosas de la fábula. Era un esteta por su continua obsesión de belleza y por el culto de la palabra, y, desventuradamente, un voluptuoso. Su espíritu refinado, puro y excelso, sufría tormentos dantescos, vencido por la carne traidora. Llevaba en las venas –quizá por alguna oscura ley atávica– rojos ríos de lujuria; y en las horas demoniacas revolaba en su cerebro un enjambre de venenosas cantáridas...
El deseo que sintió por aquella adolescente fresca y sen¬sual le hizo ver, desde el primer instante, el abismo en que iba a hundirse. La deseó de una vez con un ansia viril y fuerte. Soñó poseerla hasta hacerla llorar en el espasmo supre¬mo, bajo la potente presión de la caricia fecunda; pero luego comprendió, por un hondo instinto, que el luminoso rostro de aquella virgen no le sonreiría nunca, y quedóse por mucho tiempo, por varios años, como muerto, aherrojado a su negro destino.
Él la escribió algunas cartas candentes, cartas llenas de sangrientos frenesíes, impregnadas de besos, de lágrimas y de voluptuosidad. Él la dijo su angustia en palabras de perfumada lujuria, que eran casi caricias sexuales, y también en frases de espíritu, ligeras como alas. La habló de sus altos sueños y del futuro de su gloria, si ella llegaba a ser suya. Quiso embriagarla con el fuerte vino de sus melodías verbales, despertar en ella la fibra de oro del ensueño y la fibra de sangre de la virginidad...
Y fueron aquellas cartas profundas maravillas de ingenio, en que el amor y el deseo decían una canción desconocida, en que las líneas parecían tener un alma, exhalándose del papel un perfume de pecado y de muerte...
«... Si no me amas, te mataré –le decía–. Serás mía o de la tumba. Pero jamás podré soportar que otro hombre te posea. Tengo sed de tu espíritu y sed y hambre de tu cuerpo. Sufro, amándote, un dolor agudo, una tortura diabólica. Necesito tu sangre y tus besos y tus lágrimas para vivir. ¿Quién soy? ¿Por qué aspiro a ti? No lo sé. Tú naciste en un palacio, entre sedas y púrpuras... Yo vengo del País de la Miseria y soy apenas un peregrino del ensueño. Pero mi amor sobrehumano me hace superior a los hombres... Dame el hálito de tu juventud, dame el divino tesoro de tu cuerpo y seré un dios...»
Oliverio veía pasar los largos días obscuros abstraído en una sola visión interior. Insomne y taciturno, presa continuamente de la fiebre, llegó a no darse cuenta de la realidad para vivir una vida intensa en un mundo poblado de quimeras. En los fugaces intervalos de sueño, carnales escenas hacíanle dar gritos de espanto. La lujuria le mordía con su boca frenética.
...Vio errar, una vez, por un paisaje deslumbrante, a Salo¬mé, llevando en una amplia fuente de plata, la lívida cabeza del Precursor. Él llegó a su lado, al impulso de un brazo invisible, y reconoció en aquella testa difunta, su propia cabeza.
Y la Salomé de la fábula no era sino la Salomé de su deseo.
Aquel terrible amor y aquel único anhelo imposible marcaron su rostro con un signo espectral. Y se puso pálido como la muerte. Pálido como la Muerte.
En una noche de luna y de silencio llegó a su oído el eco de una música lejana. Como un sonámbulo salió de su cuarto y vagó por las calles desiertas, atraído por el imán de la armonía. Sentíase débil y próximo a lanzar el último hálito. La música resonaba dulcemente en el aire nocturno...
Encontróse de pronto frente a un vasto palacio en cuyos salones el baile ponía su nota de fuego. Oliverio pegó la frente incendiada a los cristales entreabiertos y quedó vibrante de duelo y de asombro. Fue al principio, como un rápido deslumbramiento: después sufrió –durante un siglo– una pena inenarrable...
En un salón poblado de fulgores y de músicas, sobre la viva púrpura de las alfombras, aclamada por jóvenes elegantes, besada y profanada por sus ojos, bailaba Salomé su danza de sueño y de placer...
Casi desnuda, velada por un tul impalpable, mórbida y diáfana, como una gran rosa de fuego, movíase con languidez al compás de un ritmo enervante. El cuerpo felino y pálido, de movimientos lentos y lascivos, era un milagro de belleza y de impudor. Jamás mujer alguna había mostrado ante los ojos de los hombres un tesoro tan maravilloso de morbideces y de aromas. El cuello largo, semejaba el tallo de un lirio; sobre la espalda columbina caía, en lluvia de oro, la profusa cabellera. Sus senos, erectos y floridos, eran dos pequeños vasos marmóreos o más bien dos colinas de seda blanca, coronadas por una gota de sangre. Su rostro, de gracia sobrenatural, sonreía enigmáticamente, y su boca bemeja parecía una herida luminosa. Un velo diamantino temblaba sobre su sexo. Exhalábase de aquella terrible criatura un perfume de amor tan poderoso, que Oliverio, estremecido, anonadado, casi muerto, tuvo que cerrar los ojos, cegados por insólitas fulguraciones...
Al abrirlos de nuevo, acometido por un agudo espasmo, sintió que todo daba vueltas a su alrededor y que el mundo se le venía encima... Próximo a caer para siempre, enloquecido por un dolor tremendo, golpeó rudamente los cristales con el puño hasta teñirlos con su propia sangre... y rodó sobre la acera como fulminado.
La alta vidriera se abrió rápidamente y varias cabezas de hombres y mujeres se tendieron hacia la calle. Salomé llegó la última, y exclamó con su voz mágica y profunda, viendo al mísero, muerto sobre la dura piedra:
–Un mendigo... Nada más.
Y cerrando de un golpe seco la ancha lámina cristalina, continuó sobre las alfombras escarlatas, a la luz de las lámparas eléctricas, bajo las miradas impuras de los hombres, toda desnuda y cálida, su danza inmortal...
Afuera, el miserable yacía tendido de espaldas, con los ojos muertos fijos en la luna, que erraba por los altos cielos como un gran lirio de plata.